La lista del juez

John Grisham

Fragmento

Capítulo 1

1

La llamada llegó a través de la línea fija del despacho, por medio de un sistema que tenía al menos veinte años de antigüedad y había combatido contra todos los avances tecnológicos. La atendió una recepcionista tatuada llamada Felicity, una chica nueva que se marcharía antes de que llegara a entender por completo los teléfonos. Todos se marchaban, al parecer, especialmente los trabajadores administrativos. La rotación de personal era ridícula. Los ánimos estaban por los suelos. La Comisión de Conducta Judicial acababa de ver cómo una asamblea legislativa que apenas conocía su existencia le recortaba el presupuesto por cuarto año consecutivo.

Felicity consiguió desviar la llamada pasillo abajo hasta el abarrotado escritorio de Lacy Stoltz.

—Tienes una llamada por la línea tres —anunció.

—¿Quién es? —preguntó Lacy.

—No me lo ha dicho, pero es una mujer.

Había muchas formas de reaccionar. Sin embargo, en ese momento Lacy estaba aburrida y no le apetecía malgastar la energía emocional necesaria para reprender como era debido a aquella cría y ponerla firme. Las rutinas y los protocolos se estaban viniendo abajo. La disciplina de la oficina caía en picado al mismo tiempo que la CCJ se convertía en un caos carente de liderazgo.

Como veterana, como la única veterana, era importante que Lacy diera ejemplo.

—Gracias —dijo, y pulsó la luz parpadeante—. Lacy Stoltz.

—Buenas tardes, señora Stoltz. ¿Tiene un momento?

Mujer, culta, sin ningún tipo de acento, de unos cuarenta y cinco años, tres arriba, tres abajo. Lacy siempre probaba suerte en el juego de la voz.

—¿Con quién tengo el placer de hablar?

—De momento me llamo Margie, pero uso otros nombres.

A Lacy le hizo gracia y a punto estuvo de reírse.

—Bueno, al menos es sincera al respecto. Normalmente tardo un tiempo en averiguar lo de los alias.

Las llamadas anónimas eran habituales. Las personas que se quejaban de los jueces siempre se mostraban cautelosas y dudaban a la hora de dar la cara y enfrentarse al sistema. Casi todas temían que los poderes superiores tomaran represalias.

—Me gustaría hablar con usted en algún lugar privado —continuó Margie.

—Mi despacho es privado, si le parece bien.

—Uy, no —replicó ella enseguida, y dio la sensación de que la idea la asustaba—. Eso no va a poder ser. ¿Conoce el edificio Siler, que está ahí al lado?

—Por supuesto —contestó Lacy, que se puso de pie y miró por la ventana hacia el edificio Siler, una de las varias insulsas sedes gubernamentales del centro de Tallahassee.

—Hay una cafetería en la planta baja —prosiguió Margie—. ¿Nos vemos allí?

—De acuerdo. ¿Cuándo?

—Ya. Voy por el segundo café con leche.

—No tan deprisa. Deme unos minutos. ¿Me reconocerá?

—Sí. Su foto aparece en el sitio web. Estoy al fondo, a la izquierda.

El despacho de Lacy era, en efecto, privado. El de su izquierda estaba vacío, lo había dejado vacante un excompañero que se había trasladado a una agencia más grande. El despacho del otro lado del pasillo se había convertido en un trastero improvisado. Lacy echó a andar hacia Felicity, pero se metió en el despacho de Darren Trope, un hombre que llevaba allí dos años y que ya estaba al acecho de otro trabajo.

—¿Estás ocupado? —le preguntó tras interrumpir lo que fuera que estuviese haciendo.

—No mucho.

Daba igual lo que estuviera o no estuviera haciendo: si Lacy necesitaba cualquier cosa, Darren le pertenecía.

—Necesito un favor. Voy a acercarme al Siler a reunirme con una desconocida que acaba de reconocer que usa un nombre falso.

—Guau, cómo me gustan las operaciones clandestinas. Mucho más que estar aquí sentado leyendo sobre un juez que le hizo comentarios lascivos a una testigo.

—¿Cómo de lascivos?

—Bastante explícitos.

—¿Hay fotos o vídeos?

—Todavía no.

—Avísame si los consigues. Bueno, ¿te importaría acercarte dentro de quince minutos y sacar una foto?

—Claro. Sin problema. ¿No tienes ni idea de quién es?

—Ni la más mínima.

Lacy salió del edificio, dio la vuelta a la manzana tomándoselo con calma, disfrutando de aquellos instantes de aire fresco, y después entró en el vestíbulo del edificio Siler. Eran casi las cuatro de la tarde y a esa hora no había más clientes tomando café. Margie estaba sentada a una mesita del fondo, a la izquierda. Levantó brevemente la mano para saludar, como si alguien fuera a darse cuenta y no quisiera que la pillaran. Lacy sonrió y se acercó a ella.

Afroamericana, unos cuarenta y cinco años, profesional, atractiva, culta, pantalones de pinzas y tacones, vestida con más elegancia que Lacy, aunque desde hacía un tiempo en la CCJ se permitía cualquier tipo de atuendo. El anterior jefe quería trajes y corbatas y odiaba los vaqueros, pero se había jubilado hacía dos años y la mayoría de las normas se marcharon con él.

