La mujer de arriba

Fragmento

Capítulo 1

1

Octubre de 2019

Si yo hubiera tardado solo un minuto en reaccionar, todo habría sido distinto.

El rostro se le habría puesto azul poco a poco. Se habría desplomado mientras sus pulmones pedían oxígeno a gritos. Luego habría llegado una ambulancia…, pero habría sido demasiado tarde. La habrían trasladado al hospital, o tal vez directamente a la morgue. Y después habrían venido las llamadas luctuosas a los familiares: un esposo, una hija, un hijo.

En la vida había hecho nada heroico. Lo más parecido fue darle de comer a un gato en una callejuela contigua a mi edificio. Pero dudo que alimentar a un gato callejero pueda considerarse una heroicidad. Además, me dijeron que el bicho había acabado mordiendo a alguien, así que a lo mejor no soy más que la cómplice de un gato con mal carácter.

Pero hoy, sentada en el banco corrido de una pequeña cafetería en la que reina la tranquilidad tras la hora punta de la mañana, veo que a la señora mayor de la mesa de enfrente le cuesta respirar. Al principio, se pone a toser. Luego, la tos se interrumpe y la mujer queda en silencio, llevándose las manos al cuello, como un personaje de uno de esos carteles que explican cómo actuar en caso de asfixia.

Miro en torno a mí, alarmada, en busca de alguien que sepa lo que hay que hacer. Se me cae el alma a los pies al comprobar que estoy prácticamente sola en la cafetería. No hay más que un hombre con un traje de oficina, y está lejos, hacia el fondo, con la vista fija en su teléfono. No veo a la camarera por ninguna parte.

Como no intervenga ahora mismo, la cosa ya no tendrá remedio y la mujer morirá.

Me enseñaron a ejecutar la maniobra de Heimlich en un campamento de verano, cuando tenía trece años. Kevin Malone la practicó conmigo, y me hizo tanta ilusión que me tocara que me costó concentrarme en aprender la técnica. Pero, en realidad, no es algo que requiera mucha ciencia. Solo hay que rodear con los brazos a la víctima del atragantamiento, colocar el puño por debajo del esternón y presionar varias veces. Con contundencia.

Dejo mi café a un lado y me levanto de un salto. La mujer es muy menuda; no debe de pesar ni cuarenta kilos. No me cuesta nada levantarla de su asiento y rodearle el frágil torso con los brazos. Luego empujo hacia dentro y hacia arriba. Una, dos, tres veces.

Era bastante más divertido practicar con Kevin Malone.

Cuando empiezo a temer que la cosa no va a funcionar, un pedazo de salchicha sale disparado de la boca de la mujer y cae sobre la mesa con un golpe seco, junto a su plato de huevos.

La he salvado de una muerte segura. Por primera vez en la vida, soy una heroína.

—Pero ¿se puede saber qué pasa contigo? ¿Estás loca?

Me esperaba que la anciana me expresara su gratitud entre lágrimas. «Muchas gracias por librarme de la muerte. ¿Cómo podré recompensarte?». Sin embargo, no parece muy agradecida. Y decir eso es quedarse corto. De hecho, sus ojos azules y llorosos se clavan en mí con una mirada asesina mientras los carrillos le tiemblan de rabia.

—¡Has intentado agredirme! —grita la señora, apoyándose en la mesa para recuperar el equilibrio. Acto seguido, coge su taza medio llena y me tira el contenido. Por suerte, el café llevaba un buen rato ahí, por lo que ya está frío. Por desgracia, no ha perdido su capacidad de mojar. Quedo empapada.

—Estaba ahogándose —balbuceo.

La mujer suelta un bufido como si fuera la ridiculez más grande que ha oído jamás.

—Estaba perfectamente. ¡Solo he tomado un poco de agua y se me ha ido por el otro lado! Me has atacado. Yo estaba aquí sin molestar a nadie, y de repente te me has echado encima.

La camarera de mediana edad sale por fin de la cocina y viene directa hacia nosotras sin molestarse en disimular el cansancio que reflejan sus ojos marrones enrojecidos. Debe de estar llegando al final de un turno movidito y tiene toda la pinta de alguien que preferiría encontrarse en cualquier otro sitio. Se seca las manos en los vaqueros.

—¿Hay algún problema? —pregunta con voz áspera.

—¡Sí! —La señora coge su bolso rosa, que lleva a reventar, y lo sujeta contra su pecho—. Esta joven acaba de agredirme y ha intentado robarme el bolso.

¿Robarle el bolso? Pero ¿de qué va?

—Yo no…

—Creo que me ha roto una costilla —gime la anciana, llevándose la mano a un costado—. Por favor, llame a la policía.

¿La policía? Madre mía, esto no puede estar pasando.

—Se estaba ahogando… —repito con un hilillo de voz.

La anciana me fulmina con la mirada.

—Dígale a la policía que quiero presentar una denuncia —sisea—. Me aseguraré de que pases una larga temporada en la cárcel.

