Manifiesto criminal (Ray Carney 2)

Colson Whitehead

Fragmento

cap-2

1

Desde entonces, siempre que oía la canción pensaba en la muerte de Munson. Al fin y al cabo, fueron los Jackson 5 quienes propiciaron que Ray Carney volviera al terreno de juego tras cuatro años yendo por el buen camino. «El buen camino» era una forma de expresar cierta filosofía pero aludía también a cierto territorio, un barrio con fronteras y costumbres propias. A veces, al cruzar la Séptima Avenida para ir al trabajo, murmuraba esas palabras para sus adentros como el borrachín que intenta no hacer eses por la acera cuando vuelve de los bares.

Cuatro años de honrado y provechoso trabajo en el negocio de los muebles. Carney equipaba a recién casados para su expedición conyugal y mejoraba salas de estar para ponerlas a la altura de las circunstancias, instruía a jubilados sobre la amplia variedad de modernas butacas reclinables. Era una cosa muy seria. No hacía ni una semana una clienta le había dicho que su padre había fallecido «con una sonrisa en los labios» mientras dormitaba en un Sterling Dreamer comprado en Muebles Carney. El hombre había sido fontanero durante treinta y cinco años, le contó la mujer. Su última sensación terrenal había sido la suntuosa caricia de aquel relleno de poliuretano. Carney se alegró de que el hombre hubiera estirado la pata contento; qué mal rollo abandonar este mundo pensando «Tendría que haber comprado el de polipiel». Su tienda vendía accesorios. «Ponga un Accent en su vida». Sonaba bastante aburrido. Lo era. Pero también enriquecedor, del mismo modo que la comida poco sazonada y las bebidas alcohólicas rebajadas siguen siendo nutritivas, incluso placenteras.

Cuando se bajó del carro no hubo fiesta de despedida. Nadie le regaló un reloj de oro por sus años de servicio, pero a Carney nunca le habían faltado relojes de oro desde que se convirtiera en perista. El día en que colgó los hábitos tenía un montón de ellos en la caja fuerte de su despacho, cada uno con el nombre de un desconocido grabado en él, pues hacía ya tiempo que no visitaba a su contacto en Mott Haven para asuntos de relojes. Su adiós al negocio de los bienes robados consistió básicamente en rechazar a antiguos clientes y decirles que corrieran la voz dentro de su respectivo círculo de delincuencia: Carney lo deja.

—¿Cómo que «lo dejas»?

—Que paso. Se acabó.

La puerta que daba a Morningside, y que se había abierto en el edificio a fin de facilitar el comercio nocturno, se convirtió en inocente ruta para entregas a media tarde. Dos semanas después del atraco al Fortuna, Tommy Shush llamó a la puerta de Morningside con un maletín de cuero negro bajo el brazo. Carney echó un vistazo a los diamantes por aquello de ponerse a prueba… y le deseó suerte al ladrón. Fue al día siguiente cuando Cubby el Gusano, uno de sus clientes blancos habituales, se presentó cerrada ya la tienda con algo que era «la bomba». La especialidad de Cubby era mercancía robada que uno podía tirarse años en quitarse de encima; el tipo tenía excedente de pogos saltarines chinos y de pantis metidos en huevos de plástico. Antes de que el hombre empezara a detallarle el estrambótico botín de la semana, Carney lo mandó a paseo (nada personal).

Dejaron de aparecer por allí, los ladrones, poco a poco, abatidos pero no por mucho tiempo, pues siempre había otra mano, otro conducto, otro negocio que hacer en una empresa tan vasta, compleja y fraudulenta como la ciudad de Nueva York.

—Tóquelo; no muerde. Es como palpar el paraíso.

Al fondo de la sala de exposición Larry se estaba camelando a un cliente, un espécimen apergaminado que no paraba de juguetear con una boina roja. Marchito y encorvado. Carney se cruzó de brazos, recostado contra el umbral de su despacho. Un fiel subconjunto de su clientela consistía en viejos que despilfarraban su dinero en cosas sencillas que siempre se habían negado a sí mismos. Cuando los muelles de la desvencijada butaca agujereaban demasiados traseros de pantalón, o el médico proponía remedios contra la mala circulación o contra dolores raros, los viejos iban a la tienda. Carney se los imaginaba haciendo balance de las cosas buenas de la vida, a aquellos viejos que vivían en pisos largos y estrechos con el suelo inclinado o en estudios con escasa luz: conductores de autobús en busca de un sillón nuevo donde tomarse la sopa mientras leían detenidamente las revistas sobre carreras de caballos; cajeros de tugurios de limpieza en seco que anhelaban comprarse algo en lo que reposar sus cansados pies. Los abandonados de la sociedad. Nunca regateaban, cabreados por verse obligados a romper la hucha de los ahorros, pero orgullosos de tener con qué costearse un capricho.

El artículo en cuestión era una butaca Egon de 1971 tapizada en tweed con tratamiento antimanchas Scotchgard. Un tanque de confort, equipado con ruedecitas Pro-Slide de latón. «El paraíso», repitió Larry.

Al entrar en la tienda el cliente había estrechado la mano de Larry antes de presentarse: Charlie Foster, se llamaba. Foster ahora pasó las yemas de los dedos por la tela verde y marrón y soltó una risita, feliz como un crío.

Larry le guiñó el ojo a Carney. Cuando a Rusty, el que fuera dependiente de la tienda durante años, se le agravaron sus problemas de espalda y tuvo que guardar cama durante tres meses y medio, Carney se vio obligado a buscar un sustituto. Larry compareció el segundo día de entrevistas y fue el elegido.