Lacy pasó por delante de la barra, donde la camarera holgazaneaba con ambos codos clavados en la formica y sosteniendo en las manos un teléfono rosa que la tenía fascinada por completo. La chica no alzó la vista ni se le cruzó por la cabeza saludar a una clienta, así que Lacy decidió prescindir de más cafeína.

Sin levantarse de la silla, Margie le tendió una mano y dijo:

—Encantada de conocerla. ¿Quiere un café?

Lacy sonrió, le estrechó la mano y se sentó al otro lado de la mesa cuadrada.

—No, gracias. Margie, ¿verdad?

—Por ahora.

—Vale, empezamos con mal pie. ¿Por qué usas un alias?

—Necesitaría horas para contarle mi historia y no tengo claro que quiera oírla.

—Entonces ¿a qué viene esto?

—Por favor, señora Stoltz.

—Lacy.

—Por favor, Lacy. No tienes ni idea del trauma emocional por el que he pasado para llegar hasta este punto de mi vida. Ahora mismo estoy desquiciada, ¿vale?

No parecía estar tan mal, aunque sí un poco nerviosa. Quizá fuera el segundo café con leche. La mujer lanzó una mirada rápida a derecha e izquierda. Tenía los ojos bonitos y enmarcados bajo una enorme montura morada. Seguro que los cristales eran de pega. Las gafas formaban parte del atuendo, un disfraz sutil.

—No sé muy bien qué decir —repuso Lacy—. ¿Por qué no empiezas a hablar, a ver si llegamos a algún sitio?

—He leído bastante sobre ti. —Margie se agachó para meter la mano en una mochila y, con destreza, sacó un expediente—. Sobre el caso del casino indio, no hace mucho tiempo. Pillaste a una jueza robando dinero en efectivo y la encerraste. Un periodista lo describió como el mayor escándalo de soborno en la historia de la jurisprudencia estadounidense.

El expediente tenía cinco centímetros de grosor y toda la pinta de estar organizado de manera impecable.

Lacy se fijó en el uso de la palabra «jurisprudencia». Extraño para un profano en la materia.

—Fue un gran caso —dijo con modestia fingida.

Margie sonrió y repitió:

—¿Un gran caso? Desarticulaste un sindicato del crimen, cogiste a la jueza y enviaste a la cárcel a un montón de gente. Y ahí siguen todos, creo.

—Cierto, pero no fue, ni mucho menos, una operación individual. El FBI estuvo muy involucrado. Fue un caso complicado en el que asesinaron a varias personas.

—Entre ellas tu compañero, el señor Hugo Hatch.

—Sí, Hugo entre ellas. Siento curiosidad. ¿Por qué has investigado tanto sobre mí?

Margie entrelazó las manos y las apoyó sobre el expediente, que seguía sin abrir. Los dedos índices le temblaban un poco. Desvió la mirada hacia la entrada y luego echó otro vistazo a su alrededor, aunque no había entrado nadie, nadie había salido, nadie se había movido, ni siquiera la camarera, que seguía perdida en las nubes. Bebió un sorbo por la pajita. Si de verdad era su segundo café con leche, apenas lo había tocado. Había utilizado la palabra «trauma». Reconocía estar «desquiciada». Lacy se dio cuenta de que la mujer tenía miedo.

—Bueno, no estoy segura de que pueda considerarse una investigación —respondió Margie—. Solo unas cuantas cosas sacadas de internet. Está todo ahí, al alcance de cualquiera.

Lacy sonrió y trató de ser paciente.

—No me parece que estemos llegando a ninguna parte.

—Tu trabajo consiste en investigar a los jueces acusados de cometer delitos, ¿verdad?

—Correcto.

—¿Y desde cuándo te dedicas a esto?

—Perdona, ¿qué relevancia tiene eso?

—Por favor.

—Desde hace doce años.

Dar esa cifra era como admitir la derrota. Parecía mucho tiempo.

—¿Cómo empieza tu implicación en un caso? —preguntó Margie, que seguía mareando la perdiz.

Lacy respiró hondo y se recordó que debía ser paciente. Las personas con quejas que llegaban hasta ese punto tan avanzado solían estar nerviosas. Sonrió y contestó:

—Bueno, por lo general, una persona con una queja contra un juez se pone en contacto con nosotros y mantenemos una reunión. Si la acusación parece tener algún fundamento, entonces la persona en cuestión presenta una denuncia que nosotros mantenemos en la más absoluta confidencialidad durante cuarenta y cinco días, mientras echamos un vistazo. Lo llamamos evaluación. Nueve de cada diez veces, el proceso no llega más allá y la denuncia se desestima. Si detectamos un posible delito, entonces se lo notificamos al juez y este tiene treinta días para responder. Todos suelen ponerse en manos de abogados. Investigamos, celebramos audiencias, interrogamos testigos, todo eso.