Ahora soy yo la que siente que se asfixia. ¿De verdad pretende denunciarme después de que le he salvado la vida? No podría permitirme un abogado. En este momento, en mi cuenta corriente hay más telarañas que otra cosa.

Alguien carraspea a mi espalda. Giro la cabeza de golpe y veo al hombre trajeado que estaba sentado en el otro extremo de la cafetería. Se ha levantado de su silla y se encuentra detrás de mí.

—Disculpe —tercia—. Yo he presenciado lo ocurrido.

A la señora se le iluminan los ojos.

—¡Así que tengo un testigo! ¡Ha visto como esta desgraciada se abalanzaba sobre mí!

—¡Se estaba ahogando! —repito por lo que se me antoja la centésima vez.

Ella se aprieta el pecho con las manos y suelta un quejido.

—¡Creo que me ha perforado el pulmón! Seguramente deberíamos llamar a una ambulancia.

—¿Una ambulancia? —jadeo.

—Usted es testigo —le dice la anciana al hombre—. Ha visto cómo me agredía, ¿a que sí?

Él se vuelve hacia mí arqueando una ceja, y yo me limito a mover la cabeza de un lado a otro.

—No, he visto cómo la ayudaba —dice—. Estaba usted atragantándose. Si ella no llega a intervenir, estaría usted muerta.

A la señora se le desorbitan los ojos.

—¡Se lo está inventando!

—No, es la verdad —replica él de forma tajante, sin dar lugar a discusión—. Le ha salvado la vida. Se habría ido al otro mundo de no ser por ella. Debería agradecérselo.

La señora desplaza la vista entre él y yo, y las arrugas de su rostro se oscurecen.

—Ah, ya entiendo. ¡Los dos están conchabados!

El hombre se vuelve hacia la camarera.

—No ha habido ninguna agresión. No hace falta que llame a la policía.

De pronto, caigo en la cuenta de que es bastante atractivo, y no solo porque está defendiéndome. Tiene el cabello castaño y abundante, los ojos de un verde intenso, y el modo en que rellena ese traje resulta bastante satisfactorio. Por lo general no me fijo en esas cosas, pero esta vez lo difícil habría sido no hacerlo.

—¡He sufrido una agresión! —insiste la mujer, aunque con menos convicción.

La camarera reprime a duras penas un bostezo. Salta a la vista que está deseando que se acabe este suplicio cuanto antes para poder ir a sentarse.

—¿Quiere que llame a una ambulancia o…?

—¡No se moleste! —ataja la anciana con aspereza.

A pesar de su presunta perforación de pulmón, sale con grandes zancadas de la cafetería, aferrando su enorme bolso rosa, y por poco la atropella un taxi cuando cruza la calle a toda prisa. Por lo que he visto, ni siquiera se ha dignado a pagar la cuenta. Con un suspiro, la camarera recoge su plato medio lleno junto con el trozo de salchicha que ha estado a punto de costarle la vida.

—Oiga —le dice el hombre—, ¿cuánto le ha dejado a deber esa mujer?

La camarera contempla el plato que sostiene en la mano.

—Unos siete dólares más impuestos.

El hombre le entrega un billete de veinte dólares.

—Quédese con el cambio.

La camarera sonríe por primera vez desde que he entrado en este lugar, hace veinte minutos. Tras guardarse el dinero, posa los ojos en mí y se queda mirándome la blusa.

—El aseo está al fondo, cielo.

¿El aseo?

Cuando la camarera desaparece tras la puerta de la cocina, bajo la vista hacia mi ropa. Esta mañana me he puesto una blusa rosa limpia y recién planchada junto con una falda de tubo gris porque hoy tengo mi primera entrevista laboral desde que me despidieron hace dos semanas. El trabajo no es nada del otro mundo, se trata solo de atender la barra de un bar, pero me hace falta…, muchísima falta.

Sin embargo, al tirarme esa mujer su café, me ha dado de lleno en la pechera. Una gran mancha marrón oscuro está penetrando en la tela. No puedo presentarme así a una entrevista. Pensarán que soy una zarrapastrosa. La única opción posible sería ir a casa a cambiarme. Lo malo es que la entrevista está concertada para dentro de…

Quince minutos. Mierda.

Soy nueva en esto de salvar vidas. ¿Es normal que la cosa acabe así de mal? Por otro lado, no sé de qué me extraño. Que todo se tuerza de manera inesperada es una constante en mi vida.

El hombre me observa con las cejas juntas.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. —Bajo la mirada de nuevo hacia mi desastrado atuendo—. Me encuentro genial. De maravilla.

Él se limita a contemplarme con fijeza. No sé qué tiene este hombre, pero algo en su forma de mirarme hace que me entren ganas de abrirle mi corazón.

O de arrancarme la ropa. Eso también. La verdad es que está bastante bueno. Y hace tiempo que no me como un rosco. Mucho, mucho tiempo. Creo que gobernaba otro presidente. Kevin Spacey seguía siendo un actor respetado. Brad y Angelina aún formaban una pareja feliz. Bueno, creo que la idea queda clara.

