Contenido
Portada
Dedicatoria
Lema
PRIMERA PARTE
Aguas revueltas
1. A veces están muertos de verdad
2. Y otras, no
3. Una vida por otra
4. Todavía no
5. Moralidad para los viajeros en el tiempo
SEGUNDA PARTE
Sangre, sudor y encurtidos
6. Long Island
7. Un futuro incierto
8. El deshielo primaveral
9. Un cuchillo que conoce mi mano
10. El brulote
11. Posición transversal
12. Lo bastante
13. Malestar
14. Asuntos delicados
15. La Cámara Negra
16. Un conflicto sin armas
17. Diablillos
18. Sacando muelas
19. Un dulce beso
20. Lamento...
21. El gato del pastor
22. Una mariposa
TERCERA PARTE
El corsario
23. Correspondencia del frente
24. Joyeux Noël
25. Las entrañas del mar
26. Un ciervo acorralado
27. Los tigres del túnel
28. Las cimas de las colinas
29. Conversación con un director de escuela
30. Barcos que pasan en medio de la noche
31. Una visita guiada a las cámaras del corazón
CUARTA PARTE
Conjunción
32. Una oleada de sospecha
33. La cosa se complica
34. Salmos, 30
35. Ticonderoga
36. El Great Dismal
37. Purgatorio
38. El habla normal de los cuáqueros
39. Una cuestión de conciencia
40. Las bendiciones de Brígida y Miguel
41. Al abrigo de la tormenta
QUINTA PARTE
Al precipicio
42. Encrucijada
43. La cuenta atrás
44. Los Amigos
45. Tres flechas
46. Líneas telúricas
47. Las alturas
48. Henry
49. Reservas
50. Éxodo
51. Llegan los ingleses
52. Conflagración
53. Monte Independencia
54. El regreso de los nativos
55. Retirada
56. Mientras sigamos vivos
57. El juego del desertor
58. El día de la Independencia
59. La batalla de Bennington
60. El juego del desertor, segundo asalto
61. No hay mejor compañero que el rifle
62. Un hombre justo
63. Separado para siempre de mis amigos y parientes
64. Un caballero me visita
65. El truco del sombrero
66. En el lecho de muerte
67. Más graso que la grasa
68. El chantajista
69. Condiciones de rendición
70. Amparo
SEXTA PARTE
La vuelta a casa
71. Un estado de conflicto
72. El día de Todos los Santos
73. Un cordero regresa al redil
74. Agudeza visual
75. Sic transit gloria mundi
76. Azotados por el viento
77. Memorarae
78. Antiguas deudas
79. La cueva
80. Enomancia
81. Purgatorio, II
82. Disposiciones
83. Contando ovejas
84. Toda la razón
SÉPTIMA PARTE
Cosecha tempestades
85. Hijo de bruja
86. Valley Forge
87. Separación y reunión
88. Bastante sucio
89. Un pobre desgraciado manchado de tinta
90. Armados de diamantes y acero
91. Pasos
92. El día de la Independencia, II
93. Una serie de breves y grandes sobresaltos
94. Los caminos de la muerte
95. Insensibilidad
96. La luciérnaga
97. Nexo
98. Mischianza
99. Una mariposa en el patio de un carnicero
100. Una dama a la espera
101. Redivivus
102. En la sangre
103. La hora del lobo
Notas de la autora
Agradecimientos
Sobre la autora
Créditos
A todos mis buenos perros:
Penny Louise
Tipper John
John
Flip
Archie y Ed
Tippy
Spots
Emily
Ajax
Molly
Gus
Homer y J. J.
El cuerpo es asombrosamente plástico. El alma, más aún. Pero hay ciertas cosas de las que no te recuperas.
¿Eso crees, a nighean? Cierto, es fácil que el cuerpo resulte mutilado y el alma tullida; sin embargo, en el hombre hay algo que es indestructible.
PRIMERA PARTE
Aguas revueltas
1
A veces están muertos de verdad
Wilmington, colonia de Carolina del Norte
Julio de 1776
La cabeza del pirata había desaparecido. William oyó en el muelle próximo a un grupo de hombres ociosos que se preguntaban si volverían a verlo.
—Nooo, se ha ido para siempre —dijo un tipo andrajoso de sangre mestiza al tiempo que negaba con la cabeza—. Si no se lo llevan los caimanes, el agua lo hará.
Un leñador trasladó el tabaco que estaba mascando de un lado a otro de la boca y escupió en el agua en señal de desacuerdo.
—No, durará un día más, tal vez dos. Las partes cartilaginosas que sujetan la cabeza al cuerpo se secan al entrar en contacto con el sol. Se ponen duras como si fueran de hierro. Lo he visto muchas veces en ciervos muertos.
William vio a la señora MacKenzie echar una mirada rápida al puerto y luego apartar los ojos. Parecía pálida, pensó, y se desplazó ligeramente para ocultarle a los hombres y el flujo marrón de la fuerte marea, aunque, como es natural, al haber marea alta, el cuerpo atado a la estaca no quedaba a la vista. Aun así, la estaca era un espantoso recuerdo del precio del crimen. Habían amarrado a ella al pirata varios días antes para que muriera en las marismas, y su cuerpo putrefacto era un tema constante de conversación en la comunidad.
—¡Jem! —gritó el señor MacKenzie en tono cortante, y pasó corriendo junto a William en persecución de su hijo.
El chiquillo, pelirrojo como su madre, se había alejado para escuchar la charla de los hombres, y ahora se asomaba peligrosamente sobre el agua, agarrándose a un bolardo para intentar ver al pirata muerto.
El señor MacKenzie agarró al chico por el cuello de la camisa, lo arrastró hacia dentro y lo cogió en brazos, a pesar de que el crío se debatía estirándose hacia atrás en dirección al puerto pantanoso.
—¡Quiero ver cómo el lagarto se come al pirata, papi!
Los hombres se echaron a reír, e incluso MacKenzie esbozó una ligera sonrisa, aunque ésta desapareció cuando miró a su esposa. Al instante estaba junto a ella, sujetándola por el codo con una mano.
—Creo que deberíamos irnos —dijo cambiándose a su hijo de brazo con el fin de sostener mejor a su esposa, cuyo malestar era evidente—. Estoy seguro de que el teniente Ransom... quiero decir, lord Ellesmere —se corrigió dirigiéndole a William una sonrisa de disculpa— debe de tener otros compromisos.
Era cierto. William había quedado con su padre para cenar. Sin embargo, debían encontrarse en la taberna situada justo al otro lado del muelle. No había ningún riesgo de que se marchara. William así lo manifestó, e insistió en que se quedaran, pues estaba disfrutando con su compañía, en particular con la de la señora MacKenzie, pero ella sonrió con pesar, aunque ahora tenía mejor color, y dio unas palmaditas a la cabecita abrigada con un gorro del bebé que llevaba en brazos.
—No, de verdad tenemos que irnos. —Ella miró a su hijo, que aún se debatía por bajarse, y William vio cómo sus ojos lanzaban una rápida ojeada en dirección al puerto y al horrible poste que se erguía por encima del agua. Apartó la vista, decidida, y en su lugar fijó los ojos en el rostro de William—. El bebé se está despertando. Tendrá hambre. Sin embargo, ha sido muy agradable conocerlo. Ojalá pudiéramos hablar más. —Hizo este último comentario con gran sinceridad y le tocó ligeramente el brazo a William, lo que le provocó una agradable sensación en la boca del estómago.
Ahora, los haraganes hacían apuestas sobre la reaparición del pirata ahogado, aunque ninguno de ellos tenía pinta de guardar un centavo en el bolsillo.
—Apuesto dos a uno a que sigue ahí cuando baje la marea.
—Cinco a uno a que el cuerpo está aún ahí, pero la cabeza ha desaparecido. Digas lo que digas sobre las partes cartilaginosas, Lem, esa cabeza colgaba de un hilo cuando subió la última marea. La próxima se la llevará, estoy seguro.
Con la esperanza de sofocar esa conversación, William se embarcó en una elaborada despedida. Llegó incluso a besarle la mano a la señora MacKenzie con la mayor galantería, y besó también, llevado por la inspiración, la mano del bebé, lo que hizo reír a todo el mundo. El señor MacKenzie le dirigió una mirada bastante extraña, aunque no parecía ofendido, y le estrechó la mano con gesto republicano siguiéndole la broma. Dejó a su hijo en el suelo e hizo que le estrechase la mano a su vez.
—¿Has matado a alguien? —preguntó el niño con interés, mirando la espada de ceremonia de William.
—No, aún no —respondió él, con una sonrisa.
—¡Mi abuelo mató a dos docenas de hombres!
—¡Jemmy! —dijeron sus padres al unísono, y el chiquillo levantó los hombros por encima de las orejas.
—Bueno, ¡es verdad!
—Estoy seguro de que tu abuelo es un hombre valiente y temible —aseguró William, muy serio—. El rey siempre necesita hombres así.
—Mi abuelo dice que el rey puede irse al carajo —repuso el chico como si tal cosa.
—¡JEMMY!
El señor MacKenzie se apresuró a taparle la boca con la mano a su sincero retoño.
—¡Sabes muy bien que el abuelo no ha dicho eso! —lo reprendió la señora MacKenzie.
El niño asintió con la cabeza y su padre retiró la mano que lo amordazaba.
—No. Pero la abuela sí.
—Bueno, eso es más probable —murmuró el señor MacKenzie, intentando no echarse a reír de manera evidente—. Pero, con todo, no hay que decirles esas cosas a los soldados. Ellos trabajan para el rey.
—Ah —dijo Jemmy, perdiendo claramente el interés—. ¿Ahora está bajando la marea? —preguntó, esperanzado, a la vez que volvía a estirar el cuello en dirección al puerto.
—No —contestó su padre, rotundo—. No bajará hasta dentro de unas horas. Tú ya estarás en la cama.
La señora MacKenzie sonrió a William a modo de disculpa, con las mejillas encantadoramente arreboladas, y la familia se marchó con cierta prisa, dejándolo en pleno debate entre la risa y la consternación.
—¡Eh, Ransom!
Se volvió al oír su nombre y descubrió a Harry Dobson y a Colin Osborn, dos subtenientes de su regimiento que, evidentemente, habían escapado a sus deberes y ardían en deseos de ir a indagar en los pocos antros de perdición de Wilmington.
—¿Quiénes son? —Dobson miró al grupo que se alejaba, interesado.
—El señor y la señora MacKenzie. Amigos de mi padre.
—Ah, casada, ¿no? —Dobson hundió los carrillos sin dejar de mirar a la mujer—. Bueno, eso complica un poco más las cosas, supongo, pero ¿qué sería la vida sin un reto?
—¿Reto? —William le lanzó a su diminuto amigo una mirada agria—. Su marido es tres veces más grande que tú, por si no te habías dado cuenta.
Osborn profirió una carcajada, y se puso colorado.
—¡Ella es dos veces él! Te aplastará, Dobby.
—¿Y qué te hace pensar que quiero estar debajo? —repuso Dobson con dignidad.
Osborn soltó una risotada.
—¿Por qué tienes esa obsesión con las mujeres grandes? —le preguntó William. Miró a la pequeña familia, que ahora casi se había perdido de vista al final de la calle—. ¡Esa mujer es casi tan alta como yo!
—Eso, restriégaselo por las narices.
Osborn, que superaba el metro y medio de Dobson, pero que seguía siendo una cabeza más bajo que William, fingió que le propinaba un puntapié en la rodilla. William lo esquivó y le soltó un bofetón a Osborn, quien lo evitó y lo empujó contra Dobson.
—¡Caballeros! —El amenazador acento cockney del sargento Cutter les hizo recuperar la compostura al instante.
