El equipo de los sueños

Sergio Olguín

Fragmento

El equipo de los sueños

1
El chico balanza cuenta su historia

I

El año pasado, cuando todavía tenía catorce, mi mayor orgullo eran los tres kilos de naranja. Porque calcular un kilo lo puede hacer cualquiera pero tres kilos es difícil. Cuando algún cliente me pedía mi oferta favorita (una de las pocas que teníamos en la verdulería, a decir verdad), o sea, los tres kilos de naranja por un peso, yo tomaba una bolsa grande, iba hasta el cajón y la llenaba de naranjas pálidas, de un anaranjado blanquecino. Por eso salían un peso. No eran malas, tenían buen sabor y bastante jugo, a pesar de su aspecto anémico. Bien, llenaba la bolsa y no necesitaba pesarla: yo sabía que había cargado tres kilos exactos. Igual ponía la bolsa en la balanza para que el cliente pudiera notar mi buen ojo. La mayoría no se daba cuenta de la hazaña de la que habían sido testigos. Algunos pocos me felicitaban por cargar justo tres kilos, ni diez gramos más ni diez gramos menos. Y el secreto no estaba en contar la cantidad de naranjas porque las había de distintos tamaños. El secreto estaba en mis brazos, en todo mi cuerpo, que era capaz de sentir perfectamente los tres kilos de naranja. Una balanza humana.

Ojo: tampoco era que me había pasado toda la vida vendiendo fruta. Es más: ni siquiera me gustaba comer verduras y excepto bananas y papas en todas sus formas nunca había encontrado nada que me interesara de una verdulería. Hacía poco más de un mes que había empezado a trabajar en la verdulería Mi sentimiento. El sentimiento y la verdulería eran de mi tío Roberto, el Turco, como le decían en todas partes. Y a mí me decían el Turquito, el Turco Ariel o el hijo de la Turca. La Turca era mi mamá, la hermana de mi tío. Y no éramos turcos. Mis abuelos maternos eran armenios. A mí nunca me enojó que me dijeran Turco pero me acuerdo de que cuando mi abuelo vivía se ponía como loco cuando algún vecino lo llamaba Turco. Insultaba en su lengua y debía ser muy ingenioso para insultar porque mi abuela se ponía colorada y lo retaba. Tal vez por eso nunca me enseñaron a hablar en armenio, para que no entendiera las malas palabras que decía mi abuelo.

Mi tío Roberto siempre hacía negocios. Vivía haciendo negocios. Compraba un terreno, le ponía una casa prefabricada y la vendía. Compraba un auto todo roto, lo arreglaba, lo pintaba de negro y amarillo y lo ponía a trabajar como taxi. Cuando le prohibían levantar pasajeros por no tener los papeles en regla, él no se hacía problema. Lo volvía a pintar de azul, ponía en el diario un aviso mentiroso (“auto joya, nunca taxi”, nunca taxi legal tendría que haber dicho) y lo vendía. También compraba linternas por mayor, tijeritas chinas, agujas tailandesas y remeras en el Once. Vendía, revendía, compraba, cambiaba. Ganaba plata y perdía también un montón. Creo que lo que más lo empujaba a hacer negocios era la diversión del desafío más que la intención de hacerse millonario.

Yo no sé quién lo convenció de que poner una verdulería era un gran negocio. Entre los múltiples intercambios de productos y de dinero, se había quedado con un local ni grande ni chico ubicado en la avenida Ejército de los Andes. Para mí Ejército de los Andes es la avenida San Martín que a su vez mi tío llama avenida Santa Fe. Es que en Lanús, que es donde vivimos, se llama Santa Fe o San Martín. Ejército de los Andes pasa a llamarse cuando entrás a Lomas de Zamora.

Así que en ese local, ubicado a unas pocas cuadras de una ruta conocida como Camino Negro y apenas a tres cuadras de Villa Fiorito, mi tío decidió poner una verdulería. Es cierto que en la zona no había ninguna cerca aunque si a eso vamos tampoco había videoclubes, ni tintorerías, ni veterinarias, ni zinguerías. Sin embargo, él había elegido poner una verdulería.

—La explicación es sencilla —dijo mi tío mientras se tomaba un vermut y preparaba el asado, actividad dominical que había asumido como obligatoria desde que mi papá “se había ido de vacaciones” dejándonos a mamá y a mí hacía casi dos años—. Las cuatro patas de la alimentación familiar son: el almacén, la carnicería, la panadería y la verdulería. En la zona hay cuatro almacenes, dos carnicerías y tres panaderías pero solo una verdulería chiquita en la entrada de la villa, que tiene pocos productos y caros. Yo tengo un amigo que me consigue buena mercadería del mercado de Turdera y la vamos a vender a buen precio.

—Y el kiosquito —le dije yo.

—¿Y el kiosquito qué? —preguntó mi tío algo molesto porque su comentario no fue coronado con un gesto mío de admiración.

—Que la quinta pata de la alimentación familiar es el kiosco. Golosinas, cigarrillos, gaseosas. ¿No te parece?

Mi tío tomó un trago de su vermut, movió la cabeza negativamente y fue a remover el carbón del asado sin decirme nada. Un gran tipo mi tío. Un poco calentón, pero gran tipo.

II

A mi vieja le pareció una locura. Que su hermano pusiera una verdulería a unas cuadras del Camino Negro y a unos metros de una villa era ya una imprudencia. Y que le propusiera que su hijo, o sea yo, la atendiera era una locura de marca mayor.

—Escuchame, Amelia —decía mi tío—, el barrio es más tranquilo que esta esquina —y con los brazos hacía un gesto que intentaba abarcar tanto Catamarca como Resistencia—. Le va a venir bien que se gane unos pesos. Se está poniendo grande y va a querer tener su platita.

—Estudia, Roberto, no va a dejar la escuela.

—Yo digo que la atienda de tarde.

—De tarde tiene gimnasia.

—Esos días que no venga. Además ya terminan las clases.

Eso era verdad. Estábamos a fines de octubre y faltaba poco más de un mes para que se terminara el año escolar. Con las notas del colegio no tenía problema. Me llevaba solamente Geografía y para colmo a marzo, por lo que no tenía nada que salvar ese mes, solo dejar que transcurriera para terminar el ya insoportable noveno grado del EGB.

Todavía no sé cómo mi madre me dejó ir a trabajar a la verdulería. Con mi tío quedamos en que yo la atendía lunes, martes y jueves a partir de las tres de la tarde hasta cerrar a las ocho, y los sábados desde las nueve hasta las tres. También podía ir los miércoles y viernes, siempre y cuando no tuviera Gimnasia. Me iba a pagar doce pesos por día más el colectivo y además podía llevarme toda la fruta y la verdura que quisiera para casa. A veces pienso que fue esto último lo que convenció a mi vieja. No tanto ahorrarse la plata de comprar manzanas y tomates (algo que también venía muy bien teniendo en cuenta su sueldo como vendedora de mercería), sino zafar de tener que ir ella a la verdulería. Odiaba hacer las compras. Y yo también.

III

—Así que el turquito ahora también es verdulero —me dijo Ezequiel en el recreo cuando les conté que el lunes empezaba a trabajar.

—Por ahí encontrás tu verdadera vocación —me alent

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