Mientras hablaba, Darren entró solo en la cafetería, molestó a la camarera pidiéndole un descafeinado, esperó a que se lo sirviera sin prestar atención a las dos mujeres y luego se lo llevó a una mesa del otro lado de la sala, donde abrió un portátil y empezó lo que parecía ser un trabajo serio. Sin dar el menor indicio de ello, apuntó la cámara del portátil hacia la espalda de Lacy y la cara de Margie, enfocó con el zoom para obtener un primer plano y comenzó a grabar. Sacó un vídeo y varias fotos.

Si Margie se fijó en él, no lo dejó traslucir.

Tras escuchar atentamente a Lacy, le preguntó:

—¿Con qué frecuencia se destituye a un juez?

Una vez más, ¿qué relevancia tenía aquello?

—No muy a menudo, por suerte. Tenemos una jurisdicción de más de mil jueces y la gran mayoría son profesionales honestos y trabajadores. La mayor parte de las denuncias que vemos no son tan graves, en realidad. Litigantes descontentos que no han conseguido lo que querían. Muchos casos de divorcio. Muchos abogados enfadados porque han perdido. Tenemos bastante trabajo, pero casi la totalidad de los conflictos se resuelven.

Así explicado, el trabajo sonaba aburrido y, después de doce años, esa era también la opinión de Lacy.

Margie la escuchó con atención, tamborileando con las yemas de los dedos sobre el expediente. Cogió una gran bocanada de aire y preguntó:

—A la persona que presenta la denuncia, ¿se la identifica siempre?

Lacy lo pensó un segundo y contestó:

—Sí, en algún momento. Es bastante raro que la parte denunciante permanezca en el anonimato.

—¿Por qué?

—Porque el denunciante suele conocer los hechos del caso y tiene que testificar contra el juez. Es difícil pillar a un juez cuando las personas a las que ha fastidiado tienen miedo de dar la cara. ¿Tú tienes miedo?

La mera mención de la palabra pareció asustarla.

—Sí, podría decirse que sí —admitió.

Lacy frunció el ceño y puso cara de aburrimiento.

—A ver, vayamos al grano. Ese comportamiento al que te refieres, ¿es muy grave?

Margie cerró los ojos y logró decir:

—Asesinato.

Volvió a abrirlos enseguida y miró a su alrededor para ver si la había oído alguien más. Nadie se encontraba tan cerca como para enterarse de lo que había dicho, salvo Lacy, que lo recibió con el curtido escepticismo desarrollado después de tantos años en aquel puesto. Se recordó una vez más que debía ser paciente. Cuando miró de nuevo a Margie a los ojos, se le habían llenado de lágrimas.

Lacy se acercó un poco más a ella y preguntó en voz baja:

—¿Estás sugiriendo que uno de nuestros jueces en activo ha cometido un asesinato?

Margie se mordió el labio y negó con la cabeza.

—Sé que lo ha hecho.

—¿Y cómo lo sabes?

—Mi padre fue una de sus víctimas.

Lacy absorbió la información y miró a su alrededor.

—¿Víctimas? ¿Hay más de una?

—Sí. Creo que mi padre fue la segunda. No estoy segura del número, pero sí de su culpabilidad.

—Interesante.

—Eso es un eufemismo. ¿Cuántas denuncias sobre jueces que matan gente habéis recibido?

—Ninguna.

—Exacto. En la historia de Estados Unidos, ¿a cuántos jueces se ha condenado por asesinato mientras aún estaban en el cargo?

—A ninguno, que yo sepa.

—Exacto. Cero. Así que no le restes importancia a esto diciendo que es «interesante».

—No pretendía ofender.

En el otro extremo de la cafetería, Darren terminó su importantísimo trabajo y se marchó. Ninguna de las dos mujeres pareció percatarse de su marcha.

—No me has ofendido —replicó Margie—. No voy a decir nada más en esta cafetería. Tengo mucha información que me gustaría compartir contigo y con nadie más, pero no aquí.

Lacy se había topado con un buen número de chiflados y almas desequilibradas con cajas y sacos de papel llenos de documentos que demostraban sin lugar a duda que en la judicatura había algún depravado corrupto de los pies a la cabeza. Casi siempre, tras unos minutos de interacción cara a cara, era capaz de alcanzar un veredicto y empezaba a trazar planes para encaminar la denuncia hacia el cajón de las desestimaciones. Con los años había aprendido a calar a la gente, aunque, con muchos de los pirados que se cruzaban en su camino, hacer una valoración rápida no resultaba un gran desafío.

Margie, o como quiera que se llamase, no era ni una chiflada ni una pirada ni un alma desequilibrada. Sabía algo y estaba asustada.

—Vale —dijo—. ¿Adónde vamos ahora?

—¿Qué pasa ahora?

—Oye, has sido tú quien se ha puesto en contacto conmigo. ¿Quieres hablar o no? No me gustan los juegos y no tengo tiempo para sonsacarte información, ni a ti ni a ninguna otra persona que quiera quejarse de un juez. Ya pierdo muchísimo tiempo extrayéndole información a la gente que me llama por teléfono. Acabo metida en un callejón sin salida una vez al mes. ¿Vas a hablar o no?