Tal vez el rango de los tres jóvenes fuera superior al del sargento, pero ninguno de ellos iba a tener la desfachatez de hacérselo notar. Todo el batallón temía al sargento Cutter, que era más viejo que Matusalén y casi tan alto como Dobson, pero contenía en su físico diminuto la furia desbocada de un volcán en erupción.
—¡Sargento! —El teniente William Ransom, conde de Ellesmere y el mayor del grupo, se puso firme, con la barbilla hundida en el pecho.
Osborn y Dobson siguieron apresuradamente su ejemplo, temblando dentro de sus botas.
Cutter comenzó a andar arriba y abajo por delante de ellos, tal como lo haría un leopardo al acecho. No era difícil imaginarlo dando latigazos con la cola y empezando a lamer los pedazos, pensó William. Esperar a que te asestara el mordisco era casi peor que recibirlo en el culo.
—¿Puede saberse dónde están sus tropas, señores? —gruñó Cutter.
Osborn y Dobson comenzaron a farfullar explicaciones al unísono, pero, por una vez, los ángeles estaban de parte del teniente Ransom.
—Mis hombres están haciendo guardia en el palacio del gobernador, bajo el mando del teniente Colson. Yo estoy de permiso, sargento, para cenar con mi padre —añadió respetuosamente—. Me lo ha autorizado sir Peter.
Sir Peter Packer era una persona muy influyente, y Cutter se moderó al oírlo. Pero para sorpresa de William, no fue el nombre de sir Peter lo que ocasionó esa reacción.
—¿Su padre? —repuso Cutter, entornando los ojos—. Es lord John Grey, ¿verdad?
—Eh... sí —contestó William con cautela—. ¿Lo... conoce?
Antes de que Cutter pudiera responder, se abrió la puerta de una taberna próxima y salió el padre de William. Éste sonrió encantado ante tan oportuna aparición, pero pronto se esfumó su sonrisa cuando la penetrante mirada del sargento se posó en él.
—Deje de sonreírme como un mico peludo —comenzó el sargento en tono peligroso, pero lord John lo interrumpió palmoteándole el hombro con familiaridad, algo que ninguno de los tres jóvenes tenientes habría hecho ni siquiera a cambio de una considerable suma de dinero.
—¡Cutter! —exclamó lord John con una cálida sonrisa—. He oído esa voz tan dulce y me he dicho: ¡que me aspen si no es el sargento Aloysius Cutter! No puede haber ningún otro hombre vivo en el mundo cuya voz recuerde tanto a un bulldog que se ha tragado un gato y ha vivido para contarlo.
—¿Aloysius? —le dijo Dobson en voz baja a William, pero éste se limitó a mascullar un breve gruñido, incapaz de encogerse de hombros, pues su padre había vuelto ahora su atención hacia él.
—William —afirmó con un gesto cordial—. Qué puntual eres. Te pido disculpas por llegar tan tarde. Me han retenido.
Antes de que William pudiera responder o presentarle a los demás, lord John se había embarcado ya en la evocación de lejanos recuerdos con el sargento Cutter, reviviendo los buenos viejos tiempos transcurridos en las Llanuras de Abraham con el general Wolfe.
Eso permitió a los tres jóvenes oficiales relajarse un poco, lo que en el caso de Dobson supuso regresar al curso anterior de sus pensamientos.
—¿Dijiste que esa preciosidad de pelo rojo era amiga de tu padre? —le susurró a William—. A ver si le preguntas dónde vive, ¿eh?
—Idiota —siseó Osborn—. ¡Si ni siquiera es bonita! Tiene la nariz tan larga como... como... como Willie!
—Mi vista no alcanza tan arriba como para verle la cara —repuso Dobson sonriendo con afectación—. Pero tenía sus tetas al nivel de los ojos, y esos...
—¡Imbécil!
—¡Chsss! —Osborn le propinó a Dobson un pisotón para que callara mientras lord John se volvía hacia los jóvenes.
—¿No me presentas a tus amigos, William? —preguntó, cortés.
Ruborizado —tenía motivos para saber que su padre poseía un oído muy fino a pesar de sus experiencias con la artillería—, William procedió a hacer las presentaciones, y tanto Osborn como Dobson lo saludaron con una reverencia y aire de admiración. No se habían percatado de quién era su padre, y William se sentía a la vez orgulloso de que estuvieran impresionados, y ligeramente consternado por el hecho de que hubieran descubierto la identidad de lord John: al día siguiente antes de cenar lo sabría todo el batallón. No es que sir Peter no lo supiera, por supuesto, pero...
Recobró la serenidad al reparar en que su padre se estaba despidiendo ya de ellos dos, y le devolvió al sargento un saludo apresurado aun cuando correcto, antes de correr tras su padre, dejando que Dobby y Osborn se enfrentaran a su destino.
—Te he visto hablando con los MacKenzie —observó lord John en tono despreocupado—. ¿Están bien? —Miró hacia el muelle, pero la familia se había perdido de vista hacía rato.
—Eso parecía —respondió Willie.
No iba a preguntarle dónde se alojaban, pero la joven le había causado una profunda impresión. No sabía decir si era bonita o no. Sin embargo, sus ojos lo habían impactado. Unos ojos de un azul profundo maravilloso y de largas pestañas cobrizas; lo miraban con una halagadora intensidad, que había hecho que le vibrara el corazón. Por supuesto, era grotescamente alta, pero... ¿qué estaba pensando? Estaba casada... ¡tenía hijos! Y, para colmo, era pelirroja.
—¿Hace... eh... hace mucho que los conoces? —inquirió pensando en los perversos sentimientos políticos que, por lo visto, reinaban en la familia.
—Bastante. Ella es hija de uno de mis más viejos amigos, el señor James Fraser. ¿Te acuerdas de él por casualidad?
William frunció el ceño, sin conseguir ubicar el nombre. Su padre tenía cientos de amigos, ¿cómo iba él a...?
—¡Aaah! —repuso—. No te refieres a un amigo inglés. ¿No era un tal señor Fraser aquel que visitamos en las montañas cuando caíste enfermo de... de sarampión?
El estómago le dio un pequeño vuelco al recordar el profundo terror que había sentido en aquella ocasión. Había viajado a través de las montañas aturdido de tristeza. Su madre había muerto hacía tan sólo un mes. Entonces, lord John había enfermado de sarampión, y William se había convencido de que su padre iba a morir también, de que lo iba a dejar completamente solo en las tierras vírgenes. En su cabeza no había cabida para nada que no fuera el miedo y el dolor, y no conservaba de la visita más que un montón de impresiones confusas. Recordaba vagamente que el señor Fraser lo había llevado de pesca y había sido amable con él.
—Sí —contestó su padre con una sonrisa de oreja a oreja—. Me ha llegado al alma, Willie. Pensé que tal vez recordarías esa visita más a causa de tu propia desventura que de la mía.
—Desven... —El recuerdo lo asaltó, seguido de una oleada de calor, más caliente que el húmedo aire veraniego—. ¡Muchas gracias! ¡Había logrado expulsarlo de mi memoria hasta que lo has mencionado!
Su padre se reía sin disimulo. De hecho, se estaba desternillando de la risa.
—Lo siento, Willie —se disculpó entrecortadamente mientras se enjugaba los ojos con un extremo de su pañuelo—. No puedo evitarlo. Fue lo más... lo más... Dios mío, ¡nunca olvidaré tu aspecto cuando te sacamos de aquel retrete!
—Sabes que fue un accidente —señaló William, envarado. Le ardían las mejillas al recordar la vergüenza pasada. Menos mal que la hija de Fraser no se encontraba allí en aquel momento para presenciar su humillación.
—Sí, claro. Pero... —Su padre presionó el pañuelo contra la boca mientras sus hombros se agitaban en silencio.
—Puedes dejar de reírte cuando quieras —dijo William con frialdad—. Por cierto, ¿adónde vamos?
Habían llegado al final del muelle y su padre se encaminaba, resoplando aún como una orca, hacia una de las tranquilas calles flanqueadas de árboles, lejos de las tabernas y las posadas próximas al puerto.
—Vamos a cenar con el capitán Richardson —respondió su padre, controlándose con evidente esfuerzo. Tosió, se sonó la nariz y se guardó el pañuelo en el bolsillo—. En casa de un tal señor Bell.
La casa del señor Bell era blanca, bonita y próspera, sin ser por ello ostentosa. El capitán Richardson daba más o menos la misma impresión: de mediana edad, acicalado y bien vestido, sin un estilo particular, y con una cara que, dos minutos después de haberla visto, uno no podría distinguir entre mil.
Las dos señoritas Bell eran mucho más impresionantes, en especial la más joven, Miriam, que tenía unos rizos color miel que se le escapaban de la cofia y unos ojos grandes y redondos que no se apartaron de William durante toda la cena. Estaba sentada demasiado lejos para que él pudiera conversar con ella directamente, pero suponía que el lenguaje ocular bastaba para indicarle que la fascinación era mutua, y que si más tarde se presentaba una oportunidad para comunicarse de un modo más personal... Ella respondió con una sonrisa y un coqueto parpadeo, seguidos de una rápida mirada hacia una puerta abierta en el porche lateral para dejar entrar el aire. Él le devolvió la sonrisa.
—¿No lo crees así, William? —inquirió su padre en un tono lo bastante alto como para indicarle que era la segunda vez que le preguntaba.
—Oh, sí, claro. Esto... ¿creer qué? —preguntó, pues, al fin y al cabo, se trataba de papá, y no de su comandante.
Su padre le lanzó aquella mirada que indicaba que, de no haber estado en público, habría puesto los ojos en blanco, pero le respondió con paciencia.
—El señor Bell preguntaba si sir Peter tenía intención de quedarse en Wilmington.
A la cabecera de la mesa, el señor Bell se inclinó con gracia, aunque William observó que entornaba levemente los ojos mirando a Miriam. Tal vez sería mejor que regresara para verla al día siguiente, pensó, cuando el señor Bell estuviera en su lugar de trabajo.
—Bueno, no creo que nos quedemos mucho tiempo aquí, señor —respondió respetuosamente al señor Bell—. Según tengo entendido, el problema principal está en el interior, así que sin duda nos marcharemos para reprimirlo sin demora.
El señor Bell parecía complacido, aunque, con el rabillo del ojo, William vio que Miriam componía un encantador mohín ante la idea de su inminente partida.
—Bien, bien —repuso Bell alegremente—. Seguro que cientos de lealistas acudirán en tropel a unirse a ustedes durante su marcha.
—Indudablemente, señor —murmuró William, y tomó otra cucharada de sopa.
Dudaba que el señor Bell se contara entre ellos. No tenía pinta de ser de los que marchan. En cualquier caso, la ayuda de muchos provincianos inexpertos armados con palas no iba a ser de gran utilidad, pero eso no podía decirlo.
En un intento de ver a Miriam sin mirarla directamente, William interceptó el parpadeo de una mirada entre su padre y el capitán Richardson y, por primera vez, comenzó a hacerse preguntas. Su padre le había dicho con toda claridad que iban a cenar con el capitán Richardson; eso indicaba que reunirse con él era el motivo de la velada. ¿Por qué?
Entonces captó una mirada de la señorita Lillian Bell, que estaba sentada frente a él, al lado de su padre, y dejó de pensar en el capitán Richardson. Era morena, más alta y más delgada que su hermana, pero era una chica en verdad muy guapa, observó ahora.
Cuando la señora Bell y sus hijas se pusieron en pie y los hombres se retiraron al porche después de la cena, a William no le sorprendió encontrarse en uno de sus extremos con el capitán Richardson mientras su padre, en el extremo opuesto, distraía al señor Bell con una animada conversación sobre los precios de la brea. Papá podía hablar con cualquiera de cualquier cosa.
