Holly (Edición en español)

Stephen King

Fragmento

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17 de octubre de 2012

1

Es una ciudad antigua, y ni ella ni el lago a orillas del cual se construyó se conservan ya en muy buen estado, pero aún quedan zonas bastante agradables. Los habitantes de toda la vida posiblemente coincidirían en que el barrio más bonito es Sugar Heights y, dentro de este, la calle más bonita es Ridge Road, que traza una suave curva descendente desde la universidad, el Bell College de Artes y Ciencias, hasta Deerfield Park, tres kilómetros más abajo. En su recorrido, Ridge Road pasa ante muchas casas magníficas, algunas propiedad de profesores de la universidad y otras de algunos de los profesionales más prósperos de la ciudad: médicos, abogados, banqueros y ejecutivos situados en lo alto de la pirámide. En su mayor parte, son residencias victorianas con la pintura impecable, ventanas en voladizo y mucha decoración de pan de jengibre.

El parque donde acaba Ridge Road no es tan extenso como el que se encuentra en pleno centro de Manhattan, pero casi. Deerfield es el orgullo de la ciudad y debe su extraordinario aspecto a la legión de jardineros que lo mantienen. Sí, es cierto que el lado oeste, lindante con Red Bank Avenue y conocido como los Matorrales, está descuidado. Es ahí donde a veces, de noche, rondan individuos que buscan o venden drogas, y donde se produce algún que otro atraco, pero los Matorrales abarcan poco más de una hectárea de las trescientas totales. El resto del parque es una extensión de hierba y flores por cuyos senderos pasean los amantes y en cuyos bancos los viejos leen el periódico (hoy día cada vez más a menudo en dispositivos electrónicos) y las mujeres charlan, en ocasiones mientras mecen a sus bebés en cochecitos caros. Hay dos estanques, en uno de los cuales en ocasiones se ve a hombres o niños manejar barcos teledirigidos. Por la superficie del otro se deslizan de aquí para allá cisnes y patos. Además, hay una zona de juegos infantiles. Tiene de todo, a decir verdad, salvo una piscina pública; de cuando en cuando el ayuntamiento estudia la idea, pero siempre la posterga. El coste, ya se sabe.

Esta noche de octubre es cálida para la época del año, pero la llovizna ha disuadido a todos los corredores menos al más tenaz. No es otro que Jorge Castro, profesor de escritura creativa y literatura latinoamericana en la universidad. Pese a su especialidad, nació y se crio en Estados Unidos; Jorge se complace en decir que es tan norteamericano como la «pie de manzana».

Cumplió los cuarenta en julio, y ya no puede engañarse pensando que aún es la joven celebridad que alcanzó un éxito fugaz de ventas con su primera novela. A los cuarenta, uno debe dejar de engañarse con la idea de que aún es joven para algo. Si no —si uno suscribe bobadas como que «los cuarenta son los nuevos veinticinco», propias de la teoría de la autorrealización—, pronto descubrirá que su declive ha empezado. Al principio solo un poco, pero luego un poco más, y de repente, al cumplir los cincuenta, se dará cuenta de que la barriga le sobresale por encima de la hebilla del cinturón y guarda pastillas contra el colesterol en el botiquín. A los veinte, el cuerpo perdona. A los cuarenta, el perdón es provisional en el mejor de los casos. Jorge Castro no quiere plantarse en los cincuenta y encontrarse con que se ha convertido en un gordo fachoso más, como tantos hombres en el país.

A los cuarenta, uno tiene que empezar a cuidarse. Debe conservar la maquinaria en buen estado, porque aquí no es posible entregar el vehículo usado en la compra de uno nuevo. Así que Jorge bebe zumo de naranja por las mañanas (potasio), seguido casi a diario de copos de avena (antioxidantes), y consume carne roja sola una vez por semana. Cuando le apetece un tentempié, acostumbra a abrir una lata de sardinas. Son una buena fuente de omega 3. (¡Y están muy ricas!). Hace ejercicios sencillos cada mañana y corre a última hora del día, sin excederse pero oxigenando esos pulmones de cuarenta años y dándole un buen meneo a ese corazón de cuarenta años (frecuencia cardiaca en reposo: 63). Jorge quiere aparentar cuarenta años cuando cumpla los cincuenta y sentirse como si los tuviera, pero el destino juega malas pasadas. Jorge Castro no va a llegar siquiera a los cuarenta y uno.

2

Su rutina, que mantiene incluso en noches de llovizna, consiste en correr desde la casa que comparte con Freddy (que podrán ocupar, como mínimo, mientras él siga en el puesto de escritor residente), a menos de un kilómetro de la universidad, hasta el parque. Allí hace estiramientos de espalda, bebe un poco del agua vitaminada que lleva en la riñonera y vuelve a casa al trote. La lluvia arrecia, y no hay otros corredores, paseantes o ciclistas entre los que zigzaguear. Los peores son los ciclistas, empeñados en que tienen todo el derecho del mundo a ir por la acera en lugar de circular por la calzada, pese a que disponen de un carril bici. Esta noche tiene toda la acera para él solo. Ni siquiera ha de saludar a las personas que podrían estar tomando el aire nocturno en sus viejos porches antiguos y señoriales; el mal tiempo los ha obligado a quedarse a cubierto.

A todos menos a una: la vieja poeta. Pese a que a esa hora, las ocho, la temperatura se mantiene por encima de los diez grados, está arrebujada en una parka, porque apenas llega a los cincuenta kilos (su médico siempre la reprende por el peso) y acusa el frío. Más que el frío, acusa la humedad. Sin embargo, ahí sigue, porque esta noche tiene un poema al alcance de la mano, si es que logra meter los dedos por debajo de la tapa y abrirlo. No ha escrito ni uno desde mediados del verano y necesita ponerlo en marcha antes de que se oxide. Necesita «visualizar», como dicen a veces sus alumnos. Más importante es el hecho de que este podría ser un «buen» poema. Quizá incluso un poema «necesario».

Tiene que empezar por la forma en que la niebla se arremolina en torno a las farolas frente a ella y luego avanzar hacia aquello que concibe como «el misterio». Que lo es todo. La niebla crea halos en lento movimiento, plateados y hermosos. No quiere utilizar «halos», porque es la palabra previsible, la palabra perezosa. Casi un tópico. Aunque «plateados»… o tal vez «de plata»…

Interrumpe sus pensamientos un instante para observar a un joven (a sus ochenta y nueve años, alguien de cuarenta parece muy joven) que pasa por la otra acera acompañado del chacoloteo de sus pisadas. Sabe quién es: el escritor residente que considera a Gabriel García Márquez el no va más. Con ese cabello largo, el bigotito y la perilla, recuerda a la vieja poeta a un personaje encantador de La princesa prometida: «Me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate para morir». Lleva una chaqueta amarilla con una banda reflectante a lo largo de la espalda y un pantalón de correr ri­dículamente ajustado. «Corre que se las pela», habría dicho la madre de la vieja poeta. O «como si tocaran a rebato».

