Siempre estarás tú (Alice y Lucas, una historia de amor 1)

Francesco Gungui

Fragmento

1

Dicen que lo que uno desea demasiado nunca llega, y que cuanto más te preparas para algo más se aleja de ti. Esta teoría se aplica también en sentido inverso: si ruegas con todo tu corazón que algo no pase, puedes tener la certeza de que no tardará en pasar. Y de nada vale hacerse el listo fingiendo que se quiere algo que en realidad quieres evitar a toda costa. Lo mejor que se puede hacer es no pensar. Es una lástima que yo no lo consiga…

—¿Sabes qué tienes que hacer? —me pregunta Luca a las puertas del instituto.

—Dímelo tú.
—Imagínate todas las posibilidades y prepárate para todas. —¡Pero yo no quiero estar preparada, quiero que las cosas salgan como yo digo!

—Eso no puedes decidirlo tú.
—Verás, hay dos posibilidades: si me ha ido bien, fenomenal, mañana estaré en un tren hacia Génova, y dentro de dos días, en Cerdeña, sin mis padres, sin mi hermano, solo con mis amigas. En

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cambio, si me ha ido mal, me pelearé durante un mes con mis padres, y dentro de un mes estaré en un camping en Pulla.

—Vale, pues míralo así: por mal que te vayan las cosas, te pasas el verano con tus padres y dentro de diez años tendrás una anécdota más que contar a tus amigos.

—Menuda anécdota…
—Lo digo en serio. Imagínate dentro de diez años.
—Luca, tu teoría no sirve.
—Conque no, ¿eh?

Luca es mi expendedor automático de teorías. Es como una máquina de café: unas veces se queda con tus monedas y otras se le acaba el café o las cucharillas, pero lo bueno es que siempre está encendida, las veinticuatro horas del día. Diría, sin embargo, que hoy se le han terminado las cucharillas, el azúcar, el café y los vasos. Lo único que ha hecho es escupir un poco de agua hirviendo. Puede darme todas las explicaciones que quiera, pero hay una sola cosa cierta: como repita curso, será el fin.

—¿Tú crees en el destino?

Vuelve a intentarlo.
—¿Quieres decir que mi destino es repetir curso? Gracias, bonito detalle de tu parte…

—No, eso no. Lo que quiero decir es que creo que las cosas tienen un sentido por sí mismas, mientras que nosotros solo vemos el sentido que queremos darles.

—Eso suena bien, lo reconozco.
—¿Te acuerdas de aquello sobre el Paraíso?

La teoría de Luca sobre el Paraíso es la siguiente: la felicidad eterna es un camelo. El Infierno: tiempo perdido. Lo mejor es el Pur

gatorio, porque no es infinito. Como la vida en la tierra. Conclusión: la vida en la tierra es el Purgatorio.

—Lo recuerdo.
—Entonces, si las cosas te van mal, podrás darte otra vuelta por el Purgatorio.

—Después de todo, es el mejor de los tres.
—¡Exactamente!
—Luca, ¿crees que me harán repetir curso?
—Ali, no lo sé.
—Uf, como me hagan repetir curso vaya asco… Encima, ya no estaríamos en la misma clase…

Un grito interrumpe nuestra conversación. Todos se lanzan hacia la entrada del instituto. La doble puerta se abre despacio y los alumnos invaden el vestíbulo en masa. Las notas ya están en los tablones.

2

or favor: no. Ya, es inútil rogar, es más, si lo hago me gafo. Tengo que fingir indiferencia. Me catapulto al vestíbulo, pero hay al menos un centenar de alumnos delante de los tablones. Unos pegan saltos y gritos de alegría, y otros agachan la cabeza. Alguno da un puñetazo contra la pared y maldice. Bien, ya estoy, dentro de poco yo también me pondré a gritar de alegría o a maldecir.

Me acerco con paso firme y trato de abrirme camino entre la multitud. Imposible, no consigo pasar.

