El albatros negro

María Oruña

Fragmento

El velo de las olas es tan inmenso y alberga espacios ...

El velo de las olas es tan inmenso y alberga espacios tan incógnitos y profundos que algunos investigadores consideran que en el fondo de los océanos todavía se ocultan las más bellas historias del mundo. Se dice, también, que lo peor que le puede pasar a un marinero es perder la estrella que lo guía, y posiblemente sea cierto. Sin embargo, hay viejos hombres de mar que creen que uno de los más graves problemas a bordo de un barco surge cuando la tripulación intuye la existencia de un tesoro. La codicia es, al fin y al cabo, poderosa: doblones de oro y secretos escondidos bajo toneladas de agua y dentro de armazones de madera tallados hace siglos. ¿Quién podría renunciar a la aventura, a la posibilidad de descubrir antiguas y formidables riquezas?

Muchos hombres y mujeres se han vuelto audaces cuando se ha tratado de encontrar un tesoro. Al menos así había sucedido con Marco y Lucía, que con tal fin habían dedicado gran parte de sus vidas a bucear en archivos de toda Europa y parte de Latinoamérica; tal vez no aspirasen realmente a encontrar una fortuna, pero sí habían ambicionado el conocimiento. La curiosidad había resultado ser un motor incombustible durante más de cincuenta años.

El tiempo los había traspasado devorando lo que habían sido, pero no lo que habían soñado ser. Investigadores, viajeros del tiempo. Lo habían logrado. Ella, historiadora naval, y él, doctor en Estudios Antiguos y especialista en Arqueología Subacuática. El viejo Marco había sido la viva imagen del espíritu aventurero y la determinación, y Lucía había compensado el desenfreno de la ilusión con método y disciplina.

—Tenemos que ir a las Seychelles —le había dicho él un día, eufórico—. Allí podremos resolver el criptograma. Habrá señales, marcas por alguna parte.

—Sabes que solo han encontrado esqueletos.

—¡Pero con pendientes de oro!

Lucía había sonreído y tomado aire de forma muy profunda, como si necesitase unos segundos para responder con las palabras adecuadas. En aquellos tiempos Marco ya estaba muy enfermo, pero seguía soñando con tesoros. Por aquel entonces, en concreto, con el del filibustero francés Olivier Levasseur, que se había curtido en la guerra de sucesión española y que, justo antes de ser ejecutado en 1730, se había arrancado su collar para mostrar algo escondido en su interior: un criptograma de diecisiete líneas. «¡Que encuentre mi tesoro quien pueda entenderlo!», decían que había exclamado antes de morir en la horca. El famoso acertijo, que parecía dibujar símbolos masónicos, nunca había llegado a ser descifrado al completo, y solo una mujer había logrado, a comienzos del siglo XX, hallar restos humanos y joyas excavando en la playa de Mahé, en las Seychelles.

—Yo creo que el tesoro podría estar en una de las cuevas de Bel Ombre —había insistido Marco, mostrándole un mapa de las islas a Lucía.

—Y yo creo que el Gavilán —había replicado ella, aludiendo al apodo del francés— se gastó todo su oro antes de morir. ¿Olvidas que era un pirata?

Marco, a pesar del peso de los años y la enfermedad —el cáncer, esa implacable bestia—, se había levantado del sillón, había tomado a su mujer por la cintura y la había inclinado mientras la sostenía, como si acabasen de terminar un paso de baile.

—«Miles de años y naufragios más tarde, allí se anuncia un inmenso botín» —comenzó a declamar, mirándola a los ojos—. «Encontraremos oro por todas partes, en ese caos maravilloso y sin fin».

Ella se había reído y había abrazado a Marco para terminar aquel baile imaginario dentro de su pequeña y acogedora casita de piedra junto al mar, en Vigo. El poema que acababa de recitar su marido, de Oscar de Poli, era de mediados del siglo XIX y estaba presente en sus vidas desde hacía muchos años. Buscar tesoros, cápsulas del tiempo que reconstruyesen la historia. Aquel había sido su objetivo vital, y habían alcanzado algunos logros relevantes. Sin embargo, los años los habían engullido, y él ya solo era una estela en el agua de la memoria.

Cuando Marco murió, Lucía se recogió sobre sí misma y canceló colaboraciones, conferencias y viajes. A pesar de que vivía en una sencilla casita a pie de la playa de A Calzoa, no se la volvió a ver disfrutando del sol estival ni de la alegría del verano. Solo paseaba por el arenal las mañanas y tardes de otoño solitarias, mientras las gaviotas danzaban sobre las olas y, desconfiadas, se posaban en las rocas más alejadas. Ya anciana, Lucía oteaba el horizonte verde y azul que le ofrecía la ría, y siempre terminaba por posar su mirada en el punto más lejano, donde el mar abierto se abría paso tras las islas Cíes; aquel pequeño pero imponente archipiélago frenaba desde hacía miles de años el ímpetu del agua y convertía la ría en un océano domesticado y tranquilo, en un singular refugio.

Decían, de hecho, que aquel atípico paraíso había surgido cuando un dios había posado su mano sobre la Tierra, dejando la huella de sus dedos en la costa y creando así las famosas Rías Baixas del sur de Galicia. Había, sin embargo, quien aseguraba que las bellas rías gallegas no eran más que valles fluviales invadidos por el mar, pero los rincones del mundo suelen ser más interesantes cuando la brisa que los acompaña cuenta buenas historias. Y, desde luego, Lucía sabía que le habían quedado muchas y muy buenas historias por descubrir. Ahora que sus recuerdos se desdibujaban y que era consciente de cómo le fallaba la memoria, aceptaba con resignación que se le había agotado el tiempo. Pero algo había cambiado las cosas. Unas semanas atrás había descubierto unos hechos absolutamente reveladores e increíbles. Se trataba de una información tan inesperada y extraordinaria, de un hallazgo tan asombroso, que sabía que serían muchos los que querrían arrebatarle aquel tesoro de las manos. Hacía tiempo que tenía la sensación de que la seguían, pero el neurólogo ya le había prevenido de las complicaciones que podría conllevar el deterioro de su mente, y aquello incluía las paranoias y los trastornos delirantes.

Sin embargo, lo que acababa de sucederle había sido muy real y ahora ya no había nada que hacer. Su gran descubrimiento ¿en qué manos quedaría? Era el final del viaje, y la violencia había envuelto esos últimos minutos. Ahora, el frío lo había congelado todo y la cabaña de A Calzoa, con varias ventanas y una puerta abiertas, se había inundado de un aire blanco y glacial. La planta inferior, que solo disponía de un baño, una cocina y un gran salón con despacho, era una estampa revuelta y desordenada. Papeles, mapas y esculturas tumbados o tirados por el suelo. Aquella foto de Marco y Lucía en Cartagena, con el marco roto; la impresionante maqueta del galeón del siglo XVI, caída sobre la alfombra. Los cajones de la vieja cocina, abiertos. ¿Y Lucía?

Lucía yacía en el suelo, en posición fetal. Su cabello blanco estaba suelto y dibujaba con sus puntas una breve y desvaída línea sobre la madera. Desnuda, delgada y pálida, se encontraba encogida sobre sí misma y notaba cómo el frío la envolvía en círculos. Al principio había sentido miedo, pero aquel aire de hielo que tanto la hería se había transformado de forma muy lenta y dolorosa en un extraño y agradable calor. Como cuando alguien toca la nieve con las manos y se quema, pero de forma menos brusca.

Lucía cerró los ojos y, de pronto, se vio a sí misma bajo el mar. La claridad era absoluta, y ni el fango ni la oscuridad de las profundidades podían privarla del impresionante espectáculo que se le mostraba. Un enorme galeón se alzaba ante ella tumbado sobre un costado y desarbolado pero magnífico. ¿Cuántos siglos llevaría bajo el agua? Bancos de peces y una enorme raya nadaban entre sus restos de manera natural, como si aquel espectro de gruesa y robusta madera formase desde siempre parte del paisaje. Le pareció que alguien estaba junto a ella, y no le sorprendió ver a Marco, como si nunca se hubiese marchado de su lado. ¿Acaso las personas que amamos, cuando no están, dejan de existir? Lucía tuvo la sensación de que, después de mucho tiempo, por fin, estaba donde debía, y ni siquiera le extrañó el hecho de poder respirar en un mundo sumergido. ¿Sería así la muerte, como adentrarse en un sueño? Ya no sentía su cuerpo y, a la vez, comenzó a sentirlo todo. La mano de Marco sosteniendo la suya propia, seduciéndola con la mirada, como cuando todavía eran jóvenes. No necesitó palabras para comprender y se dejó llevar por su marido hacia el galeón. Desconocía si habría o no algún tesoro en las entrañas de aquel gigante marino, pero fue consciente, de forma muy nítida, de que ambos acababan de adentrarse en el caos maravilloso y sin fin que siempre habían perseguido.