«A rebato» la lleva a pensar en campanas, y vuelve a posar la mirada en la farola que tiene justo enfrente. Le viene a la cabeza: «El corredor no oye la plata por encima de él, / estas campanas no repican».

No encaja porque es prosaico, pero por algo se empieza. Ha conseguido meter los dedos bajo la tapa del poema. Tiene que entrar en casa, coger su cuaderno y ponerse a garabatear. No obstante, continúa ahí sentada un momento, contemplando la rotación de los círculos de plata en torno a las farolas. Halos, piensa. No puedo usar esa palabra, pero eso es lo que parecen, maldita sea.

Atisba una última vez la chaqueta amarilla del corredor, que acto seguido desaparece en la oscuridad. La vieja poeta se levanta trabajosamente, con una mueca en el rostro por el dolor de cadera, y entra en casa arrastrando los pies.

3

Jorge Castro aprieta un poco la marcha. Ahora que ha recobrado las energías, sus pulmones inhalan más aire, sus endorfinas se activan. Poco más adelante está el parque, cuyas farolas anticuadas proyectan un resplandor místico de color amarillo. Enfrente de la zona de juegos infantiles desierta hay un pequeño aparcamiento, ahora vacío salvo por una furgoneta de pasajeros con la puerta lateral abierta y una rampa desplegada sobre el asfalto húmedo. Al pie de esta, ve a un anciano en silla de ruedas y a una anciana que, con una rodilla en el suelo, trastea bajo la silla.

Jorge se detiene un momento, se inclina y se apoya las manos en las piernas por encima de las rodillas mientras recupera el aliento y observa la furgoneta. En la matrícula posterior, azul y blanca, lleva el símbolo de la silla de ruedas.

La mujer, que viste un anorak y una pañoleta, lo mira. Al principio, por la exigua luz del pequeño aparcamiento auxiliar, Jorge no está muy seguro de reconocerla.

—¡Hola! ¿Algún problema?

La mujer se yergue. El viejo de la silla de ruedas, vestido con una chaqueta de punto y una boina, le dirige un saludo lánguido.

—Se ha quedado sin batería —contesta la mujer—. Usted es el señor Castro, ¿verdad? ¿Jorge?

Ahora sí la reconoce. Es la profesora Emily Harris, catedrática, que da clases de literatura inglesa… o daba; quizá ya sea emérita. Y ese es su marido, también profesor. No sabía que Harris estuviera discapacitado. Como el viejo y él trabajan en departamentos y edificios distintos, apenas han coincidido en el campus, pero cree que la última vez que lo vio caminaba. A ella sí la ve bastante a menudo en las reuniones del claustro y en pedantes actos culturales. Jorge sospecha que Emily Harris no le tiene especial aprecio, y menos después de la reunión del departamento sobre el ya desaparecido taller de poesía, que acabó en una discusión un tanto acalorada.

—Sí, soy yo —dice él—. Deduzco que les gustaría llegar a casa y secarse.

—Estaría bien —responde el señor Harris, que quizá sea también catedrático. Tirita un poco, porque la chaqueta de punto es fina—. ¿Podría empujar la silla para ayudarme a subir por la rampa, joven? —Tose, carraspea y vuelve a toser.

Su mujer, siempre seca e imperiosa en las reuniones de departamento, parece ahora un poco desorientada y mustia. Desamparada. Jorge se pregunta cuánto tiempo llevarán ahí fuera, y por qué ella no ha llamado a alguien para pedir ayuda. A lo mejor no tiene teléfono, piensa. O se lo ha dejado en casa. La gente mayor puede ser muy olvidadiza con esas cosas. Aunque ella no puede tener mucho más de setenta años. Su marido, en silla de ruedas, aparenta más edad.

—Creo que puedo ayudarles. ¿Ha quitado el freno?

—Sí, claro —contesta Emily Harris, y se echa atrás cuando Jorge agarra las empuñaduras y maniobra con la silla para enfilar la rampa.

Retrocede unos tres metros con la intención de tomar carrerilla. Las sillas de ruedas motorizadas pueden pesar mucho. No querría perder impulso a media rampa y resbalar hacia atrás. O, Dios lo libre, desviarse hacia un lado, volcar y tirar al viejo al asfalto.

—Allá vamos, señor Harris. Agárrese, por si hay alguna sacudida.

Harris se sujeta a los reposabrazos, y Jorge se fija en lo anchos que tiene los hombros. Parecen musculosos bajo la chaqueta de punto. Supone que quienes pierden la movilidad de las piernas lo compensan por otros medios. Jorge acelera hacia la rampa.

—¡Arre, Plata! —exclama el señor Harris, animado.

La primera mitad de la rampa es fácil, pero a partir de ahí la silla empieza a perder impulso. Jorge se inclina hacia delante, recurre a la fuerza de la espalda y sigue avanzando. Mientras lleva a cabo esta tarea de buena vecindad, advierte algo raro: las matrículas de este estado son de color rojo y blanco, y pese a que los Harris viven en Ridge Road igual que él (ha visto a Emily Harris a menudo en su jardín), la matrícula de su furgoneta es azul y blanca, como las del estado situado al oeste. Le extraña también otra cosa: no recuerda haber visto nunca esta furgoneta en la calle, aunque sí ha visto a Emily sentada muy erguida al volante de una pequeña ranchera Subaru bien cuidada con un adhesivo de Obama en el parachoques tra…

Cuando llega a lo alto de la rampa, ya en posición casi horizontal, con los brazos extendidos y las zapatillas flexionadas, le pica un bicho en la nuca. Por cómo se propaga el calor desde el aguijonazo, debe de ser un bicho grande, quizá una avispa, y le está provocando una reacción. Nunca había tenido reacciones alérgicas a las picaduras, pero hay una primera vez para todo, y de repente se le nubla la vista y le flojean los brazos. Resbala en la rampa húmeda y cae sobre una rodilla.

La silla de ruedas va a pasarme por encima…

Pero eso no ocurre. Rodney Harris pulsa un interruptor y la silla de ruedas entra en el vehículo con un plácido ronroneo. Harris se levanta de un brinco, rodea la silla con brío y observa al hombre arrodillado en la rampa, que tiene el cabello pegado a la frente y las mejillas húmedas a causa de la llovizna, como si sudara. Entonces Jorge se desploma de bruces.