—Tengo una entrevista de trabajo —reconozco. Me aliso la blusa empapada en café—. O, mejor dicho, la tenía. Me da que no estoy en condiciones de presentarme. De hecho, me parece que debería llamar para cancelarla.

El hombre arquea las cejas.

—¿Buscas trabajo?

Me encojo de hombros.

—Sí. Más o menos.

Con urgencia, en realidad. Ayer mi casero me comunicó que, si no le pago el alquiler el viernes como muy tarde, el sábado me encontraré un aviso de desahucio en mi puerta. Y entonces tendré que vivir en una caja de cartón en la calle, mi última opción.

—¿Para qué era la entrevista?

—Bueno, esta era para un empleo de camarera. —En un bar de mala muerte donde me habrían pagado el salario mínimo—. Pero…, en fin, es a lo que puedo aspirar. He llegado a un punto…

Me interrumpo antes de que se note lo desesperada que estoy. Después de todo, el hombre no deja de ser un desconocido. Seguro que no le interesa que le cuente mi deprimente vida.

Despliega una sonrisa contagiosa que deja al descubierto una hilera de dientes blancos y regulares. Como mis padres no pudieron pagarme una ortodoncia, tengo dos incisivos torcidos que me tienen acomplejada. Mi sueño es contar algún día con dinero suficiente para arreglármelos. Pero eso no va a pasar a menos que me toque la lotería. Y ni siquiera puedo permitirme comprar un número.

—¿Crees en el destino? —me pregunta el hombre.

Ladeo la cabeza. ¿Que si creo en el destino? ¿A qué viene eso? Diría que es el tipo de pregunta que haría alguien que ha tenido una vida fácil. Porque lo que es a mí, hasta ahora, solo me han tocado cartas perdedoras. Empezando por mis padres. Y continuando por Freddy. Si el destino existe, solo puedo decir que no le caigo muy bien.

—Yo también he venido a la ciudad por una entrevista —continúa el hombre sin esperar a oír mi respuesta—. De hecho, iba a entrevistar a una candidata para un trabajo. Justo aquí, en esta cafetería. Pero no se ha presentado, así que…

Me quedo mirándolo. ¿Está diciendo lo que creo que está diciendo?

—¿Para qué clase de trabajo?

—Bueno, es… —Titubea antes de señalar a su mesa del fondo con un movimiento de cabeza—. Oye, ¿por qué no te lavas un poco y entonces hablamos? Te invito a otro café. Tienes pinta de necesitarlo. —Me sonríe—. Me llamo Adam, por cierto. Adam Barnett.

—Sylvia Robinson.

—Mucho gusto, Sylvia.

Me tiende la mano y se la estrecho. Me da un buen apretón, cálido y firme, pero no tanto como para aplastarme los huesos de la mano. ¿Por qué algunos hombres saludan así? ¿Qué pretenden demostrar?

En ese momento caigo en la cuenta de que tengo la mano pringada de café con leche. Está claro que hoy no es mi día. Pero, cuando nos soltamos, Adam no se limpia la palma en el pantalón. Mi mano pegajosa no parece haberlo molestado en absoluto.

—Bueno, ¿qué me dices? —pregunta.

—Pues…

No sé por qué dudo. Un empleo es un empleo. Y el hombre parece bastante amable. No solo me ha defendido cuando la anciana quería llamar a la policía, sino que ha pagado su cuenta para ahorrarle problemas a la camarera. Me hace mucha falta un trabajo, y ahora mismo esta es mi única oportunidad de conseguirlo. Además, no me vendría mal un buen café caliente con la mañana que estoy teniendo.

Sin embargo, por alguna razón, no consigo sacudirme una desagradable sensación que me oprime la boca del estómago.

Una vez leí que a algunas personas las invade un mal presentimiento pocos minutos antes de sufrir un ataque al corazón potencialmente mortal. Describen una inquietud siniestra que los embarga incluso antes de sentir dolor en el pecho, como si el fin del mundo fuera inminente. Se trata de un fenómeno bastante habitual que nadie es capaz de explicar. El caso es que, cuando está a punto de suceder algo espantoso, hay gente que lo intuye.

Y, cuando miro a Adam Barnett, me asalta por unos instantes esa inquietud siniestra.

La sensación de que, si lo sigo hasta su mesa, sobrevendrá una terrible desgracia.

Pero eso es absurdo. La mala suerte me ha acompañado toda la vida; ¿cómo no voy a sospechar de cualquier cosa? No creo en el destino ni en las premoniciones, pero sí creo que me echarán a la calle dentro de unos días como no consiga algo de dinero. Y no me apetece mucho prostituirme en Times Square.

—Está bien —digo—. Deja que me adecente un poco y enseguida estoy contigo.

2

Es aún peor de lo que pensaba.