Entre tanto, en un rincón de Galicia amanecía en la costa y la fuerza del sol era incapaz de derretir el frío. Las gaviotas chillaban sus lamentos mientras surcaban el cielo de la playa de A Calzoa y una anciana yacía muerta, encogida, en un salón lleno de recuerdos. A pesar del ruido de las aves, el silencio habitaba el aire como si el propio arenal fuese un sepulcro. El mar, imperturbable, continuaba con su interminable vaivén en la orilla. Subía la marea y las ondas se acercaban a la vieja casita de Marco y Lucía, como si el agua supiese que dentro de la cabaña descansaba un ser que había amado el mundo submarino. Sin embargo, el océano no rescató el cuerpo de la mujer, ni se la llevó para darle sepultura en sus entrañas líquidas y heladas. Lo prosaico tomó forma, y un joven que paseaba a su perro fue el que terminó por asomarse, extrañado, a una de las ventanas abiertas de la pequeña vivienda. Cuando minutos más tarde se escucharon las sirenas de la policía, el océano ya mecía el alma de Lucía y, de forma suave y delicada, comenzaba a bajar la marea.

1

Las sombras no están en los crímenes, sino en los entendimientos. Apenas hay crimen sin rastros claros y elocuentes.

Emilia Pardo Bazán,

La gota de sangre

En el interior de la ría de Vigo, desparramados en acantilados y recovecos submarinos, se conservan restos de batallas navales, naufragios y vidas piratas, como si la ría fuese, en realidad, una serpiente marina que ha engullido parte de la historia. Si nos deslizásemos por el suave dibujo del agua hacia el sur, veríamos como el río Lagares da fin a las dunas de Samil —uno de los arenales más célebres de la ciudad— y crea marismas en sus últimas curvas, ofreciendo el paso a playas más discretas. Allí, justo allí, es donde toma forma la playa de A Calzoa, y en ese lugar puede distinguirse todavía el hálito de un viejo pueblo marinero que comienza a ser engullido, poco a poco, por grandes chalets y urbanizaciones. Un gran y alargado aparcamiento se encaja en el litoral sobre la zona más rocosa, a unos diez metros sobre el nivel del mar. El subinspector de policía Pietro Rivas miraba ahora el océano desde aquel punto elevado mientras esperaba que el oficial terminase una llamada telefónica y saliese de su coche.

Pietro Rivas era un hombre joven, de no más de treinta y cinco años; con el cabello moreno cortado al cepillo, aspecto cuidado y complexión atlética, parecía estar en forma. Llevaba solo siete meses en Vigo, pero —aunque su madre era italiana y él estaba acostumbrado al Mediterráneo, mucho más calmado— se había criado en el norte de España y conocía bien el baile de las olas. Mientras estudiaba el paisaje, se arrebujó dentro de su chaquetón azul marino y se subió el cuello para protegerse del frío. A lo lejos, podía ver claramente algunos de los enormes barcos de carga que salían desde los muelles de la ciudad, repletos de coches, rumbo a Francia, Reino Unido o Alemania. También se distinguían en la lontananza algunos buques de pesca rodeados de gaviotas, señal de que la jornada se había dado bien. Más cerca, próximo a la ciudad, un enorme velero blanco de lujo rompía la línea del horizonte con sus mástiles, y un yate con puente volante o flybridge se dirigía muy rápido a alguna parte. El interior de la ría solía balancearse en calma, pero una fuerza inusual fluía ahora dentro del agua. No era el viento el que revolvía la superficie, y el policía tampoco pudo apreciar crestas de espuma cuando su mirada las buscó en mar abierto. Una extraña energía agitaba la masa de agua, y le dio la sensación de estar contemplando desde el cielo el baile indescifrable de un bosque azul, que se movía según las indicaciones de un patrón secreto.

—Nada, que no viene el juez —dijo alguien a su espalda.

Pietro se volvió y vio cómo Nico Somoza, el oficial de su grupo de la UDEV —Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta— de la Brigada Local de la Policía Judicial de Vigo, cerraba la puerta del coche y se acercaba, todavía con el teléfono en la mano. Iba vestido de paisano, al igual que él mismo, pues solo utilizaban el uniforme en ocasiones especiales. El subinspector había llegado en su propio vehículo, pero Nico había ido en uno de camuflaje.

—Joder, qué frío, ¿no? —se quejó el oficial, encogiéndose.

—Sí. Será la humedad —replicó Pietro, que ya había comenzado a caminar hacia la cuesta que los dirigía a la playa—. ¿Qué es eso de que no viene el juez? ¿No decías que había indicios de violencia?

Nico se encogió de hombros. Era muy delgado y más bajo que el subinspector, apenas superaría el metro setenta de estatura, y ahora su piel se mostraba más pálida que de costumbre. El hecho de que su tez fuese tan clara y algo pecosa, añadido a su fino cabello rubio y casi pelirrojo, le había valido el apodo de Irlandés, por mucho que sus antepasados fuesen de Ourense.

—Dice la forense que no, que está todo revuelto, pero que podría tratarse del síndrome del zorro, o algo por el estilo.

—El síndrome del zorro —repitió Pietro despacio, escéptico—. ¿No será el de Diógenes?

—Hum. No. Era algo de una guarida, no me acuerdo.

Pietro miró con sus oscuros ojos grises al oficial, evidenciando su desconfianza.

—¿Y qué más sabemos?

—De momento poco más, patrón.

—No me llames patrón —se quejó Pietro. Ya le había dicho en muchas ocasiones a Nico que todos los policías del grupo de Homicidios de la comisaría formaban un equipo, que lo tratase como a un igual, y que ya tenían al inspector Meneiro para coordinar las investigaciones y gestionar los asuntos desde otro punto de vista más jerárquico. Sin embargo, en la práctica, el oficial seguía tratándolo de forma deferente y parecía consustancial a su personalidad apodar a todo el mundo. ¿No lo llamaban también a él, acaso, el Irlandés? Hasta su novia Elísabet, con la que vivía en un diminuto apartamento, se refería a él de aquella forma, a pesar de que jamás ninguno de los dos había estado en Irlanda. Nico, por otra parte, era algo más joven que el subinspector, y la diferencia de edad, añadida al hecho de que Pietro Rivas se encontrase en una escala ejecutiva superior, y él, en una básica, terminaba por marcar las diferencias. Aunque el trato fuese igualitario, correcto y cordial, las jerarquías no desaparecían. Sin embargo, Nico procuró evitar el término «patrón» y atendió el requerimiento informativo del subinspector lo mejor que supo.

—Una señora de casi noventa años que vivía sola. Lucía Pascal, creo que me han dicho. La encontró un chaval que paseaba a su perro y al que con el frío que hacía le extrañó ver la puerta y las ventanas abiertas de par en par. Pensaba que habían entrado a robar. Ya sabes, las típicas casas de verano que desvalijan en invierno.

—Ya.

—En fin, lo que te contaba el otro día… En Vigo, en los últimos años, no hacemos más que encontrarnos gente mayor que se muere sola.

Pietro no dijo nada y se limitó a hacer un gesto resignado ante aquella evidencia. Dirigió de nuevo la atención hacia su objetivo y comprobó que a solo unas decenas de metros ya se acercaba hasta ellos uno de los patrulleros de Seguridad Ciudadana, que sin duda habrían sido los primeros en personarse en el lugar. Sus uniformes y vehículos, a pesar de que todavía era media mañana, ya habrían puesto sobre aviso al vecindario. De hecho, Pietro comprobó con un rápido vistazo que el entorno se llenaba de curiosos. Los dos policías saludaron al patrullero brevemente y este les explicó que, según un vecino, tiempo atrás la fallecida había sido una historiadora muy prestigiosa y que ahora, viuda y sin hijos, llevaba viviendo sola bastantes años. Al parecer, no tenía familia conocida, ni hermanos ni sobrinos, y solo le constaba que se escribiese con una prima residente en Suiza.

Siguieron al policía de la patrulla por un estrecho camino de tierra y arena pisada, cuya anchura dejaba el paso justo para un vehículo y que ahora veía restringido su acceso por cintas policiales. A la izquierda del sendero se descendía ya hacia las dunas de la playa, donde todavía se conservaban antiguas gamelas de pesca, que eran las únicas que disponían de permiso municipal para reposar sobre el arenal. A la derecha iban dejando a su paso, en línea recta, pequeñas casas de planta baja o de dos alturas; algunas eran muy antiguas y superponían estilos y materiales, y otras se remataban con una factura más moderna, aunque sin lujos. Habían caminado apenas ciento cincuenta metros cuando vieron la encantadora casita de Marco y Lucía. Aparentaba ser la más antigua de todas, y solo un breve zaguán descubierto separaba la vivienda del camino y, por extensión, de la playa. Una sencilla barandilla de piedra definía las lindes de la propiedad. En una esquina del pequeño atrio se alzaba un gran árbol platanero que parecía ser tan antiguo como la casa, tal vez de comienzos del siglo XX. Pietro observó que, aunque el frente del inmueble era de tamaño discreto, en realidad la finca crecía en su patio trasero, donde se adivinaba la existencia de un pequeño jardín.