—¡Fíjate! —exclama Emily en voz baja—. ¡Perfecto!

—Ayúdame —dice Rodney.

La mujer, calzada también con zapatillas de deporte, agarra a Jorge por los tobillos. El marido lo sujeta por los brazos. Cargan con él hasta dentro. La rampa se repliega. Rodney (quien, ciertamente, es también catedrático, dicho sea de paso) se acomoda en el amplio asiento del lado izquierdo. Emily se arrodilla y maniata a Jorge con unas bridas de plástico, aunque posiblemente sea una precaución innecesaria. Jorge duerme a pierna suelta (símil que seguro que la vieja poeta desaprobaría) y ronca de forma sonora.

—¿Todo en orden? —pregunta Rodney Harris, del Departamento de Ciencias Biológicas del Bell College.

—¡Todo en orden! —A Emily se le quiebra la voz a causa del entusiasmo—. ¡Lo hemos conseguido, Roddy! ¡Hemos atrapado al hijo de puta!

—Ese vocabulario, cariño —reprende Rodney. A continuación sonríe—. Pero sí. En efecto, lo hemos conseguido. —Sale del aparcamiento y enfila la cuesta.

La vieja poeta levanta la vista de su cuaderno, que tiene una imagen de una pequeña carretilla roja en la portada, ve pasar la furgoneta y se concentra de nuevo en el poema.

La furgoneta tuerce en el número 93 de Ridge Road, la casa de los Harris desde hace casi veinticinco años. Es de su propiedad, no de la universidad. Una de las dos puertas del garaje se levanta; la furgoneta entra en el espacio de la izquierda; la puerta se cierra; la quietud se impone de nuevo en Ridge Road. La bruma se arremolina en torno a las farolas.

Como halos.

4

Jorge recobra el conocimiento poco a poco. Tiene la cabeza a punto de estallar, la boca seca y el estómago revuelto. No sabe cuánto bebió, pero tuvo que ser bastante para acabar con semejante resaca. ¿Y dónde bebió? ¿En una fiesta del claustro? ¿En una quedada con los alumnos del seminario de escritura creativa donde decidió, insensatamente, beber como el estudiante que en otro tiempo fue? ¿Se emborrachó después de la última discusión con Freddy? Tiene la impresión de que ninguna de esas explicaciones es la correcta.

Abre los ojos, listo para enfrentarse al resplandor de la mañana, que provocará otra andanada de dolor en su maltrecha cabeza, pero la luz es tenue. Una luz benévola, teniendo en cuenta su malestar actual. Según parece, está tendido en un futón o una esterilla de yoga. Al lado hay un cubo, un cubo de fregar de plástico que podría haber salido de Walmart o Dollar Tree. Sabe cuál es su función, y al instante descubre también qué debían de sentir los perros de Pavlov al oír el timbre, porque le basta con mirar el cubo para experimentar un espasmo en el estómago. Se pone de rodillas y vomita con violencia. Tras una pausa, el tiempo suficiente para tomar aire un par de veces, arroja de nuevo.

Se le calma el estómago, pero por un momento la cabeza le duele con tal intensidad que cree que va a partírsele en dos y a caer al suelo. Se le empañan los ojos, y los cierra mientras espera a que el dolor remita. Al final el ramalazo se atenúa, pero le ha quedado en la boca y la nariz el sabor rancio del vómito. Con los ojos aún cerrados, busca a tientas el cubo y escupe dentro hasta aclararse la boca al menos parcialmente.

Abre los ojos, levanta la cabeza (con cautela) y ve unos barrotes. Está en una jaula. Es espaciosa, pero es una jaula, no cabe duda. Más allá ve una sala alargada. Las luces del techo deben de regularse con un reostato, porque la sala está en penumbra. Ve un suelo de hormigón tan limpio que podría comerse en él… aunque no siente el menor apetito. La parte de la sala próxima a la jaula está vacía. En el centro se alzan unas escaleras. Hay una escoba apoyada en ellas. Más allá de las escaleras se ve un taller bien equipado, con las herramientas colgadas en ganchos y una sierra de cinta instalada en una mesa. Hay también una ingletadora compuesta: una buena herramienta, nada barata. Varios cortasetos y podaderas. Un surtido de llaves de boca fija, meticulosamente dispuestas de mayor a menor. Una hilera de llaves de tubo sobre una mesa de trabajo junto a una puerta que da… a algún sitio. Todo el material habitual de un manitas casero, y parece bien mantenido.

No se ve serrín debajo de la mesa donde está la sierra. Más allá se alza una máquina que no había visto nunca: grande, amarilla y cuadrada, casi del tamaño de una unidad de tratamiento de aire industrial. Jorge llega a la conclusión de que será eso, porque sale de ella un tubo de goma que atraviesa el revestimiento de madera de la pared, pero nunca ha visto una como esa. Si tiene marca, queda oculta al otro lado.

Echa una ojeada al interior de la jaula y lo que ve lo asusta. No tanto por las botellas de agua Dasani colocadas encima de una caja naranja que hace las veces de mesa como por el objeto cúbico instalado en el rincón, bajo el techo inclinado. Es un váter portátil, de los que utilizan los inválidos cuando aún pueden salir de la cama pero no desplazarse hasta el cuarto de baño más cercano.

Jorge todavía no se siente capaz de tenerse en pie, así que se arrastra hasta el váter y levanta la tapa. Ve agua azul en la taza y percibe un tufo a desinfectante tan potente que se le empañan de nuevo los ojos. La cierra y gatea de vuelta al futón. Pese a su lamentable estado, sabe qué significa ese váter portátil: alguien tiene previsto retenerlo un tiempo ahí. Lo han secuestrado. No un cártel, como en su novela, Catalepsia, ni en México o Colombia. Por demencial que parezca, lo ha secuestrado una pareja de ancianos profesores, y una es colega suya. Y si eso es su sótano, no se encuentra lejos de su propia casa, donde Freddy debe de estar leyendo en el salón y tomando una taza de…

Pero no. Freddy se ha ido, al menos por ahora. Se marchó después de la última discusión, enfurruñado, como de costumbre.

Examina los barrotes entrecruzados. Son de acero y están soldados a conciencia. Debe ser un trabajo realizado en ese mismo taller —desde luego no existe en internet ninguna tienda en la que pueda encargase una celda—, pero los barrotes parecen muy sólidos. Agarra uno con las dos manos y da una sacudida. No cede.

