Prohibido creer en historias de amor

Javier Ruescas

Fragmento

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Hace tiempo que aprendimos a hacerlo. A hablar sin mirarnos a los ojos, me refiero.

Yo, la primera. Soy la hija pequeña y la que, por tanto, más cómoda debería sentirse con todo esto. Pero aun así, después de todo este tiempo, sigo sin saber hablar con mis padres sin un guion o unas directrices prestablecidas. Se me traba la voz, como ahora. Estoy tratando de explicarle a mi madre que no voy a poder acompañarles a un evento que hay esta noche mientras ella me apunta con una cámara con pantalla abatible.

—Le dije a Gerard que cenaría con él, no puedo cancelarlo —digo, y bajo la mirada hasta mis pies descalzos.

Se supone que debo mirar al objetivo cuando la cámara está encendida, aunque les hable a ellos. Es una manera de hacer que los suscriptores sientan que forman parte de nuestra historia, de nuestra vida.

—¿Y no quieres invitarle para que se venga con nosotros, Cali? —pregunta mi padre, desde el baño, donde se está peinando—. ¡Que mañana empezáis las clases y no vais a poder apuntaros a tantas cosas!

—Pues por eso —le replico—. Además, ya ha reservado. Pero muchas gracias.

Mi madre vuelve la cámara hacia mí y casi parece un policía tratando de intimidarme para que confiese. Yo me limito a encogerme de hombros sin dar mi brazo a torcer. Esta noche no. Esta noche es para nosotros y debe ser perfecta; libre de cámaras, interpretaciones ajenas o presiones para conseguir visitas.

Debe ser el final perfecto para unas vacaciones de verano en las que apenas he visto a mi novio.

—¡Pues nada, si no podemos convencerte, pasadlo muy bien! ¡Ay, el amor juvenil! —canturrea, y una parte de mí se muere de la vergüenza. Aunque no sé por qué me sonrojo, si debe quedar poca gente que aún no sepa que soy la novia de Gerard Silva.

Trato de que no se me note porque mañana el vídeo estará colgado en internet y nadie quiere tener pataletas delante de un millón de posibles espectadores.

—Qué pena que vayáis a perderos la apertura de uno de los restaurantes más selectos de...

Me pierdo el resto de la frase porque esto ya no me lo dice a mí. De hecho, ni siquiera me está mirando. Ha girado la cámara y se ha puesto a compartir las maravillas del local con los suscriptores, tal como se acordó con la agencia que los ha contratado para hacer la promo.

Mi padre sale en ese momento del baño, dice un par de palabras a la cámara, sonriendo, y en cuanto la cámara deja de enfocarle, su sonrisa se esfuma por completo hasta que me ve. Cuando la recompone, me parece más sincera, pero también más triste.

A veces pienso que no encajo en esta familia. Otras, que soy la única pieza que la mantiene unida.

De regreso a mi habitación, trato de recordar cuándo fue la última vez que vi a mis padres mirarse a los ojos sin que hubiera una cámara delante. También me pregunto si de verdad creyeron que la idea de montar un canal salvaría su matrimonio.

—Queremos empezar a subir vídeos en YouTube —nos dijeron hace tres años a mi hermana Néfer y a mí. Por entonces, ella tenía diecisiete y yo catorce.

También recuerdo nuestras caras: el escepticismo dibujado en los labios arrugados de Néfer y mis cejas alzadas, convencida de que nos estaban tomando el pelo. ¿Cómo iban mis padres a hacerse youtubers? ¿No hay un límite de edad?

—Es coña —aseguró mi hermana, tan directa como siempre.

—No lo es —contestó mi madre, y miró a mi padre para que nos lo confirmara.

Ahora entiendo realmente por qué lo hicieron, y en parte me alegro de que al menos lo intentaran. Pero creo que ninguno fue consciente del modo en que se condenarían a la larga. Nos convencieron de que sería una oportunidad genial para conocernos mejor, unirnos como familia y compartir con el mundo nuestros ideales, sueños y proyectos. Nos lo pintaron tan bonito que fue imposible negarnos.

Debo aclarar que mis padres nunca han sido como los de los demás. Vale, ya sé que en un momento u otro todos los hijos dicen lo mismo de los suyos, pero lo mío va en serio. Mi madre es sexóloga y mi padre cocinero profesional. Parecían hechos el uno para el otro: altos, guapos, jóvenes, y tan ansiosos por comerse el mundo que incluso olvidaban los modales al intentarlo. Sinceramente, no sé muy bien de dónde salí yo. Con esos perfiles y viendo a mi hermana, era fácil llegar a creerse las mentiras de Néfer cuando me aseguraba que a mí me habían adoptado.

Se conocieron cuando mi madre trabajaba en una empresa de marketing de la que estaba harta y mi padre en la cocina de una franquicia donde lo tenían sobrexplotado. Juntos decidieron darle una vuelta radical a sus vidas y en cuestión de un par de años lo lograron, como todo lo que se proponen. Mi madre acabó abriendo una consulta privada y mi padre empezó a trabajar de chef en un hotel cerca de casa. A veces pienso que hicieron un pacto con el diablo y que, visto lo visto, empezaron a pagar la deuda antes de tiempo.

Quizá se enamoraron demasiado jóvenes; quizá nunca lo estuvieron realmente. Yo qué sé. A lo mejor la fantasía de poder conquistar al otro fue suficiente para ellos. En cualquier caso, antes de que pudieran hacer nada, nació mi hermana y decidieron seguir construyendo una familia sobre unos cimientos poco seguros que al final cedieron doce años después de que naciera yo.

Aunque era muy pequeña para enterarme de nada, ya se encargaba Néfer de ponerme al día y descubrirme conceptos nuevos como «consejero matrimonial» o «custodia compartida». De ahí que nos sorprendiera tanto su propuesta de abrir un canal, cuando lo que en realidad esperábamos era que nos anunciaran su divorcio. No nos ocultaron la auténtica razón por la que querían iniciarlo, pero sí la maquillaron un poco. Y lo que al principio comenzó como un proyecto común y terapéutico para unirnos a los cuatro mientras ellos recuperaban la pasión por levantarse cada día ha terminado siendo una enorme carpa circense bajo la que esconder todo lo que ya no tiene solución entre ellos.

Ya fuera por las pocas familias que grababan su día a día, por sus perfiles profesionales, por el salero de Néfer para atraer al público joven o por mi inesperado sentido del humor (¿quién nos iba a decir que tenía uno?), terminamos gustando a la gente y en cuestión de dos años mis padres pudieron dejar sus respectivos trabajos y dedicarse exclusivamente a esto.

Y hemos aprendido bastante desde entonces, la verdad. Es cierto que a veces te hartas de tener que poner siempre buena cara o de cuidar los comentarios que haces, pero también aprendes a pensar dos veces lo que quieres decir y a ser más precavido. A cambio, tenemos lujos con los que muchos solo pueden soñar y oportunidades de vivir experiencias únicas sin gastar, en muchos casos, un solo céntimo. El problema es que a cambio pagamos un precio difícil de calcular porque no existe moneda para ello.

Y todo esto mientras lidio con las clases. Yey!

La media por vídeo ahora mismo está en casi quinientas mil reproducciones. Me cuesta imaginar a toda esa gente junta. Y eso que a veces los vídeos llegan a durar hasta cuarenta minutos. Suelen ser vlogs en los que contamos nuestro día, aunque a veces son recetas de mi padre, consejos sobre sexualidad de mi madre o un tutorial de maquillaje de Néfer. Yo trato de salir lo menos posible y me

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