Larry era un caso práctico de sosiego controlado, un lento despliegue de puro estilo. Si le saludabas cuando estaba fichando al llegar, levantaba los dedos —«Un momento»— como si estuviera en plena conferencia telefónica con representantes de potencias extranjeras, y luego respondía no sin antes despojarse del chaleco a rayas, los pantalones acampanados y el gorro de gamuza tipo pescador, o cualquier otro tocado virguero que hubiera decidido ponerse ese día. Finalmente, ya con su atuendo de dependiente, soltaba un aterciopelado «¿Qué pasa, guapo?».

Pertenecía a esa tribu de tíos buenos negros tan ágiles y a gusto consigo mismos que los demás eran simplemente «guapos»: un viejo, una madre joven, un poli del barrio. El típico hombre de a pie lo habría calificado de fardón por su sonrisa desenvuelta y su frenética labia, cosa que Larry habría considerado un cumplido. En el mundo de las ventas, ser fardón era una ventaja. Pese a que solo tenía veintiún años, Larry había vivido muchas vidas, aunque Carney sospechaba que el chico había salido hecho ya un hombre de una cuba de Harlem Etiqueta Negra cinco minutos antes de que se conocieran. Pinche de cocina en un hotel de Madison Avenue; ayudante de poda ornamental en dos cementerios; chófer de la esposa de un magnate del mármol en Connecticut; «gaseador de chuchos en Gotham Veterinarian», lo cual, suponía Carney, requería cierta clase de especialización o una autorización especial, pero bueno. Y ahora era subdirector de Ventas de Muebles Carney en la Ciento veinticinco, «Mobiliario de primera para la comunidad durante más de 15 años».

«Nunca se va tarde, siempre está que arde», gustaba de cantar Marie, la secretaria de Carney, parodiando la melodía de The Patty Duke Show. Al igual que Freddie, el difunto primo de Carney, Larry consideraba que su coto de caza abarcaba la parte alta de Manhattan y la baja, así como cualquier meridiano de placer que hubiera en medio. Oír sus crónicas de la noche neoyorquina y de su elenco variopinto era como oír uno de aquellos informes de la mañana después que Freddie solía hacerle en los viejos tiempos. A Carney le levantaba el ánimo.

Carney decidió conservar a Larry una vez que Rusty pudo ponerse de nuevo en pie. En la tienda había trabajo más que suficiente, y con dos ayudantes él no tenía que estar tan pendiente de todo. Daba la sensación de que siempre hubieran sido cuatro trabajando allí. Incluso resacoso y hecho polvo, Larry jamás se delataba delante de un cliente. «Tus secretos te los guardas en el bolsillo»: un requisito tácito para quien quisiera trabajar en Muebles Carney. Marie a veces comparecía con gafas de sol para esconder un ojo a la funerala, pero nunca despotricaba de Rodney, su marido. Carney, ni que decir tiene, era ducho en disimular su faceta delincuente. Rusty era el único que parecía ser lo que era, un simpático inmigrante del sur (Georgia) que, pese a los años transcurridos, se sentía un bicho raro en la ciudad. Que Carney supiera, al menos. Igual resultaba que Rusty era el mejor actor de todos ellos y, terminado el horario laboral, se dedicaba a la neurocirugía o a dirigir SPECTRA.

Otra sirena pasó por Morningside Avenue.

—¿Es resistente? —preguntó Charlie Foster—. Me gustan los asientos resistentes.

Tocó el reposabrazos izquierdo como quien empuja una cucaracha con el zapato para asegurarse de que está bien muerta.

—Como el acorazado Missouri, guapo —dijo Larry—. Lo barato siempre sale caro, ¿verdad? Egon les pone un precio de fábrica atractivo porque luego sale ganando en fidelidad. Y nosotros tenemos la misma filosofía. Pero siéntate, hermano, siéntate.

Así lo hizo Charlie Foster, y pareció que se fundía con el sillón. Quitándose de encima años de preocupaciones, a juzgar por su semblante.

«Cliente en el bote». Carney volvió a su despacho. Había comprado la nueva silla ejecutiva en abril y pintado las paredes por Navidad, pero el despacho había visto muy pocos cambios a lo largo de los años. El diploma de la escuela de negocios colgaba del mismo clavo, la foto con el autógrafo de Lena Horne seguía en su lugar de honor. El negocio iba bien. Los extras por su faceta de perista les habían permitido a Carney y Elizabeth comprar la vivienda de Striver’s Row y abandonar el angosto apartamento donde habían vivido hasta entonces. Hizo posible también la ampliación de Muebles Carney, ocupando la antigua panadería de al lado, y los ayudó a capear bastantes temporales. ¿Y además adquirir el 381 y el 383 de la Ciento veinticinco Oeste? Pues ahora la tienda era todo eso. Carney le compró los dos edificios a Giulio Bongiovanni la primera semana de enero de 1970. Estreno de una década llena de promesas.

Si alguien le hubiera dicho, cuando firmó el contrato de arrendamiento, que un día sería propietario del local, Carney lo habría mandado a freír espárragos. Carmen Jones se estaba estrenando un poco más abajo, en el hotel Theresa, y Carney, con las llaves en la mano por primera vez, pensó que todo el barullo y las luces eran por él. El local no era gran cosa, la verdad, pero quizá podía hacerte rico. Los dos primeros años fue personalmente a pagar el alquiler a las oficinas de Salerno Properties, Inc., en la Quinta Avenida, pues no se fiaba del servicio nacional de correos, como si a las 00.01 del segundo día del mes los funcionarios pudieran echar abajo la puerta y arrojar todos los muebles a la calle. Le parecía que eso de las 00.01 se le había ocurrido a alguien que conocía, o quizá a un conocido de su padre, pero ahora que estaba bien situado y en la madurez pensaba que era un cuento chino. Lo más probable.