Mira al techo y ve paneles blancos con orificios diminutos. Aislamiento acústico. Advierte otra cosa: desde arriba lo observa un ojo de cristal. Jorge alza la cara hacia él.

—¿Están ahí? ¿Qué quieren?

Nada. Se plantea pedir a gritos que lo dejen salir, pero ¿de qué serviría? Si uno encierra a alguien en una jaula, en el sótano de su casa (tiene que ser el sótano), con un cubo para los vómitos y un váter portátil, ¿va a bajar corriendo al primer grito para disculparse por su tremendo error?

Necesita mear, está que revienta. Sujetándose a los barrotes para ayudar a las piernas, se pone de pie. Otra punzada de dolor le atraviesa la cabeza, aunque no tan aguda como las que ha sentido al recobrar el conocimiento. Con andar vacilante, se acerca al váter portátil, levanta la tapa, se baja la bragueta y lo intenta. Al principio, pese a las ganas que tiene, no puede. Jorge siempre ha sido reservado para sus necesidades íntimas, evita los mingitorios cuando va al estadio de béisbol, y no puede quitarse de la cabeza ese ojo de cristal que lo observa. Lo tiene a la espalda, lo que ayuda un poco, pero no basta. Cuenta cuántos días faltan para que acabe el mes; luego cuántos días hasta Navidad, la entrañable Feliz Navidad de siempre, y surte efecto. Orina durante casi un minuto y a continuación coge una botella de Dasani. Se enjuaga con el primer sorbo y escupe en el agua desinfectada; después apura el resto de un trago.

Vuelve junto a los barrotes y contempla la estancia alargada: la mitad vacía próxima a la jaula, las escaleras y, más allá, el taller. Son la sierra de cinta y la ingletadora las que atraen una y otra vez su mirada. Quizá no sean las herramientas que más le conviene contemplar a un hombre enjaulado, pero cuesta no mirarlas. Cuesta no pensar en el zumbido agudo que emite una sierra de cinta como esa cuando la hoja penetra en la madera de pino o de cedro: RRRUUUUUU.

Recuerda la carrera a través de la llovizna y la bruma. Recuerda a Emily y a su marido. Recuerda cómo lo han engañado con una artimaña y luego le han inyectado algo. Después de eso no hay más que negrura hasta que ha despertado aquí.

¿Por qué? ¿Por qué habrían de hacer una cosa así?

—¿Quieren hablar? —pregunta al ojo de cristal—. Cuando quieran, estoy listo. ¡Solo tienen que decirme qué pretenden!

Nada. La sala permanece en un silencio sepulcral salvo por el ruido de sus pisadas y el tintineo contra los barrotes de la alianza que lleva puesta. El anillo no es suyo; Freddy y él no están casados. Al menos no todavía, y tal como van las cosas quizá nunca llegue el día. Jorge retiró el anillo del dedo de su papi en el hospital, minutos después de su muerte. Desde entonces no se lo ha quitado nunca.

¿Cuánto tiempo lleva aquí? Consulta su reloj, pero no le sirve de nada; es de cuerda, otro recuerdo de su padre, y se ha parado a la una y cuarto. No sabe si de la mañana o de la tarde. Y ha olvidado cuándo le dio cuerda por última vez.

Los Harris. Emily y Ronald. ¿O se llama Robert? Sabe quiénes son, y eso no augura nada bueno, sospecha.

Tal vez no augure nada bueno, se dice.

Como no tiene sentido levantar la voz o gritar en un espacio insonorizado —y si lo hiciera, le volvería el dolor de cabeza, con saña—, se sienta en el futón y espera a que ocurra algo. A que alguien aparezca y le explique qué coño está pasando.

5

La sustancia que le han inyectado debe de flotarle aún en el cerebro, porque Jorge, con la cabeza gacha y un hilo de saliva en la comisura de los labios, se adormece. Un rato más tarde —sigue siendo la una y cuarto según el reloj de papi—, se abre una puerta arriba y alguien empieza a bajar por las escaleras. Jorge levanta la cabeza (otra punzada de dolor, pero no tan intensa) y ve unas zapatillas negras de deporte, unos calcetines bajos, un pantalón marrón tobillero y después un delantal de flores. Es Emily Harris. Con una bandeja.

Jorge se levanta.

—¿Qué está pasando aquí?

Emily, sin responder, se limita a dejar la bandeja a medio metro de la jaula. En ella, Jorge ve un voluminoso sobre marrón, encajado en un vaso grande de plástico para llevar, de esos que uno llena de café para un largo viaje. Al lado hay un plato que contiene algo asqueroso: un pedazo de carne de color rojo oscuro flotando en un líquido rojo aún más oscuro. Solo de mirarlo, siente arcadas otra vez.

—Emily, si se cree que voy a comerme eso, se equivoca.

Sin contestar, ella coge la escoba y empuja la bandeja por el suelo de hormigón. En la parte inferior de la jaula hay una trampilla con bisagras (esto venían planeándolo, piensa Jorge). El vaso se vuelca al golpear lo alto de la trampilla, que no mide más de unos diez centímetros de altura, y la bandeja entra. La portezuela se cierra con un ruido seco cuando ella retira la escoba. La carne que flota en el charco de sangre parece hígado crudo. Emily Harris se yergue, deja la escoba en su sitio, se vuelve… y le dirige una sonrisa. Como si estuvieran en un puto cóctel o algo así.

—No pienso comerme eso —repite Jorge.

—Te lo comerás —afirma ella.

Dicho esto, sube por las escaleras. Jorge oye que se cierra una puerta y después un chasquido, probablemente de un pestillo.

Le basta una ojeada al hígado crudo para sentir náuseas de nuevo, pero saca el sobre del vaso. Es algo llamado ka’chava. Según la etiqueta, con los polvos que contiene se prepara una «bebida rica en nutrientes, el combustible que necesitas para tus aventuras».

Jorge piensa que en las últimas horas, sean las que sean, ha tenido aventuras suficientes para toda una vida. Deja la bolsa en el vaso de nuevo y se sienta en el futón. Aparta la bandeja a un lado sin mirarla. Cierra los ojos.

6

Se adormece, despierta, se adormece de nuevo y por fin despierta del todo. El dolor de cabeza casi ha desaparecido y se le ha asentado el estómago. Da cuerda al reloj de papi y lo pone a las doce del mediodía. O quizá de la noche. Da lo mismo; al menos le permitirá saber cuánto tiempo pasa aquí. Al final alguien —quizá el integrante masculino de este dúo de profesores chiflados— le dirá por qué lo han traído y qué debe hacer para salir. Jorge supone que sus explicaciones no tendrán ningún sentido, porque salta a la vista que esos dos están locos. Muchos profesores están locos —lo sabe bien porque ha pasado ya por no pocos centros del circuito de universidades con escritor residente—, pero los Harris se llevan la palma.

