Ébano (Enfrentados 2)

Mercedes Ron

Fragmento

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Prólogo

Temblando cogí la pistola que Marcus me tendía. Lo sabía todo sobre ella: cómo cargarla, cómo desarmarla, el nombre exacto de cada parte que la conformaba..., pero nunca la había entendido como la entendí en los minutos que siguieron a aquel momento.

Y todo porque él nunca debió estar allí.

Nos habían engañado y ahora... Ahora todo estaba a punto de irse a la mierda.

Le había dicho a Sebastian que estaba lista para morir, que no me importaba perder la vida si al hacerlo conseguíamos nuestro objetivo, que me daba igual morir por una buena causa, pero ahora que tenía el arma delante... Me sorprendió no temer tanto por mí, sino por él...

—Vamos a jugar a un juego, ¿os parece? —dijo Marcus, sonriendo de aquella manera infantil que me provocaba escalofríos.

Mis ojos se apartaron del arma y subieron hasta encontrarse con los de Sebastian.

Todavía no entendía cómo demonios había conseguido llegar hasta allí, aunque las heridas en su rostro y en su abdomen dejaban claro que había tenido que pasar por un infierno hasta encontrarme.

¿Por qué me sorprendía? Me había dicho que lo haría..., que, si las cosas se desmadraban, entraría en persona a sacarme de allí.

Y lo había hecho.

—¿Quién quiere empezar? —dijo Marcus, cogiendo la pistola de entre mis dedos y colocándola en el centro de la mesa. La giró con un movimiento seco y, cuando el arma se detuvo, su sonrisa se agrandó hasta ocuparle toda la cara—. ¿Las damas primero?

Negué con la cabeza.

—Por favor... —le supliqué con la voz rota.

—Hazlo o seré yo quien le pegue un tiro, y no será directamente en la cabeza, no; sino que empezaré por una pierna, luego otra, luego en las costillas y en cualquier parte que se me antoje hasta que me supliques a gritos que lo mate deprisa.

Conteniendo las lágrimas, cogí la pistola de la mesa y la levanté con manos temblorosas.

—A la cuenta de tres... ¿de acuerdo?

Nuestras miradas se encontraron... La mía estaba horrorizada; la de él, calmada como el océano en un día de verano.

—Uno —dijo aquel cabrón hijo de puta.

Sebastian asintió dándome ánimos.

—Dos.

—No puedo... —dije llorando, mientras bajaba la pistola.

Pero Marcus me levantó el brazo con fuerza. Me apretujó los dedos y me obligó a apuntarle a la cabeza a la persona de la que estaba enamorada.

—Hazlo, elefante...

Negué con vehemencia y los dedos de Marcus me hicieron daño al apretarse con más fuerza contra el hierro del arma de fuego.

—Tres.

El estruendo del disparo me hizo cerrar los ojos y gritar.

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1

MARFIL

¿Alguna vez habéis tenido una pesadilla y muy en el fondo de vuestra mente habéis sabido que todo lo que estaba ocurriendo a vuestro alrededor era un sueño, que no era real?

Así era exactamente cómo me sentía. Mientras esperaba a que el avión que me llevaba al infierno aterrizase por fin, mi cerebro intentaba con todas sus fuerzas despertarme de una vez, pero mi mente se estaba tomando su tiempo...

Me pellizqué con fuerza hasta casi hacerme daño. Mis ojos miraron fijamente la marca roja que había dejado en la piel blanquecina de mi brazo y mis ojos volvieron a inundarse de lágrimas; más que ayudarme a desahogarme, lo único que hacían era llenar de agua el pozo donde me habían metido.

Si tres meses antes alguien me hubiese dicho que mi padre era traficante, me habría reído en su cara. Si tres meses antes alguien me hubiese dicho que iban a intentar matarme no una, sino tres veces, habría buscado la cámara oculta. Pero si tres meses antes alguien me hubiese dicho que iba a enamorarme..., lo habría escuchado con atención. Eso sí era algo que quería, que esperaba desde hacía años, pero nunca me hubiese creído que iba a enamorarme de un delincuente.

Delante de mí pude ver a Sebastian, que me había estado mirando desde la distancia mientras subía al avión privado de Marcus Kozel. Una parte de mí esperaba que Sebastian acabase con todo aquello, que fuese una trampa y que en cualquier momento me rescatase para meterme en el coche y llevarme lejos de aquella locura. Pero no lo hizo.

Me permití mirarlo una última vez antes de entrar en el avión.

Serio, como siempre, me miró desde donde estaba como si nada de todo aquello fuese con él. ¿Cómo podía ser tan hermético? ¿Cómo demonios podía entregarme a mi peor enemigo y seguir con su vida?

No quise darle muchas más vueltas.

Sebastian Moore, al igual que el resto de los hombres en mi familia, estaba muerto para mí.

En el avión, aparte de la tripulación, había dos hombres enchaquetados que supuse que serían mis guardaespaldas a partir de entonces. Ninguno quiso darme muchas explicaciones sobre cuáles habían sido las órdenes de Marcus, y yo, estando como estaba, tampoco quise insistir demasiado.

Dos SUV de color negro nos esperaban nada más aterrizar. Tardamos unas cinco horas en llegar y, en cuanto bajamos, comprendí que lo que había ocurrido hacía dos noches había sido tan serio como había imaginado. Uno de los guardaespaldas que esperaba a que bajara del avión se me acercó para presentarse como el jefe de seguridad de Marcus Kozel.

—Bienvenida a Miami, señorita Cortés —dijo mientras se quitaba las gafas de sol negras y me tendía la mano.

Se la estreché sin mucho entusiasmo y observé a mi alrededor, a la vez que el calor seco creaba una capa fina de sudor en mi frente.

—El señor Kozel no llegará hasta esta noche, nos ha pedido que la llevemos directamente a casa.

Me hirvió la sangre al oírlo hablar de Marcus como si fuera mi jefe, como si yo fuera suya y pudiera ordenar cuándo y adónde debían llevarme.

No dije nada, simplemente subí a la parte trasera del todoterreno y empecé a idear algún plan para escaparme. Tenía miedo, no quería ver a Marcus y solo con imaginar que volvíamos a estar a solas me ponía a temblar.

Iba a tener que ser fuerte. Mi padre no me dejaría allí mucho tiempo, vendría a buscarme, me llevaría a casa y allí solucionaríamos el tema de las personas que intentaban matarme, ¿verdad?

Aunque pensar en volver a esa casa con la persona que me había mentido desde que nací, con un delincuente que seguramente había sido el responsable de la muerte de mi madre..., hizo que se me revolviera el estómago.

«Respira hondo, Marfil...», pensé.

El trayecto hasta el puerto duró unos veinticinco minutos. Allí nos subimos a un barco pequeño, pero muy elegante y tardamos veinte minutos más hasta llegar a Fisher Island.

Yo nunca había estado en Miami; en verano me quedaba en casa o me iba a pasar unos días a Los Hamptons con amigos, pero tenía que admitir que era un lugar precioso. El cielo era de un increíble color azul claro, sin ninguna nube que se interpusiera entre el sol y la gente que deseaba pasar unas buenas vacaciones. Había palmeras por todas partes y, miraras donde miraras, veías cochazos.

La opulencia

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