—¿Por qué estás en la cárcel?
Presos y guardias le hacían la misma pregunta, y Márquez no tenía una buena respuesta. Era joven y, hasta el día de su detención, sus colegas lo consideraban un abogado talentoso y con un gran futuro. Hijo de un militar retirado, se casó con una abogada, Ester Swar, que había sido su compañera de estudio en la Facultad Católica.
Ester era delgada y distinguida. Provenía de una familia de clase acomodada, cuya cabeza era un prestigioso médico neurólogo. Se reconocía romántica y obstinada. Había heredado el carácter de su madre, una piamontesa que llegó a la pampa húmeda cuando todavía el país se anunciaba en Europa como el paraíso en la tierra. Como ella, tenía la nariz levemente respingada sobre la boca pequeña. Usaba el cabello castaño a la altura de los hombros y jamás se pintaba los ojos ni los labios. Mariano adoraba esa costumbre: “parecés una nena”, le decía cuando eran novios y la pasaba a buscar por la casa paterna para salir a caminar.
Cuando se graduaron, los dos encontraron trabajo enseguida. Mariano en un estudio jurídico y Ester como ayudante de cátedra en la Facultad. Ganaban lo suficiente para pagar el alquiler de un departamento y hasta les quedaba dinero para darse algunos gustos. No se quejaban. Mariano estaba seguro de que pronto iban a progresar.
Aprovechaban las funciones con entradas rebajadas para ir al cine. Ester casi siempre usaba faldas o vestidos de algodón para esas salidas. Disfrutaba cuando Mariano le acariciara los muslos en la oscuridad de la sala. Tenía piernas flacas que le gustaba lucir y un culo redondo y firme al que consideraba su mejor atributo físico. Aunque Mariano le decía que eran perfectas, no estaba contenta con sus tetas: “son chiquitas”, se quejaba.
Los domingos por la noche se acercaban al Paraná para caminar un rato y conversar. El río que rodea a Rosario por el Este les ofrecía el rumor del agua turbia en su descenso inevitable hacia el delta.
A Ester y Mariano les gustaba recordar que junto a uno de los paredones de la Estación Fluvial habían hecho el amor por primera vez. Ella nunca decía “coger”, decía “hacer el amor”. Aquella noche memorable le había dicho que estaba cansada y se colgó de su cuello. Luego lo besó tan profundamente que Mariano se excitó de inmediato. Terminaron rodando por el pasto, sucios y satisfechos.
Esa manera de empezar fue un anuncio: para Mariano no había que desobedecer a la pasión. Por su formación familiar, Ester era más recatada y rechazaba los impulsos de su marido, quien sostenía una campaña permanente contra sus prejuicios. Una vez trató de convencerla de que lo hicieran en el tren en el que viajaban a Buenos Aires. Era de madrugada y el vagón estaba desierto. Comenzó a besarla y hasta logró abrirle la blusa. Ella no llevaba corpiño y eso le permitió llegar fácilmente a los pezones. Cuando Mariano intentó bajarle el cierre del pantalón, Ester se negó a seguir con las caricias. Se abotonó con rapidez la camisa y se levantó del asiento. La insistencia de Mariano casi termina en una pelea. El resto del viaje permanecieron en silencio. Por la ventanilla apenas se divisaba la línea que separa el campo del cielo.
Con el tiempo la resistencia de Ester fue menguando y hasta se animaba a provocarlo con algunas osadías. En los recreos de la Facultad, cuando se quedaba sola en la sala de profesores, lo llamaba a la oficina y le rogaba: “vení a hacerme el amor, vení ahora”. Los dos sabían que era un pedido imposible pero, aun con esa certeza, Mariano quedaba alterado toda la mañana.
—Me gusta que llames pero a veces me parece que te burlás de mí —le recriminaba.
—No es así, en todo caso serías el burlador burlado. Seguro que cuando te llamo le estás mintiendo a alguien. Como vos decís, “está en la naturaleza de la profesión”.