Cuando me miro en el espejo del baño, me dan náuseas. Sabía que tenía la blusa manchada de café, pero no era consciente de hasta qué punto. Casi todo el líquido ha ido a parar a la parte delantera, como si la mujer me hubiera disparado una bala de café, pero también hay salpicaduras en las mangas, el cuello e incluso en la falda. Un desastre.

Al inspeccionar más de cerca, descubro que tengo motitas marrones hasta en la garganta y el mentón, y que, por los esfuerzos de la maniobra de Heimlich, unos cuantos mechones de color rubio oscuro se han escapado del complicado moño francés que aprendí a hacerme con un tutorial de YouTube. Me quito las horquillas y sacudo la cabeza para soltarme el resto del cabello, pues sé que seré incapaz de rehacérmelo sin las instrucciones paso a paso de Yolanda, la Gurú del Pelo.

Abro el grifo del lavabo. El agua sale helada, como no podía ser de otra manera. Aguardo unos segundos con la esperanza de que se caliente, pero hoy no estoy de suerte. Así que me echo agua fría en la cara. Por desgracia, eso ocasiona que se me corra el rímel barato. Ahora parezco la novia de Frankenstein, así que me lo quito todo con un pañuelo de papel. Cuando era más joven me ponía mucho más maquillaje negro en los ojos; aun así, sigo utilizando bastante porque sin él mi rostro tiene un aspecto pálido y poco agraciado. Pero no llevo en el bolso, así que la cosa no tiene remedio.

Procedo a mojar las partes sucias de la blusa rosa. Me la compré la semana pasada en una tienda de ropa de saldo que la anunciaba como «blusa de vestir color salmón». En realidad, más que salmón es rosa eléctrico. Es un rosa tan subido que hace daño a la vista. Parezco salida de un videoclip de los ochenta. Solo me faltan los calentadores, el coletero y las hombreras.

Consigo eliminar buena parte del lamparón marrón, pero ahora tengo manchitas oscuras de humedad por toda la ropa. Para colmo, cada vez resulta más evidente que la tela mojada se transparenta.

Pero ¿qué le voy a hacer? No llevo una blusa de repuesto metida en el bolso. A lo mejor se seca de aquí a que llegue a la mesa. Y quizá llevar una blusa que se transparenta no sea lo más terrible que se pueda uno imaginar en esta situación.

Antes de salir, rebusco en mi bolso y saco un pintalabios rojo. Me aplico una nueva capa para darle un toque alegre a mi pálido rostro.

Ya está. Con eso valdrá.

La cafetería está abarrotada, y Adam ha pillado una mesa en la que solo caben dos personas. Hay dos tazas de café en la mesa, una de ellas esperándome frente al asiento desocupado. En cuanto me ve, se le iluminan los ojos y me invita por señas a sentarme.

—Te he pedido un café. ¿Está bien? Hay leche y azúcar en la mesa.

Me acomodo en mi asiento.

—Lo tomo solo.

Amargo y sin leche. No bebo café de otra manera.

—Yo igual. —Adam alza su taza de café y toma un largo sorbo. Se estremece—. Menudo día, ¿no?

Asiento con la cabeza. Sé que yo he tenido un día de mierda, pero no sé cómo le ha ido a él hasta ahora. ¿Lo dice solo porque la persona a la que se suponía que iba a entrevistar no se ha presentado? Algo en su expresión me lleva a pensar que no se trata solo de eso, pero creo que estaría fuera de lugar preguntárselo. No quiero tomarme demasiadas confianzas, sobre todo porque dependo de este tío para seguir durmiendo bajo techo.

—¿Te apetece comer algo? —me pregunta—. Invito yo.

Me muero de hambre. Estoy siguiendo la dieta de la miseria. Esta mañana no he desayunado más que un plátano. Llevo toda la semana cenando espaguetis cada noche, más que nada porque solo he podido comprar una caja de espaguetis y una lata de salsa de tomate, por un valor total de cinco dólares con treinta y nueve. Pero lo último que quiero ahora mismo es atiborrarme delante de un empleador potencial que además resulta ser bastante mono. Tendré que conformarme con el café.

—No, gracias.

Remueve el café con la cucharilla aunque no le ha echado leche ni azúcar. Se tira de la corbata con la otra mano. No entiendo por qué está tan nervioso. Es él quien tiene un empleo que ofrecer. En esta economía, se diría que cualquiera que ofrezca puestos de trabajo goza de una posición bastante desahogada. La que está al borde de la indigencia soy yo.

Por otro lado, no sé en qué consiste el trabajo. A lo mejor se trata de algo espantoso. Intento imaginar un empleo que no estaría dispuesta a realizar aunque me ofrecieran un sueldo razonable. No tendría problema en limpiar inodoros, despejar de nieve la entrada el día más gélido del invierno o sacar su basura.

A ver, no me comería su basura. Si el trabajo consistiera en eso, no lo aceptaría. Supongo que ahí es donde pongo el límite. En la ingesta de basura.