—Tengo una propuesta que hacerle, teniente —dijo Richardson una vez que hubieron intercambiado las formalidades de rigor.
—Sí, señor —repuso William con corrección. Se le estaba despertando la curiosidad.
Richardson era capitán de la caballería ligera, pero ahora no estaba con su regimiento. Lo había revelado durante la cena, al decir de pasada que se hallaba desplazado en una misión. ¿Desplazado para hacer qué?
—No sé cuánto le habrá contado su padre acerca de mi misión.
—Nada, señor.
—Ah. Me han encargado que recabe información en el Departamento del Sur. No es que yo esté al mando de tales operaciones, ¿entiende? —el capitán sonrió con modestia—, sólo de una pequeña parte de ellas.
—Yo... me doy cuenta del gran valor de esas operaciones, señor —respondió William procurando ser diplomático—, pero... por lo que a mí respecta, es decir...
—No tiene usted ningún interés en espiar. No, por supuesto que no. —El porche estaba a oscuras, pero el tono seco del capitán era evidente—. Pocos hombres que se consideren a sí mismos soldados lo tienen.
—No pretendía ofenderlo, señor.
—No me ha ofendido. Sin embargo, no lo estoy reclutando como espía (ésa es una ocupación delicada, que, además, entraña cierto peligro), sino más bien como mensajero. Aunque si tuviera ocasión de actuar, de paso, como agente de inteligencia... bueno, sería una contribución adicional que apreciaríamos muchísimo.
William sintió que la sangre acudía a su rostro ante la insinuación de que no era capaz ni de actuar con delicadeza ni de vivir situaciones de peligro, pero mantuvo la compostura y sólo dijo:
—¡Ah!
Al parecer, el capitán había conseguido información importante acerca de las condiciones locales en las Carolinas y ahora necesitaba enviársela al comandante del Departamento del Norte, el general Howe, que en ese momento se encontraba en Halifax.
—Por supuesto, mandaré a más de un mensajero —observó Richardson—. Por barco es algo más rápido, como es natural, pero quiero que al menos un mensajero viaje por tierra, tanto por motivos de seguridad como para que realice observaciones en route. Su padre habla maravillas de sus capacidades, teniente —¿había un leve deje de ironía en aquella voz seca como el serrín?—, y tengo entendido que ha viajado usted extensamente por Carolina del Norte y Virginia. Ésa es una valiosa característica. Comprenderá que no desee que mi mensajero desaparezca para siempre en el área pantanosa del Dismal Swamp.
—Ja, ja —rió William, cortés, al advertir que el capitán pretendía hacer un chiste.
Estaba claro que Richardson nunca había estado cerca del Great Dismal. William, sí, a pesar de que no creía que nadie en su sano juicio pasara por allí a propósito, salvo para ir de caza.
También tenía serias dudas acerca de la sugerencia del capitán, aunque, a pesar de que se decía que no debía ni considerar dejar a sus hombres, a su regimiento... empezaba a formarse una visión romántica de sí mismo solo en el vasto desierto, portando importantes noticias a través de peligros y tormentas.
Sin embargo, lo que lo esperaba al final del viaje era más que una consideración.
Richardson se anticipó a su pregunta y le dio una respuesta antes de que pudiera formularla.
—Una vez en el norte, si le parece bien, se uniría al Estado Mayor del general Howe.
Bueno, pensó. Allí estaba la manzana, y era roja y jugosa. Era consciente de que «si le parece bien» se refería más al general Howe que a él, pero confiaba en sus propias capacidades y pensaba que podía resultar de utilidad.
Sólo había estado unos días en Carolina del Norte, pero con ello le bastaba para hacer una evaluación precisa de las posibilidades de avance entre el Departamento del Norte y el del Sur. Todo el ejército continental se encontraba con Washington en el norte. La rebelión sureña parecía consistir en grupúsculos problemáticos de aldeanos y milicias improvisadas que apenas suponían una amenaza. Y en lo tocante al estatus relativo de sir Peter y el general Howe como comandantes...
—Si es posible, me gustaría reflexionar sobre su propuesta, capitán. —Confiaba en que el tono de su voz no revelara su entusiasmo—. ¿Puedo darle la respuesta mañana?
—Por supuesto. Imagino que deseará comentar las perspectivas con su padre. Puede hacerlo.
Luego Richardson cambió deliberadamente de tema y, al cabo de unos instantes, lord John y el señor Bell se habían unido a ellos y la conversación adoptó un tono general.
William no estaba muy atento a lo que se decía, pues la imagen de dos delgadas figuras blancas, inmóviles como fantasmas entre los arbustos al otro extremo del jardín, distraía su atención. Dos cabezas blancas con cofia que se juntaban y se separaban. De vez en cuando, una de ellas se volvía brevemente hacia el porche con aire especulativo.
—Por lo que respecta a la ropa, le dan mucha —murmuraba su padre meneando la cabeza.
—¿Eh?
—No importa. —Su padre sonrió y se volvió hacia el capitán Richardson, que acababa de decir algo sobre el tiempo.
Las luciérnagas iluminaban el jardín, flotando como chispas verdes entre la vegetación húmeda y exuberante. Era agradable volver a ver luciérnagas. Las había echado de menos en Inglaterra, y también aquella peculiar suavidad del aire del sur que le pegaba la ropa al cuerpo y le hacía palpitar la sangre en la punta de los dedos. Los grillos chirriaban a su alrededor y, por unos instantes, su canto pareció ahogarlo todo, salvo el latido de su corazón.
—El café está listo, caballeros. —La suave voz del esclavo de los Bell atravesó la ligera agitación de su sangre, y tras lanzar una única mirada hacia el jardín, William entró en la casa con los demás hombres. Las figuras blancas habían desaparecido, pero una impresión de promesa permanecía en el aire suave y tibio.
Una hora después, regresaba a su alojamiento con las ideas agradablemente confusas y con su padre caminando en silencio a su lado.
La señorita Lillian Bell le había concedido un beso entre las luciérnagas al final de la velada, casto y fugaz, pero en los labios, y el denso aire estival parecía saber a café y a fresas maduras, a pesar del intenso y omnipresente hedor del puerto.
—El capitán Richardson me ha hablado de la propuesta que te ha hecho —dijo lord John en tono informal—. ¿Piensas aceptar?
—No lo sé —respondió William con idéntica despreocupación—. Echaría de menos a mis hombres, por supuesto, pero... —La señora Bell le había insistido en que fuera a tomar el té más adelante esa misma semana.
—La vida militar supone tener que desplazarse a menudo —señaló su padre mientras negaba apenas con la cabeza—. Te lo advertí.
William le dirigió un breve gruñido de asentimiento, sin escucharlo de veras.
—Es una buena oportunidad para ascender —le estaba diciendo su padre, a lo que añadió sin miramientos—: aunque está claro que la propuesta no deja de entrañar cierto peligro.
—¿Qué? —saltó William al oírlo decir eso—. ¿Cabalgar de Wilmington a Nueva York para coger un barco? ¡Casi todo el camino es carretera!
—Y con buen número de continentales en ella —señaló lord John—. Todo el ejército del general Washington se encuentra a este lado de Filadelfia, si las noticias que he recibido son correctas.
William se encogió de hombros.
—Richardson ha dicho que me quería a mí porque conocía el terreno. Puedo arreglármelas bastante bien sin carreteras.
—¿Estás seguro? Llevas casi cuatro años sin pisar Virginia.
El tono dubitativo en que lo dijo molestó a William.
—¿No me crees capaz de encontrar el camino?
—No, no es eso, en absoluto —respondió su padre, aún con una nota de duda en la voz—. Pero la propuesta sigue comportando cierto riesgo. No querría verte aceptarla sin pensarlo como es debido.
—Bueno, ya lo he pensado —replicó William, ofendido—. Aceptaré.
Lord John anduvo unos cuantos pasos en silencio, luego asintió con la cabeza de mala gana.
—La decisión es tuya, Willie —dijo en voz baja—. Sin embargo, personalmente, te agradecería que tuvieras cuidado.
La irritación de William se desvaneció al instante.
—Claro que tendré cuidado —repuso con brusquedad.
Siguieron andando bajo el oscuro dosel de arces y nogales en silencio, tan cerca que sus hombros se rozaban de vez en cuando.
En la posada, William le dio a lord John las buenas noches, pe ro no regresó enseguida a su propia habitación. En su lugar, dio un paseo por el muelle, inquieto, sin ganas de dormir todavía.
La marea había cambiado y estaba muy baja, observó. El olor a peces muertos y algas en estado de putrefacción era más intenso ahora, aunque una fina capa de agua cubría aún las marismas, silenciosas bajo la luz de un cuarto de luna.
Tardó un momento en localizar la estaca. Por unos segundos pensó que había desaparecido, pero no, allí estaba, una línea fina y oscura contra el brillo trémulo del agua. Vacía.
La estaca ya no permanecía derecha, sino que presentaba una pronunciada inclinación, como si estuviera a punto de caer, y un fino pedazo de cuerda colgaba de ella flotando como el dogal de un ahorcado en la marea baja. William se percató de cierto desasosiego visceral. La marea por sí sola no se habría llevado todo el cuerpo. Algunos decían que allí había cocodrilos o caimanes, aunque él todavía no había visto ninguno. De manera involuntaria miró hacia abajo, como si uno de aquellos reptiles pudiera surgir de repente del agua a sus pies. El aire continuaba cálido, pero lo recorrió un leve escalofrío.
Lo ignoró y dio media vuelta para regresar a la posada. Aún tardaría en marcharse uno o dos días, pensó, y se preguntó si, an tes de irse, volvería a ver los ojos azules de la señora MacKenzie.
Lord John permaneció un momento en el porche de la posada, observando cómo su hijo desaparecía en las sombras bajo los árboles. Tenía algunas dudas. La cuestión se había decidido con mayor premura de la que le habría gustado, pero confiaba en las capacidades de William. Y, aunque el plan entrañaba sus riesgos, la vida de un soldado era así. Con todo, algunas situaciones eran más arriesgadas que otras.
Al oír el rumor de la conversación del interior, en el bodegón, titubeó, pero ya había tenido suficiente compañía por esa noche, y la idea de revolverse de un lado a otro con el bajo techo de su habitación encima, ahogándose en el calor acumulado durante todo el día, hizo que decidiera caminar hasta que el agotamiento corporal le garantizara el sueño.
No era sólo el calor, reflexionó mientras salía del porche y echaba a andar en dirección contraria a la que Willie había tomado. Se conocía lo bastante bien a sí mismo como para darse cuenta de que ni siquiera el éxito aparente de su plan le habría ahorrado permanecer despierto en la cama, preocupándose por él como un perro con un hueso, comprobando que no tuviera puntos débiles, buscando maneras de mejorarlo. Al fin y al cabo, William no iba a marcharse enseguida. Quedaba algo de tiempo para pensar, para hacer cambios, si fuera necesario.
El general Howe, por ejemplo. ¿Había sido la mejor elección? Tal vez Clinton... pero no. Henry Clinton era como una vieja quisquillosa que no movía un dedo sin recibir antes órdenes por triplicado.
La zafiedad de los hermanos Howe —uno, general; el otro, almirante— era célebre; ambos tenían los modales, el aspecto y el olor de los cerdos en celo. Sin embargo, ninguno de los dos era estúpido, sabía Dios que no eran tímidos, y Grey consideraba a Willie absolutamente capaz de sobrevivir a la grosería y a la falta de amabilidad. Por otro lado, quizá fuera más fácil para un joven subalterno lidiar con un comandante dado a escupir en el suelo —Richard Howe había escupido sobre el propio Grey en una ocasión, aunque podría decirse que había sido sin querer, pues el viento había cambiado sin previo aviso— que tener que hacer frente a las rarezas de otros militares que Grey conocía.