—Ya están aquí —se limitó a decir una mujer, sin saludarlos, al tiempo que salía por la puerta principal de la casa. Llevaba puestos unos guantes y, según les hablaba, se retiraba una mascarilla y mostraba un rostro cuidado y bien maquillado. Debía de tener entre cincuenta y sesenta años, pero su aspecto era juvenil y su cabello, aunque con mechas, daba la sensación de ser rubio natural. Se dirigió a Pietro—. Nos presentaron el otro día, ¿se acuerda?

—Cómo no. Raquel Sanger, jefa de Patología Forense del IMELGA de Vigo —contestó él, haciendo alusión al Instituto de Medicina Legal de Galicia, que en la ciudad estaba en el sótano de un antiguo hospital, ahora reformado como Ciudad de la Justicia y sede, también, de los Juzgados.

Ella enarcó las cejas, y con la expresión de su semblante mostró su agrado y sorpresa ante el reconocimiento del subinspector. Pietro le devolvió el gesto risueño con un suave mohín, sin desvelarle a la forense que él, en realidad, lo recordaba siempre todo. Absolutamente todo. Cuando terminase la jornada, podría rememorar incluso hasta cómo se habían posado las hojas caídas del platanero sobre el suelo del breve zaguán al que acababa de entrar. Sin esfuerzo alguno, también aseguraría la fecha en que le habían presentado a Raquel Sanger, de origen estadounidense, exactamente treinta y siete días atrás: la había conocido de forma fugaz en su despacho cuando había acudido a visitarla, junto con el inspector Meneiro, para verificar los daños de una víctima tras un atraco.

A aquellas alturas, de hecho, ya sabía que a Raquel Sanger y a su marido, que también era forense, los llamaban los Beckham, en evocación al famoso jugador de fútbol y su mujer, dada su cuidada estética y su imagen siempre impoluta. En realidad, quien los había bautizado de aquella forma era Nico, siguiendo así su costumbre de identificar a cada cual según sus impresiones.

—¿Podemos pasar? —preguntó Pietro, que deseaba escapar del ambiente gélido del exterior.

—Claro —confirmó Sanger, volviendo sobre sus pasos para que la siguiesen—. Los de Científica ya han tomado algunas muestras y ahora están en el piso de arriba. El pasillo de tránsito está marcado aquí y ahí, ¿ven? Por cierto, finalmente…, ¿saben si vendrá el juez de guardia?

—Acabo de hablar con el juzgado —respondió Nico sin apartar la vista del suelo, atento a donde pisaba—, y andan con un jaleo de mil demonios. Salvo que tengamos indicios de criminalidad, no creo que venga —concluyó.

En principio, todos sabían que para levantar un cadáver debía personarse la comisión judicial al completo: juez, secretario y forense, pero en la práctica el volumen de trabajo hacía aquel trámite inviable.

La forense suspiró.

—Yo también hablé antes con el juzgado, pero lo cierto es que este caso es poco común. Creo que estamos ante una desafortunada muerte natural, o al menos sin una etiología sospechosa de criminalidad, pero desde luego no es habitual encontrarse escenarios como este —reflexionó, y tras el comentario se dio la vuelta para entrar en la casa, mientras el subinspector y el oficial, llenos de curiosidad, se preparaban para adentrarse en el último refugio de la anciana que amaba el mar.

Los dos policías de Homicidios y la forense, seguidos por dos agentes de la Seguridad Ciudadana, accedieron a la vivienda a través de una sencilla pero robusta puerta de madera, que tras de sí guardaba un espacio tan encantador como podría imaginar cualquier niño. Mapas antiguos colgados de las paredes, un telescopio, cartas náuticas, el casco de una vieja escafandra y un sinfín de libros y objetos variados en vitrinas y estanterías. Nada más entrar, se apreciaba el buen ambiente que debía de haber fluido en un lugar así, que parecía un diario de aventuras, aunque ahora destilaba cierto aire de nostálgica tristeza. Además, se apreciaba un desorden reciente: el mobiliario parecía limpio y saneado, pero casi todos los cajones de los aparadores y de la mesa de un pequeño despacho que presidía una esquina de la estancia estaban abiertos; había papeles, objetos y maquetas por el suelo, como si por el interior de la pequeña casita de la playa hubiese pasado un vendaval. Aunque ahora las ventanas estaban cerradas, el aire conservaba un aliento helado y húmedo.

La forense caminó unos pasos dentro de la vivienda, se agachó al lado de un antiguo sofá tapizado con cuadros escoceses ya muy desvaídos y, antes de alzar del suelo una especie de sábana plástica, miró a Pietro con una expresión de advertencia, como si necesitase confirmar si el joven policía disponía de agallas suficientes para contemplar algo sobrecogedor. Con un suave asentimiento de cabeza, él dio conformidad para que Sanger destapase el cuerpo.

—Miren.

Nico acertó solo a decir un exabrupto, pero Pietro se quedó callado, muy serio, observando el cuerpo de Lucía. Todavía se encontraba en posición fetal en mitad de la habitación, completamente desnuda, y su cuerpo delgado y pálido parecía más el de una niña que el de una mujer. El cadáver estaba rodeado de triángulos amarillos numerados con sus correspondientes testigos métricos, señal de que la Policía Científica ya había hecho allí gran parte de su trabajo. El subinspector sabía que los cadáveres eran casi siempre cáscaras sin expresión, pero hubiera jurado que el rostro de aquella mujer reflejaba la paz y el reposo absolutos. Como si lo más natural en su vida hubiese sido terminar el juego de la forma en la que había comenzado, desnuda y convertida en un abrazo sobre sí misma.

Pietro se agachó al lado de Lucía, y Nico hizo lo propio, aunque a más distancia. No le agradaba la cercanía de la muerte. El subinspector cruzó su mirada con la de la forense.

—A primera vista no se aprecian golpes ni hematomas, ¿no?

—De entrada, no. Aún tengo que examinarla con calma, claro.

—¿Cuánto tiempo cree que lleva aquí?

La forense hizo una mueca y dejó escapar un sonoro suspiro.

—Cuando llegamos a la casa, esto era una nevera, aunque por otra parte los cuerpos en posición fetal retienen mejor el calor… La temperatura que hemos tomado al cadáver, en consecuencia, no resulta de momento determinante; tampoco el rigor mortis, porque depende de la masa muscular, el peso, lo que estuviese haciendo esta mujer antes de morir…

—¿Lo que estuviese haciendo? —interrumpió Nico, sorprendido.

Raquel Sanger tomó aire, como si precisase unos segundos para hacer acopio de paciencia.

—Quiero decir que, si la fallecida, por ejemplo, se hubiese estado bañando o hubiese tenido fiebre antes de morir, el rigor mortis aparecería antes, igual que si hubiera estado haciendo deporte, ¿entiende?

—Por el ácido láctico que se libera al hacer ejercicio —completó Pietro—; eso hace que el rigor mortis aparezca antes.

De pronto, y al comprobar la expresión de sorpresa de Sanger y del propio Nico, el subinspector pareció darse cuenta de lo pretencioso que podía haber parecido su comentario y se esforzó por rebajar la apariencia de sus conocimientos.

—Es que tuvimos un caso en Santander en el que el forense nos explicó lo del ejercicio —se justificó, aludiendo a su ciudad de procedencia y omitiendo de forma deliberada que, aunque aquello era cierto, en realidad todas las explicaciones de los patólogos se grababan en su memoria como si él mismo hubiese estudiado Medicina. Procuró cambiar de tema y se dirigió de nuevo a la forense—: De todos modos, seguramente ya tendrá una estimación aproximada de la hora del deceso, ¿no?

Sanger se tomó un rato para contestar. Al tiempo, observó sin disimulo a Pietro, como si lo estuviese reevaluando desde un nuevo ángulo.

—Creo que murió esta misma noche. Y creo, además, que falleció aquí mismo. Las livideces cadavéricas solo aparecen en los puntos de apoyo del cuerpo sobre el suelo, de modo que el cadáver en principio no se ha movido de ahí, aunque tendremos que estudiarlo al hacer la autopsia; es demasiado pronto para confirmar nada.

El subinspector asintió, concentrado mientras repasaba de nuevo y de forma visual el cuerpo de Lucía.

—¿Y cree usted que la han…?

—No lo parece —negó ella, ante la evidente duda sobre una posible agresión sexual.

—¿Entonces?

—Hipotermia. ¿Puede ver esa decoloración marrón, casi rosa? Sí, ahí —señaló, cerca de las articulaciones, rodillas y codos—. Son signos claros de hipotermia, aunque todavía tenemos que hacerle un examen interno para determinar exactament…

—Disculpe —la interrumpió Pietro, con el ceño fruncido. En su expresión se dibujaba un creciente asombro—. Tenemos a una anciana completamente desnuda, hecha un ovillo, en el salón de su casa; resulta evidente que ha entrado alguien, porque está todo revuelto y, cuando la encontraron, estaban la puerta y las ventanas abiertas… ¿Y usted me dice que murió por hipotermia, sin más?