Márquez no aceptaba que su mujer lo llamara mentiroso, ni siquiera en broma. “A lo sumo, soy un fingidor —argumentaba—, alguien que inventa historias para evitar males mayores.”
Ester nunca terminaba de sorprenderse con Mariano. Cuando peor estaban, él encontraba una broma que la rescataba del mal humor o hacía algún disparate que le devolvía la alegría. Una vez, después de una pelea, interrumpió una de sus clases en la Facultad vestido de enfermero sólo para verla. Les tomó la presión a seis alumnos antes de retirarse del colegio.
Lo que más le gustaba a Ester eran sus regalos de cumpleaños. Como no podía competir con los presentes de papá Swar, Mariano inventó dos categorías: los regalos convencionales y los inventados. Los primeros estaban a la medida de su flaco bolsillo: una lapicera, un libro o una cartera. Los otros, los que deslumbraban a Ester, implicaban un enorme despliegue de imaginación.
Durante los días previos al festejo, ella iba descubriendo mensajes y claves en distintos lugares de la casa: un papel dentro del tarro de las galletitas, un mensaje en el horno, un cartel en el cajón de la ropa interior. Si lograba develar todas las pistas —siempre lo hacía— obtenía las coordenadas de un lugar de la ciudad al que tenía que concurrir el día de su cumpleaños, a una hora determinada. Allí todo podía pasar: un grupo de músicos le dedicaba una serenata, su actor favorito le entregaba un ramo de rosas o el propio Mariano, disfrazado de payaso, le dedicaba un poema.
Eran felices. Pero lo olvidaron pronto.
El idilio comenzó a resquebrajarse cuando ella le anunció que estaba embarazada.
La gestación de Tadeo no fue fácil. Ester tuvo pérdidas reiteradas y volvió a la casa paterna para guardar reposo. Mariano estaba aterrorizado con la idea del nacimiento del bebe y casi no visitaba la casa de su suegro. La sensación era contradictoria. La extrañaba y quería a ese niño que se anunciaba con prepotencia en el cuerpo de Ester, pero estaba abrumado. Ni siquiera habían hablado sobre la posibilidad de tener un hijo y se sentía traicionado por su mujer.
Después de la separación, Mariano se lamentaba amargamente: “No tenía que haberla dejado ir con sus padres. Ahí comencé a perderla”. Aunque siempre lo había tratado con respeto, estaba seguro de que el padre de Ester lo despreciaba.
Cuando el niño nació volvieron a vivir juntos y se mudaron a una casa más grande. Apenas convivieron dos años más. Mientras Tadeo crecía, ellos se iban alejando.
Comenzaron las peleas y los reproches. Se terminaron las salidas al cine y los regalos. Hubo noches en las que Mariano no volvía a dormir, y días en los que Ester, sin aviso, se quedaba en la casa de sus padres.
Algo se había roto y ninguno de los dos estaba dispuesto a repararlo. Esta vez ni siquiera había interés en averiguar los motivos que habían precipitado el alejamiento. Los dos se refugiaron de sus frustraciones en el trabajo. Mariano cada vez tenía más clientes y Ester comenzaba a ser reconocida por sus trabajos académicos.
Cuando Tadeo no había cumplido los tres años, Ester presentó una demanda de divorcio. En un escrito de una carilla acusaba a su marido, entre otras cosas, de mujeriego.
Mariano se enfureció y contraatacó con una carta dirigida al juez:
“Si mi mujer quiere ser cornuda quién soy yo para impedírselo...”, comenzaba.
La esquela, en pocas horas, era el comentario de todo el Foro. El doctor Swar jamás le perdonaría ese bochorno. Al poco tiempo Mariano fue detenido por estafas.
Ester decidió irse a vivir a otra provincia y Mariano nunca más volvió a ver a su esposa y a su hijo. Cuando salió de prisión, seis años más tarde, averiguó dónde estaban sólo para demostrar que era él quien había decidido no buscarlos. Se lo hizo saber con un llamado telefónico. En los cinco minutos que duró la conversación, Mariano dijo dos veces “mi amor”. Su ex mujer describió la charla como una amenaza.