—En fin, supongo que estás deseando que te hable del trabajo —dice él—. Que vaya al grano, ¿no?

—Bueno…

Esboza una sonrisa torcida.

—Trabajarías para mí…, en mi casa. Bueno, en sentido estricto trabajarías para mi esposa.

—¡Ah! —digo, aunque en el fondo lo que pienso es: «Oh».

Cómo no iba a estar casado. Es un treintañero muy agradable al que le queda genial el traje. Claro que tiene esposa. Los hombres como él nunca están solteros. No me he fijado en si lleva anillo o no, pero, para ser justos, estaba distraída con otras cosas.

Por otra parte eso es bueno, porque, si me está ofreciendo un empleo de verdad, lo que menos me conviene es meter la pata flirteando con él sin sentido. De todos modos, flirtear se me da fatal. Si está felizmente casado, ya no hace falta ni pensar en ello. Puedo concentrarme en un nuevo trabajo y en volver a encauzar mi vida.

Echo un vistazo a su mano izquierda y, en efecto, ahí está: una sencilla alianza de oro blanco. ¿Cómo he podido pasarla por alto?

Tomo un pequeño trago de café y me estremezco como ha hecho él antes. Guau, este brebaje es potente.

—¿Tu esposa?

—Sí. —Juguetea con su anillo, haciéndolo girar en torno a su dedo anular—. Victoria tiene…, ha estado enferma.

Se me cae el alma a los pies.

—No tengo formación como enfermera…

—Ah, no te hace falta. —Bebe otro poco de café—. Ya tiene una enfermera que la ayuda por la mañana. Y por la noche me tiene a mí. Pero quiero que alguien le haga compañía mientras estoy en el trabajo.

¿Tiene una enfermera que va a su casa todos los días? La mujer debe de estar muy enferma. Me muero de ganas de preguntar qué le ocurrió, pero tal vez sería poco delicado por mi parte. Además, él no me está facilitando esa información. Si quisiera que lo supiera, me lo diría. Si acepto el trabajo, supongo que lo averiguaré.

—Se pasa el día sola —explica—. Yo trabajo desde casa, pero no puedo estar con ella las veinticuatro horas. Solo quiero que alguien le dedique tiempo. Que le lea, tal vez. Que la acompañe durante las comidas. Que sea su amiga, en resumen.

—¿Quieres contratarme para que sea amiga de tu mujer? —exclamo, incapaz de contenerme.

Se le sonrojan ligeramente las orejas.

—Bueno, dicho así…

—Perdona —me apresuro a disculparme—. No debería haber soltado eso. Lo que haces por tu mujer es… bonito. No quieres que esté sola.

No lo digo por decir. No sé qué le pasa a su esposa, pero está claro que se preocupa. Está dispuesto a pagarle a alguien para que se ocupe de ella mientras él trabaja. Si me ocurriera algo a mí, seguramente acabaría en un centro para enfermos sin hogar o algo por el estilo.

—Has mencionado que trabajas desde casa —señalo—. ¿Qué tipo de trabajo haces?

Espero que me diga que es algo relacionado con la informática, que es a lo que al parecer se dedica la mayoría de la gente que trabaja en casa. Sin embargo, su respuesta me descoloca.

—Soy escritor.

—¡Anda ya! —Tomo un sorbo de café—. ¿Has escrito algún libro que conozca?

Se encoge de hombros.

—Puede.

No leo mucho, así que bien podría ser un autor superventas y aun así no sonarme de nada. Me imagino que deben de irle bien las cosas si está en condiciones de pagarme para ser la amiga de su mujer. También cabe la posibilidad de que haya heredado una fortuna. O a lo mejor es Victoria quien tiene dinero.

—En fin… —Se pasa los dedos por su cabello oscuro—. Hay otro detalle que no te he comentado sobre el trabajo…

Vaya por Dios. Sabía que habría alguna pega. A ver si lo adivino: quiere que trabaje completamente desnuda.

—¿Sí?

—Tendrías que salir de la ciudad.

—¿Cómo?

—Victoria y yo vivimos en Long Island.

Arrugo el entrecejo.

—¿En qué parte de Long Island?

—En el otro extremo.

—¿Los Hamptons?

—Montauk.

Reprimo un gruñido. Montauk está en la punta oriental de Long Island. Es lo más lejos que puedes llegar sin zambullirte en el océano Atlántico. Tardaría más de dos horas en llegar allí desde mi estudio de Brooklyn, y eso si tuviera coche, que no tengo. Supongo que podría tomar el tren de Long Island. No quiero ni imaginar cuánto debe de durar el trayecto.

—Pues está bastante lejos —reconozco—. Y no tengo coche…

—Ya. —Vuelve a remover su café con la cucharilla—. Por eso… A ver, si accedes a trabajar con nosotros, podrías vivir en nuestra casa. Sin pagar alquiler, por supuesto. Y podrías usar el coche de Victoria para lo que necesites.