Aun así, incluso los miembros más peculiares de la hermandad de la espada eran preferibles a los diplomáticos. Se preguntó en vano cuál podía ser el nombre colectivo correspondiente a un grupo de diplomáticos. Si los escritores formaban la hermandad de la pluma, y un grupo de zorros se llamaba jauría... ¿una puñalada de diplomáticos, tal vez? ¿Los hermanos del estilete? No, decidió. Demasiado directo. Una opiata de diplomáticos era mejor. La hermandad de los aburridos. Aunque, a veces, los que no eran aburridos podían ser peligrosos.
Sir George Germain pertenecía a uno de los tipos menos corrientes: aburrido y peligroso.
Anduvo un rato arriba y abajo por las calles de la ciudad con la esperanza de quedar agotado antes de regresar a su pequeña y mal ventilada habitación. El cielo estaba encapotado y plomizo, con relámpagos que se filtraban entre las nubes, y el ambiente estaba tan impregnado de humedad como una esponja de baño. En esos momentos debería encontrarse en Albany, no menos húmedo y lleno de bichos, pero algo más fresco y próximo a los preciosos bosques oscuros de las montañas de Adirondack.
Con todo, no lamentaba su precipitado viaje a Wilmington. La cuestión de Willie estaba resuelta, eso era lo importante. Y la hermana de Willie, Brianna... Se detuvo en seco un segundo con los ojos cerrados, rememorando el instante, trascendente y angustioso, que había vivido aquella tarde al verlos juntos a los dos durante el que sería su único encuentro en toda su vida. Apenas si había podido respirar, con los ojos fijos en aquellas dos figuras altas, aquellos rostros bellos y enérgicos, tan parecidos, y ambos tan similares al hombre que se hallaba en aquel momento a su lado, inmóvil, pero que, a diferencia de Grey, aspiraba grandes y frenéticas bocanadas de aire, como si temiera la posibilidad de no volver a respirar.
Distraído, Grey se frotó el dedo anular de la mano izquierda. Todavía no se acostumbraba a hallarlo desnudo. Jamie Fraser y él habían hecho todo lo posible para proteger a sus seres queridos y, a pesar de su melancolía, pensar que estaban unidos en esa relación de responsabilidad lo reconfortaba.
Se preguntó si volvería a ver alguna vez a Brianna Fraser MacKenzie. Ella había dicho que no, y parecía tan triste por ello como él.
—Que Dios te bendiga, niña —murmuró meneando la cabeza mientras regresaba al puerto.
La echaría mucho de menos, pero, igual que en el caso de Willie, el alivio que sentía porque pronto se hallaría lejos de Wilmington y del peligro superaba su sensación personal de pérdida.
Miró sin querer al agua cuando subía al muelle y profirió un profundo suspiro de alivio al ver la estaca vacía, inclinada en la marea. No había comprendido los motivos por los que ella había hecho lo que había hecho, pero había tratado a su padre —y, lo que es más, a su hermano— durante el tiempo suficiente como para no confundir la tenaz convicción que había visto en aquellos ojos azules de gata. Así que le había conseguido la barquita que ella le había pedido y se había quedado en el muelle con el corazón en un puño, dispuesto a inventar una distracción, si era necesario, mientras su marido la llevaba remando hacia el pirata amarrado.
Había visto morir a muchos hombres, por lo general de mala gana, de vez en cuando con resignación. Nunca había visto a uno morir con tan apasionada expresión de gratitud en los ojos. Grey únicamente conocía a Roger MacKenzie de modo superficial, pero sospechaba que era un hombre extraordinario, pues no sólo había sobrevivido al matrimonio con aquella fabulosa criatura, sino que incluso había tenido hijos con ella.
Negó con la cabeza, dio media vuelta y regresó a la posada. Pensó que podía esperar sin peligro otras dos semanas antes de contestar a la carta de Germain, que había hecho desaparecer con mano hábil de la bolsa del diplomático tras ver en ella el nombre de William. Para entonces podría decir que, por desgracia, cuando llegó la carta, lord Ellesmere se encontraba en algún lugar en medio del desierto entre Carolina del Norte y Nueva York y que, por tanto, no le pudo informar de que lo habían vuelto a llamar a Inglaterra, aunque él (Grey) estaba seguro de que, cuando se enterara de ello varios meses más tarde, Ellesmere lamentaría muchísimo haber perdido la oportunidad de unirse a los hombres de sir George. ¡Qué pena!
Se puso a silbar Lillibulero y regresó andando a la posada de buen humor.
Se detuvo en la taberna y pidió que le llevaran una botella de vino a la habitación, tras lo cual la camarera lo informó de que el «caballero» ya se había subido una botella.
—Y dos copas —añadió dirigiéndole una sonrisa—. Así que no creo que vaya a bebérsela toda él solo.
Grey sintió que algo parecido a un ciempiés le recorría la columna vertebral.
—Perdone —dijo—. ¿Ha dicho que hay un caballero en mi habitación?
—Sí, señor —le aseguró ella—. Dijo que como era un viejo amigo suyo... Veamos, mencionó su nombre... —Su frente se arrugó por unos instantes, luego se relajó—. Bow-shaw, dijo, o algo por el estilo. Un nombre franchute —aclaró—. Y el caballero también era franchute. ¿Querrá algo de comer, señor?
—No, gracias. —Le hizo un gesto con la mano a modo de despedida y subió escaleras arriba pensando con rapidez si había dejado en su habitación algo que no debiera.
Un francés llamado Bow-shaw... «Beauchamp.» El nombre irrumpió en su cabeza como el destello de un relámpago. Se detuvo un instante en seco en medio de la escalera y luego reanudó el ascenso más despacio. Seguro que no... pero ¿quién si no podía ser? Tras abandonar la vida militar algunos años antes, había comenzado a trabajar en la diplomacia como miembro de la Cámara Negra inglesa, aquella oscura organización de personas encargadas de interceptar y descifrar el correo diplomático oficial que circulaba entre los gobiernos de Europa, además de otros mensajes mucho menos oficiales. Cada uno de esos gobiernos tenía su propia Cámara Negra, y no era inusual que los miembros de una de esas cámaras tuvieran conocimiento de quiénes ocupaban un puesto equivalente en el otro lado, nunca de manera personal, pero sí a través de sus firmas, sus iniciales, sus notas al margen sin firmar.
Beauchamp había sido uno de los agentes franceses más activos. Grey se lo había cruzado en su camino varias veces en los años transcurridos, a pesar de que sus propios tiempos en la Cámara Negra habían quedado muy atrás. Dado que él conocía a Beauchamp de nombre, era absolutamente razonable que éste también lo conociera a él, y para que semejante encuentro tuviera lugar allí... Palpó el bolsillo secreto de su abrigo y el leve crujido del papel lo tranquilizó.
Al llegar a lo alto de la escalera titubeó, pero el sigilo no tenía razón de ser. Estaba claro que lo esperaban. Con paso firme, avanzó por el pasillo e hizo girar el pomo de porcelana de su puerta, suave y frío bajo sus dedos.
Una oleada de calor lo engulló y boqueó involuntariamente en busca de aire, lo que fue muy oportuno, pues le impidió pronunciar la blasfemia que había saltado a sus labios.
El caballero que ocupaba la única silla de la habitación era desde luego «franchute»: su traje maravillosamente cortado estaba ornamentado con cascadas de encaje blanco inmaculado en el cuello y los puños, y sus zapatos se abrochaban con una hebilla de plata que hacía juego con el cabello de sus sienes.
—Señor Beauchamp —dijo cerrando despacio la puerta tras de sí. Tenía la ropa empapada adherida al cuerpo, y sentía latir el pulso en las sienes—. Me temo que me coge usted algo desprevenido.
Perseverance Wainwright esbozó una sonrisa, aunque le vísima.
—Me alegro de verte, John —dijo.
Grey se mordió la lengua para evitar decir cualquier disparate, descripción que se ajustaba prácticamente a cuanto pudiera decir, pensó, a excepción de «buenas noches».
—Buenas noches —respondió. Alzó una ceja con gesto interrogativo—. ¿Monsieur Beauchamp?
—Ah, sí. —Percy recogió los pies bajo su cuerpo haciendo ademán de levantarse, pero Grey le indicó con la mano que volviera a sentarse y se volvió para coger un taburete, esperando que los segundos ganados con el movimiento le permitieran recuperar la compostura.
Al descubrir que no era así, dedicó otro instante a abrir la ventana y se quedó junto a ella para aspirar un par de bocanadas del aire denso, húmedo y malsano, antes de volverse y tomar asiento a su vez.
—¿Cómo fue? —inquirió fingiendo despreocupación—. Me refiero a Beauchamp. ¿O es tan sólo un nom de guerre?
—Oh, no. —Percy sacó su pañuelo guarnecido de encaje y se enjugó delicadamente el sudor del nacimiento del pelo, que estaba comenzando a retroceder, observó Grey—. Me casé con una de las hermanas del barón Amandine. El apellido de la familia es Beauchamp. Lo adopté. Ese parentesco me facilitó cierta entrée en círculos políticos, desde los cuales... —Se encogió de hombros con finura e hizo un gesto lleno de gracia que abarcaba toda su carrera en la Cámara Negra, y, sin duda, en otras esferas, pensó Grey con gravedad.
—Mi enhorabuena por tu matrimonio —dijo Grey sin molestarse en ocultar la ironía de su tono—. ¿Con quién duermes, con el barón o con su hermana?
Percy parecía divertido.
—Con ambos, de cuando en cuando.
—¿A la vez?
La sonrisa se ensanchó. Sus dientes se conservaban bien, observó Grey, aunque estaban un poco manchados por el vino.
—A veces. Aunque Cécile, mi esposa, prefiere en realidad las atenciones de su prima Lucianne, y yo, personalmente, siento predilección por las del ayudante de jardinero, un hombre encantador llamado Émile. Me recuerda a ti... cuando eras más joven: delgado, rubio y brutal.
Consternado, Grey descubrió que tenía ganas de echarse a reír.
—Parece extremadamente francés —dijo, en cambio, con sequedad—. Estoy seguro de que es muy apropiado para ti. ¿Qué quieres?
—Se trata más bien de lo que quieres tú, creo. —Percy todavía no había tocado el vino. Cogió la botella y sirvió cuidadosamente el líquido rojo, que salpicó de oscuro las copas—. O quizá debería decir... lo que quiere Inglaterra. —Le tendió una copa a Grey con una sonrisa—. Pues uno a duras penas puede separar sus propios intereses de los de su país, ¿no es así? De hecho, confieso que siempre me ha parecido que tú eras Inglaterra, John.
Grey quiso prohibirle que utilizara su nombre de pila, pero hacerlo sólo habría enfatizado el recuerdo de su intimidad, que era, por supuesto, lo que Percy pretendía. Decidió ignorarlo y tomó un trago de vino, que estaba bueno. Se preguntó si lo estaría pagando y, de ser así, cómo.
—Lo que quiere Inglaterra —repitió, escéptico—. ¿Y qué te parece a ti que quiere Inglaterra?
Percy tomó un sorbo de vino y lo retuvo en la boca, evidentemente saboreándolo antes de tragárselo.
—Eso no es ningún secreto, amigo mío, ¿verdad?
Grey suspiró y lo miró de hito en hito.
—¿Has visto esa «Declaración de Independencia» que el llamado Congreso Continental ha promulgado? —preguntó Percy.
Se volvió y, tras rebuscar en una bolsa de cuero que había colgada del respaldo de la silla, sacó un fajo de papeles doblados que le entregó.
