CONTENIDO
Portada
Dedicatoria
Lema
Prólogo. Después de la escalera
I. Rachel en el espejo
1. Setenta y tres james
2. Relámpago
3. J.J.
4. Grupo B
5. Acerca del luminismo
6. Distanciamientos
7. ¿Me has visto?
8. Granito
II. Brian
9. El gorrión
10. Vuelve la luz
11. Ansias
12. El collar
13. Refracción
14. Scott Pfeiffer, natural de grafton, vermont
15. Lluvia
16. Reaparición
17. Gattis
18. Choque cultural
19. Alden minerals, Ltd.
20. VHS
21. P380
22. El soplador de nieve
III. Rachel en el espejo
23. Oscuridad
24. Kessler
25. Qué llave
26. Boquilla
27. Culpa
28. El desatascador
29. Basta
30. Yo primario
31. El refugio
32. Confesión
33. El banco
34. El baile
35. Foto de familia
Agradecimientos
Créditos
A la memoria de David Wickham,
un prohombre de Providence
y un tipo genial
Si sólo das amor sin recibirlo a cambio
Más te vale que dejes a ese amor partir.
Bien sé yo que es así, y aun sabiéndolo
Yo sin ti no sé vivir.
BUDDY JOHNSON,
Since I Fell for You
Avanzo enmascarado.
RENÉ DESCARTES
PRÓLOGO
DESPUÉS DE LA ESCALERA
Un martes de mayo, a los treinta y cinco años de edad, Rachel mató a su marido de un disparo. Él retrocedió tambaleándose con un extraño semblante de aceptación, como si en el fondo siempre hubiera sabido que Rachel acabaría matándolo.
Su rostro también reflejaba sorpresa. Rachel dio por hecho que el de ella también.
La madre de Rachel no se habría sorprendido.
La madre de Rachel, que nunca estuvo casada, era autora de un célebre manual sobre cómo mantener vivo el matrimonio. Los capítulos del libro llevaban por título las distintas etapas que la doctora Elizabeth Childs había observado en toda relación cuyo estado inicial fuera el de la atracción mutua. El libro se titulaba La escalera y gozó de tan buena acogida que la editorial convenció a su madre (la «obligó», según ella) para que escribiera dos secuelas: Volver a subir la escalera y Los peldaños de la escalera: Un manual práctico, y cada uno vendió menos ejemplares que el anterior.
En la intimidad, su madre calificaba los tres libros de «charlatanería emocionalmente adolescente», pero guardaba cierto afecto nostálgico por La escalera ya que, durante su escritura, no había sido consciente de lo poco que sabía en realidad. Así se lo confesó a Rachel cuando su hija tenía diez años. Aquel mismo verano, después de los muchos cócteles trasegados una tarde, su madre sentenció: «Un hombre no es más que la suma de las historias que cuenta sobre sí mismo, y la mayor parte de esas historias son falsas. Nunca hurgues demasiado, porque si sacas a la luz sus mentiras, será humillante para ambos. Más vale vivir con el cuento.»
Luego le dio un beso en la coronilla. Unas palmaditas en la cara. Le dijo que no tenía por qué preocuparse.
Rachel tenía siete años cuando se publicó La escalera. Recordaba el teléfono sonando a todas horas, el trasiego de viajes, la recaída de su madre en el tabaco y el afectado y ansioso glamur que se apoderó de ella. Recordaba asimismo un sentimiento que apenas alcanzaba a expresar: que su madre, una mujer que nunca había sido feliz, vivió incluso más amargada tras el éxito. Años después, Rachel sospecharía que tal vez la fama y el dinero la habían privado de pretextos con los que justificar su infelicidad. Su madre, una mujer brillante a la hora de analizar los problemas del prójimo, nunca tuvo la menor idea de cómo diagnosticarse a sí misma. Luego la vida se le fue en la búsqueda de soluciones para conflictos que nacían, crecían, vivían y morían pura y estrictamente entre los límites de su intimidad. Rachel, por supuesto, ignoraba todo eso a los siete años, incluso a los diecisiete. Ella sólo sabía que era una niña desgraciada porque su madre era una mujer desgraciada.
El día que Rachel mató a su marido, se encontraba a bordo de un barco en la bahía de Boston. Él se mantuvo en pie apenas unos instantes —¿siete segundos?, ¿quizá diez?— antes de precipitarse por la borda de popa y caer al agua.
Sin embargo, en esos últimos segundos, sus ojos dejaron traslucir un sinfín de emociones.
Consternación. Autocompasión. Terror. Un abandono tan absoluto que rejuveneció ante sus ojos treinta años hasta transformarse en un niño de diez.
Ira también, por descontado. Indignación.
Una repentina y feroz determinación, como si, pese a la sangre que manaba de su corazón y se derramaba sobre la mano que se había llevado al pecho, tuviera la certeza de que no iba a pasarle nada, de que todo iría bien, de que saldría de aquélla. Al fin y al cabo, era un hombre fuerte, todo lo que había de valor en su vida lo había conseguido puramente a fuerza de voluntad y con esa misma voluntad podría superar aquel trance.
Luego vino la súbita toma de conciencia: no, no podría.
Miró entonces a Rachel fijamente, y la más incomprensible de las emociones se impuso en su semblante, eclipsando todas las demás:
Amor.
No, eso era imposible.
Y, sin embargo...
Era eso, sin duda. Un amor desaforado, desvalido, puro. Un amor que brotaba y salpicaba al mismo tiempo que la sangre en su camisa.
Articuló sin voz las palabras, como a menudo hacía para dirigirse a ella desde el extremo de alguna estancia concurrida: Te. Quiero.
Y a continuación cayó por la borda y desapareció bajo las aguas oscuras.
Dos días antes, si alguien le hubiera preguntado a Rachel si quería a su marido, habría dicho que sí.
A decir verdad, si alguien le hubiera formulado la misma pregunta mientras apretaba el gatillo, también habría dicho que sí.
Su madre le había dedicado todo un capítulo a esa incongruencia, el capítulo trece: «Discordancia.»
¿O quizá el capítulo siguiente, «El fin del antiguo relato», viniera más al caso?
Rachel no estaba segura.