Al cabo de un rato, extrae el sobre de ka’chava del vaso, cuya finalidad evidente es mezclar los polvos con el resto de la botella de Dasani. El vaso es de Dillon’s, el restaurante de una parada de camiones de Redlund al que Jorge y Freddy van a veces a desayunar. En este momento le gustaría estar allí. Le gustaría estar en la capilla de Ayers escuchando uno de los soporíferos sermones del reverendo Gallatin. Le gustaría estar en la consulta del médico esperando un examen proctológico. Le gustaría estar en cualquier sitio menos aquí.

No encuentra razón alguna para fiarse de nada que le den los Harris, ese par de chiflados, pero, ahora que se le han pasado las náuseas, tiene hambre. Antes de correr, siempre come ligero, pues se reserva la ingesta calórica más abundante para después. El sobre está cerrado, lo que quiere decir que probablemente no hay peligro; aun así, lo revisa con cuidado en busca de orificios (orificios de agujas hipodérmicas) antes de abrirlo y verterlo en el vaso. Añade agua, cierra la tapa y lo agita bien, como indican las instrucciones. Lo prueba y luego toma un largo trago. Duda mucho que sea una bebida inspirada en la «sabiduría antigua», como dice la etiqueta, pero sabe bastante bien. A chocolate. A frappé, si el frappé se elaborara a base de plantas.

Cuando se lo termina, mira otra vez el hígado crudo. Empuja la bandeja para intentar pasarla de nuevo por la trampilla, pero al principio no puede, porque la portezuela bascula solo hacia dentro. Introduce las uñas por debajo y tira. Saca la bandeja.

—¡Eh! —grita al ojo de cristal que lo observa—. Eh, ¿qué quieren? ¡Hablemos! ¡Aclaremos esto!

Nada.

7

Pasan seis horas.

En esta ocasión es el marido Harris quien desciende por las escaleras. Va en pijama y zapatillas de andar por casa. Tiene los hombros anchos, pero de ahí para abajo es flaco, y el pijama —adornado con camiones de bomberos, como el de un niño— le baila alrededor. Solo de ver a ese viejo, Jorge Castro experimenta una sensación de irrealidad: ¿de verdad puede estar ocurriendo esto?

—¿Qué quieren?

Harris, sin responder, se limita a observar la bandeja rechazada en el suelo de hormigón. Mira la trampilla y después la bandeja de nuevo. Lo repite un par de veces más como para asegurarse: bandeja, trampilla, bandeja, trampilla. Luego va a por la escoba y vuelve a introducir la bandeja en la jaula.

Jorge, ya harto, agarra la trampilla y empuja la bandeja otra vez hacia fuera. La sangre del plato salpica el dobladillo del pantalón del pijama de Harris. Este baja la escoba para introducir de nuevo la bandeja, pero llega a la conclusión de que sería un juego de suma cero. Apoya la escoba en las escaleras y se dispone a subir. Aunque por debajo de esos anchos hombros es muy poca cosa, el farsante hijo de puta parece bastante ágil.

—Vuelva —dice Jorge—. Hablemos de esto de hombre a hombre.

Harris lo mira y deja escapar un suspiro, como un padre resignado ante un niño pequeño incorregible.

—Puedes coger la bandeja cuando quieras —dice—. Creo que ha quedado claro.

—No pienso comérmelo, ya se lo he dicho a su mujer. Además de estar crudo, lleva a temperatura ambiente… —consulta el reloj de papi— más de seis horas.

El profesor chiflado, sin contestar, se limita a subir por las escaleras. Cierra la puerta. Echa el pestillo. Un chasquido.

8

Son las diez en el reloj de papi cuando baja Emily. Se ha cambiado el pantalón marrón tobillero por una bata floreada y sus propias zapatillas de andar por casa. ¿Podría ser la segunda noche?, piensa Jorge. ¿Es posible? ¿Cuánto tiempo me dejó sin conocimiento esa inyección? Por algún motivo, perder la noción del tiempo le causa aún más desazón que contemplar ese mazacote de carne a medio coagular. Cuesta acostumbrarse a la pérdida de la noción del tiempo. Pero hay otra cosa a la que no puede acostumbrarse.

Emily mira la bandeja. Lo mira a él. Sonríe. Se vuelve para marcharse.

—¡Eh! —dice Jorge—. Emily.

Ella no se vuelve, pero se detiene al pie de las escaleras, atenta.

—Necesito un poco más de agua. Me he bebido una botella y he usado la otra para preparar el batido. Por cierto, estaba bastante bueno.

—No habrá más agua hasta que te comas la cena —dice ella, y sube por las escaleras.

9

Pasa el tiempo. Cuatro horas. La sed empieza a ser acuciante. No es que esté muriéndose de sed ni mucho menos, pero sin duda el vómito le ha causado deshidratación, y ese batido… nota que le recubre las paredes de la garganta. Podría enjuagarse con un trago de agua. Incluso con uno o dos sorbos.

Mira el váter portátil, pero aún no llega al extremo de intentar beber agua desinfectada. En la que ahora ya he meado dos veces, piensa.

Mira el objetivo de la cámara.

—Venga, hablemos. Por favor. —Tras un titubeo, añade—: Se lo ruego. —Oye que se le quiebra la voz. Se le quiebra por la sequedad.

Nada.

10

Otras dos horas.

Ya solo puede pensar en la sed. Ha leído que los hombres que quedan a la deriva en el mar al final empiezan a beber el líquido sobre el que flotan, pese a que beber agua salada es un camino rápido hacia la locura. O eso cuentan, y si es cierto o falso, poco importa en su actual situación, porque no hay mar a menos de mil quinientos kilómetros. Aquí no hay nada salvo el veneno del váter portátil.

Finalmente, Jorge se rinde. Introduce los dedos por debajo de la trampilla, se apoya en un brazo y tiende la mano hacia la bandeja. Al principio, no logra asirla, porque el borde está resbaladizo a causa del jugo. En lugar de atraerla hacia sí, solo consigue alejarla un poco más por el hormigón. Se estira y por fin la atrapa entre dos dedos. Arrastra la bandeja a través de la trampilla. Mira la carne, tan roja como músculo crudo; luego cierra los ojos y la coge. Se le dobla entre las manos y nota el roce frío en las muñecas. Con los ojos todavía cerrados, da un bocado. La garganta empieza a contraérsele en un espasmo.