Carney conoció personalmente al dueño del inmueble cuando contactó con Salerno para ampliar la tienda a la panadería de al lado. A un cliente de esta le había extrañado muchísimo encontrar la panadería cerrada a las siete y cinco, pero entonces reparó en unas piernas que asomaban desde detrás del mostrador. Por respeto a los muertos, Carney decidió esperar cuarenta y cinco minutos antes de preguntar si le alquilarían el local.

Giulio Bongiovanni dejaba en manos de sus empleados el trato directo con los inquilinos, pero hacía tiempo que sentía curiosidad por el tal Carney. El 385 de la calle Ciento veinticinco Oeste había sido un local maldito desde antes de que Bongiovanni se hiciera cargo de la empresa inmobiliaria de su padre. Dos tiendas de muebles, una de ropa de caballero, dos zapaterías y otros negocios habían quebrado no mucho después de firmar el contrato, y la mala suerte se había cebado también con los propietarios incluso después de desalojar el local. Tipos de cáncer de los que uno jamás había oído hablar y que afectaban a partes de la anatomía de las que uno tampoco había oído hablar nunca, divorcios que durante generaciones serían tema de estudio en seminarios de derecho de familia, toda una serie de condenas de prisión. Otro fue aplastado por un objeto grande enfrente de un convento.

—Al final hasta me daba miedo alquilarlo —le dijo Bongiovanni a Carney.

—A mí me está bien —dijo Carney.

El otro le dedicó una mirada tipo «Nunca había visto a un negro como usted», experiencia que no era nueva para Carney. Suponía que, en general, era algo que últimamente ocurría con mayor frecuencia. Cafeterías, la cabina para votar, y de un día para otro ves a un negro regentando un próspero negocio de muebles en Harlem.

—Más que bien —dijo Bongiovanni, y autorizó a Carney a tirar la pared que separaba su tienda de la panadería.

Las raíces de Giulio Bongiovanni en la Ciento diez se remontaban a cuando East Harlem era la mayor Little Italy a este lado del Atlántico. Él hablaba como un tío del barrio, pero se distinguía por sus ajustados polos de poliéster y su físico de Muscle Beach. Preguntado acerca de su régimen, Bongiovanni lo atribuía al pensamiento positivo y a Jack LaLanne, cuyo programa veía a diario, así como a ciertas vitaminas que le enviaban cada mes. «No critiquéis el Glamour Stretcher de LaLanne —decía, posando con un giro de cuarenta y cinco grados—. No es solo para las señoras, como podéis comprobar vosotros mismos».

Su abuelo había regentado dos colmados en Madison y su padre había comprado el 381 y el 383 de la Ciento veinticinco Oeste como inversiones cuando los judíos abandonaron el barrio en pleno cambio. Ambos colmados seguían funcionando bien, aunque los Bongiovanni ya no vivían en el mismo inmueble. Terminada la Segunda Guerra Mundial se habían mudado a Astoria, en Queens, y ahora Bongiovanni pensaba marcharse para siempre de Nueva York. «La ciudad se está yendo al carajo —le dijo a Carney cuando este le propuso el acuerdo comercial—. Drogas, basura… Yo me largo a Florida».

Carney se sintió halagado por el hecho de que el italiano pensara que tenía la pasta para comprar los dos edificios; le encantó que la parte blanca de la ciudad reconociera sus éxitos, pero enseguida supuso que había gato encerrado y que Bongiovanni le estaba endosando una porquería de fincas. El ansia del Ayuntamiento por declarar edificios en ruinas, alguna carísima catástrofe en el alcantarillado que pasaba por debajo, o la última versión de la Maldición de la Ciento veinticinco con Morningside haciéndose por fin realidad. Ninguna de las tres cosas resultó ser cierta, si bien la señora Hernández del apartamento 3R del número 381 tenía una misteriosa mancha en el cuarto de baño que reaparecía cada vez que la reparaban y la repintaban, y que encima guardaba un enigmático parecido con Dwight Eisenhower. Eso sí que era una maldición. «Parece que me mira», dijo un día la mujer.

Bongiovanni le preguntó a Carney si estaba preparado para ser propietario.

—Gente llamando a todas horas, que si el agua sale demasiado fría, que si la calefacción no calienta suficiente, que si mi mujer me odia…

Carney tenía pensado darse un banquete de sus quejas y agravios como si se trataran de un enorme filete sangrante con guarnición de patatas.

—Sí —dijo.

—Así me gusta.

Cerraron un trato por los dos edificios y tres meses más tarde, estando en Miami, a Bongiovanni le dio un patatús mientras hacía su gimnasia matutina: aneurisma. La familia lo trajo de vuelta para enterrarlo junto a sus antepasados en el cementerio Calvary, en Woodside. Magníficas vistas de la autovía.

«El meneo». Así llamaba Carney a la circulación de artículos dentro de su esfera ilegal, el baile de televisores y tostadoras de unas manos a otras, entrando y saliendo de la vida de tal o cual persona a merced de brisas y ráfagas de billetes e industria criminal. Pero, claro está, el meneo determinaba asimismo el mundo convencional, era un monumento a la vida de barrios y comercios: el baile de propietarios en el 383 de la Ciento veinticinco Oeste, el trueque de personas jurídicas en las escrituras debidamente reflejado en los archivos municipales del downtown, el minué de marcas en la sala de exposición.