Entonces me arrodillo y avanzo a gatas; me dan puntapiés y empujones, hasta que diviso las patas de hierro de los paneles. Ha llegado el momento de que me levante. Lo hago y me atizan un par de codazos en la cabeza. Delante de mí hay una chica rubia que no me deja ver. Intento ponerme delante. Pongo una mano en su espalda, y ella se vuelve para dejarme pasar. Nos quedamos encajadas, barriga contra barriga, mi rodilla entre sus piernas, su cabeza junto a la mía. No sé cómo despegarme, solo lo conseguiría poniéndole las manos sobre los hombros y empujándola. Con la mirada clavada en el suelo pienso en la manera de soltarme. Pero no sé qué hacer. La mente se me ha quedado en blanco. No pienso en nada, no veo nada,

P no siento nada. Soy una autómata con una sola meta: llegar hasta esos malditos tablones en el menor tiempo posible.

Sin pensar en lo que hago, con la cabeza gacha, embisto a la última fila que me separa de los tablones, pero en el intento mi frente choca contra la barbilla de la chica.

—¿Qué haces? ¡Ten cuidado!
—¡Perdona, perdona! —exclamo enseguida. Ella ni se digna mirarme.

Una mano que sale de la nada me agarra la muñeca y un segundo después me encuentro fuera del bullicio, justo debajo de los tablones.

—¡Luca! ¿Has visto las notas?
—No, estaba tratando de desprenderte de Martina. —¿Martina?

Me doy la vuelta y esta vez veo claramente el rostro de Miss Culito de Oro, como ha sido proclamada en una pintada con letras enormes en el muro de enfrente del instituto. La observo un instante al tiempo que su expresión pasa repentinamente de la angustia a la alegría.

—¡Todos a Pulla! —grita ella alzando los brazos. —Aprobada, supongo —digo descorazonada.

Luca me mira con aire inquisitorio.
—Siempre me he preguntado por qué los institutos organizan este ritual de asalto. ¿No sería mejor que lo hicieran como hacen todo lo demás?

—¿Qué quieres decir?
—Es como si se lanzasen cubos de pintura roja desde los tejados, al azar. Al que le cae pintura, repite curso. ¿Por qué sufrir? Al fin y

al cabo, los cubos de pintura roja que llueven del cielo son los que establecen la diferencia: tú pasas, tú no. Tú eres feliz, tú no. Ahora vosotros dos os llenáis de espinillas. Aquel se enamora. Tú pierdes a un amigo. Tú ganas la lotería.

No era el momento para las tonterías de Luca.
—Oye, yo voy a mirar las notas. ¿Quieres que mire también las tuyas?

—No, no, yo me reservo la sorpresa para septiembre.
—Vale, Luca, adiós.

Tengo que dar con la hoja de mi clase, pero, por supuesto, se encuentra al menos a tres metros. Me deslizo por los tableros y hago saltar las docenas de manos que están repasando las listas de los nombres, hasta que por fin llego a la mía.

Es como en la entrada de un concierto: tú puedes pasar, tú no, y entretanto por detrás te empujan, y si después de haber hecho cola descubres que no te dejan entrar, has perdido todo ese tiempo para nada. El espectáculo tiene que empezar. «Por favor, que esté», pienso. Se encienden las luces. No estoy.

—Todos a Pulla —suspiro.

Repito curso.

3

uapa no, pero tampoco un adefesio.

A ver, no soy guapa, porque no valdría para modelo de revistas ni estoy como un tren. Tres, o quizá cuatro, deben de ser las partes de mi cuerpo que hacen que no me parezca en nada a la típica presentadora de un concurso de televisión. No soy muy alta, tengo pocas tetas y debería perder algún kilo.

«Con el culo se podría hacer algo», me repite siempre mi hermano, aunque el hecho de que un crío de trece años tenga algo que opinar sobre el tema no contribuye a aumentar mi autoestima. Por último, está el problema de la nariz, que podría definirse como peculiar, pero que la mayoría define por sus características: una patatita apenas perfilada por los lados. En fin, en conjunto, como diría mi hermano, «se podría hacer algo». Ante todo, con la elección de la ropa: los vaqueros de cintura baja me sientan bien, siempre que no los lleve muy

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