No pienses, se dice. Solo muerde y traga.

Le baja por la garganta como una ostra cruda. O una porción de flema. Abre los ojos y mira al objetivo de cristal. Lo ve borroso a causa de las lágrimas.

—¿Basta con eso?

Nada. Y en realidad era solo un mordisquito, no un bocado. Aún queda mucho.

¿Por qué? —grita—. ¿Por qué hacen esto? ¿Con qué fin?

Nada. Puede que no haya altavoz, pero Jorge cree que sí. Tiene la impresión de que, además de verlo, lo oyen, y si lo oyen, pueden contestar.

—No puedo —dice, llorando ahora a lágrima viva—. Lo haría si pudiera, pero no puedo, joder.

No obstante, descubre que sí puede. Bocado a bocado, se come el hígado crudo. Al principio tiene fuertes arcadas, pero con el tiempo se le pasan.

Solo que no ha sido exactamente así, piensa Jorge mientras mira el charco de gelatina roja coagulada en el plato, por lo demás vacío. No se me han pasado, las he contenido por la fuerza.

Levanta el plato hacia el ojo de cristal. En un primer momento, sigue sin ocurrir nada; luego la puerta al mundo de arriba se abre y la mujer desciende. Lleva rulos en el pelo. Se ha aplicado en la cara algún tipo de crema de noche. En una mano sostiene una botella de agua Dasani. La deja en el suelo de hormigón, fuera del alcance de Jorge, y coge la escoba.

—Bébete el jugo —ordena.

—Por favor —susurra Jorge—. No, por favor. Ya basta, por favor.

La profesora Emily Harris del Departamento de Literatura Inglesa —ahora quizá emérita, limitándose a impartir alguna que otra clase o seminario además de asistir a las reuniones del departamento— permanece en silencio. La calma que Jorge percibe en su mirada es lo que lo convence. Viene a ser como la letra del viejo blues: «El llanto y las súplicas no sirven de nada».

Ladea el plato y el jugo gelatinoso resbala hasta su boca. Unas gotas le salpican la camiseta, pero la mayor parte de la sangre acaba en su garganta. Le enseña el plato, vacío excepto por algún que otro residuo rojo. Teme que Emily le exija que se coma también eso —que lo rebañe con el dedo y se lo chupe como si fuera una piruleta de sangre coagulada—, pero no lo hace. Coloca de lado la botella de Dasani y, usando la escoba, la pasa rodando por la trampilla. Jorge la agarra, desenrosca el tapón y se bebe la mitad en varios tragos sucesivos.

¡Éxtasis!

Emily vuelve a dejar la escoba apoyada a un lado de las escaleras y empieza a subir.

—¿Qué quiere? ¡Dígame qué quiere y lo haré! ¡Lo juro por Dios!

Ella se detiene un momento, lo justo para decir una sola palabra en español:

Maricón.

Luego sigue subiendo por las escaleras. Cierra la puerta. Se oye el chasquido del pestillo.

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22 de julio de 2021

1

Zoom ha evolucionado desde la llegada del covid-19. Cuando Holly empezó a usarlo —en febrero de 2020, hace diecisiete meses, aunque parezca que ha pasado mucho más tiempo—, bastaba con mirar a la cámara bizqueando para que se cayera la conexión. A veces veías a los otros participantes en la videollamada; a veces, no; y a veces palpitaban atrás y adelante en un vaivén delirante que provocaba dolor de cabeza.

Holly Gibney es toda una cinéfila (pese a que no ha pisado una sala de cine desde la primavera pasada), y le gustan tanto las películas taquilleras como el arte y ensayo. Una de sus preferidas de los años ochenta es Conan, el bárbaro, y su frase favorita de esa película la pronuncia un personaje secundario. «Hace dos o tres años —dice el buhonero, refiriéndose a Set y a sus seguidores— eran solo una secta de la serpiente más. Ahora están por todas partes».

Zoom viene a ser algo así. En 2019 era solo una aplicación más, que pugnaba por espacio vital con competidores como FaceTime y GoToMeeting. Ahora, gracias al covid, está tan extendido como la Secta de la Serpiente de Set. Además, no solo ha mejorado la tecnología, sino también los valores de producción. El funeral por Zoom al que Holly asiste casi podría ser una escena de un drama televisivo. La imagen se centra en cada una de las personas que pronuncian su panegírico por la difunta, claro, pero también salta de vez en cuando a los asistentes afligidos que siguen la ceremonia desde sus casas.

Aunque no a Holly. Ella ha desactivado la cámara. Ahora es mejor persona, más fuerte que tiempo atrás, pero aún se reserva celosamente su vida privada. Sabe que es normal que la gente esté triste en los funerales, que llore y tenga un nudo en la garganta, pero ella no quiere que nadie la vea en ese estado, y menos su socio o sus amigos. No quiere que la vean con los ojos enrojecidos, el cabello revuelto o las manos trémulas mientras lee su propio panegírico, que es corto y tan sincero como le ha sido posible. Sobre todo, no quiere que la vean fumar: después de diecisiete meses de covid, ha recaído.

Ahora, al final del oficio, la pantalla empieza a mostrar imágenes grabadas de la difunta en distintas actitudes y distintos lugares mientras Frank Sinatra canta «Thanks for the Memory». Holly no resiste más y hace clic en SALIR. Da una última calada al cigarrillo y, mientras apaga la colilla, le suena el teléfono.

No le apetece hablar con nadie, pero es Barbara Robinson, y se siente obligada a atender a esa llamada.

—Te has salido —dice Barbara—. Ni siquiera se ve el recuadro negro con tu nombre.

—Esa canción en particular nunca me ha gustado. Y, además, ya había terminado.

—Pero estás bien, ¿no?

—Sí. —No es del todo verdad; Holly no sabe si está bien o no—. Pero ahora mismo necesito… —¿Qué palabra aceptaría Barbara? ¿Qué palabra permitirá a Holly poner fin a esta llamada antes de venirse abajo?—. Necesito procesarlo.

—Lo entiendo —dice Barbara—. Si quieres, me planto ahí en un santiamén, con o sin confinamiento.

Se trata de un confinamiento de facto, no forzoso, y las dos lo saben; el gobernador está decidido a proteger las libertades individuales, aunque para defender esa idea tengan que enfermar o morir miles de personas. En todo caso, gracias a Dios, la mayoría de la gente toma precauciones.

—No hace falta.