La forense endureció el gesto.

—En patología forense nuestra función es determinar el origen y la causa de la muerte, no la secuencia de hechos vitales que llevan al fallecido al desenlace. Creo que esa parte les corresponde a ustedes —añadió, con tono severo.

Al subinspector le pareció que los ojos azules de la forense habían brillado como afiladas hojas de cuchillo.

—En efecto —replicó él, imperturbable—, pero comprenderá que resulte poco sólido, de entrada, considerar que estamos ante «una desafortunada muerte natural, o al menos sin una etiología sospechosa de criminalidad» —remarcó, repitiendo exactamente lo que Sanger había dicho hacía solo unos minutos y sorprendiéndola de nuevo, esta vez por su literalidad.

La forense, sin apartarle la mirada, se levantó, y él hizo lo propio.

—Comprendo su confusión, pero para empezar debe valorar lo que ve a su alrededor. Aquí hay muchos objetos valiosos, piezas de anticuario, y no parece que hayan sustraído nada, sino que solo se han revuelto los enseres. En consecuencia, nada indica que estemos ante un robo.

—Ya había notado el detalle —replicó él, sin atisbo de ironía—, pero aún no sabemos si falta o no algo de valor, porque todavía no hemos hablado con nadie que…

—Si no le importa —lo interrumpió Sanger—, no he terminado. Debe saber —continuó mientras Pietro guardaba obligado silencio— que las personas vulnerables, tanto bebés como ancianos, pueden morir más fácilmente de hipotermia que usted o yo. De hecho, podría suceder dentro de una vivienda con diez o doce grados de temperatura, o más, si hay corrientes de aire o sopla viento helado.

El subinspector asintió. Sí, hacía mucho frío. Estaban en febrero y lo cierto era que el clima estaba cambiando. Las lluvias torrenciales y los vientos huracanados, el frío polar. Los cambios sucedían de un día para otro, y tan pronto se podía pasear bajo el agradable sol invernal como tan necesario resultaba resguardarse de una brutal tormenta.

—La sigo —confirmó Pietro a la forense, conciliador—, pero cuando tenemos frío no abrimos las ventanas ni nos ponemos en pelotas en el salón, ¿no cree?

Raquel Sanger sonrió. Aquel jovencísimo subinspector, tan guapo y prometedor, con ese brillo de inteligencia en la mirada, ¿pensaba que ella, con más de treinta y cinco años de oficio, era una novata?

—A lo mejor es que no me ha dado tiempo usted a explicarme.

—Tiene usted razón, perdone —se disculpó Pietro, sin disimular ahora su escepticismo.

La forense comenzó a hablar:

—Creo que este es un caso claro del síndrome de la madriguera.

Pietro se volvió hacia Nico. No le dijo nada, aunque por su expresión dejaba claro que habría apreciado la información correcta desde el principio, y no aquel imaginario «síndrome del zorro» que le había comunicado antes de entrar en la casa. El oficial se encogió de hombros.

—Zorros, conejos, madrigueras… Todo está conectado, patrón.

El subinspector se mordió el labio inferior y, con el gesto, invitó a la forense a continuar sus explicaciones.

—Cuando una persona vulnerable siente mucho frío, busca cómo cobijarse. No debemos olvidar que el frío extremo afecta al cerebro, al hipotálamo, que es el que controla la temperatura, y que no todo lo que hacen estas personas tiene por qué obedecer a una lógica normal. Creo que esta mujer se refugió aquí, en este salón, porque lo sentía como un sitio seguro. De hecho, considero muy posible que intentase incluso guarecerse bajo esa pequeña mesa que ven ahí —señaló, indicando una especie de mesa camilla—, pero por su tamaño no debió de resultarle útil. Por eso este síndrome se llama de la madriguera, porque el afectado busca un refugio.

—Pero —intervino Nico—, si quería protegerse del frío, ¿por qué no puso la calefacción o cerró las ventanas?

—Posiblemente ya estaría desorientada. Hemos visto medicación para la pérdida de memoria en la cocina, además.

Pietro frunció el ceño.

—Que quisiese guarecerse, bien. Que se pusiese nerviosa o perdiese el juicio en cierto modo, de acuerdo. Pero ¿por qué iba a desnudarse? ¿Y por qué iba a estar todo revuelto?

—Existe un deseo irracional de quitarse la ropa por parte de quienes están soportando mucho frío, subinspector. Es lo que se conoce como desnudez paradójica y, de hecho, sucede en aproximadamente el veinticinco por ciento de las víctimas de hipotermia. ¿Nunca han visto en las noticias los casos de los montañeros que aparecen muertos y completamente desnudos?

Pietro y Nico se miraron, y por sus gestos fue fácil deducir que no, que nunca habían oído hablar de aquel tipo de paradoja. La forense sonrió, satisfecha por poner en su sitio a aquel nuevo policía de Homicidios tan resabiado. Ah, ¡el ímpetu de los jóvenes! Concluyó su exposición resolviendo la última duda que había quedado flotando en el aire:

—Cuando el individuo que sufre el síndrome de la madriguera está buscando dónde esconderse, puede llegar a volcar mobiliario y hasta vaciar sobre sí mismo el contenido de cajones, de estantes a su altura o de todo lo que se cruce por su camino, y eso explicaría el desastre que tenemos aquí liado —explicó, haciendo un barrido visual por aquel salón, donde tantos recuerdos yacían desparramados.

—¿Y por eso abrió las ventanas? —dudó Nico, incrédulo todavía ante la posibilidad de que aquella diminuta e indefensa mujer llamada Lucía hubiese sido capaz de montar un desbarajuste tan tremendo antes de morir.

—No lo sé —reconoció la forense—, pero es posible que su confusión mental la llevase por caminos que, evidentemente, no podemos explorar desde el punto de vista de la lógica. Desde luego, es un caso extraño pero muy interesante.

—Y tanto que es interesante —escucharon decir a una voz femenina que acababa de aparecer a sus espaldas, procedente del piso superior. Todos se volvieron y comprobaron cómo se dirigía al grupo una mujer menuda y muy delgada, vestida con vaqueros, un grueso jersey de lana y un chaleco azul que rezaba: Policía Nacional. Era Lara Domínguez, la subinspectora de la Policía Científica de la comisaría de Vigo. En su rostro destacaban una nariz aguileña y unos marcados pómulos, y sus pequeños ojos oscuros, casi de roedor, parecían rápidos e inteligentes. De su cuello colgaban unos cascos de música de grandes orejeras, y el volumen debía de estar bastante alto, porque desde los cascos se escuchaba la canción de «Knocking on Heaven’s Door», de Guns N’ Roses—. Hemos tomado fotografías y vídeos de todo, y arriba también estaban revueltos bastantes cajones. Encontramos esto —añadió, tendiendo hacia el grupo lo que parecía un informe médico—. Le habían diagnosticado demencia con cuerpos de Lewy —explicó, ahorrándoles la lectura—, y de hecho hemos encontrado donepezilo y rivastigmina en la mesilla.

—También había pastillas de donepezilo en la cocina —asintió Sanger, que se volvió hacia el subinspector y el oficial.

—Son medicamentos para la demencia, inhibidores de la colinesterasa.

La agente de la Científica confirmó la información:

—Por lo que he visto en el prospecto, es la típica medicación que se utiliza para enfermedades neurodegenerativas. Así que el tema, aunque raro, parece bastante claro… Pobre mujer. —Miró el cadáver de Lucía—. En fin, nosotros ya casi hemos terminado; cuando tengamos resultados de la necrorreseña y las huellas, os contamos.

Pietro asintió con cierto fastidio. Parecía que los datos eran demoledores. Ni robo, ni asalto, ni homicidio. Raquel Sanger le había dado una lección, demostrándole el peso de los años y la experiencia en el oficio. Sin embargo, el subinspector no estaba tranquilo. Había algo en su interior que lo arañaba y lo mantenía en alerta; ¿qué sería? No acertada a identificar el motivo, pero lo cierto era que flotaba un halo de misterio en aquel lugar, en la atmósfera, que lo desconcertaba y que lo llamaba a desconfiar de la apariencia de las cosas en la singular cabaña de A Calzoa. Se quedó un rato pensativo y con la mirada perdida en lo que parecía la maqueta de un barco vikingo de casi medio metro, cuyo detalle y trabajo de ebanistería era excepcional. Se acercó y, sin tocarlo, leyó:

Barco de Oseberg, siglo IX.

Reproducción de embarcación funeraria desenterrada

en el siglo XX tras identificación y restauración,

durante veintiún años, de todas sus piezas.