De hecho, Grey no había visto el documento en cuestión, aunque, claro está, había oído hablar de él. Lo habían publicado hacía sólo dos semanas, en Filadelfia. Sin embargo, las copias se habían extendido por las colonias como matojos arrastrados por el viento. Arqueando las cejas, lo desdobló y lo ojeó rápidamente.
—¿El rey es un tirano? —preguntó medio riendo ante lo escandaloso de algunos de los sentimientos más extremos expresados en el documento. Volvió a doblar las hojas y las arrojó sobre la mesa—. Y si soy Inglaterra, supongo que tú eres la personificación de Francia a efectos de esta conversación, ¿no es así?
—Represento ciertos intereses allí —contestó Percy con suavidad—. Y en Canadá.
Eso hizo sonar algunas campanas de alarma. Grey había luchado en Canadá con Wolfe y era consciente de que, aunque los franceses habían perdido gran parte de sus posesiones en Norteamérica en aquella guerra, seguían ferozmente atrincherados en las regiones del norte, desde el valle del Ohio hasta Quebec. ¿Lo bastante cerca como para causar problemas ahora? No lo creía, pero de los franceses no le habría extrañado nada. Ni de Percy tampoco.
—Inglaterra quiere que este disparate termine deprisa, así de claro. —Una mano larga y nudosa señaló el documento—. El ejército continental, como lo llaman, es una débil asociación de hombres inexpertos y de ideas en conflicto. ¿Y si estuviéramos dispuestos a proporcionarte información que pudiera utilizarse para... hacer que uno de los altos mandos de Washington fuera desleal?
—¿Y si lo estuvierais, qué? —replicó Grey sin hacer el menor esfuerzo por disimular el escepticismo de su tono—. ¿En qué beneficiaría eso a Francia, o a tus propios intereses, que me permito pensar que posiblemente no sean del todo idénticos?
—Veo que el tiempo no ha suavizado tu cinismo natural, John. Uno de tus rasgos menos atractivos... no sé si te lo mencioné alguna vez.
Grey lo miró abriendo un poco más los ojos, y Percy suspiró.
—Tierras —señaló—. El Territorio del Noroeste. Queremos que nos lo devolváis.
Grey soltó una risita.
—Apuesto a que sí.
Francia había cedido a Inglaterra el territorio en cuestión, una extensa zona al noroeste del valle del Ohio, al término de la guerra franco-india. Sin embargo, Inglaterra no había ocupado el territorio, y había impedido que los colonos se expandieran en él debido a la resistencia armada por parte de los nativos y a la continua negociación de tratados con ellos. Tenía entendido que los colonos estaban disgustados por ese motivo. El propio Grey se había tropezado con algunos de dichos nativos y se inclinaba por considerar la postura del gobierno británico tanto lógica como honorable.
—Los traficantes franceses tenían fuertes vínculos con los aborígenes de la zona. Vosotros no tenéis ninguno.
—¿Los traficantes de pieles son algunos de los... intereses... que representas?
Percy sonrió de oreja a oreja al escuchar eso.
—No el más importante. Pero una parte.
Grey no se molestó en preguntar por qué Percy acudía con ese tema a él, un diplomático ostensiblemente retirado y sin ninguna influencia en particular. Percy conocía el poder de la familia Grey y sus conexiones desde la época en que mantenían una relación de tipo personal, y «monsieur Beauchamp» sabía mucho más aún acerca de sus actuales conexiones personales por el nexo de información que alimentaba las Cámaras Negras de Europa. Grey no podía intervenir en el asunto, por supuesto, pero estaba bien situado para presentar la oferta sin hacer ruido a quienes sí podían hacerlo. Sentía como si cada pelo de su cuerpo estuviera enhiesto como las antenas de un insecto, alertas ante cualquier peligro.
—Querríamos algo más que una insinuación, por supuesto —indicó con gran frialdad—. El nombre del oficial en cuestión, por ejemplo.
—Ahora mismo no estoy autorizado a revelarlo. Pero una vez se haya abierto una negociación de buena fe...
Grey se estaba preguntando ya a quién debía presentar esa oferta. A sir George Germain, no. ¿A la oficina de lord North? Sin embargo, eso podía esperar.
—¿Y tus propios intereses? —preguntó, incisivo. Conocía a Percy Wainwright lo suficiente como para saber que algún aspecto del asunto lo beneficiaría personalmente.
—Ah, eso. —Percy tomó un sorbo de vino, luego bajó la copa y dirigió a Grey una mirada límpida a través del cristal—. En realidad, se trata de algo muy sencillo. Me han encargado que encuentre a un hombre. ¿Conoces a un caballero escocés llamado James Fraser?
Grey notó que el pie de su copa se rompía. Aun así, siguió sujetándolo y tomó con cuidado un trago de vino mientras le daba gracias a Dios, en primer lugar, por no haberle mencionado nunca a Percy el nombre de Jamie Fraser y, en segundo, por que Fraser se hubiera marchado de Wilmington esa misma tarde.
—No —repuso con calma—. ¿Qué quieres de ese tal señor Fraser?
Percy se encogió de hombros y sonrió.
—Sólo un par de cosas.
Grey sentía brotar la sangre de la palma lacerada de su mano. Juntando cuidadosamente los dos trozos de cristal roto, se bebió el resto del vino. Percy guardaba silencio, bebiendo con él.
—Mis condolencias por la pérdida de tu esposa —dijo entonces Percy en voz baja—. Sé que ella...
—Tú no sabes nada —espetó Grey con aspereza. Se inclinó hacia delante y dejó el cristal roto sobre la mesa. La copa rodó de un lado a otro, con los posos del vino ensuciando el cristal—. Nada en absoluto. Ni sobre mi mujer, ni sobre mí.
Percy elevó los hombros en el más imperceptible de los encogimientos galos. «Como quieras», decía. Y, sin embargo, sus ojos —eran todavía bellos, maldita sea, oscuros y cálidos— seguían fijos en Grey con lo que parecía una compasión genuina.
Grey suspiró. Sin duda era genuina. No se podía confiar en Percy, jamás, pero lo que había hecho lo había hecho por debilidad, no por malevolencia, ni siquiera por falta de sentimientos.
—¿Qué quieres? —repitió.
—Tu hijo... —comenzó Percy, y Grey se volvió de repente hacia él.
Lo agarró del hombro con fuerza suficiente como para que el hombre soltara un grito sofocado y se pusiera rígido.
Grey se agachó, mirando a la cara a Wainwright —perdón, a Beauchamp—, tan cerca que sintió el calor de su aliento en la mejilla y olió su agua de colonia. Estaba manchando el abrigo de Wainwright de sangre.
—La última vez que te vi —dijo Grey en voz baja—, estuve a un centímetro de meterte una bala en la cabeza. No me des motivos para lamentar haberme contenido. —Lo soltó y se irguió—. Mantente alejado de mi hijo... mantente alejado de mí. Y si quieres un consejo bienintencionado... regresa a Francia. Deprisa.
Dio media vuelta y salió, cerrando firmemente la puerta tras de sí. Había recorrido la mitad de la calle antes de darse cuenta de que había dejado a Percy en su propia habitación.
—¡Al diablo con todo! —dijo entre dientes.
Y se fue, airado, a rogarle al sargento Cutter que lo alojara esa noche. Por la mañana se aseguraría de que la familia Fraser y William estuvieran todos a salvo lejos de Wilmington.
2
Y otras, no
Lallybroch
Inverness-shire, Escocia
Septiembre de 1980
—«Estamos vivos»... —repetía Brianna MacKenzie con voz trémula. Miró a Roger, oprimiendo el papel contra su pecho con ambas manos. Las lágrimas se deslizaban por su rostro, pero una luz maravillosa brillaba en sus ojos azules—. ¡Vivos!
—Déjame ver.
El corazón le martilleaba con tanta fuerza en el pecho que casi le impedía oír sus propias palabras. Estiró una mano y ella, de mala gana, le entregó la hoja al tiempo que apretaba su cuerpo contra él, aferrándose a su brazo mientras leía, incapaz de apartar los ojos de aquel pedazo de papel antiguo.
Era agradablemente áspero al tacto de sus dedos, papel hecho a mano, con pedacitos de hojas y flores prensados entre sus fibras. Amarillo por el tiempo, pero aún resistente y asombrosamente flexible. Lo había hecho la propia Bree, más de doscientos años antes.
Roger se dio cuenta de que le temblaban las manos, pues el papel se agitaba tanto que le costaba leer la escritura difícil y de trazos desgarbados, de tan desvaída que estaba la tinta.
31 de diciembre de 1776
Querida hija:
Como verás si un día recibes esta carta, estamos vivos...
Incluso a él se le nubló la vista y se frotó los ojos con el dorso de la mano al tiempo que se decía que no tenía importancia, pues ahora Jamie Fraser y su mujer, Claire, estaban muertos con toda seguridad, pero sentía tanta alegría por las palabras escritas en aquella página que era como si tuviese a los dos delante sonriendo.
Además, descubrió que la carta era de ambos. Aunque comenzaba con la caligrafía —y la voz— de Jamie, la segunda página continuaba con la letra primorosa e inclinada de Claire.
La mano de tu padre no podría soportar ya mucho más. Y es una historia condenadamente larga. Ha estado cortando leña todo el día y apenas si puede doblar los dedos, pero ha insistido en decirte él mismo que todavía no nos han reducido a cenizas, que no es más que lo que podríamos ser en cualquier momento. Hay catorce personas hacinadas en la vieja cabaña, y te escribo esta carta más o menos sentada en el ho gar mientras la vieja abuela MacLeod respira con dificultad en su jergón a mis pies, de modo, que si de repente empieza a agonizar, pueda echarle más whisky en la garganta.
—Dios mío, es como si la oyera —dijo, asombrado.
—Yo también. —Las lágrimas seguían rodando por la cara de Bree, pero era un chaparrón pasajero. Se las enjugó, riendo y sorbiendo por la nariz—. Sigue leyendo. ¿Por qué están en nuestra cabaña? ¿Qué le ha pasado a la Casa Grande?
Roger recorrió las líneas con el dedo al tiempo que iba bajando por la página hasta encontrar el lugar donde lo había dejado, y prosiguió la lectura.
—¡Dios santo! —exclamó.
¿Os acordáis del idiota de Donner?
Se le puso la carne de gallina al pronunciar ese nombre. Donner era un viajero en el tiempo, y uno de los individuos más irreflexivos que hubiera conocido o de los que hubiera oído hablar, pero no por ello menos peligroso.
Bueno, pues se superó a sí mismo juntando a una banda de criminales de Brownsville para que vinieran y robaran el tesoro en gemas que los había convencido de que teníamos. Sólo que no lo teníamos, por supuesto.
No lo tenían, porque él, Brianna, Jemmy y Amanda se habían llevado el montoncito de piedras preciosas que quedaban para proteger su viaje a través de las piedras.
Nos tomaron como rehenes y redujeron la casa a escombros, malditos sean, al romper, entre otras cosas, la bombona de éter de mi consultorio. Los vapores estuvieron a punto de gasearnos a todos en el acto...
Leyó rápidamente el resto de la carta mientras Brianna miraba por encima de su hombro y profería pequeños gritos de alarma y consternación. Cuando hubo terminado, dejó las hojas y se volvió hacia ella, con las tripas temblando.
—Así que lo hiciste —dijo Roger, a sabiendas de que no debía decirlo, pero incapaz de contenerse, incapaz de no resoplar de risa—. Tú y tus malditas cerillas... ¡Fuiste tú quien quemó la casa hasta los cimientos!
El rostro de ella era todo un poema mientras su expresión pasaba del horror a la indignación y a... sí, a una hilaridad histérica que hacía juego con la suya.