—Vale. Sé que es una mala situación, Hols, una mala época, pero aguanta. Hemos pasado por cosas peores. —Está pensando quizá, casi seguro, en Chet Ondowsky, que el año pasado emprendió un viaje corto y letal al caer por el hueco de un ascensor—. Y ya vienen las vacunas de refuerzo. Primero para las personas con sistemas inmunes débiles y los mayores de sesenta y cinco años, pero, por lo que he oído en clase, en otoño habrá para todo el mundo.

—Eso pinta bien —dice Holly.

—¡Y, por si fuera poco, Trump se ha ido!

Dejando a sus espaldas un país en guerra consigo mismo, piensa Holly. Y a saber si no reaparecerá en 2024. Se acuerda de la promesa de Arnie en Terminator: «Volveré».

—¿Hols? ¿Sigues ahí?

—Aquí sigo. Solo estaba pensando. —Pensando en fumarse otro cigarrillo, da la casualidad. Ahora que ha empezado otra vez, parece que nunca tiene suficiente.

—Vale. Te quiero, y comprendo que necesites tu espacio, pero, si no me llamas esta noche o mañana, volveré a llamarte yo. El que avisa no es traidor.

—Entendido —dice Holly, y corta la comunicación.

Tiende la mano hacia el tabaco, pero luego aparta el paquete, apoya la cabeza en los brazos cruzados y se echa a llorar. De un tiempo a esta parte ha llorado mucho. Lágrimas de alivio cuando Biden ganó las elecciones. Lágrimas de horror y reacción tardía después de que Chet Ondowsky, un monstruo que se hacía pasar por humano, se precipitara por el hueco del ascensor. Lloró durante los disturbios del Capitolio y posteriormente: esas lágrimas fueron de rabia. Hoy son lágrimas de dolor y pérdida. Solo que además son lágrimas de alivio. Es horrible, pero también humano, supone.

En marzo de 2020, el covid se propagó por casi todas las residencias de ancianos del estado en el que Holly se crio y que, al parecer, no puede abandonar. No representó un problema para Henry, el tío de Holly, ya que por esa época vivía aún con la madre de Holly en Meadowbrook Estates. Por entonces, el tío Henry ya había empezado a trastocarse, hecho sobre el cual Holly permanecía en bendita ignorancia. En sus esporádicas visitas había visto bastante bien al tío Henry, y Charlotte Gibney se guardaba exclusivamente para sí sus propias preocupaciones sobre su hermano, ateniéndose a una de las grandes normas tácitas en la vida de esa señora: si no hablas de algo, si no lo reconoces, no existe. Holly supone que por eso su madre nunca se sentó con ella para mantener La Conversación cuando tenía trece años y empezaban a crecerle los pechos.

En diciembre del año anterior, Charlotte ya no podía actuar como si no viera al elefante en la habitación, que no era un elefante, sino su hermano mayor gagá. Más o menos cuando Holly comenzaba a sospechar que Chet Ondowsky podía ser algo más que un periodista del canal de televisión local, Charlotte consiguió que su hija y Jerome, amigo de su hija, la ayudaran a trasladar al tío Henry al centro de cuidados para la tercera edad Rolling Hills. Ocurrió aproximadamente cuando se detectaban los primeros casos de la llamada variante delta en Estados Unidos.

Un auxiliar de Rolling Hills dio positivo en esa versión nueva y más contagiosa del covid. El auxiliar se había negado a aceptar las vacunas, aduciendo que contenían porciones de tejido fetal de bebés abortados (lo había leído en internet). Lo mandaron a casa, pero el mal ya estaba hecho. La variante delta campaba a sus anchas por Rolling Hills, y pronto más de cuarenta ancianos padecían la enfermedad en distintos grados de gravedad. Murieron diez o doce. El tío Henry no se contaba entre ellos. Ni siquiera enfermó. Le habían admi­nistrado dos dosis de la vacuna —Charlotte protestó, pero Holly insistió— y, aunque dio positivo, no tuvo ni síntomas de resfriado.

Fue Charlotte quien murió.

Ferviente partidaria de Trump —hecho que proclamaba ante su hija a la menor ocasión—, se negó a vacunarse e incluso a ponerse mascarilla. (Excepto, claro, en el supermercado Kroger y en la sucursal de su banco, donde el uso era obligatorio. La que Charlotte llevaba en esas ocasiones era de color rojo vivo y llevaba impreso MAGA, las siglas de Make America Great Again, el eslogan de Trump).

El Cuatro de Julio, Charlotte asistió a una manifestación contra el uso de la mascarilla en la capital del estado, enarbolando una pancarta en la que se leía MI CUERPO, MI DECISIÓN (postura que no le impedía oponerse con firmeza al aborto). El 7 de julio perdió el sentido del olfato y empezó a toser. El 10 ingresó en el Mercy Hospital, a nueve manzanas escasas del centro de cuidados para la tercera edad Rolling Hills, donde su hermano seguía bien… al menos físicamente. El 15 la conectaron a un ventilador.

Durante la enfermedad final y brutalmente breve de Charlotte, Holly la visitó por medio de Zoom. Hasta el úl­timo momento, Charlotte insistió en que el coronavirus era un engaño y no tenía más que una gripe fuerte. Murió el día 20, y de no ser por las influencias del socio de Holly, Pete Huntley, su cuerpo habría ido a parar al camión frigorífico anexo al depósito de cadáveres. La trasladaron a la funeraria Crossman, cuyo director organizó de inmediato el funeral por Zoom. Después de un año y medio de pandemia, tenía mucha experiencia en esos responsos televisados.

Holly deja por fin de llorar. Se plantea ver una película, pero la idea no la atrae, cosa rara en ella. Piensa en acostarse, pero ha dormido mucho desde la muerte de Charlotte. Supone que es así como su mente lidia con el dolor. Tampoco le apetece leer un libro. Duda que fuera capaz de seguir el hilo.

Hay un vacío allí donde antes estaba su madre, así de sencillo. Las dos tuvieron una relación difícil que no hizo más que empeorar cuando Holly empezó a distanciarse. Si lo consiguió, fue en gran medida gracias a Bill Hodges. Holly sintió un gran dolor cuando Bill murió —de cáncer de páncreas—, pero el dolor que experimenta ahora es en cierto modo más profundo, más complicado, porque Charlotte Gibney era, en honor a la verdad, una mujer con un amor asfixiante. Al menos en lo que se refería a su hija. El distanciamiento entre ambas fue a más cuando Charlotte se convirtió en entusiasta seguidora del expresidente. Desde hacía dos años, apenas se habían visto cara a cara, y en la última visita de Holly, la Navidad anterior, Charlotte preparó todos los platos que, según imaginaba, su hija más apreciaba, cosa que a esta le recordó la soledad y la desdicha de su infancia.