A Pietro le sorprendió la sola idea de que aquel navío funerario pudiese existir en la vida real y le impresionó su vínculo con la muerte, que también acababa de visitar aquella encantadora cabaña. El policía recorrió con los ojos el camino del bauprés de la embarcación, que se estiraba como el tronco de un árbol hacia el cielo y terminaba con la forma enroscada de una concha de caracol. Era como si aquella nave estuviese lista para navegar, aunque desde el principio, sin embargo, hubiese sido pensada como una tumba. Aquel objeto y todos los demás de la estancia suscitaron en Pietro una profunda curiosidad por Lucía. ¿Quién sería, en realidad, la mujer que había muerto en aquel pequeño salón?

El subinspector y el oficial charlaron un poco más con Sanger y Lara, teorizando sobre lo que habría podido suceder exactamente y razonando sobre la tristeza de los ancianos que morían en soledad. Por fin, cada cual continuó con su trabajo y ellos decidieron echar un vistazo pormenorizado antes de irse, porque todavía tendrían que verificar con posibles parientes o conocidos si alguien habría robado algo o no en aquella adorable casita de la playa; tal vez hubiese habido alguna sustracción, incluso pasado cierto tiempo tras la muerte de la anciana, ya que la mujer había dejado aquello abierto de par en par. Estudiaron puertas y ventanas, tanto las que habían sido encontradas entornadas y abiertas como las que no. Ninguna mostraba signos visibles de haber sido forzada. Revisaron el piso superior, donde había un baño, un gran dormitorio y otro más modesto y pequeño, tal vez para posibles invitados. Todos los cajones y armarios estaban abiertos y revueltos, incluido un pequeño mueble zapatero que había en el descansillo de la escalera, cuya puerta estaba entornada sin posibilidad de cerrarse, por culpa de varios zapatos caídos.

—¿Tú crees que aquí también buscaba hacerse una madriguera en este zapatero? —cuestionó el subinspector a su compañero, suspicaz.

Volvieron a bajar a la planta inferior y se detuvieron en el pequeño despacho abierto al salón. Se encontraba atestado de libros, documentos y fotografías, y tal vez fuese el espacio más revuelto de la casa. Una breve colección de minerales se hacía hueco en una estantería, aunque parecían más bien piedras de colores, simples recuerdos de antiguos viajes. Pirita, cuarzo, calcita… Un recipiente con alguna piedra azul diminuta y poco más. ¿Tenía sentido aquel elegante vaso de cristal para solo unas piedras azules? Tal vez fueran muy valiosas. Si fuese así, y si hubiera entrado un ladrón, ¿no se las habría llevado? Lo cierto era que daba la sensación de que hubiese pasado por aquel punto un vendaval, pues todo en la estantería parecía haber sido revuelto. Pietro dio dos pasos hacia una de las imágenes que estaba colgada en la pared.

—¿Será ella? —se preguntó en voz alta, mirando una fotografía en blanco y negro en la que Lucía, muy joven y en bañador, reía y tomaba de la cintura a Marco, que sostenía un pulpo gigantesco con una mano.

Nico se quedó también contemplando la imagen, y sin apartar la mirada hizo una observación que no tenía nada que ver con la fotografía.

—A pesar de lo de la demencia vamos a preguntar a los vecinos si han visto algo raro, ¿no?

—Por supuesto —confirmó Pietro, sin despegar tampoco su atención de la imagen de Lucía—. Empezaremos por el que ya habló con la Policía Local y seguiremos con el chaval que encontró el cuerpo. Si paseó al perro esta mañana, posiblemente lo haga todos los días y sabrá lo que es normal aquí y lo que no.

—Entonces, ¿no te crees lo del síndrome de la madriguera?

Pietro sonrió.

—Como vosotros decís, ni creo ni dejo de creer —respondió, aludiendo a la típica ambigüedad de los gallegos al hablar—, pero no cuesta nada hacer un par de preguntas al personal.

Nico devolvió la sonrisa al subinspector. A veces lo sorprendía. Hacía poco tiempo que estaba en la Unidad, y con frecuencia le extrañaba la cantidad de conocimientos que tenía sobre las temáticas más insospechadas. Le llamaba la atención, de hecho, que con sus recursos no hubiese accedido ya a una escala más alta, pero Pietro Rivas no contaba nunca demasiado de sí mismo y resultaba difícil descifrarlo. Tampoco tenía muy claro cuándo Rivas hablaba o no en serio, pues aun cuando gastaba bromas era capaz de mantener el semblante prácticamente inexpresivo. El oficial echó un último vistazo a su alrededor y se detuvo en una especie de yelmo en tonos plata y oro que reposaba en el suelo.

—Si es que esto parece el salón de Indiana Jones.

Pietro iba a responderle cuando sonó su teléfono móvil.

—Es Meneiro.

—El Largo.

Nico denominaba de aquella forma al inspector por lo altísimo y delgado que era. Con más de cincuenta años, el responsable de la UDEV de la Brigada de la Policía Judicial de Vigo era un hombre por lo general tranquilo y razonable. El inspector llevaba casi veinte años casado con un hombre, uno de los primeros matrimonios gais que se habían celebrado en España, y era el tipo de persona que daba la sensación de haber librado ya muchas batallas y para quien cualquier imprevisto profesional se presentaba como un juego de niños fácil de resolver. Sin embargo, en aquel instante iban a comprobar que su habitual ánimo estoico y sereno no era siempre imperturbable.

—Dime, Meneiro —contestó Pietro, conectando el manos libres.

—¿Estáis todavía por Coruxo, donde la anciana de la casa de la playa?

—Sí.

—Perfecto, ¿hay indicios de criminalidad por alguna parte, de muerte violenta?

Pietro dudó.

—En principio no. Según parece, la fallecida tenía demencia y revolvió todo antes de morir de hipotermia.

—¿De hipotermia?

—Sí, algo muy raro, el síndrome de la madriguera, ya te explicaremos lo que la forense ha dicho de…

—No me expliques nada. Concentraos y contestad: ¿veis algo raro ahí o no? —los apremió el inspector, con tono sereno pero incisivo.

—Hay algo raro, sí, pero, la verdad…, no sé qué es —confesó Pietro, extrañado ante la insistencia de Meneiro.

El inspector dejó pasar unos segundos antes de volver a hablar, como si estuviese analizando el verdadero significado y alcance de aquel «no sé qué es». Resopló al otro lado del teléfono.

—Como si no tuviésemos bastante con los tres atracos y el desaparecido de Teis… —rezongó, dando por sentado que habría que dedicar un poco más de tiempo a aquel caso de la anciana de A Calzoa—. A ver, atentos. ¿Me escucháis?

—Sí, inspector —replicaron ambos, casi al unísono.

—Ha llegado a comisaría una pandilla rarísima reclamando hablar con los «agentes que llevan el caso de Lucía Pascal», y ya tengo a Castro, Muñoz y Souto con los atracos —añadió, haciendo referencia a las dos compañeras y un policía que trabajaban con ellos en Homicidios.

—No entiendo… —se extrañó Pietro—. ¿Cómo que una pandilla?

—Sí, parecen los putos Goonies.

—¿Los qué? —preguntó Nico, que creía haber escuchado mal.

—Los Goonies, ha dicho —murmuró Pietro, que ante el semblante de incomprensión de su compañero entornó los ojos—. ¿No has tenido infancia? ¡La película!

—¿Qué peli?

—La de los críos que buscaban un tesoro pirata.

Meneiro, ajeno a lo que mascullaban sus hombres al otro lado del teléfono, continuó hablando:

—Tengo aquí a tres personas que llevan casi media hora conversando del siglo XVII, del XVIII y de galeones hundidos, de tesoros y de mapas con Muñoz, y la pobre ya no puede más. Una es una historiadora del CSIC, otro, un contable, y el más chalado de todos es un arqueólogo viejísimo que no para de hablar.

Pietro y Nico, asombrados, parecían dudar sobre si reír o si preocuparse seriamente.

—Pero ¿qué hacen ahí? ¿Qué quieren?

—Ahí está la gracia del asunto, muchachos. Han sabido por un vecino que Lucía Pascal ha muerto y han ido hasta A Calzoa sin que los de la Local los dejasen pasar, pero ya se han enterado de que la casa estaba toda revuelta, no sé cómo. Total, que se han venido directos para denunciarlo.

—El qué, ¿el robo?

—No… El asesinato.

Fue entonces cuando Pietro Rivas y Nico Somoza volvieron a cruzar sus miradas, como si estuviesen ante una revelación muy evidente, pero que todavía no eran capaces de interpretar. Se despidieron del inspector y, después, de la forense y los compañeros que quedaban en la casita de A Calzoa. Cuando salieron a toda velocidad hacia la comisaría de la Policía Nacional de Vigo, en el centro de la ciudad, una enorme garza alzó el vuelo desde la orilla y los cubrió al deslizarse por el aire, como si ambos policías fuesen una de esas presas a las que, antes de devorar, debía cubrir con su sombra.