Margie estaba llorando y enjugándose las mejillas de nuevo. Lacy la estudió con toda la compasión de que fue capaz, pero también dispuesta a abandonar la mesa y no volver jamás.

No obstante, la idea del asesinato la intrigaba. Parte de su trabajo diario en la CCJ consistía en padecer las denuncias mundanas y frívolas de gente infeliz con problemas insignificantes y poco que perder. Un asesinato por parte de un juez en activo parecía demasiado espectacular para creérselo.

Al final, Margie dijo:

—Tengo una habitación en el Ramada de East Gaines. Podríamos reunirnos allí, fuera del horario laboral. Pero debes venir sola.

Lacy asintió como si ya lo hubiera previsto.

—Con precauciones. Tenemos una norma que me prohíbe celebrar una reunión inicial con una parte denunciante fuera de la oficina y a solas. Debería acompañarme otro investigador, uno de mis compañeros.

—¿Como el señor Trope, por ejemplo? —preguntó Margie, al tiempo que señalaba con la cabeza la silla vacía de Darren.

Lacy se volvió despacio para ver a qué narices se estaba refiriendo mientras intentaba desesperadamente pensar en una respuesta.

Margie continuó:

—Es por la página web, ¿vale? Caras sonrientes de todo el personal. —Sacó del maletín una fotografía en color, de 20×25, y se la pasó deslizándola por la mesa—. Toma, con mis mejores deseos, una foto mía actual y en color, mucho mejor que las que acaba de robarme el señor Trope.

—¿De qué estás hablando?

—Seguro que ya ha pasado mi cara por vuestro programa de reconocimiento facial y no ha encontrado nada. No aparezco en ninguna base de datos.

—¿De qué estás hablando?

Margie tenía toda la razón, pero Lacy se había puesto nerviosa y no estaba dispuesta a confesar.

—Bueno, creo que ya lo sabes. Ven sola o no volverás a verme. Eres la investigadora con más experiencia de tu oficina y, en este momento, tu jefa es temporal. Yo diría que puedes hacer lo que te dé la gana.

—Ojalá fuera tan fácil.

—Digamos que hemos quedado para tomar algo después del trabajo, nada más. Nos vemos en el bar y, si va bien, subimos a mi habitación y hablamos con más intimidad.

—No puedo subir a tu habitación. Va en contra de nuestros procedimientos. Solo puedo hacerlo si se presenta una denuncia formal y es necesario reunirse en privado. Alguien tiene que saber dónde estoy, al menos al principio.

—Muy bien. ¿A qué hora?

—¿Qué tal sobre las seis?

—Te esperaré en la esquina del fondo, a la derecha, y estaré sola, igual que tú. Sin cables, sin grabadoras, sin cámaras secretas, sin compañeros fingiendo que se toman una copa mientras me graban. Y saluda a Darren de mi parte. Quizá algún día tenga el placer de hacerlo en persona. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

—Bien. Ya puedes irte.

Mientras Lacy daba la vuelta a la manzana en sentido contrario y regresaba a su despacho, tuvo que reconocer que no recordaba ninguna otra ocasión en que la hubieran dejado tan con el culo al aire en la primera entrevista.

Le pasó la foto en color a Darren por encima del escritorio y le dijo:

—Buen trabajo. Nos ha pillado con las manos en la masa. Sabe nuestros nombres, rangos y números de identificación. Me ha dado esta foto y me ha dicho que era mucho mejor que las que le habías sacado tú con el portátil.

Darren levantó la foto y contestó:

—Pues tiene razón.

—¿Alguna idea de quién es?

—No. He pasado su cara por la lavandería y no ha habido resultados. Lo cual, como sabes, no significa gran cosa.

—Significa que no ha sido arrestada en Florida durante los últimos seis años. ¿Puedes meterla en el programa del FBI?

—Yo diría que no. Exigen un motivo y, como no sé nada, no estoy en condiciones de dárselo. ¿Puedo hacerte una pregunta obvia?

—Adelante, por favor.

—La CCJ es una agencia de investigación, ¿no?

—Se supone que sí.

—Entonces ¿por qué publicamos nuestra foto y biografía en un sitio web bastante inútil?

—Pregúntaselo a la jefa.

—No tenemos jefa. Tenemos una burócrata profesional que se marchará antes de que la echemos de menos.

—Seguramente. Mira, Darren, hemos tenido esta conversación mil veces. No queremos nuestras preciosas caras en ninguna página de la CCJ. Por eso llevo cinco años sin actualizar la mía. En la de la web sigo aparentando treinta y cuatro.

—Yo diría que treinta y uno, pero, bueno, no soy objetivo.

—Gracias.

—Supongo que en realidad no es tan grave. Tampoco es que persigamos asesinos y traficantes de drogas.

—Cierto.

—¿Y cuál es la queja de esta mujer, sea quien sea?

—Todavía no lo sé. Gracias por los refuerzos.

—Ni que hubieran servido de mucho.