Las primeras semanas en la cárcel fueron duras. De a poco, Mariano logró ganarse la confianza de presos y guardias. Lo ayudaban sus conocimientos del Derecho, su inteligencia y las relaciones de su padre.
Juan José Márquez era teniente del Ejército y nunca dejó de visitar a su hijo mientras estuvo en prisión. Al igual que Mariano, era bajo y delgado. Un bigote entrecano le cruzaba la cara y acentuaba su aire marcial. Hablaba sin adjetivos y con frases cortas; se notaba que estaba acostumbrado a dar órdenes. Vivía muy cerca del penal y todos los domingos le llevaba las pastas que amasaba su esposa el día anterior, regadas con abundante salsa, y dos o tres rodajas de peccetto. El plato preferido de Mariano eran los canelones de verdura que hacía su madre.
En plena dictadura, el militar imponía respeto. Llegaba a la cárcel vestido con el traje de gala y su sola presencia lograba flexibilizar las condiciones de detención de su único hijo. Aunque se alegraba de verlo, Mariano trataba con frialdad a su padre. A quien esperaba con indisimulable ansiedad era a su madre. Ella nunca fue a visitarlo, decía que no toleraba la idea de verlo encerrado y que de esa forma se ahorraba la vergüenza de entrar en la prisión. Pero Mariano sabía que no le perdonaba las humillaciones que le había provocado. ¿Era sólo eso? Ni siquiera recordaba la última vez que ella lo había abrazado.
Más allá de las visitas del teniente, fueron sus propias cualidades las que le permitieron un mejor pasar. Al poco tiempo de ingresar, manejaba prácticamente toda la prisión. Nada de lo que ocurría en el viejo edificio carcelario se le escapaba. Llegó, incluso, a redactar los discursos del director para las fechas patrias y los informes legales que les exigía la justicia a los médicos que trabajaban asistiendo a los presos.
Mariano escribía muy bien y sus conocimientos de Derecho lo hacían un auxiliar excepcional para las autoridades. Casi todo lo que se redactaba en la cárcel llevaba su sello invisible.
Al frente de la Unidad Nº 3 estaba Alberto Banegas, un tipo duro, odiado por los presos, al que llamaban “el hombre de la goma”, porque no dudaba en utilizar el bastón reglamentario de los policías de calle para aporrear a los detenidos cada vez que lo consideraba necesario. Casi todos los guardiacárceles golpeaban a los presos con entera libertad, pero sólo el director lo hacía a la vista de cualquiera.
Márquez se convirtió en su aliado. No le llevó demasiado tiempo ser un preso VIP, nunca tuvo necesidad de aportar dinero en coimas para ganar favores. Trabajaba en la panadería y cenaba en la Dirección del penal. En los ratos libres leía con avidez todo lo que podía. Sus preferidos eran los libros de Derecho, los tratados de Filosofía o de Literatura, en especial las obras de teatro de Jean-Paul Sartre y los cuentos de Julio Cortázar. También los libros de ocultismo. Pensaba que existían otras cosas más allá de lo visible. Fuerzas descomunales que se mueven alrededor de los hombres determinando sus conductas.
Los otros presos lo transformaron en consultor imprescindible y le pagaban con favores su asesoramiento legal. Esto le permitió entablar relación con los convictos más peligrosos.
Era a todas luces el intelectual del penal. Explicaba y enseñaba, pero también aprendía con velocidad de esos tipos duros y prácticos para los que matar no era más que una manera de entenderse con un mundo hostil.
“Preguntale al Doctor.” “Si tenés algún problema, hablá con el Tordo.”
Los presos de la Unidad Nº 3 les pasaban el dato a los recién llegados. Márquez era el dueño de un saber que lo hacía poderoso. Este atributo compensaba su baja estatura. “Común”, decía sobre su aspecto físico la ficha de ingreso que llenaron los guardias que lo transportaron desde los Tribunales la primera vez. Con el tiempo, su presencia adquirió una dimensión diferente.
