La cazadora de almas

Alyson Noël

Fragmento

Uno

Hay momentos en la vida en los que todo se detiene.

La tierra titubea, la atmósfera se congela, y el tiempo se arruga y se pliega sobre sí mismo hasta convertirse en un enorme y exhausto aglomerado.

Y eso mismo ocurre de nuevo cuando atravieso la pequeña puerta de madera del riad en el que Jennika y yo nos hemos alojado durante las últimas semanas, justo al dejar atrás el silencio del patio con aroma a rosas y madreselva para adentrarme en el caos del laberinto serpenteante de la medina.

Sin embargo, en lugar de imitar esa quietud como suelo hacer, esta vez decido seguirle el juego y probar algo divertido. Avanzo junto a las paredes de color salmón y me sitúo frente a un hombrecillo que se ha quedado paralizado a media zancada; coloco los dedos sobre el suave algodón blanco de su gandora y la giro con suavidad hasta que la chilaba queda en la dirección contraria. Luego, tras agacharme para pasar bajo un gato negro sarnoso que parece volar, congelado en medio de un salto, me detengo en una esquina y me tomo un momento para cambiar de sitio los relucientes faroles de latón que vende un anciano. Después me dirijo al siguiente puesto, donde me pruebo un llamativo par de babuchas azules y, como me gustan, dejo atrás mis viejas sandalias de cuero y un puñado de ajados dírhams como pago.

Me arden los ojos por el esfuerzo de mantenerlos abiertos, pero sé que en el mismo instante en que parpadee, el hombre de la gandora estará un paso más lejos de su destino, el gato aterrizará sobre su objetivo y dos vendedores contemplarán sus mercancías con total perplejidad. La escena retomará su caos eterno.

No obstante, cuando atisbo a la gente brillante merodeando en la periferia, estudiándome con la minuciosidad con la que suele hacerlo, me apresuro a cerrar los ojos para no verla. Espero que esta vez, como todas las demás, se desvanezcan también. Que vuelvan adonde quiera que vayan cuando no se dedican a vigilarme.

Antes creía que todas las personas vivían momentos como este, hasta que un día se lo conté a Jennika y ella, con mirada incrédula, me acusó de sufrir jet lag.

Jennika le echa la culpa de todo al jet lag. Asegura que el tiempo no se detiene para nadie, y que tenemos la obligación de acostumbrarnos a su paso frenético. Pero incluso entonces yo ya sabía que ella estaba equivocada. Me he pasado la vida atravesando husos horarios, y lo que había empezado a experimentar no tenía nada que ver con un reloj corporal escacharrado.

Con todo, tuve mucho cuidado de no volver a mencionarlo. Esperé en silencio, paciente, con la esperanza de que el momento no tardara en repetirse.

Y así fue.

A largo de los últimos años ha ocurrido cada vez con más frecuencia. Y desde que llegamos a Marruecos, he tenido una media de tres a la semana.

Un chico de mi edad pasa a mi lado y me roza con el hombro de manera deliberada; la ardiente mirada de sus ojos oscuros me recuerda que debo cubrirme bien el cabello con el echarpe de seda azul. Doblo la esquina, impaciente por llegar antes que Vane y estar en la plaza Djemaa el-Fna al anochecer. Me adentro en la plaza, donde me encuentro con una larga fila de asadores al aire libre llenos de cabras, pichones y otros animales inidentificables, cuyos cuerpos despellejados y lustrosos rotan en las espitas y llenan el aire de un humo especiado y sabroso. El hipnótico arrullo de la melodía del encantador de serpientes flota desde el lugar donde unos ancianos, sentados con las piernas cruzadas sobre gruesas alfombras, tocan sus pungis mientras las cobras de ojos vidriosos se alzan ante ellos. Toda la escena se desarrolla al ritmo hechizante de los tambores gnawa, que no dejan de retumbar al fondo, como si fueran la banda sonora de la resurrección nocturna de una plaza fascinante.

Respiro hondo y saboreo la intensa mezcla de aceites exóticos y jazmín mientras echo un vistazo a mi alrededor, consciente de que esta será una de las últimas veces que vea la plaza así. El rodaje acabará pronto, y Jennika y yo nos marcharemos a cualquier otro lugar, a cualquier otra localización que requiera sus servicios como maquilladora galardonada. Quién sabe si regresaremos alguna vez...

Me abro camino hasta el puesto de comida más cercano, el que está situado al lado del encantador de serpientes. Allí aguarda Vane. Necesito tomarme unos segundos para aplastar el irritante aguijoneo de debilidad que inunda mi estómago cada vez que lo veo. Cada vez que me fijo en su cabello alborotado rubio arena, en sus ojos azul oscuro y en la curva suave de sus labios.

«¡Idiota! —pienso mientras niego con la cabeza. Y luego añado—: ¡Estúpida!».

Sé muy bien cómo son las cosas. No puede decirse que no conozca las reglas.

La clave es no involucrarse, no permitir nunca que alguien te importe. Solo debo concentrarme en pasarlo bien y no mirar atrás cuando llegue el momento de partir.

El hermoso rostro de Vane, al igual que todas las caras bonitas que han precedido a la suya, pertenece a sus legiones de fans. Ninguna de esas caras ha sido mía... y nunca, jamás, lo serán.

Puesto que me he visto inmersa en distintos escenarios cinematográficos desde que tuve la edad suficiente para que Jennika me llevara en una mochila a la espalda, he interpretado mi papel como la hija de un miembro del personal en innumerables ocasiones, y las normas son: quedarse quieta, no estorbar, echar una mano cuando se necesita y no confundir nunca las relaciones que surgen en el rodaje de una película con la vida real.

El hecho de haberme relacionado con famosos durante toda la vida hace que no me impresione con facilidad, y esa, probablemente, es la razón principal por la que a ellos siempre les caigo bien. La verdad es que aunque no estoy mal (alta, delgaducha, con pelo largo y oscuro, piel clara y unos brillantes ojos verdes que la gente suele elogiar), soy una chica del montón. No obstante, nunca me desmorono cuando conozco a alguna celebridad. Nunca me ruborizo, no me pongo nerviosa ni me aturullo. Y lo cierto es que están tan poco acostumbrados a eso que por lo general siempre acaban persiguiéndome.

Mi primer beso fue en una playa de Río de Janeiro, con un chico que acababa de ganar un premio MTV al «Mejor beso» (me quedó muy claro que ninguna de las votantes lo había besado de verdad). El segundo fue en Pont Neuf, en París, con un chico que acababa de salir en la portada de Vanity Fair. Y aunque son más ricos, más famosos y más acosados por los paparazzi... lo cierto es que nuestras vidas no son tan distintas.

La mayoría de ellos son vagabundos, gente que vive su vida igual que yo vivo la mía. Voy de un lugar a otro, de una amistad a otra, de relación en relación... Es la única vida que conozco.

Resulta difícil establecer lazos duraderos cuando tu dirección permanente es un buzón de correos de veinte centímetros en el almacén de UPS.

Aun así, no puedo evitar que mi respiración se acelere, que se me encoja el estómago mientras me acerco a Vane. Y cuando él se da la vuelta y esboza esa sonrisa lánguida y perezosa que está a punto de hacerlo famoso en el mundo entero, cuando me mira a los ojos y me dice: «Hola, Daire: felicidades por tu decimosexto cumpl

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