Capítulo 2

2

El bar del Ramada ocupaba una generosa esquina del patio interior acristalado del altísimo hotel. A las seis, la barra cromada estaba abarrotada de lobistas bien vestidos a la caza de alguna de las atractivas secretarias que trabajaban en las agencias gubernamentales, así que la mayoría de las mesas estaban ocupadas. La asamblea legislativa de Florida estaba reunida a cinco manzanas de distancia, en el Capitolio, y todos los bares del centro se llenaban de gente importante que hablaba de política y buscaba dinero y sexo.

Lacy entró, recibió su buen cupo de miradas por parte de la concurrencia masculina y se dirigió hacia el fondo a la derecha, donde encontró a Margie sentada a una mesa pequeña, en un rincón, sola y con un vaso de agua delante.

—Gracias por venir —dijo mientras Lacy tomaba asiento.

—No hay de qué. ¿Conoces este sitio?

—No. Es la primera vez que vengo. Está hasta arriba, ¿no?

—En esta época del año, sí. La cosa se relaja cuando termina el carnaval.

—¿El carnaval?

—La sesión legislativa. De enero a marzo. Entretanto hay que echarle la llave al mueble bar. Esconder a las mujeres y los niños. Lo típico.

—Lo siento.

—Deduzco que no vives aquí.

—No, claro.

Una camarera acelerada se detuvo un momento y, mirando el vaso de agua con el ceño fruncido, les preguntó si querían tomar algo. El mensaje quedó bastante claro: «A ver, chicas, estamos a tope y puedo darle vuestra mesa a alguien que pague por lo que beba».

—Una copa de pinot grigio —contestó Lacy.

—Lo mismo —dijo enseguida Margie, y la camarera desapareció.

Lacy miró a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie alcanzaba a oír lo que hablaban. Era imposible. Las mesas estaban bastante separadas unas de otras y el rugido constante que emanaba de la barra ahogaba todo lo demás.

—Vale —empezó—. De momento sé que no vives aquí y que Margie no es tu verdadero nombre. Diría que está siendo un inicio un poco lento, algo a lo que estoy acostumbrada. Sin embargo, como creo que ya te he comentado, pierdo mucho tiempo con gente que se pone en contacto conmigo y luego se cierra en banda cuando llega el momento de revelar su historia.

—¿Qué es lo primero que quieres saber?

—Tu nombre, por ejemplo.

—Eso sí puedo decírtelo.

—Genial.

—Pero me gustaría saber qué harás con él. ¿Abres un expediente? ¿Es digital o un expediente a la antigua usanza, en papel? Si es digital, ¿dónde se almacena? ¿Quién más sabrá mi nombre?

Lacy tragó con dificultad y la miró fijamente a los ojos. Margie no fue capaz de sostenerle la mirada y la desvió.

—Estás nerviosa y actúas como si te estuvieran siguiendo —señaló.

—No me están siguiendo, Lacy, pero todo deja un rastro.

—Un rastro para que otra persona lo siga. ¿Es esa otra persona el juez del que sospechas que es un asesino? Échame una mano, Margie. Dame algo.

—Todo deja un rastro.

—Eso ya lo has dicho.

La camarera pasó a toda prisa junto a ellas y se detuvo el tiempo justo para dejar sobre la mesa dos copas de vino y un cuenco de frutos secos.

Margie no pareció fijarse en el vino, pero Lacy bebió un sorbo y después continuó:

—Bueno, seguimos atascadas en el tema del nombre. Lo anotaré en algún sitio y, al principio, lo mantendré alejado de nuestra red.

Margie asintió y se convirtió en otra persona.

—Jeri Crosby, cuarenta y seis años, profesora de ciencias políticas en la Universidad del Sur de Alabama, en Mobile. Un matrimonio, un divorcio, una hija.

—Gracias. Y crees que a tu padre lo mató un juez que ahora mismo está en ejercicio. ¿No es así?

—Sí, un juez de Florida.

—Eso lo limita a unos mil.

—Un juez del vigésimo segundo distrito judicial.

—Impresionante. Ahora nos quedan unos cuarenta. ¿Cuándo tendré el nombre de tu sospechoso?

—Muy pronto. ¿Podemos bajar un poco el ritmo? Últimamente no hace falta gran cosa para que me altere.

—No has tocado el vino. A lo mejor te ayuda.

Jeri bebió un sorbo, respiró hondo y comentó:

—Diría que tienes unos cuarenta años.

—Casi. Treinta y nueve, así que no tardaré en cumplir los cuarenta. ¿Es traumático?

—Bueno, un poco, supongo. Pero la vida sigue. El caso es que hace veintidós años todavía estabas en el instituto, ¿no?

—Creo que sí. ¿Qué importancia tiene eso?

—Relájate, Lacy, déjame contártelo, ¿vale? Llegaremos a algo. Eras solo una cría e imagino que no leíste nada sobre el asesinato de Bryan Burke, un profesor de Derecho jubilado.

—Nunca he oído hablar de él. ¿Era tu padre?

—Sí.

—Lo siento.

—Gracias. Mi padre fue profesor de la facultad de Derecho de Stetson, en Gulfport, Florida, durante casi treinta años. En la zona de Tampa.

—Conozco la facultad.