Miranda

Dicen que el siglo XVII fue el siglo maldito, y es posible que sea cierto. La Tierra sufrió las temperaturas más frías registradas en el milenio y falleció un tercio de la población mundial. Fue una época de hambrunas y de climatología extrema, en la que solo sobrevivieron los más fuertes. Los que nacieron a finales de la centuria eran algo más bajos que los que habían visto la luz a su comienzo, pero la solidez de su carácter y su físico recordaban la fortaleza de los que saben que, contra todo pronóstico, han sobrevivido.

Miranda vino al mundo en 1681, y lo hizo sobre un remolino. Era verano y, aunque no hacía mucho calor, su madre quiso descansar sus pies en el agua fresca del río Alvedosa, en Redondela. El alivio fue inmediato, pero, tras recoger el vestido hasta los límites de la decencia para introducirse en el río, de muy poco calado, una de sus criadas le advirtió de lo que ya llegaba:

—Mi señora, ¡las aguas!

—¿Las aguas?

Una contracción muy fuerte resolvió el asombro de Elizabeth. No eran las aguas del caudal del río a las que aludía su criada, sino las que ella llevaba dentro, pues las acababa de romper. Tomó aire para darse fuerzas e hizo ademán de salir del río para regresar de inmediato al pazo, pero solo le dio tiempo a sentarse sobre el borde de la orilla. El parto duró apenas quince minutos, y allí mismo esperaron al galeno, pues, aunque una hermosa niña había brotado sobre el agua, la placenta se resistía a salir. Una criada más vieja decidió atar un extremo del cordón umbilical al muslo de su señora, incapaz de tirar de aquel cordel salido de las entrañas. Sabía que habría problemas si rompía el envoltorio de la criatura y a doña Elizabeth se le quedaba algo de aquel despojo dentro.

La ayuda tardó en llegar casi una hora. Junto con el galeno, se presentó el muy respetado señor de Quiroga, dueño de gran parte de los molinos que discurrían por aquel río y del pazo de Reboreda, a tan solo un cuarto de legua de distancia. Marido y recién estrenado padre, abrazaba y reprendía con cariño a su mujer al mismo tiempo.

—¿Cómo se te ocurre? De paseo y dentro del río, ¡en tu estado!

—La ocurrencia fue de mis pies, no mía. ¿Y no es Dios el que guía nuestros pasos? Mira —añadió, atajando la discusión y señalando a la criatura—, ¿has visto qué bonita es?

Modesto de Quiroga sonrió, feliz por ver a su mujer tan entera y repuesta y a su primera hija tan sana y de tan buen color. Sin embargo, en una época en la que solo uno de cada tres nacidos sobrevivía a los dos primeros años de vida, procuró medir sus emociones. El galeno tardó algún rato en resolver el problema de la placenta, y fueron más bien el tiempo y la naturaleza los que solventaron la tarea, aunque las expresiones y los gestos del médico se esforzasen por mostrar lo contrario. En el camino de regreso al pazo, al abrazar a su esposa en la carreta y con la pequeña en su regazo, el señor De Quiroga no pudo evitar admirar los rasgos suaves y armoniosos de la pequeña criatura, y sintió un inmediato instinto de protección. En el aire revoloteaban algunas mariposas. Muchos las consideraban simples insectos que, como los demás de su condición, no eran más que seres inmundos; sin embargo, su colorido flotaba sobre los campos y sobre la niña con la ligereza de los días felices y la solemnidad rotunda de los presagios.

El nombre de la niña fue elección de Elizabeth, que era inglesa. En su juventud más temprana había visto en Londres la obra La tempestad, de Shakespeare, y se había quedado fascinada con la hija del protagonista, Miranda. Una joven que siempre mostraba ánimo de saber más, que no tenía miedo a la verdad. Aunque no era un nombre usual en Galicia, había convencido al señor De Quiroga con zalamerías y argumentos bien traídos.

—¿No será bueno bautizarla con un nombre que resalte sus cualidades y atributos? Miranda se dice de las que son bellas y dignas de admiración, y su nombre viene del latín, que es la lengua de la Iglesia.

—Pero no está en el santoral.

—Bauticémosla María Miranda, pues, y ya tendrás a la más santa de todas.

Modesto de Quiroga había negado con el gesto, aunque su rostro no había disimulado el esbozo de una sonrisa.

—Sea, entonces. Miranda.

Giraron las agujas del tiempo y los negocios de vino y cacao del hidalgo lo llevaron al Nuevo Mundo, a donde se hizo acompañar de su mujer y su hija. El viaje duró casi tres años en los que, además de probar los sinsabores de la larga travesía marítima a través del Atlántico, conocieron Costa Rica, Cartagena de Indias y Surinam, donde las plantaciones de cacao resultaron de provechoso interés. La pequeña Miranda, que ya tenía trece años, había serenado su belleza: dibujaba una extraña mezcla entre lo virginal y lo salvaje, y su tez clara contrastaba con un cabello muy oscuro; de todo su semblante solo destacaban dos enormes ojos verdes, que parecían tener dentro el baile de las hojas de los árboles bajo el viento. La niña, en sus paseos, se sentía fascinada por la naturaleza y la exuberancia que se le mostraba y que era tan distinta a la que recordaba de Galicia, donde hasta el color de las piedras le resultaba diferente.

Modesto y Elizabeth observaban a su hija con cierta fascinación, pues, al contrario que otras jóvenes de su edad, Miranda se adentraba en la espesura sin ánimo medroso y ansiaba tocar, conocer y entender a los animalillos que se cruzaban en su camino. Con frecuencia la criada que la escoltaba solía escandalizarse ante la curiosidad de la niña, que quería saberlo todo sobre el origen de las pequeñas bestias y las plantas. Procuraron instruir el despierto cerebro de la muchacha con un profesor que le enseñaba matemáticas, ciencias, historia y los entresijos de la gramática, mientras una sirvienta hacía lo propio en cuanto a las labores domésticas. Miranda, sin embargo, carecía de interés y quizá de talento para la mayoría de las materias, en las que ofrecía un resultado justo. No así con las ciencias naturales, materia en la que brillaba de forma resuelta y en la que desarrolló una marcada inclinación por el dibujo y la reproducción de la flora y la fauna, que realizaba al carboncillo primero y con colores después.

—¿Progresa mi pequeña Miranda? —había preguntado Modesto una mañana al maestro de la muchacha.

—Sí, señor. Vive Dios que nunca he visto talento semejante para el dibujo.

—No. Me refiero a las materias serias. ¿El francés?

—Vamos poco a poco, siguiendo el camino de la inercia. El mucho estudio pesa tanto que, al final, termina llegando al conocimiento.

Modesto había fruncido el ceño.

—No progresa, en resumen.

—Señor, son otras sus habilidades. Doña Miranda dispone de prendas inestimables en su sexo, como son la hermosura y la docilidad, y un don natural para las artes del dibujo y la pintura, y también para el trato con los animales.

—Siendo así —sonrió Modesto, aunque en su semblante se adivinaba algo de disgusto—, salvo que en la corte requieran una pintora para sus majestades o una sirvienta para las bestias de sus cuadras, mucha dote tendré que ofrecer para compensar las carencias.

El maestro de la pequeña lo había mirado con extrañeza.

—Tal vez no me he expresado con el debido rigor, señor. Es menester aclararlo, pues debemos juzgar a la dama desde su potencial y no desde sus carencias. Dios la ha dotado de un agudísimo ingenio, y en su pensamiento se adivina una notable penetración en materia de ciencias.

Modesto había suspirado con cierta resignación.

—Que Dios quiera que esa perspicacia le valga para un buen matrimonio. Continuad instruyéndola en todas las artes y materias, y dadle forma a su inglés, que solo lo ha aprendido por boca de su madre y aún lo maneja con torpeza.

Y con aquello se había retirado el señor De Quiroga, preocupado y absorto en sus pensamientos. Su dulce Elizabeth parecía haber contraído la fiebre cuartana, y el hidalgo había decidido regresar a Galicia con el ánimo de que se repusiese allí, lejos de la selva, de los calores húmedos y las lluvias torrenciales. Sin embargo, tan solo tres meses después de regresar e instalarse en su impresionante pazo, rodeado de viñedos y de los verdes y densos bosques gallegos, vio cómo su amada Elizabeth sucumbía a la malaria bajo la sombra de uno de los gigantescos magnolios que habitaban en los jardines del pazo de Reboreda.

Como suele suceder, muchos hombres solo comprenden lo extraordinario de la historia que han vivido cuando esta ha terminado, y Modesto de Quiroga se recluyó largo tiempo en su dolor. La pequeña Miranda, que nunca habría querido abandonar Surinam, se vio de pronto en un lugar que ahora le resultaba ajeno y ante una naturaleza menos exuberante que en gran medida la decepcionó. Con docilidad, no obstante, acató todas las peticiones y órdenes de su padre, y aprendió las artes domésticas y las de sociedad, sin abandonar nunca sus clases de dibujo, a las que dedicaba todo su tiempo libre. A veces paseaba hasta el río y saludaba a lavanderas y sirvientes que trabajaban en los molinos. Solía detenerse en la zona donde una de las criadas le aseguraba que había nacido, y allí se imaginaba que permanecía la esencia de su madre, que hablaba con el murmullo de la corriente y brillaba bajo el sol, como si también formase parte del agua.