Muebles Carney había experimentado una transformación durante los cuatro años de la jubilación criminal de su dueño. Argent, el principal cliente de Carney, el reclamo sobre el que había levantado la tienda, fue adquirido por Sterling en 1968, que acabó eliminando todos los modelos de su catálogo dos años después. Sears absorbió Bella Fontaine para convertirse en representante exclusivo. Collins-Hathaway se pasó de la raya en su expansión al mercado canadiense y la recesión lo llevó a la quiebra. Carney conservaba en su despacho, a modo de souvenir, la placa de Vendedor Autorizado de la marca.

Para llenar el hueco en su inventario, Carney firmó con DeMarco, la filial norteamericana de la gran compañía noruega Knut-Bjellen, cuya especialidad del momento se anunciaba como «componentes para un estilo de vida», muebles bajos, cuadrados, en tonos tierra. Estudios de mercado advertían del recelo del consumidor estadounidense por los productos que sonaran a «extranjero», de ahí que DeMarco decidiera rebautizar su catálogo para el mercado norteamericano: su línea de sofás modulares pasó a llamarse Pionero, y su sillón reclinable, el Guante (se entiende que de béisbol). Como el producto tenía salida, a Carney le daba igual el nombre que le pusieran.

Lo que sí le fastidiaba eran las fotografías de los folletos y el catálogo de DeMarco, con aquellas cumbres nevadas y los refugios de montaña. Una prodigiosa lumbre en el hogar; alrededor del mismo un despliegue de componentes para un estilo de vida en tonos teja y mostaza; y, sobre la alfombra de pelo largo, señoras blancas con manguitos peludos y tíos blancos con jersey de cuello alto, todos con cara de estar en el séptimo u octavo cielo. Carney no era de encasillar a la gente, pero se preguntaba cuántos de sus clientes iban a verse reflejados allí. ¡Menuda alfombra!

«Bienvenidos a mi chalet», solía decir Carney cuando llegaba el nuevo catálogo de DeMarco.

«Esperamos que os guste la fondue, negratas», añadía el primo Freddie desde el más allá.

Otra sirena. En el interior de Muebles Carney se desarrollaba un negocio, un negocio legal, pero en la calle regían las normas de Harlem: todo era impredecible, ruidoso, más banal que un pariente fracasado. Las sirenas corrían de un lado a otro de las avenidas con la misma regularidad que el metro, a todas horas, según el horario de las desgracias. Si no era un coche patrulla acudiendo a algún tumulto, era una ambulancia rumbo a lo que el destino hubiera decidido. Un camión de bomberos acelerando para llegar a una vivienda desocupada antes de que las llamas devoraran toda la manzana, o en ruta a un edificio de seis plantas al que un pirómano había prendido fuego para cobrar el seguro, con una docena de familias dentro.

El padre de Carney había incendiado algún que otro edificio en sus tiempos. Así pagaba el alquiler.

La de ahora era una sirena de coche patrulla. Carney se acercó a la ventana y se unió a Larry y Charlie Foster. En la acera de enfrente, dos agentes de policía blancos estaban arrinconando a un joven con cazadora vaquera y pantalones acampanados rojos, el vehículo policial varado en la acera. Los agentes lo empujaron contra el escaparate de Hutchins Tobacco, conocido por vender cigarrillos de contrabando y por su problema con las plagas. El papel matamoscas estaba atiborrado durante todo el año, no quedaban plazas libres, las chocolatinas del mostrador de chuches repletas de gorgojos. Hutchins echó el cerrojo a la puerta y miró airado desde detrás del cristal, los brazos en jarras.

El tráfico peatonal de la Ciento veinticinco daba un rodeo para evitar esta obstrucción. La mayoría de la gente no se paraba; una agresión no tenía nada de especial. Si no era allí, sería en cualquier otra parte. Pero la cacería ponía nerviosa a la gente y alteraba su rutina. Hacían un alto, comentaban la jugada en voz baja, abroncaban y hostigaban a los policías con preguntas aun manteniendo la distancia, lo que no era sino una prueba del miedo que tenían.

El más alto de los dos polis hizo que el detenido separara las piernas y le palpó el interior de los muslos.

—¿Qué? ¿Tocándole el paquete? —gritó un mirón.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Carney.

—No sé. Lo han parado como si acabara de robar un banco —dijo Larry.

—Estarán buscando Panteras Negras —dijo Charlie Foster.

—Ejército Negro de Liberación —le corrigió Larry.

—Pues eso.

Carney no quería interrumpir, ahora que tenían a un cliente en el bote, pero la discrepancia entre los Panteras y su ramificación el BLA (Ejército Negro de Liberación) no era un simple problema de nomenclatura. La disputa filosófica abarcaba el temperamento de la calle, la actual postura de las fuerzas del orden con respecto a Harlem, y todas las sirenas. Bien mirado, quizá lo abarcaba todo.

—Reforma frente a revolución —le explicó Carney a su hijo John. Dos semanas y media antes, el 12 de mayo. Acababa de conocerse el fallo del proceso contra los 21 Panteras Negras y el chaval tenía preguntas que hacer—. Es como en mi tienda —dijo Carney—. La reforma cambia lo que ya existe para mejorarlo, como tapicerías a prueba de manchas o patas con ruedas, y también patas con ruedas provistas de freno. La revolución es cuando lo tiras todo por la borda y empiezas de cero. ¿Te acuerdas del sofá cama Castro?

John asintió. No había forma de escapar a los anuncios de televisión.

