El hombre celoso

Jo Nesbø

Fragmento

cap-2

LONDRES

No me da miedo volar. La probabilidad de que un pasajero de una compañía aérea muera en un accidente en una línea regular es de una entre once millones. Dicho de otro modo: la posibilidad de morirte de un infarto en tu asiento es ocho veces mayor.

Esperé a que el avión despegara y se estabilizara antes de inclinarme a un lado y, en voz baja, que pretendía ser tranquilizadora, proporcionarle este dato a la mujer que, sollozante y temblorosa, ocupaba el asiento de la ventanilla.

—Pero, claro, la estadística no importa mucho cuando uno está asustado —añadí—. Te lo digo porque sé muy bien cómo te sientes.

Tú, que hasta ahora habías mantenido la mirada clavada en la ventanilla, te diste la vuelta despacio y me observaste, como si acabaras de darte cuenta de que había alguien en el asiento contiguo. Lo que tiene viajar en primera clase es que esos centímetros extra entre los asientos te permiten creer que estás solo si te concentras un poco. Con tal de no estropear esa ilusión hay un acuerdo tácito entre los pasajeros de primera clase de no decir más que unas breves frases a modo de saludo y lo que pueda ser necesario por cuestiones prácticas en cada caso. («¿Le parece bien que baje la cortinilla?»). Como el espacio adicional para las piernas hace posible pasar por delante del otro sin ponerse de acuerdo a la hora de ir al baño, de acceder al equipaje, etcétera, suele ser perfectamente factible ignorarse mutuamente, aunque el viaje dure doce horas.

Deduje de tu expresión que estabas algo sorprendida de que yo incumpliera la regla número uno de primera clase. Algo en tu vestimenta relajada y elegante —un pantalón y un jersey cuyos colores no armonizan, pero supongo que depende de quien los lleva— me hizo suponer que hace tiempo que no viajas en turista, si es que alguna vez lo has hecho. Pero eras tú quien lloraba. ¿No eras tú quien estaba derribando el muro convenido? Por otra parte, sollozabas dándome la espalda y dejabas claro que no era algo que quisieras compartir con el resto del pasaje.

No haber pronunciado unas palabras de consuelo habría resultado muy frío, solo podía albergar la esperanza de que comprendieras mi dilema.

Tu rostro estaba pálido y bañado en lágrimas, pero, a la vez, era de una belleza extraña, casi élfica. ¿O puede que precisamente esa palidez, las huellas de ese llanto, fuera lo que te hacía tan hermosa? Siempre he tenido debilidad por lo frágil, lo vulnerable. Te ofrecí la servilleta que la azafata había colocado debajo de los vasos antes del despegue.

—Muchas gracias —dijiste; cogiste la servilleta, te obligaste a sonreír y te enjugaste el maquillaje corrido bajo uno de tus ojos—. Pero no creo. —Luego te volviste otra vez hacia la ventanilla, apoyaste la frente en el plexiglás como si quisieras esconderte y los sollozos agitaron tu cuerpo de nuevo. ¿Qué era lo que no creías? ¿Que yo supiera cómo te sentías? En cualquier caso, yo ya había cumplido con mi parte y, por supuesto, a partir de ese momento te dejaría tranquila. Me vería media película y después intentaría dormir, a pesar de que no creía que fuese a conciliar el sueño más de una hora; casi nunca logro dormir, por largo que sea el vuelo, en especial si sé que debería hacerlo. Iba a pasar solo seis horas en Londres, luego viajaría de vuelta a Nueva York.

La señal de abrocharse los cinturones se apagó y una azafata se acercó para rellenar los vasos de agua colocados sobre el ancho y sólido apoyabrazos que nos separaba. Antes del despegue, el comandante nos había informado de que esa noche el vuelo de Nueva York a Londres tendría una duración de cinco horas y diez minutos. A nuestro alrededor algunos pasajeros ya se habían cubierto con la manta y reclinado el asiento, mientras que otros esperaban a que les sirvieran la cena con el rostro iluminado por la pantalla de televisión. Tanto la mujer que iba a mi lado como yo habíamos rechazado la comida cuando una azafata nos ofreció la carta antes de despegar. Para mi satisfacción encontré una película en la sección de clásicos, Extraños en un tren, y me disponía a colocarme los auriculares cuando oí tu voz.

—Es por mi marido.

Me quedé con los auriculares en la mano y me volví hacia ti.

El rímel te rodeaba los ojos como dramático maquillaje teatral.

—Me engaña con mi mejor amiga.

No sé si te diste cuenta de que resultaba un poco extraño que siguieras refiriéndote a esa persona como tu mejor amiga, pero yo no tenía ninguna intención de corregirte, por así decirlo.

—Lo lamento. No era mi intención inmiscuirme…

—No lo sientas, está bien que la gente se preocupe. Muy pocos lo hacen. Nos morimos de miedo ante cualquier cosa que pueda ser triste o desconcertante.

—En eso tienes razón —dije, sin saber si debía dejar a un lado los auriculares o no.

—Apuesto a que en este mismo momento se están acostando. Robert siempre está salido. Y Melissa también. Ahora mismo están follando en mis sábanas de seda.

En mi mente se formó automáticamente la imagen de un matrimonio de treintañeros en el que él ganaba el dinero, mucho, y tú elegías las sábanas. Nuestros cerebros son expertos en recrear estereotipos. A veces se equivocan. A veces aciertan.

—Debes de sentirte fatal —dije, sin exagerar el tono dramático.

—Me quiero morir —respondiste—. Te equivocas con lo de volar. Espero que nos estrellemos.

—Pero te quedan tantas cosas por hacer… —repliqué, poniendo cara de preocupación.

Por un instante te limitaste a observarme. Quizá te pareció una broma de mal gusto, en todo caso muy inoportuna y algo atrevida dadas las circunstancias. Al fin y al cabo, acababas de decirme que te querías morir, incluso me habías dado un motivo plausible para ello. Mi broma podía percibirse como inapropiada e insensible, o como una liberadora distracción de algo indiscutiblemente tétrico. Eso que llaman comic relief, al menos cuando funciona. El caso es que me arrepentía de mi gracieta, sí; de hecho, contuve la respiración. Entonces sonreíste. No fue más que una onda en un charco de barro, desapareció en el mismo instante, pero pude respirar.

—Tranquilo —dijiste—. Solo moriré yo.

Te miré extrañado, pero evitaste sostenerme la mirada y optaste por observar la cabina.

—Ahí, en la segunda fila, tienen un bebé —dijiste—. Un recién nacido que a lo mejor se pasa la noche berreando en primera, ¿qué te parece?

—¿Qué puede parecerme?

—Que los padres deberían pensar que la gente ha pagado más por viajar aquí porque necesitan dormir, que puede que mañana por la mañana tengan que irse derechos a una reunión, o al trabajo.

—Bueno, mientras la compañía aérea admita bebés en primera clase no creo que sea responsabilidad de los padres no optar a ella.

—En ese caso deberían penalizar a la compañía aérea por engañarnos. —Te secaste con cuidado el otro ojo, habías cambiado la servilleta que te di por un clínex propio—. Hacen publicidad de la primera clase con imágenes de pasajeros plácidamente dormidos.

—A la larga la compañía recibirá su castigo, no estamos dispuestos a pagar por algo que no nos dan.

—Pero ¿por qué lo hacen?

—¿Los padres o la compañía aérea?

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