Las agujas del tiempo siguieron cardando las horas, los días y los años, y el señor De Quiroga volvió a contraer nupcias con una joven viuda que lo convirtió en padre de dos gemelos varones. Sus nuevos hijos, en el año del Señor de 1700, tenían algo más de dos años y lo habían llenado de regocijo, pero los nuevos tiempos trajeron también algunas malas cosechas, que unidas al clima adverso de los años anteriores hicieron que los negocios y las bodegas del gran señor del pazo de Reboreda comenzasen a perder rentabilidad y precisasen apoyos.

Por aquel entonces Miranda tenía diecinueve años. Su belleza era discreta y tibia, como si en su ánimo estuviese el pasar desapercibida. Su largo y abundante cabello negro lo llevaba recogido siempre de la forma más sencilla y no usaba polvos de maquillaje de ningún tipo, a pesar de las modas que llegaban de Europa. Su madrastra insistía en que evitase el sol y mantuviese los cuidados propios de su clase en rostro y manos, pero la joven acudía al campo a diario y estudiaba aves, insectos y hasta reptiles que después dibujaba en sus cuadernos. Sus ojos verdes todavía parecían reflejar los tonos brillantes y cautivadores de la selva de Surinam, y todo el que por primera vez cruzaba la mirada con ella se detenía ante aquel destello inefable.

Había un pretendiente poderoso para Miranda en Vigo, a tan solo tres leguas de allí, que, aunque era un hidalgo de aquellos que llamaban «de gotera» —o sobrevenido— y no de relumbrón, como el propio Modesto de Quiroga se autodenominaba, sí podía ofrecer un matrimonio de interés, pues era un gran exportador de vinos al Nuevo Mundo y residía en un pazo noble en lo alto de la villa. Se llamaba Enrique de Mañufe, también era viudo y tenía una hija de corta edad, por lo que Miranda no solo sería su esposa, sino la madrastra de aquella criatura.

—Padre, ¿es necesario? Ese hombre me dobla en edad.

—Algún día habías de casarte, y he concertado un buen matrimonio. Es un hidalgo amable, de alma racional y bondadosa, y nos conviene su vigor y entendimiento para reforzar nuestra posición en el Nuevo Mundo.

—Prefiero ir al convento, padre. Aquí mismo en Redondela, o en Vigo si es menester, pero por Dios… ¡Os lo suplico! Todavía soy joven, no me hagáis casar con un hombre que me desagrada —rogó, recordando la imagen del pretendiente, al que solo había visto en tres ocasiones. Aunque su semblante no era desagradable y alguna dama podría considerarlo apuesto, sospechaba que, tras retirarse la peluca, el pretendiente mostraría una amplia calva o un cabello desvaído y que ya habría comenzado a ralear.

Modesto, con semblante cansado y rendido, se había acercado a su hija.

—Ya está acordado. Celebraremos la boda en verano y, dos días después, iremos todos a Vigo, donde haréis nuevos votos en la colegiata.

—Será como celebrar dos bodas.

—Solo atenderemos una sencilla petición cristiana; la madre de tu esposo, con el peso de los años, no puede viajar. ¿Acaso no te he dado ya oportunísimas explicaciones y argumentos, Miranda? Serás agasajada y vivirás en un pazo de renombre… Quejarse por tal suerte sería propio de un alma ingrata y no de la tuya, hija mía.

Miranda, con impotencia y tristeza contenidas, pero con la humildad propia con la que había sido educada, asintió sin atreverse a más réplicas y se retiró a su alcoba, donde lloró hasta caer dormida.

Cuando se celebró la boda, su pensamiento flotó hacia la selva de Surinam y hacia el rostro de su madre, y no quiso ser la mujer que habitaba aquel cuerpo. El vestido que llevaba, elegante y con una bata a la francesa, elaborado en algodón indio y seda gris, favorecía su delgada figura y, por una vez, no disimulaba su generoso pecho, del que su inminente marido no apartaba la mirada. Él, con una elegante casaca y un elaborado chaleco en tonos pastel, también se encontraba favorecido por las hechuras que su sastre le había procurado, y la celebración de las nupcias transcurrió en el pazo de Reboreda como la gran celebración de la comarca en aquel año.

Cuando llegó la noche de bodas, Miranda sintió cierto alivio al ver cómo su ya esposo se retiraba la peluca blanca, con su elaborada coleta y lazo de seda, y bajo aquel adorno todavía disponía de cabello propio y vigoroso, de color oscuro. Le pareció de nuevo un extraño cuyas facciones tendría que aprender a memorizar, y respiró profundo ante el suplicio que intuía que iba a tener que padecer. Enrique la había mirado con deseo y, al principio, la había desnudado con delicadeza y ternura; pero el hidalgo había percibido con sensible claridad el desagrado de ella y, de forma progresiva, la actitud de la joven había desatado la cólera en su corazón. Ah, Miranda. ¿Acaso no le pertenecían ya su cuerpo y su mente ante los ojos de Dios? ¿Por qué se dirigía a él con apatía, si ahora era la persona en la tierra a quien más devoción debía procesar? Terminó de quitarle la ropa casi con violencia y al verla desnuda se sintió complacido, porque el cuerpo de la joven rebosaba delicadeza y juventud. Sus formas y caderas eran estrechas, algo poco conveniente para ser madre, pero sus pechos le parecieron tan hermosos, grandes y firmes que olvidó al instante cualquier apreciación práctica y devoró con la boca los senos de Miranda, con una lujuria que hasta a él mismo le sorprendió, pues nunca había hecho tal cosa con su difunta mujer.

Prosiguió el camino de sus besos desesperados hacia su sexo femenino, ya que ella esquivaba el rostro, y, en un instante en que levantó la mirada, Enrique se sintió satisfecho por la expresión de estupor y sorpresa de la joven, que parecía no entender que aquel lascivo envite formase parte del vínculo nupcial entre un hombre y una mujer. Cuando por fin la penetró, victorioso y jadeante, ella gimió de dolor y él, de pronto, creyó necesario recuperar la delicadeza y sin parar de moverse la animó a tranquilizarse, ya que era normal el dolor la primera vez que una hembra era tomada por un varón. Ella asintió y le ofreció una forzadísima sonrisa, mientras él acababa su tarea y alternaba lamerle los pechos, que apretaba muy fuerte entre las manos, con el intento de besarla en la boca, algo que ella esquivaba en la medida de lo posible. Al terminar, Enrique comprobó que Miranda miraba hacia la pared y consideró que lo haría por el pudor propio de su exquisita educación. Ya le enseñaría él a tenerle respeto y a cumplir sus deberes de esposa, pero, ¡ah!, ¡cómo le excitaba que la voluntad de la joven no fuera mansa!

Miranda, asqueada y sorprendida, tuvo la sensación de haber vivido la cópula de los cerdos o los caballos de las cuadras, aunque de una forma más grosera, con una malicia que nunca había visto en los animales. Lo que había sucedido había sido desagradable, aunque hubiera preferido otra embestida a tener que dormir soportando el abrazo empalagoso de aquel hombre, que para ella era todavía un desconocido. Intentó que su mente viajase por los recuerdos de las selvas de Costa Rica, sus flores, plantas, árboles y mariposas, pero fue incapaz y, en cuanto su marido se durmió, la joven se deshizo en un llanto silencioso.

Dos días después, gran parte de la comitiva nupcial original partió del muelle de Redondela hacia el de Vigo en tres barcos, que llevarían unas sesenta personas. Modesto de Quiroga estaba bastante satisfecho; desde luego, aquellas celebraciones nupciales resultaban extraordinarias y propias de hidalgos de categoría. Pero su ánimo alegre cambió cuando, a mitad de trayecto y en una zona de la ría alejada de la costa, el viento favoreció la llegada de dos naos desconocidas que cortaron el paso a la comitiva. Piratas. Moros procedentes de África que buscaban prisioneros para su venta como esclavos, posiblemente en Argel. Miranda, que tras su matrimonio había apagado la alegría de sus ojos verdes, sintió un miedo nuevo y profundo. Miró a su marido, que con firmes y vigorosas órdenes dirigía ya a los hombres para preparar la defensa de la nave, aunque apenas disponían de algunas espadas y pistolas. A ella le ordenó que reuniese a las mujeres en un extremo alejado de la embarcación, con la clara indicación de que tomasen entre las manos lo que encontrasen útil para defenderse, aunque en el último instante procuró tranquilizarla.

—Es solo por precaución. El capitán ha arriado velas, y con la brisa y la ayuda de Dios, con toda seguridad, llegaremos a la costa antes de que esos herejes puedan darnos alcance.