—Pues ese mueble es revolucionario —dijo Carney—. Toma todo lo que sabemos sobre el acto de dormir, y sobre el espacio, y lo pone patas arriba. ¿Sala de estar? ¡Pum! Ya tienes otro dormitorio. —Hizo una pausa—. ¿A que no sabías que el inventor de la cama convertible fue un negro?

John negó con la cabeza.

—Leonard C. Bailey, empresario y manitas. En 1899 registró una patente que las fuerzas armadas fabricaron en masa. Búscalo y verás. La revolución.

Había entrado en esa fase en la vida de un hombre de color en la que, a veces, lo único que le hacía levantarse de la cama era la perspectiva de compartir historias de Precursores Negros e ignorados visionarios de su raza.

John asintió vagamente. Carney puso la directa.

—Los Panteras están abriendo bancos de alimentos, tienen un programa de desayuno gratis, asesoría legal: reforma. El BLA, en cambio, quiere cargarse todo el sistema.

—Si son reformistas, entonces ¿por qué unos Panteras intentaron volar el metro?

—Que la policía dijera eso, no significa que fuera así.

Aquella tarde el juicio más largo y más caro en la historia de la ciudad de Nueva York había llegado a su fin con una sorprendente sentencia absolutoria. Los 21 Panteras habían sido arrestados dos años atrás, delatados por policías encubiertos que se habían infiltrado en la organización. Se enfrentaban a ciento cincuenta y seis condenas de intento de asesinato e incendio premeditado, etcétera, en una conspiración para volar el Jardín Botánico del Bronx, varias comisarías de policía, unas cuantas líneas de metro y, ya que estaban, comercios como Alexander’s, Korvettes o Macy’s. Lo de las tiendas, presumiblemente, era un toque anticapitalista, pero no estaba claro qué tenían los Panteras contra las flores.

John preguntó si también querían poner una bomba en la tienda de Carney, y Carney le dijo que seguramente había muchas tiendas de blancos que volar, antes de que pensaran en la suya.

El jurado necesitó noventa minutos para deliberar y otros veinte para leer los ciento cincuenta y seis «no culpables».

—Los agentes infiltrados se lo habían inventado todo.

Un humillante revés para Frank Hogan, el fiscal del distrito de Manhattan. ¿Adónde iremos a parar, si ya no puedes cepillarte a un hatajo de negros?

—¿Y la poli por qué mintió? —dijo John.

—¿Por qué mentimos todos? —Había cosas que un muchacho debía averiguar por sí mismo.

Carney intentó imaginarse de chaval, haciéndole preguntas sobre política a su padre. Inconcebible. Big Mike Carney tenía etiquetado el movimiento por los derechos civiles —«esos presuntos hermanos virtuosos»— como compañeros de estafa. ¿Con cuánto arramblaban cuando tendían la mano para recibir donaciones con que montar un comedor comunitario? ¿Cuánto se embolsaban de los gastos generales al cortar la cinta en la inauguración de un nuevo centro recreativo? Uno vive de chanchullos y empieza a ver las posibilidades por todas partes, esa pequeña hendidura en la que un tío emprendedor podría hacer palanca.

Para ser un chico negro de Manhattan, la ingenuidad de John resultaba bastante estimulante. La lucha por la supervivencia te hacía pensar rápido; John se tomaba su tiempo para analizar las cosas desde todos los ángulos posibles, reivindicando como un derecho propio el lujo de la reflexión. A veces Carney lo veía como una versión del chico que él podría haber sido de haberse criado en otro sitio, en un piso donde hubiera algo para merendar al volver del colegio, con una madre para recibirlo, una madre que no hubiera muerto joven; un padre que no fuese un chanchullero. A Carney le gustaba que hubiera una versión de ese chico en alguna parte, aunque pudiera no ser él.

May había salido a su madre, chillona y segura de sí misma, una quinceañera dura como el pedernal. Una semana después del proceso a los 21 Panteras, Carney y los críos estaban desayunando en el comedor. Para ejercitar músculo paternal, Carney había decidido saltarse su visita diaria al café Chock Full o’Nuts y pasar un rato con John y May antes de que se fueran a la escuela.

May dio unos golpecitos en el periódico.

—Estos tíos son la leche —dijo.

Carney cogió el Times. Alguien se había atribuido el tiroteo contra la policía del miércoles por la noche. Dos agentes que vigilaban el apartamento del fiscal de distrito Frank Hogan estaban en estado crítico tras ser ametrallados desde un coche por «dos jóvenes varones negros». Hogan tenía protección policial desde el verano anterior, cuando alguien lanzó un cóctel molotov contra la casa de John Murtagh. ¿Y quién era John Murtagh? El juez del caso de los 21 Panteras.

La víspera, los tipos en cuestión habían dejado paquetes en el edificio del New Tork Times y en las oficinas de la emisora WLIB en el Theresa, a un paso de la tienda de muebles. Los paquetes contenían una bala del calibre 45, placas de matrícula del coche identificado en el ataque y una nota:

19 de mayo de 1971

Todo el poder para el Pueblo

He aquí las placas que buscaban los cerdos de la fascista policía estatal. Las enviamos a fin de exhibir la fuerza potencial de los pueblos oprimidos por conseguir una justicia revolucionaria.

Los matones de este gobierno racista volverán a saber lo que son las armas de los pueblos oprimidos del Tercer Mundo mientras sigan ocupando nuestra comunidad y asesinando a nuestros hermanos y hermanas en nombre de la ley y el orden estadounidenses. Así como los marines y el ejército fascistas ocupan Vietnam en nombre de la democracia y asesinan a vietnamitas en nombre del imperialismo estadounidense y hacen frente a las armas del ejército vietnamita de liberación, así también las fuerzas armadas nacionales del racismo y la represión deberán hacer frente a las armas del ejército negro de liberación, que en la tradición de Malcolm y de los verdaderos revolucionarios harán justicia de verdad. Nosotros somos la justicia revolucionaria.