Sus conocimientos de medicina forense y primeros auxilios le permitieron ganarse la confianza de los enfermeros. No se impresionaba con la sangre y cuando ocurría algún accidente era dueño de una decisión que admiraba a todos. Llegó a colocar inyecciones, cosió algún tajo y curó heridas de todo tipo.
Pero la habilidad de sus manos no se comparaba con su talento para convencer. Sabía narrar y demostraba devoción por escuchar historias. Ponía la atención que muestra una madre ante el relato del primer día de escuela de su hijo. Así, de ese modo, escuchaba las penurias de sus compañeros.
Su buen comportamiento completaba el cuadro. No había razón para impedirle deambular con tranquilidad por todo el edificio.
Un año después de su arribo al penal, se podía decir que Márquez no tenía más presiones que la falta de libertad. Pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca, donde conversaba con los otros presos; en la enfermería, donde intimaba con los médicos del Servicio Penitenciario, o en la Dirección.
Cumplía un doble rol, que sólo un hombre de su personalidad podía realizar sin perder la vida en el intento: era el confidente de las autoridades y el asesor de los presos.
En varias oportunidades enfrentó a otros detenidos y evitó acciones desesperadas. Sabía de antemano que no daban resultado. Se tomaba el trabajo de explicarles que una huelga de hambre no podía comenzar sin una negociación previa.
—No se puede cumplir la amenaza y después pedir las cosas. ¿Qué hacés si no te dan lo que pedís? ¿Te prendés fuego? —les decía.
En varias ocasiones, la lógica le falló.
—Vos estás con los milicos, buchón —le recriminaban los más radicalizados, y hasta recibió algún golpe.
Sin embargo, la realidad acudía en su ayuda y los presos volvían a escucharlo.
—La huelga de hambre se la estamos haciendo a los militares cuando se la tenemos que hacer a los jueces. La culpa la tienen los jueces y no el gobierno —explicaba Márquez sin alterarse.
Creía sinceramente que para los presos comunes no había mucha diferencia entre la prisión de la democracia y la de la dictadura. Al mismo tiempo acusaba a los magistrados de ser permeables a las presiones de los poderosos —grandes empresarios, políticos o militares— y de demorar sin motivo las condenas. Este hecho convertía a los detenidos en “presos locos”. Los procesados pasaban dos o tres años sin certeza alguna acerca de su futuro. El ochenta por ciento de los detenidos se encontraba en esa situación. Era preferible estar condenado y tener un horizonte que se podía contar en días.
Mariano nunca levantaba el volumen de voz, ni siquiera cuando se trenzaba en una discusión. En eso no se parecía en nada a su padre. No importaba cuán fuerte gritara su contrincante en las improvisadas asambleas que se hacían en el patio del penal. Él esperaba su turno y volvía a golpear con sus frases precisas e hirientes.
En varias oportunidades intercedió para que los presos amotinados liberaran rehenes. Su palabra comenzó a pesar a la hora de decidir cualquier acción.
El control que ejercía sobre los otros lo imponía también sobre su propio cuerpo. Cuando lo llamaban para alguna rueda de presos o cuando tenía que ir a declarar a Tribunales, podía adelgazar hasta lograr un aspecto diferente. El cambio le permitía burlar un reconocimiento o simplemente brindar una imagen que infundiera pena con el objetivo de ganarse el favor de los jueces. Lograba diferencias notables en apenas unos días. Contaba con la complicidad de los guardiacárceles, que le permitían dejarse crecer la barba.
Las palabras constituían otra de sus zonas de atención. Eran su herramienta de trabajo y las cuidaba en forma obsesiva.
—No quiero que me las contaminen —decía—, son lo único que tengo.
Mariano era de los pocos detenidos que no incorporaba a su léxico los términos que nacían de la jerga carcelaria. Por el contrario, cada vez que descubría una palabra nueva la anotaba y, como si se tratara de un ejercicio, rastreaba su origen oscuro. Tomaba los giros y las expresiones inventadas por los presos y las despanzurraba.
—Ortiva, por ejemplo, se utiliza c