Miranda no había dicho nada, pero la firmeza de las palabras de Enrique de Mañufe había sido frágil. Su semblante, desde luego, no había reflejado en absoluto el convencimiento de sus afirmaciones. La fuerza del viento parecía beneficiar más a los moros que a ellos, y el enemigo se acercaba a una velocidad más que preocupante. En la distancia Miranda cruzó la mirada con uno de aquellos piratas que estaban a punto de abordarlos, y aun a lo lejos le pareció que sus ojos brillaban con furia, como si contuviesen llamas. Buscó a su alrededor algún barco de pescadores que pudiera dar alarma en tierra, o alguna nave amiga que pudiese prestarles socorro, pero las que alcanzaba a distinguir nunca podrían llegar a tiempo para evitar el asalto. Los gritos y las amenazas que se proferían contra el enemigo eran recibidos con disparos, y resultaba evidente que los bucaneros ya se disponían para el abordaje.

Mientras su marido, su padre y otros hombres se preparaban para defender la embarcación, Miranda escuchó cómo varios de los invitados a su boda comenzaban a rezar por sus propias almas. Sintió el crujido de la madera del barco al ser embestido y, como si la nave fuese una prolongación de sí misma, notó que también algo le restallaba dentro, porque por primera vez fue consciente, de forma palpable, de la posibilidad de morir. Asió un cuchillo, sin saber si sería capaz de utilizarlo. En aquel instante, y como si se tratase de un enjambre de avispas furiosas, los piratas saltaron a bordo, y, sin cruzar discursos ni peticiones, comenzó la lucha.

2

Las grandes profundidades del océano nos son totalmente desconocidas. La sonda no ha podido alcanzarlas. ¿Qué hay en esos lejanos abismos? ¿Qué seres los habitan?

Julio Gabriel Verne,

Veinte mil leguas de viaje submarino

El frío perduraba. Era como una cortina de niebla húmeda y lo traspasaba todo. Un escalofrío helado recorría los cuerpos, como si las personas pudiesen percibir la cercanía de la muerte. Apenas había paseantes ni deportistas en la costa, de modo que Pietro condujo rápido y sin tráfico hasta la comisaría de Policía de Vigo. Era una construcción moderna que, aunque en su exterior se dibujaba con trazos cúbicos y metálicos, moderaba las formas de su arquitectura modernista con parte de su diseño decorativo en madera, tanto en el exterior como en su laberinto interno de pasillos y ascensores. Desde los numerosos ventanales se veían varias zonas ajardinadas con césped, que otorgaban al complejo un ambiente más acogedor.

Mientras caminaba ya por el interior del edificio, Pietro no podía dejar de pensar en Lucía; en la impresionante puesta en escena de su muerte y en toda la increíble vida que debía de haber tenido y de la que quedaban pistas y rastros desperdigados por la casita de A Calzoa. Ensimismado, el subinspector llegó por fin al espacio asignado a la UDEV de la Brigada Local de la Policía Judicial, que allí todos llamaban Brigada de Homicidios, a pesar de que apenas investigaban dos o tres crímenes homicidas al año; en la práctica, el tiempo de aquel departamento lo ocupaban en gran medida robos, atracos y desapariciones. El equipo trabajaba en una gran sala abierta, en la que mesas y ordenadores se ajustaban al espacio en un estudiado rompecabezas. Solo el inspector disponía de un despacho independiente, que estaba al fondo de la sala y acristalado del suelo al techo, por lo que el Irlandés, que tenía gusto por rebautizar absolutamente todo y no solo a las personas, le había explicado a Pietro que a aquel cuarto lo llamaban la Pecera. Ahora, el oficial todavía no había llegado con su coche desde A Calzoa, y, a pesar de que la Brigada de Homicidios parecía sorprendentemente desierta, al subins­pector le alcanzó el hilo de una conversación desde aquella pecera, cuya única intimidad era otorgada por los muebles y las cajas que había en su interior y por un gran mapa enmarcado del área de Vigo y su ría, que reposaba sobre un archivador. Por las sombras y el espacio visualmente libre que ofrecía el mobiliario, Pietro distinguió a dos hombres y a una mujer sentados frente al escritorio del inspector, cuya silla estaba ahora ocupada por la policía más joven de la Brigada, Kira Muñoz.

—¿Lo duda? ¡Se lo aseguro! —exclamaba una voz rasgada y masculina, desgastada por los años—. Vigo fue uno de los puertos corsarios más importantes de Europa en el siglo XVII… ¿Cómo cree que nos defendíamos de los musulmanes?

—No sé, yo… —dudaba Kira. Su expresión mostraba una mueca de desconcierto e incredulidad, pero ni siquiera su gesto de estupor ensombrecía la belleza natural de la policía, de raza negra y suaves rasgos etíopes.

—¡Usted es joven, pero la historia nos devora siempre, a cualquier edad! ¿No sabe de nuestra lucha contra los sarracenos?

—Señor Carbonell, le ruego que nos centremos en el caso —replicó Kira, con tono desesperado—, porque la verdad es que ni siquiera sé quiénes eran los sarracenos y tampoco creo que…

—¡Musulmanes! ¿Quiénes iban a ser? Los que echó la reina Isabel de la Península, naturalmente. Claro que después los llamaron hornacheros, que son los que estaban en Badajoz y luego se fueron al norte de África… Y más tarde berberiscos, por vivir en Berbería, y luego turcos, pero solo porque los apoyaba el sultán de Turquía, que por otra parte…

—Disculpen —interrumpió Pietro, que tras dar unos pasos había entreabierto la puerta del despacho dando unos toques con los nudillos, como si estuviese pidiendo permiso para entrar—. Perdonen que los interrumpa —reiteró, estudiando de un vistazo a quienes se encontraban dentro del despacho.

El hombre que hablaba sobre los musulmanes estaba completamente calvo y poseía unas cejas muy pobladas y blancas con forma picuda, como si fueran sendos tejados sobre los ojos; su piel, pálida y arrugada, se dibujaba en el rostro como un viejo y agrietado mapa. Al lado del anciano, un hombre de unos treinta y cinco o cuarenta años, y con el cabello rubio recogido en una descuidada coleta, lo miraba tras unas gafas cuyos cristales eran completamente redondos. A la derecha, una mujer un poco más joven, de rasgos orientales, revisaba de forma nerviosa su reloj y, después, la pantalla de su teléfono móvil. El subinspector inclinó la cabeza en forma de saludo, pero enseguida se dirigió a su compañera:

—Por favor, Kira, ¿puedes venir un minuto?

La policía se levantó y se apuró en salir del despacho, en el que dejó la puerta entornada, casi cerrada por completo. Se alejó unos pasos para dirigirse a Rivas en tono de confidencia, y en aquel instante llegó Nico Somoza, quejándose de lo que le había costado aparcar su coche por culpa de otro vehículo mal estacionado en el garaje de la comisaría. Ni el subinspector ni la policía le hicieron el más mínimo caso, pues Pietro ya concentraba toda su atención en Kira para averiguar quiénes eran y qué querían realmente las personas que estaban en la Pecera, a la que ahora señalaba con la mano.

—Los amigos de Lucía Pascal, imagino.

—Sí… Y menos mal que llegáis, esta gente es pesadísima —se quejó la joven, casi en un susurro.

—Pues parecen mansos —se burló Nico, que miraba de reojo todo lo que podía atisbar a través de la enorme cristalera del despacho del inspector.

Pietro frunció el ceño. Para entender aquel desbarajuste debía ir por partes. Miró a su alrededor.

—¿Se puede saber dónde está todo el mundo?

—Los atracos —replicó Kira, con expresión de agobio—, ha habido otro en el Calvario.

—¿Otro más?

—Sí, y se ha liado una tremenda, porque el comisario dice que estamos quedando ante la prensa como unos incompetentes, que esta banda ya lleva dos años descontrolada y creciendo cada vez más… Souto y Castro han tenido que ir para allá, y yo me he quedado con estos, que se creen que estamos en Piratas del Caribe. En fin, ya sabéis… Lo mío no es tratar con la gente.

Pietro sonrió, comprensivo. Kira Muñoz era de pocas palabras, tímida y no demasiado amiga de tomar declaraciones. En realidad, nadie sabía muy bien cómo la joven había llegado a ser policía, porque no aparentaba tener gran vocación y siempre que podía distraía su atención leyendo novelas románticas; precisamente aquellos días tenía una de Elísabet Benavent sobre su mesa. Nico llamaba a Muñoz la pija, y todos pensaban que tenía algún víncu­lo familiar con el comisario.

—¿Y Meneiro? ¿Cómo es que no está?

—Lo llamó el comisario y tuvo que ir urgentemente a su despacho. Se cuece algo raro por ahí, no sé.

—Será por lo de los atracos.

—Era otra cosa —negó ella, convencida—, pero no me preguntes, porque no tengo ni idea.

Pietro frunció el ceño. No era habitual aqu

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