—Se jubiló a los sesenta años, por motivos familiares, y volvió a su ciudad natal en Carolina del Sur. He preparado un expediente muy exhaustivo sobre mi padre que te daré en algún momento. Era un gran hombre. Ni que decir tiene que su asesinato nos puso la vida patas arriba y, la verdad, yo todavía no lo he superado. Perder a un padre cuando eres demasiado joven ya es un horror, pero cuando encima se trata de un asesinato, de un asesinato sin resolver, es aún más terrible. Veintidós años después, el caso está todavía más estancado y la policía ha tirado la toalla. En cuanto nos dimos cuenta de que no llegarían a ninguna conclusión, juré que lo intentaría todo para encontrar a su asesino.

—¿La policía se rindió?

Jeri bebió un poco de vino.

—Con el tiempo, sí. El expediente sigue abierto y hablo con ellos de vez en cuando. No pretendo criticar a la policía, no sé si me explico. Hicieron todo lo que pudieron, dadas las circunstancias, pero fue un asesinato perfecto. Todos lo son.

Lacy se llevó la copa a los labios.

—¿Un asesinato perfecto?

—Sí. Sin testigos. Sin pruebas forenses, o al menos sin ninguna que pueda llevar hasta el asesino. Sin móvil aparente.

Lacy estuvo a punto de preguntar: «¿Y qué quieres que haga, entonces?». Pero bebió otro sorbo y dijo:

—No creo que la Comisión de Conducta Judicial cuente con los medios necesarios para investigar un viejo caso de asesinato en Carolina del Sur.

—Es que no es eso lo que pido. Vosotros tenéis jurisdicción sobre los jueces de Florida que se hayan involucrado en actos ilícitos, ¿verdad?

—Verdad.

—¿Y eso incluye el asesinato?

—Supongo, pero nunca nos hemos visto implicados en algo así. Este asunto es más apropiado para los chicos de la estatal, tal vez para el FBI.

—Los chicos de la estatal lo han intentado. El FBI no tiene interés por dos razones. La primera, no es un asunto federal. La segunda, no hay pruebas que vinculen los asesinatos y, por lo tanto, el FBI no sabe, nadie lo sabe excepto yo, supongo, que nos enfrentamos a un posible asesino en serie.

—¿Te has puesto en contacto con el FBI?

—Hace años. Como familiares de la víctima, estábamos desesperados por conseguir ayuda. No nos llevó a ninguna parte.

Lacy bebió más vino.

—Vale, me estás poniendo nerviosa, así que explícamelo todo muy despacio. Crees que un juez en ejercicio asesinó a tu padre hace veintidós años. ¿Ese juez estaba en activo cuando se produjo el asesinato?

—No. Salió elegido en 2004.

Lacy asimiló la información y miró a su alrededor. Un hombre con pinta de lobista había ocupado ahora la mesa de al lado y la miraba con una especie de vulgaridad lasciva que no era extraña en los alrededores del Capitolio. Lo fulminó con la mirada hasta que él la desvió y luego se inclinó hacia Jeri.

—Me sentiría más cómoda si pudiéramos hablar en otro sitio. Aquí hay demasiada gente.

—Tengo reservada una pequeña sala de reuniones en el primer piso —dijo Jeri—. Te prometo que es un lugar seguro. Si intento atacarte, puedes gritar y escaparte.

—Estoy segura de que eso no ocurrirá.

Jeri pagó las copas de vino y ambas salieron del bar y del patio interior y subieron un piso por las escaleras mecánicas, hasta la zona empresarial del hotel, donde Jeri abrió la puerta de una pequeña sala de reuniones, una de tantas. Encima de la mesa había varios expedientes.

Cada una se acomodó a un lado del tablero, con los expedientes al alcance de la mano y sin nada delante. Ni portátiles. Ni blocs de notas. Sus respectivos teléfonos móviles seguían en los bolsos. Jeri estaba a todas luces más relajada que en el bar y comenzó con:

—Vale, hablaremos extraoficialmente, nada de tomar notas. Al menos por ahora. Mi padre, Bryan Burke, se jubiló de Stetson en 1990. Llevaba casi treinta años trabajando de profesor allí y era una leyenda, un docente muy querido. Mi madre y él decidieron volver a casa, a Gaffney, en Carolina del Sur, la pequeña ciudad en la que se habían criado. Tenían mucha familia en la zona y habían heredado unos terrenos. Se construyeron una casita preciosa en el bosque y plantaron un huerto. La madre de mi madre vivía con ellos y se encargaron de su cuidado. En términos generales, disfrutaron de una buena jubilación. Tenían una situación económica estable, gozaban de bastante buena salud, eran miembros activos de una iglesia rural. Mi padre leía mucho, escribía artículos para revistas jurídicas, se mantenía en contacto con viejos amigos e hizo varios nuevos en la ciudad. Luego lo mataron.

Jeri estiró un brazo para coger un expediente azul, tamaño carta, de unos dos centímetros y medio de grosor, como todos los demás. Lo deslizó sobre la mesa hacia Lacy mientras decía:

—Es una recopilación de artículos sobre mi padre, su trayectoria profesional y su muerte. Algunos recortados a mano, otros sacados de internet, pero no hay ni una sola parte de este expediente disponible actualmente en la red.