—¡No, no fui yo! Fue el éter de mamá. Cualquier chispa habría provocado la explosión...
—Pero no fue una chispa cualquiera —señaló Roger—. Tu primo Ian encendió una de tus cerillas.
—¡Bueno, en tal caso, fue culpa de Ian!
—No, fuisteis tu madre y tú. Científicas... —repuso Roger meneando la cabeza—. El siglo XVIII tiene suerte de haber sobrevivido a vosotras.
Ella se ofendió un poco.
—¡Bueno, nada de esto habría pasado de no haber sido por ese imbécil de Donner!
—Cierto —admitió Roger—. Pero él era también un gamberro del futuro, ¿no es así? Aunque es verdad que no era ni mujer ni demasiado científico.
—Mmmm. —Ella cogió la carta, manejándola con cuidado pero incapaz de abstenerse de acariciar las páginas entre los dedos—. Bueno, no sobrevivió al siglo XVIII, ¿no? —Tenía los ojos bajos, los párpados aún enrojecidos.
—No estarás sintiendo lástima por él, ¿verdad? —inquirió Roger, incrédulo.
Ella negó con la cabeza, pero sus dedos seguían moviéndose ligeramente sobre el papel suave y grueso.
—No... por él, no, no mucho. Es sólo que... la idea de que alguien muera así. Solo, quiero decir. Tan lejos de casa.
No, no era en Donner en quien estaba pensando. Roger la rodeó con el brazo y apoyó su cabeza contra la de ella. Olía a champú Prell y a coles frescas. Había estado en el huerto. Las palabras escritas en el papel se aclaraban y se oscurecían con el volumen de tinta de la pluma que las había escrito, pero, a pesar de ello, estaban bien definidas y claras... Era la caligrafía de un médico.
—No está sola —susurró, y estirando un dedo resiguió la posdata, escrita de nuevo con la letra de Jamie—. Ninguno de ellos lo está. Y tengan o no un techo sobre la cabeza, ambos están en casa.
Dejé la carta. Pensé que habría tiempo suficiente para terminarla más tarde. Durante los últimos días había estado centrada en ella siempre que el tiempo me lo permitía. Al fin y al cabo, no es que hubiera ninguna prisa para que saliera en el siguiente correo. Esbocé una pequeña sonrisa al pensarlo, doblé cuidadosamente las hojas y las metí por seguridad en mi nueva bolsa de labor. Sequé la pluma y la guardé, y luego me froté los doloridos dedos, paladeando un poco más la dulce sensación de estar en contacto que la escritura me proporcionaba. Yo podía escribir con mucha mayor facilidad que Jamie, pero la carne y la sangre tenían sus límites, y había sido un día muy largo.
Miré hacia el jergón situado al otro lado del fuego, como había estado haciéndolo cada pocos minutos, pero seguía tranquila. Oía su respiración, un resuello sibilante que sonaba a intervalos tan largos que entre uno y otro habría jurado que había muerto. No era así, sin embargo, y estimaba que viviría aún algún tiempo. Esperaba que muriera antes de que mis limitadas existencias de láudano se acabaran.
No sabía su edad. Parecía tener unos cien años, pero quizá fuera más joven que yo. Sus dos nietos, unos muchachos adolescentes, la habían traído a mi consulta hacía dos días. Habían viajado desde las montañas con la idea de dejar a su abuela con unos parientes en Cross Creek antes de dirigirse a Wilmington para unirse allí a la milicia, pero la abuela «se había puesto mala», como dijeron ellos, y alguien les había dicho que había una curandera cerca, en el Cerro. Así que me la habían traído.
La abuelita MacLeod... No tenía otro nombre para ella. A los chicos no se les había ocurrido decírmelo antes de marcharse, y ella no estaba en condiciones de hacerlo por sí misma, pues se hallaba casi con seguridad en la fase terminal de algún tipo de cáncer. Tenía la carne consumida, su rostro mostraba una expresión de dolor incluso estando inconsciente, y lo veía en el tono grisáceo de su piel.
El fuego se estaba apagando, debía atizarlo y añadir otra rama de pino. Pero la cabeza de Jamie descansaba contra mi rodilla. ¿Podría llegar hasta el montón de leña sin molestarlo? Apoyé ligeramente una mano en su hombro para mantener el equilibrio, me estiré y alcancé con los dedos el extremo de un pequeño tronco. Lo liberé con cuidado, presionándome el labio inferior con los dientes, e, inclinándome, logré introducirlo en el hogar, dividiendo los montones de ascuas rojas y negras y levantando nubes de chispas.
Jamie se agitó bajo mi mano y murmuró algo ininteligible, pero cuando hube arrojado el tronco al fuego reavivado y me hube recostado en la silla, suspiró, se revolvió hasta encontrarse cómodo y de nuevo se quedó dormido.
Miré en dirección a la puerta, escuchando, aunque no oí más que el rumor de los árboles mecidos por el viento. Claro que no oiría nada, pensé, pues a quien esperaba era al joven Ian.
Jamie y él habían estado turnándose para vigilar, ocultos entre los árboles sobre las ruinas quemadas de la Casa Grande. Ian llevaba fuera más de dos horas. Era casi hora de que volviera a comer y a sentarse junto al fuego.
—Alguien ha intentado matar a la cerda blanca —había anunciado tres días antes durante el desayuno, con aire confuso.
—¿Qué? —Le había tendido una escudilla de gachas de avena, adornada con una nuez de mantequilla medio derretida y un chorrito de miel (por suerte, mis barriletes de miel y mis colmenas se encontraban en el invernadero cuando se produjo el incendio)—. ¿Estás seguro?
Él había asentido al tiempo que tomaba la escudilla y aspiraba su aroma con gesto beatífico.
—Sí, tiene un corte en el costado. Pero no es profundo, y se está curando, tía —había añadido haciéndome un gesto; obviamente creía que consideraría el bienestar médico de la cerda con el mismo interés que el de cualquier otro habitante del Cerro.
—¿Ah, sí? Estupendo —le había respondido yo, aunque poco era lo que podría haber hecho en caso de que no estuviera sanando. Podía curar, y a decir verdad curaba, caballos, vacas, cabras, armiños, e incluso la gallina ocasional que no ponía huevos, pero aquella cerda en particular no era de nadie.
Amy Higgins se había persignado al oír mencionar al animal.
—Lo más probable es que haya sido un oso —había señalado—. Nadie más se hubiera atrevido. ¡Aidan, presta atención a lo que dice Ian! No te alejes de aquí y vigila a tu hermano cuando estéis fuera.
—Los osos duermen durante el invierno, mami —había contestado Aidan, distraído. Tenía puesta toda su atención en una peonza nueva que Bobby, su nuevo padrastro, había tallado para él y que todavía no había conseguido hacer girar como Dios manda. Lanzándole una mirada de enojo, la había puesto con tiento sobre la mesa, había sujetado un segundo la cuerdecilla y le había dado un tirón. La peonza había salido disparada por encima de la mesa, había rebotado en el frasco de la miel con un fuerte ¡crac! y se había dirigido hacia la leche a toda velocidad.
Ian había alargado el brazo y atrapado la peonza justo a tiempo. Masticando su tostada, se había acercado a Aidan para coger el cordel, lo había vuelto a enrollar y, con un experto giro de muñeca, había mandado silbando la peonza directamente al centro de la mesa. Aidan se había quedado mirándola, boquiabierto, y luego había desaparecido bajo la mesa cuando la peonza cayó por el extremo.
—No, no fue un animal —había replicado Ian, tras tragar por fin—. Era un corte limpio. Alguien fue a por ella con un cuchillo o una espada.
Jamie había apartado la vista del pedazo de tostada quemado que había estado examinando.
—¿Encontraste su cuerpo?
Ian había esbozado una breve sonrisa, pero había negado con la cabeza.
—No. Si lo mató, se lo comió... y no encontré resto alguno.
—Los cerdos son muy sucios comiendo —había observado Jamie. Luego había probado con cautela un trozo de tostada quemada y había hecho una mueca, pero se la había comido de todos modos.
—¿Crees que pudo ser un indio? —había inquirido Bobby.
El pequeño Orrie batallaba por bajarse del regazo de Bob by. Su nuevo padrastro lo había dejado amablemente en su lugar favorito bajo la mesa.
Jamie e Ian intercambiaron una mirada, y yo sentí que se me erizaba ligeramente el pelo de la nuca.
—No —había contestado Ian—. Todos los cherokee de por aquí la conocen bien, y no la tocarían ni con una lanza de tres metros. Creen que es un demonio, ¿verdad?
—Y los indios que vienen del norte habrían utilizado flechas o tomahawks —había zanjado Jamie.
—¿Estás seguro de que no fue un puma? —había interrogado Amy, dudosa—. Ellos sí cazan en invierno, ¿no?
—Sí —había asentido Jamie—. Ayer vi huellas de zarpas cerca de Green Spring. ¿Me oís, vosotros? —había dicho agachándose para hablar con los niños por debajo de la mesa—. Tendréis cuidado, ¿verdad? Pero no es posible —había añadido, irguiéndose de nuevo—. Creo que Ian conoce la diferencia entre las marcas de unas garras y el corte de un cuchillo.
Le había dirigido una sonrisa a Ian, quien se abstuvo, cortés, de poner los ojos en blanco y simplemente había hecho un gesto afirmativo con la cabeza, con los ojos fijos con expresión dubitativa en el cestillo de las tostadas.
Nadie había sugerido que algún residente del Cerro o de Brownsville pudiera haber estado cazando a la cerda blanca. Los presbiterianos del lugar no habrían coincidido en absoluto con los cherokee en ninguna otra cuestión espiritual, pero estaban decididamente de acuerdo con ellos en relación con el carácter demoníaco de la cerda. En cuanto a mí, no tenía la seguridad de que no estuvieran en lo cierto. Aquella cosa había salido ilesa incluso del incendio de la Casa Grande, emergiendo de la madriguera que tenía bajo los cimientos del edificio en medio de una lluvia de madera en llamas, seguida de su última camada de jabatos a medio criar.
—¡Moby Dick! —dije ahora en voz alta, inspirada.
Rollo levantó la cabeza con un «¿guau?» sobresaltado, me miró con sus ojos amarillos y volvió a descansarla en el suelo con un suspiro.
—¿Dick qué? —preguntó Jamie, soñoliento. Se sentó, estirándose y gruñendo, se restregó la cara con una mano y me guiñó un ojo.
—Simplemente estaba pensando en qué me recordaba la cerda —expliqué—. Es una larga historia. Sobre una ballena. Te la contaré mañana.
—Si es que vivo hasta entonces —repuso con un bostezo que casi le dislocó la mandíbula—. ¿Dónde está el whisky... o lo necesitas para esa pobre vieja tuya? —Jamie señaló con un gesto la forma envuelta en una manta de la abuela MacLeod.
—Todavía no. Toma. —Me agaché, rebusqué en el cesto que había bajo mi silla y saqué una botella con tapón de corcho.
Le quitó el tapón y bebió al tiempo que el color volvía gradualmente a su rostro. Entre que se pasaba los días cazando o cortando leña y la mitad de las noches al acecho en un bosque helado, incluso la gran vitalidad de Jamie estaba dando muestras de flaqueza.
—¿Hasta cuándo seguirás haciendo esto? —le pregunté bajando la voz para no despertar a los Higgins: Bobby, Amy, los dos chiquillos y las cuñadas de Amy de su primer matrimonio, que habían venido para asistir a la boda unos días antes, acompañadas de un total de cinco niños menores de diez años, que dormían todos en el dormitorio pequeño.