Me quedo boquiabierta. No esperaba que me ofreciera algo así. Aunque, en realidad, tiene sentido. Si vives en Montauk no puedes confiar en que alguien de la ciudad vaya a trabajar a tu casa a menos que le proporciones alojamiento.

—Es una oferta muy generosa —digo.

Me dedica otra sonrisa torcida.

—El trabajo me tiene muy ocupado últimamente y no me gusta nada la idea de que Victoria se pase el día sola. Además, necesito encontrar a alguien antes del invierno. La nieve me complicaría las cosas para concertar las entrevistas.

Este empleo resolvería todos mis problemas. Tendría ingresos y un sitio donde vivir. Sería un primer paso para salir del bache económico en el que me han dejado mis gastos médicos. Podría volver a empezar de cero. Sería fantástico.

Pero, por algún motivo, todas las fibras de mi ser me piden a gritos que le diga que no. Es la misma inquietud siniestra de antes, el presentimiento de que, si acepto este trabajo —si decido irme a esa casa en Montauk—, me sucederá algo terrible.

No, algo terrible no; algo peor que terrible.

No puedo aceptar este trabajo.

—Creo que ahora toca hablar del sueldo —añade.

Me aclaro la garganta. Es inútil seguir con esta conversación. Tengo que decirle que no.

—Oye, Adam…

—¿Mil quinientos dólares a la semana te parecen bien?

Me quedo boquiabierta. ¿Lo dice en serio? Imposible. ¿Va a darme no solo comida y alojamiento gratis, sino también mil quinientos dólares a la semana, por pasar el rato con su esposa? Suena demasiado bonito para ser cierto.

Pero, si resulta ser cierto, ese dinero me cambiará la vida.

—También puedo gestionar un seguro de salud para ti —dice acto seguido—. Y tendrás los domingos libres. Además de… ¿dos semanas de vacaciones? ¿Son suficientes? —Al reparar en mi expresión, agrega—: Tres semanas. Tres semanas de vacaciones.

Creo que voy a atragantarme de pura felicidad.

No hay ninguna razón para no aceptar este trabajo. Sí, el instinto me aconseja que lo rechace, ¿y qué? Freddy me decía que yo siempre pensaba que iba a pasarme algo malo. «Sylvia la Agonías», me llamaba. Pero la verdad es que acertaba a menudo en mis predicciones. He salido escaldada tantas veces que es lógico que recele de una oferta que parece demasiado buena para ser verdad.

Este empleo representa una oportunidad para dar un giro a mi vida.

—¿Cuándo quieres que empiece? —pregunto.

3

El trayecto en tren a Montauk se me hace interminable. Adam se ofreció a ir a buscarme en coche para llevarme hasta allí, pero no me pareció razonable pedirle que hiciera un viaje de ida y vuelta de seis horas para recogerme y otro de la misma duración para acercarme de nuevo a casa. Hacerle conducir doce horas me obligaría a aceptar el trabajo. Es como cuando quedas con un chico que te invita a cenar langosta y luego tienes la sensación de que le debes algo.

Y no es que tenga muchas citas. Me he retirado de ese frente por lo menos para lo que queda de década.

Así que voy a bordo del tren de Long Island. Adam prometió abonarme el importe de los billetes. He pillado un asiento junto a la ventana y no tengo a nadie al lado, lo que no es de extrañar considerando que a esta hora el tráfico es más denso en sentido contrario. De todos modos, estoy casi segura de que nadie se desplaza de Nueva York a Montauk a diario para ir a trabajar. Llevo puestos los auriculares, pero he apagado la música mientras contemplo el paisaje que se desliza al otro lado del cristal. Al principio, veo muchas casas y edificios, pero se van haciendo cada vez más escasos, hasta que, a partir de cierto momento, solo hay casas. Y luego, solo verde.

Y aún me falta una hora para llegar.

Saco el teléfono y busco algo con lo que distraerme durante el resto del trayecto. Hay un mensaje de texto de Freddy en la pantalla de bloqueo. Aunque he cambiado de número varias veces, de alguna manera siempre consigue averiguar el nuevo. Supongo que se lo pasa alguno de nuestros amigos comunes. Él, en cambio, sigue teniendo el número de siempre, así que lo reconozco aunque su nombre no se muestra en la pantalla.

Por favor, dame otra oportunidad.

Por favor, Sylvie.

Se me escapa un resoplido. A estas alturas, Freddy debería tener claro que por nada del mundo le daría otra oportunidad. Si me dirijo hacia Montauk para no acabar viviendo en la calle, es por él. Todo lo que está pasando en mi vida es culpa suya. Me dispongo a bloquear su número cuando aparece otro mensaje:

Por favor, te quiero. Haré cualquier cosa que me pidas.

Queda oficialmente bloqueado de inmediato, pero conozco bien a Freddy y sé que encontrará el modo de contactarme de nuevo.