Lacy no lo abrió.

—Detrás de la pestaña amarilla —continuó Jeri— hay una foto de mi padre en la escena del crimen. La he visto varias veces y prefiero no volver a verla. Échale un vistazo.

Lacy abrió la carpeta por la pestaña y frunció el ceño ante la foto ampliada en color. El fallecido estaba tumbado entre unos hierbajos con una cuerda corta alrededor del cuello, tan apretada que le había desgarrado la piel. La cuerda parecía ser de nailon, de color azul, y tenía manchas de sangre seca. Estaba atada a la altura de la nuca con un nudo grueso.

Lacy cerró la carpeta y susurró:

—Lo siento mucho.

—Es raro. Después de veintidós años aprendes a lidiar con el dolor y a meterlo en una caja de la que, si te esfuerzas lo suficiente, no suele salir. Pero siempre es fácil bajar la guardia y permitir que los recuerdos vuelvan. Ahora mismo estoy bien, Lacy. Ahora mismo estoy muy bien, porque estoy hablando contigo y haciendo algo al respecto. No puedes hacerte una idea de las horas que he tenido que dedicar a presionarme para llegar hasta aquí. Esto es muy difícil, es aterrador.

—Quizá convenga hablar del crimen.

Jeri cogió aire.

—Desde luego. A mi padre le gustaba dar largos paseos por el bosque que había detrás de su casa. Mi madre lo acompañaba a menudo, pero lo pasaba mal por culpa de la artritis. Una hermosa mañana de la primavera de 1992, mi padre se despidió de ella con un beso, cogió su bastón y echó a andar por el sendero. La autopsia reveló que había muerto por asfixia, pero también tenía una herida grave en la cabeza. La hipótesis más evidente es que se encontró con alguien que lo golpeó en la cabeza, lo dejó inconsciente y luego lo remató con la cuerda de nailon. Después lo sacó a rastras del sendero y lo dejó abandonado en un barranco, donde lo encontraron hacia media tarde. La escena del crimen no reveló nada: no había instrumentos contundentes ni huellas de zapato o bota, puesto que el suelo estaba seco. No existían indicios de forcejeo, ni pelos o fibras sueltos. Nada. Los laboratorios de criminalística han analizado la cuerda y no ofrece ninguna pista. El expediente contiene una descripción detallada de la misma. La casa de campo de mis padres no está lejos de la ciudad, pero sí algo aislada, así que no hubo testigos, nada que se saliera de lo común. Ni coches ni camionetas con matrículas de fuera del estado. Ni extraños merodeando por la zona. Hay muchos sitios donde aparcar y esconderse y desde los que entrar en la zona sin ser visto y luego marcharse sin dejar rastro. No ha salido a la luz ni un solo detalle en veintidós años, Lacy. Es un caso que está totalmente estancado. Hemos aceptado la dura realidad de que el asesinato nunca se resolverá.

—¿«Hemos»?

—Sí, bueno, aunque ahora es más bien una cruzada solitaria. Mi madre murió dos años después de mi padre. Nunca se recuperó del todo y podría decirse que se le fue un poco la cabeza. Tengo un hermano mayor en California que aguantó unos cuantos años antes de perder el interés. Se cansó de que la policía no hiciera ningún progreso. Hablamos de tanto en tanto, pero rara vez mencionamos a nuestro padre. Así que estoy sola. Me siento muy sola con todo esto.

—Me parece terrible. También me parece que hay demasiada distancia entre la escena del crimen, en Carolina del Sur, y un juzgado de la península de Florida. ¿Cuál es la conexión?

—No hay gran cosa, la verdad. Solo un montón de especulaciones.

—No has llegado hasta aquí basándote solo en especulaciones. ¿Qué me dices del móvil?

—El móvil es lo único que tengo.

—¿Piensas compartirlo conmigo?

—Espera, Lacy. Es que no lo entiendes. Me resulta increíble estar aquí sentada acusando a una persona de asesinato sin pruebas.

—No estás acusando a nadie, Jeri. Tienes un sospechoso potencial, de lo contrario no te encontrarías aquí. Tú me dices su nombre y yo no se lo revelo a nadie. No hasta que me des tu autorización, ¿de acuerdo? ¿Entendido?

—Sí.

—Venga, volvamos al móvil.

—El móvil es lo que me ha consumido desde el principio. No he dado con una sola persona que formara parte del mundo de mi padre y le tuviera antipatía. Era un académico que cobraba un buen sueldo y ahorraba dinero. Nunca invirtió en negocios ni en tierras ni en nada por el estilo. De hecho, despreciaba a los promotores y especuladores. Un par de compañeros suyos, otros profesores de Derecho, perdieron dinero en la bolsa, invirtiendo en apartamentos y en otros proyectos, y sintió poca pena por ellos. No tenía intereses comerciales, ni socios ni empresas conjuntas, cosas que suelen crear conflictos y enemigos. Odiaba las deudas y pagaba sus facturas puntualmente. Era fiel a su mujer y a su familia, hasta donde sabemos. Si hubieras conocido a Bryan Burke, te habría resultado imposible pensar que le fuera infiel a su esposa. Sus empleadores de la Universidad de Stetson lo trataban bien, sus alumnos lo admiraban. Durante sus treinta años, en Stetson lo eligieron cuatro veces como el mejor profesor de Derecho. Rechazó repetidas veces que lo ascendieran al decanato porque consideraba que la docencia era la más alta vocación y quería estar en el aula. No era perfecto, Lacy, pero se acercaba muchísimo.