La partida de los muchachos MacLeod había aligerado levemente la congestión en la cabaña, pero con Jamie, Ian, el perro de Ian, Rollo, y la anciana que dormía en el suelo de la habitación principal, yo y las posesiones que logramos salvar del fuego amontonadas contra las paredes, a veces sentía una clara oleada de claustrofobia. No era de extrañar que Jamie e Ian se dedicaran a patrullar los bosques, tanto para tomar una bocanada de aire como porque estaban convencidos de que había algo allí fuera.
—No mucho tiempo más —me aseguró, estremeciéndose ligeramente al tragar un gran sorbo de whisky—. Si no vemos nada esta noche... —Se interrumpió mientras volvía de golpe la cabeza hacia la puerta.
Yo no había oído nada, pero vi moverse el picaporte y, un segundo después, una ráfaga helada de aire irrumpió en la habitación, introduciendo sus fríos dedos bajo mis faldas y levantando una lluvia de chispas del fuego.
Agarré una alfombra y las apagué antes de que pudieran prender el cabello o el jergón de la abuela Mac Leod. Una vez controlado el fuego, Jamie estaba ya colgándose del cinturón la pistola, la bolsa de la munición y el cebador mientras hablaba con Ian en voz baja junto a la puerta. El propio Ian tenía las mejillas rojas a causa del frío y de la clara excitación que sentía por algo. Rollo también estaba despierto y olfateaba las piernas de Ian al tiempo que meneaba la cola de entusiasmo ante una helada aventura.
—Será mejor que te quedes aquí, a cù —le dijo Ian frotándose las orejas con sus fríos dedos—. Sheas.
Rollo emitió un gruñido malhumorado e intentó evitar a Ian de un empujón, pero una pierna le bloqueó hábilmente el paso. Jamie se volvió conforme se ponía encima el abrigo, se inclinó y me besó a toda prisa.
—Echa el cerrojo a la puerta, a nighean —susurró—. No abras a nadie salvo a Ian o a mí.
—¿Qué...? —comencé a decir, pero ya se habían ido.
La noche era fría y limpia. Jamie respiraba hondo y se estremecía, dejando que el frío lo penetrara, le arrancara la calidez de su esposa, el humo y el olor de su hogar. Cristales de hielo relucían en sus pulmones, escarchándole la sangre. Volvió la cabeza de un lado a otro, como un lobo husmeando, respirando la noche. Casi no hacía viento, pero el aire venía del este, impregnado del olor amargo de las cenizas de la Casa Grande... además de un débil regusto que le pareció sangre.
Miró a su sobrino, le dirigió un gesto interrogativo y vio a Ian asentir, oscuro contra el brillo lavanda del cielo.
—Hay un cerdo muerto justo al otro lado del jardín de la tía —respondió en voz baja.
—¿Ah, sí? No te refieres a la cerda blanca, ¿no? —Por un instante se sintió preocupado ante la idea, y se preguntó si la lloraría o bailaría sobre sus huesos.
Pero no. Ian negó con la cabeza, con un movimiento más intuido que visto.
—No, esa bestia salvaje, no. Uno joven, tal vez de la camada del año pasado. Alguien lo ha abierto en canal, pero no se ha llevado más que uno o dos pedazos de las ancas. Y una buena parte de lo que se han llevado lo han desperdigado a pedazos por el camino.
Jamie se volvió a mirarlo, sorprendido.
—¿Qué?
Ian se encogió de hombros.
—Sí. Y una cosa más, tío: lo han matado y lo han descuartizado con un hacha.
Los cristales de hielo de su sangre se solidificaron tan de repente que casi se le detuvo el corazón.
—Santo Dios —dijo, pero no era tanto una manifestación de asombro como la admisión desganada de algo que sabía desde hacía largo tiempo—. Entonces, es él.
—Sí.
Ambos lo sabían ya, aunque ninguno de los dos había estado dispuesto a hablar de ello. Sin consultarse, se alejaron de la cabaña y se internaron entre los árboles.
—Bueno... —Jamie respiró hondo y profirió un suspiro cuyo vaho destacó, blanco, en la oscuridad.
Había albergado la esperanza de que aquel hombre hubiera agarrado su oro y a su mujer y se hubiera ido del Cerro, pero nunca había sido más que una esperanza. Arch Bug llevaba la sangre de los Grant, y el clan Grant era muy vengativo.
Los Fraser de Glenhelm habían pillado a Arch Bug en sus tierras unos cincuenta años antes, le habían dado a elegir entre perder un ojo o los dos primeros dedos de la mano derecha. El hombre había aceptado la idea de tener una mano lisiada, y había cambiado ese arco que ya no podría volver a tensar por un hacha, que blandía y lanzaba con la habilidad propia de un mohawk, a pesar de su edad.
Lo que no había podido aceptar era la pérdida de la causa de los Estuardo y del oro jacobita, enviado desde Francia demasiado tarde, rescatado —o robado, según el punto de vista— por Hector Cameron, quien se llevó a Carolina del Norte una tercera parte del botín, que sería posteriormente sustraído a su vez a la viuda de Cameron —o recuperado— por Arch Bug.
Arch Bug tampoco había podido aceptar a Jamie Fraser.
—¿Crees que es una amenaza? —inquirió Ian.
Se habían alejado de la cabaña, pero seguían entre los árboles, rodeando el gran claro donde había estado la Casa Grande. La chimenea y la mitad de un muro permanecían en pie, ennegrecidos y oscuros contra la nieve sucia.
—No lo creo. Si quería amenazarme, ¿por qué esperar hasta ahora? —No obstante, agradeció en silencio que su hija y sus niños se hubieran marchado y estuvieran a salvo. Había amenazas peores que un cerdo muerto, y pensó que Arch Bug no dudaría en cumplirlas.
—Tal vez se marchó para dejar instalada a su mujer y ahora haya regresado —sugirió Ian.
Era una idea razonable. Si una cosa había en el mundo que Arch Bug amara era su mujer, Murdina, su compañera durante más de cincuenta años.
—Tal vez —repuso Jamie. Y, sin embargo... Y, sin embargo, más de una vez, en las semanas transcurridas desde la marcha de los Bug, había tenido la impresión de que alguien lo observaba. Había sentido en el bosque un silencio que no era el silencio de los árboles y de las piedras.
No preguntó si Ian había buscado el rastro del portador del hacha. Si hubiera sido posible hallar algún rastro, Ian lo habría encontrado. Pero llevaba sin nevar más de una semana, y lo que había quedado en el suelo estaba sucio y pisoteado por infinidad de personas. Miró al cielo. Volvería a nevar, y pronto.
Avanzó con precaución entre el hielo por un pequeño afloramiento del terreno. La nieve se fundía durante el día, pero el agua volvía a helarse por la noche y colgaba de los aleros de la cabaña y de cada rama formando relucientes carámbanos que llenaban el bosque con la luz azul del alba y después goteaban oro y diamantes bajo el sol naciente. Ahora eran incoloros, y tintinearon como el cristal cuando, con la manga, rozó las ramitas de un arbusto cubierto de hielo. Al llegar a lo alto de la cresta, se detuvo y se agazapó al tiempo que miraba al otro lado del claro.
Muy bien. La certidumbre de que Arch Bug estaba allí había provocado una cadena de deducciones medio conscientes, cuya conclusión se imponía ahora a cualquier otro pensamiento.
—Arch volvería por una de dos razones —le explicó a Ian—. O para hacerme daño o para llevarse el oro. Todo el oro.
Le había dado a Bug un pedazo de oro cuando los había echado a él y a su mujer al descubrir su traición. La mitad de un lingote francés, que habría permitido a una pareja anciana vivir con modesta comodidad el resto de su vida. Pero Arch Bug no era un hombre modesto. Él había sido arrendatario de los Grant de Leoch y, aunque había ocultado su orgullo durante algún tiempo, no está en la naturaleza del orgullo permanecer enterrado.
Ian lo miró con interés.
—Todo el oro —repitió—. Así que crees que, cuando lo obligaste a marcharse, lo escondió aquí, pero en un lugar donde pudiera recuperarlo con facilidad.
Jamie alzó un hombro mientras observaba el claro. Ahora que la casa ya no se hallaba allí, podía ver el empinado sendero que conducía, por la parte posterior, al lugar donde había estado el jardín de su mujer, seguro tras su empalizada a prueba de ciervos. Algunas de las estacas seguían allí, negras contra la nieve desigual. Algún día, Dios mediante, haría otro jardín para ella.
—Si su objetivo era sólo hacer daño, ha tenido ocasión.
Desde allí, podía ver el cerdo muerto, una forma oscura en el camino sombreada por un amplio charco de sangre. Alejó de su mente un súbito recuerdo de Malva Christie y se obligó a volver a sus reflexiones.
—Sí, lo ha escondido aquí —repitió, ahora más seguro de sí mismo—. Si lo tuviera todo, se habría marchado hace tiempo. Está esperando, intentando hallar la manera de hacerse con él. Pero no ha podido hacerlo en secreto, así que ahora está probando algo distinto.
—Sí, pero ¿qué? Eso... —Ian señaló con la cabeza el bulto amorfo del camino—. Pensé que era un lazo o algún tipo de trampa, pero no lo es. Estuve mirándolo.
—¿Un señuelo, tal vez?
El olor de la sangre era obvio incluso para Jamie. Sería una clara llamada para cualquier depredador. En el preciso momento en que estaba pensando eso, sus ojos captaron un movimiento cerca del cerdo, por lo que le puso a Ian una mano en el brazo.
Un parpadeo indeciso de movimiento; luego, una forma pequeña y sinuosa surgió de repente y desapareció detrás del cuerpo del cerdo.
—Un zorro —dijeron ambos hombres a una y, acto seguido, se echaron a reír sin hacer ruido.
—Está ese puma en el bosque que hay sobre Green Spring —señaló Ian, dubitativo—. Vi las huellas ayer. ¿Crees que querrá atraerlo con el cerdo esperando que salgamos corriendo a enfrentarnos a él y poder llegar hasta el oro mientras estamos ocupados?
Jamie frunció el ceño al oír eso y echó una ojeada en dirección a la cabaña. Sí, era posible que un puma hiciera salir a los hombres, pero no a las mujeres y a los niños. ¿Dónde podía haber ocultado el oro en un espacio tan deshabitado? Sus ojos se posaron en la silueta del horno de Brianna, situado a cierta distancia de la casa, que no se había utilizado desde que ella se marchó, y un arranque de excitación lo hizo ponerse en pie. Ése sería... pero no. Arch le había robado el oro a Yocasta Cameron lingote a lingote, llevándolo al Cerro a escondidas, y había comenzado a robarlo mucho antes de que Brianna se marchara. Pero tal vez...
Ian se envaró de repente y Jamie volvió de inmediato la cabeza para ver qué sucedía. No pudo ver nada, pero entonces captó el sonido que Ian había oído. Un gruñido profundo de cerdo, un susurro, un crujido. A continuación, una visible agitación entre las vigas chamuscadas de la casa en ruinas, y una intensa luz.
—¡Dios mío! —exclamó, y agarró a Ian del brazo con tanta fuerza que su sobrino lanzó un grito, sobresaltado—. ¡Está debajo de la Casa Grande!
La cerda blanca surgió de debajo de las ruinas, una enorme mancha color crema en mitad de la noche, y permaneció inmóvil moviendo la cabeza de un lado al otro, olisqueando el aire. Luego se puso en movimiento, como una imponente amenaza que subía con decisión colina arriba.
A Jamie le entraron ganas de reír ante su tremenda belleza.
Arch Bug había escondido astutamente su oro bajo los cimientos de la Casa Grande, aprovechando las ocasiones en que la cerda estaba fuera ocupándose de sus cosas. A nadie se le habría ocurrido invadir sus dominios. Era la guardiana perfecta. Y, sin duda, tenía intención de recuperar el oro del mismo modo cuando estuviera listo para irse: con cautela, llevándose los lingotes de uno en uno.