En el escritorio tiene dos teléfonos, el particular y el del trabajo. Finders Keepers ha mantenido la actividad durante la pandemia, aunque llevar a cabo las investigaciones no ha sido fácil. En estos momentos la agencia está cerrada, y en la línea de la oficina, tanto en el número de Holly como en el de Pete Huntley, se informa de que no abrirán hasta el 1 de agosto. Ella se planteó añadir «por defunción familiar», pero decidió que no era asunto de nadie. Ahora, cuando comprueba el teléfono de la oficina, es solo en un acto reflejo.

Ve que ha recibido cuatro llamadas mientras asistía al funeral de su madre, que ha durado cuarenta minutos. Todas del mismo número. Además, la persona que llama ha dejado cuatro mensajes de voz. Holly se plantea borrarlos sin más, porque no siente más deseos de aceptar un caso que de ver una película o leer un libro, pero no está a su alcance en igual medida que no puede dejar un cuadro torcido en la pared o la cama sin hacer.

Escuchar no obliga a contestar, se dice, y pulsa el botón para reproducir el primer mensaje de voz. Ha entrado a las 13.02, más o menos a la hora en que daba comienzo el último Show de Charlotte Gibney.

«Hola, soy Penelope Dahl. Ya sé que están cerrados, pero esto es muy importante. Una emergencia, de hecho. Espero que me devuelvan la llamada lo antes posible. Me recomendó su agencia la inspectora Isabelle Jaynes…».

El mensaje termina ahí. Por supuesto, Holly sabe quién es Izzy Jaynes —la antigua compañera de Pete cuando este aún era policía—, pero no es eso lo que le llama la atención del mensaje. Lo que le choca, y con contundencia, es lo mucho que la manera de hablar de Penelope Dahl le recuerda a su difunta madre. No es tanto la voz como la palpable ansiedad que transmite. Charlotte casi siempre estaba ansiosa por una razón u otra, y contagió ese persistente desasosiego a su hija como un virus. Como el covid, de hecho.

Holly decide no escuchar el resto de los mensajes de la Ansiosa Penelope. La señora tendrá que esperar. Desde luego Pete no va a poder patear calles por el momento; dio positivo en covid una semana antes de la muerte de Charlotte. Ya le habían administrado dos dosis de la vacuna, y no se ha puesto muy enfermo —según él, parece más un resfriado fuerte que una gripe—, pero está en cuarentena y así seguirá un tiempo.

Holly, de pie ante la ventana del salón de su apartamento, pequeño y ordenado, contempla la calle y recuerda la última comida con su madre. «¡Una auténtica cena de Nochebuena, como en los viejos tiempos!», dijo Charlotte, alegre y exultante en apariencia pese a que por debajo palpitaba esa con­tinua ansiedad suya. La auténtica cena de Nochebuena consistió en pavo reseco, puré de patatas con grumos y unos espárragos flácidos. Ah, y vino Mogen David en vasos de chupito para brindar. Había sido un horror de cena, como también era un horror el hecho de que hubiese sido la última. ¿Dijo Holly «Te quiero, mamá» antes de marcharse a la mañana siguiente? Cree que sí, pero no lo recuerda con certeza. Lo único que recuerda con certeza es el alivio que sintió al doblar la primera esquina y perder de vista la casa de su madre en el retrovisor.

2

Holly ha dejado el tabaco junto a su ordenador de sobremesa. Va a buscarlo, saca un cigarrillo con un golpe de muñeca, lo enciende, mira el teléfono de la oficina en su base de carga, suspira y escucha el segundo mensaje de Penelope Dahl. Empieza con un comentario de desaprobación.

«Señora Gibney, hay muy poco espacio para los mensajes. Querría hablar con usted, o con el señor Huntley, o con los dos, sobre mi hija Bonnie. Desapareció hace tres semanas, el 1 de julio. La investigación de la policía fue muy superficial. Así se lo dije a la inspectora Jaynes a la…».

Fin del mensaje.

—Se lo dijo a Izzy a la cara —completa Holly, y deja escapar el humo por la nariz.

A menudo los hombres quedan cautivados por el cabello rojo de Izzy (hoy por hoy realzado en la peluquería, sin duda) y sus brumosos ojos grises; las mujeres no tan frecuentemente. Pero es una buena inspectora. Holly ha decidido que si Pete se retira, posibilidad con la que no deja de amenazar, tentará a Isabelle para que deje la policía y se pase al lado oscuro.

No vacila antes de escuchar el tercer mensaje. Holly necesita saber cómo termina la historia. Aunque se lo imagina. Es muy probable que Bonnie Dahl se haya fugado y su madre se niegue a aceptarlo. Vuelve la voz de Penelope Dahl.

«Bonnie es auxiliar de biblioteca en el campus del Bell College. ¿En la Reynolds? Volvieron a abrirla en junio para los estudiantes de los cursos de verano, aunque por supuesto hay que entrar con mascarilla y pronto, supongo, habrá que enseñar también un carnet de vacunación, pero de momento no…».

Termina el mensaje. ¿Podría ir al grano, señora?, piensa Holly, y pulsa el botón para escuchar el último. Penelope habla más deprisa, casi como en un rapeo rápido.

«Va al trabajo en bicicleta. La he advertido de lo peligroso que es, pero dice que lleva casco, como si eso fuera a librarla de un mal golpe o de que la atropelle un coche. Paró a comprar un refresco en el Jet Mart, y esa fue la última vez… —Penelope se echa a llorar. Cuesta entenderla. Holly da una calada de órdago al cigarrillo y lo apaga— la última vez que la vieron. Se lo ruego, ayúde…».

Termina el mensaje.

Holly ha escuchado por el altavoz, de pie, con el teléfono de la oficina en la mano. Se sienta y vuelve a encajar el teléfono en la base. Por primera vez desde que Charlotte enfermó —no, desde el momento en que Holly comprendió que ya no se recuperaría—, su dolor queda en segundo plano, desplazado por estos minimensajes. Desearía oír la historia completa, o al menos la parte que conoce la Ansiosa Penelope. Seguramente Pete tampoco está al corriente, pero decide llamarlo. ¿Qué va a hacer, si no, aparte de pensar en las últimas videovisitas a su madre y en el miedo que asomaba a los ojos de Charlotte mientras el ventilador la ayudaba a respirar?

Pete contesta con voz ronca en cuanto el timbre empieza a sonar.

—Eh, Holly. Siento mucho lo de tu madre.

—Gracias.

—Tu panegírico ha estado muy bien. Corto

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