Todo el poder para el Pueblo

Justicia

La redacción daba pena pero Carney pilló lo esencial.

—Militantes —dijo.

—Alguien tiene que decirlo —intervino May—. Vietnam. El gueto. Todo es lo mismo.

—Está claro que el gran hombre no se aburre.

—No tiene gracia. —May le devolvió el periódico de mala manera.

—Yo no me estoy riendo.

—¿Has comprado las entradas?

Carney dio un respingo.

—Ya te dije que se habían agotado, cariño.

—Dijiste que conseguirías unas.

John pasó la punta de un lápiz por un laberinto en la parte posterior de la caja de cereales Honeycomb.

La noche siguiente hubo otro ataque, esta vez con éxito. El sábado por la mañana Carney estaba siguiendo los acontecimientos en la emisora 1010 WINS. «Todas las noticias. A todas horas». El locutor mencionó las Colonial Park Houses de la calle Ciento cincuenta y nueve. Carney tenía clientes que vivían allí, había enviado artículos. Pasadas las diez de la noche del viernes los agentes Waverly Jones y Joseph Piagentini estaban volviendo a su coche patrulla cuando cayeron en una emboscada. Jones era negro; recibió dos disparos. Piagentini, el blanco, recibió ocho. Tía Millie tenía turno en el Harlem Hospital cuando los entraron en camilla de ruedas. «Medio despanzurrados, estaban». El alcalde Lindsay asistió a los funerales; en las noticias se le veía muy compungido.

El Departamento de Policía de Nueva York calificó su respuesta al ataque de «exhibición de fuerza». «Un puto asedio, eso es lo que fue —lo describió un hombre que estaba pagando una bolsa de rosquillas en la cola de Chock Full o’Nuts, justo delante de Carney—. Yo estuve en la guerra». Policías apostados en las esquinas, un contingente espectacular de coches patrulla recorriendo las calles, seguidos de coches policiales camuflados como protección extra. Redadas nocturnas. Detuvieron a muchos activistas y figuras del movimiento en las listas del downtown. A Carney aquello le recordó los disturbios del 64, o los del 68 tras el asesinato de Martin Luther King. Había una línea directa para llamar a la policía si alguien tenía información.

Al principio en el 240 de Centre Street minimizaron la participación del BLA. Pero ahora, se fijó Carney, la daban por cosa hecha. En días subsiguientes hubo otros tres ataques, no letales, contra agentes de policía; ¿el mismo grupo, o unos imitadores? Edward Kiernan, director de la Patrolmen’s Benevolent Association, mostró en televisión la camisa del agente Piagentini, perforada por balazos, y suplicó a todos los agentes de servicio que llevaran escopeta. «Con una pistola —dijo— hay cinco probabilidades contra una de que erréis el tiro, pero con una escopeta las probabilidades de dar en el blanco son de noventa y nueve contra una».

Eso era animar al linchamiento. Percy Sutton le dijo que parara. Sutton —aviador de Tuskegee, abogado de Malcolm X y actual presidente del distrito de Manhattan— habría hecho poner los ojos en blanco a Big Mike. «Esto es Nueva York, no Alabama —dijo—. Aquí no utilizamos la “justicia de las balas”».

Pasaron los días. La cacería continuaba. Las sirenas, también.

Primera semana de junio. Inicio de otro bochornoso verano neoyorquino. El aparato de aire acondicionado que había encima de la puerta principal resollaba y tosía como un autobús urbano, pero cumplía su cometido.

Debajo del aparato se estaba fresco. Carney, Larry y el señor Foster se apretujaban en ese espacio. Carney supuso que entre la gente que había en la otra acera se contaban diversas facciones del uptown: simpatizantes del movimiento, jóvenes ebrios de contracultura, gente con ideas revolucionarias que no veían con buenos ojos que alguien le disparara a un poli por la espalda, y luego los que querían ir a su bola y a quienes les tocaba los cojones verse metidos en aquel follón. Como el señor Charlie Foster, cuyo gesto se iba torciendo a la vista del espectáculo.

Un Plymouth marrón oscuro dobló la esquina de Morningside e hizo sonar la bocina; los transeúntes huyeron en desbandada. El coche se arrimó al bordillo y de sus entrañas salieron dos blancos vestidos de civil. El detenido sacudía la cabeza mientras le gritaban.

—Cerdos —dijo Larry.

—En mis tiempos —dijo Foster—, al que pillaban diciendo eso lo dejaban tullido.

—Bueno, pues guardias —se corrigió Larry.

Los agentes esposaron al detenido. Uno de los de paisano lo agarró por el pescuezo con una mano y lo empujó hacia delante con la otra. Cuando Carney era pequeño, su padre había trabajado esporádicamente en Miracle Garage. El dueño del taller, Pat Dodds, tenía un chucho de pelo gris en la parte de atrás, y cuando el perro se cagaba donde no debía Pat lo agarraba del pescuezo y le metía el morro en la mierda. Así fue como agarró el poli al joven negro.

Por un momento a Carney le pareció que el chico le miraba, pero, tal como daba el sol en ese momento, lo único que podía ver el detenido era su propio reflejo en la luna del escaparate. Así era la luz que había en la Ciento veinticinco a esa hora del día, lo convertía todo en un espejo. Los de paisano lo metieron de malos modos en el asiento de atrás. El Plymouth dio una sacudida y se apartó de la acera. El coche patrulla lo siguió momentos después.