Adam me dijo que me esperaría en la estación. Para cuando el tren llega a su última parada, tengo el cuello tieso como una tabla. Me tomo un momento para desperezarme y armarme de valor. La sensación siniestra no ha hecho más que agudizarse durante el largo trayecto hasta la punta de la isla, pero me esfuerzo por sacudírmela. Solo estoy algo inquieta porque vivo en la ciudad desde hace mucho tiempo, eso es todo.

Llevo una chaqueta ligera, pero aquí hace un tiempo más frío de lo que esperaba. Y ventoso. En cuanto bajo del tren, una ráfaga me traspasa la chaqueta como si fuera de papel. Ahora que ya no estoy rellenita, tengo frío casi siempre, incluso cuando hace mejor tiempo. Debería haberme traído otro jersey.

—¡Sylvia!

Una voz conocida grita mi nombre. Al volver la cabeza hacia el andén, veo a Adam agitando los brazos como loco. Va mejor abrigado que yo, con una chaqueta azul de aspecto calentito, una bufanda y un gorro negro. Salta a la vista que está familiarizado con el clima de la zona.

Se acerca trotando con una sonrisa amplia y torcida. Por alguna razón, en la última semana me había olvidado de lo guapo que es. Hasta con ese aparatoso gorro negro de lana está más que mono.

Pero es algo más que una cara bonita. Cuando llegué a casa tras nuestro primer encuentro y busqué el nombre de Adam Barnett en Google, descubrí que se había pasado de modesto al describirse simplemente como escritor. El tío ha escrito tres libros que han alcanzado el puesto número uno en la lista de más vendidos del New York Times. Algunos artículos en internet afirman que es uno de los mejores escritores de nuestro tiempo. El nuevo Stephen King. El tipo es un monstruo de las letras. Y, al parecer, un poco ermitaño.

Después introduje en Google el nombre de Victoria Barnett. No encontré nada. Y mira que busqué con cuidado.

—¿Has llegado bien? —pregunta ansioso—. ¿Qué tal el viaje?

—Largo. —Me abrazo el torso, tiritando—. Hace como cinco grados menos aquí que en la ciudad, ¿sabes?

Se ríe.

—Ya. Hoy hace frío. ¿Quieres mi bufanda?

Antes de que yo pueda responder, se desenrolla del cuello la bufanda de lana verde oscuro y me la tiende. La acepto de buen grado porque la verdad es que me estoy helando. Ha sido un gesto de lo más galante. Además, la prenda huele bien. Como a loción para después del afeitado de marca cara.

Vale, seguramente debería dejar de olfatear su bufanda.

Adam me guía hasta el aparcamiento. Noto un leve chispazo de emoción cuando pulsa un botón del mando a distancia y se encienden las luces de un BMW. El tipo conduce un BMW. Nunca había conocido a alguien que tuviera uno. Yo ni siquiera he sido propietaria de un vehículo. El de Freddy era una tartana, un Ford Fiesta de segunda mano cubierto de arañazos porque no podía permitirse repintarlo. A menudo tenía que pedirme que bajara a empujar para arrancarlo. Hay que decir en favor de Adam que se muestra un poco avergonzado al ver cómo miro su automóvil.

—No lo digas —me pide—. Ya lo sé.

—¿El qué?

—Que tengo un coche de capullo ricachón. —Se sienta al volante y yo me acomodo en el asiento contiguo al suyo. Guau, es piel. Deslizo la mano por la tapicería—. Pero se comporta muy bien en la nieve. Y a Victoria le encantaba.

No puedo evitar fijarme en que ha empleado el tiempo pasado para referirse a su mujer. Hemos mantenido un par de conversaciones telefónicas desde que nos conocimos, y solo ha mencionado la enfermedad de su esposa en términos muy vagos. No entiendo muy bien por qué no quiere hablarme de ello.

Al fin y al cabo, soy yo quien cuidará de ella. Tengo que saber qué le ocurre. ¿Padece artritis, lupus, alergias alimentarias graves? No sé ni qué pensar.

Adam debe de intuir lo que me pasa por la cabeza porque, mientras enfila la carretera, me suelta:

—Sufrió una contusión cerebral.

—Ah…

—Hace unos nueve meses, se cayó por las escaleras —explica con una expresión de dolor—. En casa. Tenemos una escalera curva disparatada y… Yo estaba en la ciudad, con mi editor, así que no la encontré hasta un buen rato después. Si hubiera estado ahí…

Se le atragantan estas últimas palabras. Se me encoge algo por dentro al oírlo. Ya bastante terrible debe de ser lidiar con las secuelas del accidente de su esposa como para que encima se culpe a sí mismo por ello. Me pregunto si Victoria también lo culpa.

Al cabo de unos veinte minutos que transcurren en un silencio casi total, llegamos frente a una verja de hierro tan larga como una manzana de la ciudad. Cuando Adam le da a un botón del coche y las puertas de la verja se abren, caigo en la cuenta de que esta debe de ser su casa. Vive en una casa gigantesca rodeada por un pedazo de verja. Al menos no hay un foso con un dragón, aunque no desentonaría en absoluto.