—Ojalá lo hubiera conocido.

—Era un hombre encantador y dulce, sin enemigos que se sepa. No fue un robo, porque su cartera estaba en casa y al cadáver no le faltaba nada. Es obvio que tampoco fue un accidente. Así que la policía está perpleja desde el principio.

—Pero...

—Pero... podría haber algo más. Es una posibilidad remota, pero es lo único que he encontrado. Tengo sed. ¿Y tú?

Lacy negó con la cabeza. Jeri se acercó a un aparador, se sirvió agua con hielo de una jarra y volvió a su asiento. Respiró hondo y continuó:

—Como ya te he dicho, mi padre adoraba trabajar en el aula. Le encantaba dar clases. Las entendía como una representación teatral en la que el único actor que pisaba el escenario era él. Adoraba controlar por completo el entorno, el material y, sobre todo, a los alumnos. En la segunda planta de la facultad de Derecho hay una sala que fue su dominio durante décadas. Ahora han puesto una placa que lleva su nombre. Es una miniaula con ochenta asientos en forma de semicírculo y en todas las actuaciones se agotaban las entradas. Sus clases sobre derecho constitucional eran cautivadoras, desafiantes y a menudo divertidas. Tenía un gran sentido del humor. Todos los alumnos querían al profesor Burke (odiaba que lo llamaran doctor Burke) en la asignatura de Derecho Constitucional, y los que no pasaban el corte solían asistir a la clase y acudir a sus conferencias como oyentes. No era raro que algún profesor visitante, decano, exalumno de la universidad o de mi padre se colara en el aula para buscar un sitio, muchas veces en sillas plegables colocadas en la parte trasera o en los pasillos. El presidente de la universidad, también abogado, era uno de los habituales. ¿Te haces una idea?

—Sí, y me resulta inimaginable. Recuerdo, con horror, mi asignatura de Derecho Constitucional.

—Es lo más normal. Los ochenta estudiantes, todos de primer año, que tenían la suerte de entrar sabían que podía ser duro. Mi padre esperaba que estuvieran preparados y dispuestos a expresarse.

Volvieron a humedecérsele los ojos al recordar al hombre. Lacy sonrió, asintió e intentó animarla.

—A mi padre le gustaba mucho dar clases y también le gustaba el método socrático de enseñanza, por el que escogía a un alumno al azar y le pedía que expusiera un caso delante de la clase. Si el alumno se equivocaba o no era capaz de enfrentarse a la situación con firmeza, la discusión solía agriarse. A lo largo de los años he hablado con muchos de sus antiguos alumnos y, aunque todos siguen expresando su admiración, todavía se estremecen ante la idea de intentar debatir sobre derecho constitucional con el profesor Burke. Era temido, pero muy admirado, al fin y al cabo. Y su asesinato supuso una gran conmoción para todos sus antiguos alumnos. ¿Quién iba a querer matar al profesor Burke?

—¿Has hablado con antiguos alumnos?

—Sí. Con el pretexto de recoger anécdotas sobre mi padre para un posible libro. Llevo años haciéndolo. El libro nunca se escribirá, pero es una forma maravillosa de iniciar una conversación. Basta con que digas que estás trabajando en un libro para que la gente empiece a hablar. Tengo al menos veinticinco fotografías que me han enviado sus antiguos alumnos. Mi padre en la graduación. Mi padre tomándose una cerveza en un partido de sófbol de alumnos. Mi padre en el banquillo durante un juicio simulado. Todas ellas son pequeños fragmentos de vida universitaria. Lo querían.

—Estoy segura de que tienes un expediente.

—Por supuesto. No aquí, pero estaré encantada de enseñártelo.

—Tal vez más tarde. Estábamos hablando del móvil.

—Sí. Bien, hace muchos años, estuve hablando con un abogado de Orlando que fue alumno de mi padre y me contó una historia interesante. Había un chico en su clase que era del montón, nada especial. Mi padre lo llamó un día en clase para que debatiera con él un caso relacionado con la Cuarta Enmienda, pesquisas y confiscaciones. El chico estaba preparado, pero tenía una opinión contraria a lo que defendía mi padre, así que tuvieron una buena discusión. A mi padre le encantaba que los alumnos se apasionaran y le plantaran cara. Pero ese alumno en concreto hizo varios comentarios un poco extremos y fuera de lugar y se mostró algo chulesco en la forma de bromear con el profesor Burke, que consiguió zanjar el asunto con una carcajada. En la siguiente clase, el alumno debió de creer que se había librado de que mi padre lo llamara de nuevo durante un tiempo, y llegó sin prepararse. Pero mi padre lo volvió a llamar. Tratar de improvisar sobre la marcha era un pecado imperdonable y el alumno la fastidió a lo grande. Dos días des

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