Un hermano alto con un sombrero blando de gamuza se había puesto a salmodiar «Power to the People», pero la cosa no cuajó. La poli se había marchado, por lo que no había razón para unirse a él. La gente movía los pies, como si el semáforo (WALK/DONT WALK) hubiera cambiado. Carney pensó: MIRE/NO MIRE.

Charlie Foster carraspeó antes de ponerse la gorra. Estaba claro, por su postura, que ya no pensaba comprar nada.

—Tengo que pensarlo —dijo.

Larry protestó; Carney se metió otra vez en el despacho. Fracaso total.

Un minuto después el señor Foster salió a la calle. A veces Carney sentía ganas de decir: «Cómprelo, maldita sea. ¡Dese un gustazo, hombre!». Algunos negros de la generación de Foster se educaron para no permitirse nada, todos aquellos Charlie Fosters que antes de que Carney naciera no habían hecho otra cosa que sacrificarse. Evocó la imagen de soledad que a Foster le esperaba al llegar a casa, pero luego se contuvo. Podía ser que Foster fuera la mar de feliz, que al abrir la puerta unos críos se lanzaran a sus brazos para que él los levantara como si fueran pesas. Carney no sabía nada de esos hombres, de las decisiones que tomaban y de sus consecuencias. Solo sabía que buscaban un sillón cómodo. De vez en cuando Carney confundía un temor personal con una condición universal.

Cogió los rótulos de REBAJAS DEL DÍA DE LOS CAÍDOS que tenía encima de la mesa y los tiró a la papelera. La venta había ido de maravilla y pensaba repetir las rebajas cada año. Cuando Carney se enteró de que iban a cambiarle el nombre al Decoration Day y que en lugar del 30 de mayo a partir de ahora sería el último lunes del mes, no le vio el menor sentido. Las ganancias le dieron un alegrón, eso sí. Cuando el fin de semana tiene tres días y hay mucho tiempo libre, uno a veces se pone a pensar en comprar cosas para la casa. Era la primera vez, que él recordara, que estaba de acuerdo con una medida del gobierno.

Encima de su mesa, a la izquierda de la ventana que daba a la sala de exposición, tenía colgada la foto Polaroid que Rusty les había hecho a Elizabeth, los críos y él delante de la tienda en 1961. May tenía entonces cuatro años, John tal vez dos. Independientemente de la fecha, en las fotos Elizabeth siempre estaba igual: encantadora e imperturbable. Había sido un bonito sábado, los cuatro disfrutando de la mutua compañía y del buen tiempo. Los labios de May dibujaban una curva, como siempre que reprimía una sonrisa.

Carney no quería desilusionarla, pero se había quedado sin recursos. Llamó a Larry.

—¿Qué hay, guapo?

Carney le dijo que los Jackson 5 iban a tocar el mes siguiente en el Madison Square Garden.

—Eso va a ser la leche —dijo Larry en plan enterado. Tenía «amigos en el sector» de una anterior encarnación, y de vez en cuando les contaba a Rusty, a Marie y a él alguna historieta inverosímil. Un chisme sobre el armonicista que tocaba en el tercer LP de War, o un alto secreto («Os lo juro») sobre el dentista de Aretha Franklin.

—May lleva días pidiéndomelo.

Larry meneó la cabeza.

—Si yo pudiera ir, no me lo perdería.

Carney había hecho la ronda habitual. El Club Dumas fue un fracaso. Información confidencial sobre legislación pendiente de ser aprobada, sobre a quién sobornar en el downtown, sobre cuándo era mejor pagar en metálico o pagar en influencias; para todo esto los miembros del Dumas eran perfectos. Pero en cuanto a entradas para los Jackson 5, poco podían hacer. Lamar Talbot, al que algunos llamaban «el Clarence Darrow negro» por ningún motivo que Carney hubiera podido descubrir, había representado al Garden en un pleito por homicidio imprudente. Obrero de la construcción muerto mientras ponía los cimientos, un abogado afroamericano tal vez serviría para limar asperezas. Pues nanay. «Yo les salvo el pellejo y mira cómo me tratan».

Se acordaba concretamente de Kermit Wells alardeando de que Berry Gordy, el padre de Motown Records, era primo carnal suyo. Lo acorraló después de unos tragos de whisky escocés. Wells puso la excusa de que Carney lo habría oído mal; una amiga de su mujer estaba emparentada con Berry Gordy, pero resulta que ahora la amiga y su mujer estaban enfadadas. Aparte de que, si él tuviera enchufe, añadió Kermit, las entradas se las quedaría para él.

Leland Jones, el suegro de Carney, maquillaba las cuentas de gente diversa relacionada con el espectáculo —abogados, gerentes—, gente que le conseguía localidades de primera fila de platea desde hacía un montón de años. Carney entró a matar, aunque para ello tuvo que tragarse una buena dosis de orgullo. Por el bien de May. Últimamente, cada vez que oía la voz de Leland, Carney comprendía hasta qué punto los años habían hecho mella en su suegro. ¿Lo había despreciado, Carney, antaño? A estas alturas esos sentimientos estaban de más. Le preguntó por sus contactos en el mundillo.

—Hace bastante tiempo que no hablo con Albert —dijo Leland—. Y Lance Hollis falleció hace unos años.

A Carney empezaba a darle miedo poner la radio, no fuera que una de las malditas canciones del grupo le recordara su fracaso personal. ¿De quién se olvidaba?