Me parece que Adam se da cuenta de lo boquiabierta que estoy.

—Los inmuebles son baratos en esta zona —explica—. Puedes conseguir una casa enorme por muy poco. Por eso decidimos venirnos a vivir aquí, aunque ya ves que la ubicación no es muy práctica.

—Ya —mascullo, aunque en mi fuero interno pienso que ni aunque viviera cien años podría permitirme una casa como esta.

Dada la magnificencia de la casa, me sorprende lo descuidado que está el jardín. El césped está demasiado crecido. Hay hojas por todas partes y ramas colgando sobre el camino que conduce al garaje. Todo en conjunto le confiere a la propiedad un aspecto abandonado. Si me dijeran que nadie vive aquí, me lo creería, entre otras cosas porque no se aprecian luces encendidas en el interior del edificio de dos plantas, pese a que se supone que la mujer de Adam está dentro.

—Teníamos una jardinera —me aclara—, pero ya… ya no está con nosotros.

Se le entristece el semblante. A pesar de su atractivo y de su éxito arrollador, Adam parece un hombre que ha tenido una vida complicada o, como mínimo, está pasando por un momento difícil últimamente. Eso hace que me caiga aún mejor.

La mansión es todavía más señorial por dentro que por fuera. Es como si hubiera entrado en un teatro de ópera o algo parecido. El salón es tan amplio que tengo la sensación de que se me tragará entera. Solo en esta estancia cabrían cinco apartamentos como el mío. Hay un descomunal sofá modular próximo a una chimenea de verdad y un televisor de pantalla panorámica. Todo lo que se ve aquí dentro está nuevecito y parece haber costado una fortuna.

Como Adam me está observando, me siento obligada a decir algo.

—Vaya —es lo único que me sale—. Qué casa tan…

—Grande, ¿a que sí? —Se le ilumina el rostro al fijarse en mi expresión. Salta a la vista que le encanta su hogar—. Por eso nos gustó. Antes vivíamos en un piso minúsculo, en la ciudad. Cuando Victoria entró aquí por primera vez, se puso a dar vueltas con los brazos abiertos.

Me siento identificada con Victoria porque me han entrado ganas de hacer más o menos lo mismo. Este lugar está hecho para dar vueltas sin parar con los brazos abiertos.

Mis ojos se posan en una fotografía que está sobre la repisa de la chimenea. Es un retrato de Adam abrazando por la cintura a una joven rubia.

—¿Es… es ella? —pregunto.

Él asiente.

—Sí.

Doy un paso hacia la foto para examinarla más de cerca, esperando que él no lo considere una descortesía. Victoria es…, bueno, es preciosa. Tiene una larga cabellera dorada que lleva suelta en torno al rostro, y luce un impresionante vestido negro que le queda como un guante.

Pero lo que no puedo parar de mirar es la cara de Victoria. No es solo que sea guapa: tiene un semblante abierto, franco y fresco, y una sonrisa muy amigable. A diferencia de mí, que me pintarrajeo mucho, ella apenas lleva maquillaje, y eso la favorece. Parece una de esas personas que causan buena impresión de inmediato. Se la ve muy feliz en la fotografía.

No tiene ni idea de lo que está a punto de ocurrirle.

—Es muy bonita —digo al fin.

—Sí. —Adam agacha la vista—. Lo es.

Lo veo tan abatido que desearía no haber dicho nada.

Se aclara la garganta.

—Está arriba. ¿Quieres conocerla?

Miro el tramo de escaleras que sube al primer piso. Cuando las describió como largas y tortuosas, no estaba exagerando. Los escalones son muy empinados, y en los descansillos apenas hay espacio para apoyar un pie. Alguien que se cayera por ahí difícilmente saldría bien librado. Al contemplar el pie de la escalera, me imagino a la rubia de la foto tendida ahí, con las extremidades torcidas en ángulos extraños.

Me recorre otro escalofrío. ¿Habrá corriente aquí dentro?

Subo detrás de Adam, agarrándome del pasamanos como si me fuera la vida en ello. Si me voy escaleras abajo y sufro una lesión cerebral, nadie contratará un servicio que me preste asistencia las veinticuatro horas, así que más vale que tenga mucho cuidado con estos malditos peldaños.

—Nunca la dejo sola —me explica Adam durante el ascenso—. Ahora mismo está con ella Eva, su enfermera. Para eso necesito tu ayuda. Para que Eva pueda tomarse un respiro. Y… yo también.

Le avergüenza reconocer que necesita tomarse un respiro de su esposa. Pero me parece comprensible.

—No hay problema.

Lo sigo por un largo pasillo. La casa es tan grande que debe de haber por lo menos cinco o seis dormitorios aquí arriba. Me guía hasta un cuarto que está al fondo a la derecha.

—Es la habitación de Victoria.

—¿No compartís habitación? —pregunto sin pensar.

Adam abre mucho sus ojos verdes.

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