Munson, claro. Cuánto tiempo…

Normalmente, Carney dejaba un mensaje cuando telefoneaba a la comisaría del Distrito 28. Munson era un andariego. Esta vez contestaron al tercer tono.

—¿Alguien ha visto a Munson? ¿Quién le llama?

Otra sirena. Carney dio su nombre.

Munson se puso al teléfono.

—Carney —repitió, como si no acabara de ubicarlo. La voz del inspector sonó como un arañazo—. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?

Y de esa manera, en lo que tarda el semáforo de cambiar de WALK a DONT WALK, se quedó sin su jubilación anticipada.

2

Carney tomó la línea 1 en la Ciento veinticinco y ocupó un asiento en el lado este del vagón. El viaducto de Manhattan elevaba las vías del tren cincuenta y un metros por encima de Broadway y la Ciento veinticinco, y si no ibas con la nariz pegada a un libro, el periódico, o una manoseada libreta con la lista de cosas de las que te arrepentías, la vista era un agradable alivio temporal al siniestro túnel del metro. Para Carney no tenía el menor encanto. Si se sentaba en el lado contrario podía ser que viera su antiguo domicilio, en diagonal respecto a las vías, que durante muchos años lo había convertido en espectador cautivo del show de larguísima duración que constituía el viaducto en sí. Era siempre el mismo número repetido sin variación alguna, el telón subiendo múltiples veces cada hora, una implacable exploración —vía coreografía y ruidos— de un único tema de la condición humana: «No puedes permitirte una vivienda mejor».

Y venga ruido. Ya no cogía la línea 1 tan a menudo, desde que se habían mudado a Strivers’ Row, junto a la Séptima. Había transcurrido tiempo suficiente como para que ahora asociara el metro que pasaba por encima de la Ciento veinticinco con aquella etapa delincuente de su vida y las continuas complicaciones que entrañaba. Un día era una entrega con un ladrón demasiado temeroso de que lo vieran por la calle, al siguiente una transacción con un tratante de diamantes paranoico que concertaba los encuentros como si estuviera en una película de espías. Era un alivio no tener ya que ver con aquella clase de individuos, el mundo clandestino y sus estúpidos rituales.

Carney se negaba a inferir de ello que mudarse a Strivers’ Row le hubiera hecho abandonar esa vida. Que era tan débil de carácter que un poco de respetabilidad le había hecho renunciar a su estilo, le había hecho pensar que ahora estaba por encima de los elementos delictivos de donde procedía. Para ocultar sus orígenes haría falta algo más que una señorial fachada de ladrillo amarillo y piedra caliza.

Elizabeth nunca se quejó del primer apartamento que tuvieron. Cuando un convoy entraba rechinando en la estación de enfrente, ella esperaba a que se hubiera alejado para seguir hablando, la viva imagen de una pose regia. «Como la reina Isabel esperando a que un pedo se desvanezca en el aire», le dijo en broma Carney en una ocasión, y a partir de entonces ella arqueaba una ceja con un gesto de monárquico desdén que la hacía doblemente elegante. A ver, el piso aquel era un vertedero. Una vez salió una rata del retrete, los bigotes chorreando. Discusiones a grito pelado entre hombres y mujeres resonaban por todo el edificio. Las vibraciones del metro hacían saltar los clavos de sus agujeros. Elizabeth hizo gala de una milagrosa contención, pero a toro pasado concedía que aquel tugurio «tenía su qué».

Arquitectos famosos habían diseñado las cuatro hileras de casas de Strivers’ Row en la década de 1890. El 237 de la Ciento treinta y ocho Oeste formaba parte de una hilera de casas de estilo neorrenacentista ideada por Bruce Price y Clarence Luce; Carney fingía que había oído hablar de ellos. Encontró el anuncio leyendo el periódico. Nunca miraba las páginas de inmobiliarias, pero ese día sí. Cuando vieron por primera vez el número 237, vacío de muebles, con halos polvorientos allí donde había habido cuadros y fotografías, silencioso a excepción de alguna que otra insolente tabla del suelo, Elizabeth dijo: «Yo aquí podría perderme», con una exquisita mezcla de anhelo y pertenencia. Podía ser suyo y ya lo había sido: Elizabeth se había criado en la otra parte del callejón, en la Ciento treinta y nueve, en una vivienda con idéntica planta cinco casas más abajo. El mismo diseño pero con la distribución totalmente cambiada. Ella había abandonado aquella zona elegante de Harlem para estar con él. Volver a este sitio era… ¿qué? Una vuelta al hogar y a la vez una recompensa por su amor y su paciencia. Naturalmente la iban a comprar. ¿De qué servía una empresa criminal en auge, complicada por reiterados brotes de violencia, sino para hacer feliz a tu mujer?

Una noche, poco después de la mudanza, Carney llegó tarde a casa después de haberse reunido con Church Wiley, un experto en alunizajes que operaba en Baltimore e intentaba colocar la mercancía en Nueva York. Material de primera, siempre muy problemático. Cuando Carney tenía que pagarle la rutina era bastante barroca: llamar dos veces a la puerta del final del pasillo de la quinta planta de un edificio abandonado en la Ciento sesenta y siete; salir por la parte de atrás del Blue Eyes en St. Nicholas con la Ciento cincuenta y seis, tirar una rosa al cubo de la basura abollado y contar hasta cien…

Esta vez Church llegó con dos horas de retraso y Carney hubo de esperar en lo que dedujo que era un narcopiso recientemente desocupado tras una redada de la policía o un triple asesinato. Dentro del destartalado lugar

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