Pero, entonces, la casa se había quemado y las vigas habían caído sobre los cimientos, haciendo imposible recuperar el oro sin una buena dosis de esfuerzo y dificultades, lo que habría llamado sin lugar a dudas la atención. Sólo ahora que los hombres habían retirado la mayor parte de los escombros y esparcido hollín y carbón por encima del claro mientras trabajaban en ello, podría alguien hacerse con parte de lo escondido sin que nadie se diera cuenta.
Pero era invierno, y la cerda blanca, aunque no hibernaba como los osos, sólo salía de su acogedor cubil cuando había algo que comer.
Ian profirió una breve exclamación de repugnancia al oír babear y mascar en el camino.
—Los cerdos no tienen un paladar muy delicado —murmuró Jamie—. Comen cualquier cosa siempre que esté muerta.
—Sí, pero ¡es probable que sea su propio hijo!
—De cuando en cuando se come vivas a sus crías. Dudo que le haga ascos a comérselas muertas.
—¡Chsss!
Calló en el acto, con los ojos fijos en la sombra negra que antaño había sido la casa más bonita del condado. En efecto, una figura oscura surgió de detrás del invernadero, deslizándose con precaución por el resbaladizo camino. La cerda, ocupada con su truculento festín, ignoró al hombre, que parecía vestir una capa oscura y llevar algo parecido a un saco.
No corrí el cerrojo enseguida, sino que salí unos instantes al exterior para respirar aire fresco, tras encerrar a Rollo detrás de mí. En cuestión de segundos, Jamie e Ian desaparecieron entre los árboles. Observé el claro intranquila, miré en dirección a la masa oscura del bosque, pero no vi nada extraño. Nada se movía y en la noche reinaba el silencio. Me pregunté qué podría haber encontrado Ian. ¿Huellas desconocidas, tal vez? Eso explicaría sus prisas. Era obvio que estaba a punto de nevar.
La luna no se veía, pero el cielo presentaba un profundo color gris rosado, y el suelo, aunque pisoteado e irregular, seguía cubierto de nieve vieja. El resultado era un extraño brillo lechoso en el que los objetos parecían flotar como pintados sobre el cristal, adimensionales y confusos. Los restos quemados de la Casa Grande se encontraban al otro lado del claro, y a esa distancia no parecían más que una mancha, como si un pulgar gigante y cubierto de hollín hubiera hecho presión allí. Sentí la pesadez de la nieve inminente en el aire, la oí en el murmullo sofocado de los pinos.
Los chicos MacLeod habían cruzado la montaña con su abuela. Dijeron que les había resultado muy difícil atravesar los puertos altos. Otra gran tormenta probablemente nos dejaría aislados hasta marzo o incluso abril.
Aquello me trajo a la memoria a mi paciente, le eché otra ojeada al claro y puse la mano en el picaporte. Rollo gemía arañando la puerta, y, al abrirla, le di sin ceremonias un empujón en el morro con la rodilla.
—Quédate ahí, perro —ordené—. No te preocupes, volverán pronto.
Él emitió un sonido ansioso y fuerte con la garganta, y se agitó adelante y atrás, mientras empujaba mis piernas en un intento de salir.
—¡No! —le dije apartándolo con el fin de echar el cerrojo a la puerta.
El cerrojo encajó en su lugar con un sonido tranquilizador y me puse de cara al fuego, al tiempo que me frotaba las manos. Rollo inclinó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un aullido grave y triste que hizo que se me erizasen los pelos de la nuca.
—¿Qué pasa? —pregunté, alarmada—. ¡Cállate!
El ruido había hecho que uno de los pequeños que dormían en la habitación se despertara y se pusiera a llorar. Oí un susurro de sábanas y de soñolientos murmullos maternales, por lo que me puse rápidamente de rodillas y agarré el morro de Rollo antes de que volviera a aullar.
—Chsss —le dije, y miré para averiguar si el sonido había molestado a la abuela MacLeod.
Seguía inmóvil, con el rostro pálido como la cera y los ojos cerrados. Esperé, contando de forma automática los segundos antes del siguiente movimiento superficial de su pecho.
«...seis... siete...»
—Oh, demonios —exclamé, apercibiéndome de lo sucedido. Me persigné a toda prisa. Me desplacé hasta ella de rodillas, pero, al examinarla con mayor atención, no descubrí nada que no hubiera visto ya. Modesta hasta el final, había aprovechado mi momento de distracción para morir sin llamar la atención.
Rollo deambulaba arriba y abajo, sin aullar, pero inquieto. Coloqué suavemente una mano sobre el pecho hundido, sin buscar ya un diagnóstico ni ofrecer ningún tipo de ayuda, sólo como... comprobación necesaria del fallecimiento de una mujer cuyo nombre desconocía.
—Bueno... Que Dios te tenga en su gloria, pobrecita —murmuré, y me senté sobre los talones intentando pensar qué hacer a continuación.
El protocolo de las Highlands para esas ocasiones establecía que, después de una muerte, había que abrir la puerta para permitir que el alma se marchara. Me restregué dubitativa un nudillo contra los labios. ¿No se habría marchado a toda velocidad el alma cuando abrí la puerta para entrar? Probablemente no.
Uno pensaría que en un clima tan inhóspito como el de Escocia habría un poco de tolerancia climatológica en relación con esas cuestiones, pero yo sabía que no era así. Con lluvia, nieve, cellisca o viento... los habitantes de las Highlands siempre abrían la puerta y la dejaban abierta durante horas, tanto porque estaban impacientes por liberar al alma que se marchaba, como por la preocupación de que el espíritu, de no permitírsele salir, pudiera tomar residencia permanente en la casa como fantasma. La mayoría de las granjas eran demasiado pequeñas como para que ésa fuera una perspectiva tolerable.
Ahora el pequeño Orrie estaba despierto. Lo oía cantar feliz para sí una canción que consistía en el nombre de su padre.
—Baaaaah-bi, baaah-bi, BAAAH-bi...
Oí una leve risita somnolienta y el murmullo de Bobby como respuesta.
—Ése es mi hombrecito. ¿Necesitas el orinal, acooshla?
El apelativo gaélico cariñoso, a chuisle, «latido de mi corazón», me hizo sonreír tanto por la palabra en sí como por lo extraño que se me hacía oírla con el acento de Dorset de Bobby. Pero Rollo emitió un ruido nervioso con la garganta, recordándome que era necesario hacer algo.
Si los Higgins y sus parientes políticos se levantaban dentro de unas horas y descubrían el cuerpo en el suelo, se sentirían muy molestos, ofendidos en su sentido de la rectitud, e intranquilos ante la posibilidad de que una forastera muerta estuviese aferrándose a su hogar. Un presagio siniestro para el nuevo matrimonio y para el nuevo año. Al mismo tiempo, su presencia estaba perturbando innegablemente a Rollo, y la perspectiva de que los despertase a todos enseguida me estaba poniendo nerviosa.
—Muy bien —dije en voz baja—. Venga, perro.
Como siempre, había pedazos de arnés por arreglar colgados de un gancho junto a la puerta. Liberé un largo trozo de rienda y confeccioné una correa improvisada con la que até a Rollo. Se mostró muy contento de salir conmigo, embistiendo hacia delante mientras yo abría la puerta, aunque se sintió algo menos entusiasmado cuando lo arrastré a la despensa, donde anudé la correa provisional alrededor del montante de una estantería, antes de regresar a la cabaña a buscar el cadáver de la abuela MacLeod.
Miré con cautela a mi alrededor antes de aventurarme a salir de nuevo, recordando las advertencias de Jamie, pero la noche estaba tan silenciosa como una iglesia. Incluso los árboles habían callado.
La pobre mujer no debía de pesar más de treinta kilos, pensé. Las clavículas le asomaban a través de la piel, y sus dedos eran tan frágiles como ramitas secas. Sin embargo, treinta kilos de peso literalmente muerto era algo más de lo que yo podía cargar, así que me vi obligada a desdoblar la manta en la que estaba envuelta y utilizarla como un trineo improvisado, sobre el que la arrastré al exterior murmurando una mezcla de oraciones y disculpas en voz baja.
A pesar del frío, cuando la introduje en la despensa estaba jadeante y empapada de sudor.
—Bueno, por lo menos tu alma ha tenido un montón de tiempo para escapar —susurré mientras me arrodillaba para examinar el cuerpo antes de volver a colocarlo en su apresurada mortaja—. Y, en cualquier caso, no creo que desees rondar una despensa.
Tenía los párpados algo entreabiertos, mostrando una rajita blanca, como si hubiera intentado abrirlos para echar un último vistazo al mundo, o tal vez para buscar un rostro familiar.
—Benedicite —murmuré, y le cerré los ojos con ternura, preguntándome mientras lo hacía si algún extraño haría lo mismo por mí algún día. Las probabilidades eran altas. A menos que...
Jamie había manifestado su intención de regresar a Escocia, ir a buscar su imprenta, y luego volver para luchar. Pero, decía cobardemente una vocecita dentro de mí, ¿y si no volvemos? ¿Y si nos vamos a Lallybroch y nos quedamos allí?
Incluso cuando pensaba en esa perspectiva, con sus implicaciones color de rosa acerca de estar rodeados de familia, de poder vivir en paz, de envejecer despacio sin el miedo constante a que la vida se viera trastornada, a morir de hambre y a la violencia, sabía que no funcionaría. No sabía si Thomas Wolfe estaba en lo cierto acerca de no poder volver a casa... bueno, eso yo no lo sabía, pensé con cierta amargura. No había tenido una casa a la que volver... pero conocía bien a Jamie. Idealismos aparte —y Jamie era bastante idealista, aunque muy pragmático—, lo cierto es que era un hombre como es debido y, por consiguiente, debía tener un trabajo como es debido. No sólo trabajar en el campo, no sólo una ocupación para ganarse la vida. Un trabajo. Yo comprendía la diferencia entre una cosa y otra.
Y, aunque estaba segura de que la familia de Jamie lo recibiría con alegría, no tenía tan claro cómo me recibirían a mí, aunque suponía que no llegarían a llamar al cura para que me practicara un exorcismo. De hecho, Jamie no era ya un hacendado de Lallybroch, y nunca lo sería.
—...y allí nadie lo conocerá ya —murmuré mientras, con un trapo húmedo, lavaba las partes íntimas de la anciana, cubiertas de un vello sorprendentemente oscuro; quizá fuera más joven de lo que había pensado.
La mujer no había comido nada durante días. Ni siquiera la relajación de la muerte había surtido mucho efecto. Pero todo el mundo merece irse limpio a la tumba. Me detuve. Ésa era una consideración. ¿Podríamos enterrarla? ¿O quizá simplemente descansaría en paz bajo la mermelada de arándanos y los sacos de judías secas hasta que llegara la primavera?
Le arreglé la ropa respirando con la boca abierta, intentando estimar la temperatura por el vapor de mi aliento. Ésa sería tan sólo la segunda gran nevada del invierno, y aún no habíamos tenido una helada realmente intensa. Eso solía suceder entre mediados y finales de enero. Si la tierra no se había helado aún, probablemente podríamos enterrarla, siempre y cuando los hombres estuvieran dispuestos a apartar la nieve con la pala.
Rollo se había tumbado, resignado, mientras yo me ocupaba de mis cosas, pero en ese preciso momento irguió de golpe la cabeza, con las orejas enhiestas.
—¿Qué? —pregunté, sobresaltada, y me volví sobre las rodillas para mirar hacia la puerta de la despensa—. ¿Qué pasa?
—¿Vamos a por él ahora? —murmuró Ian. Llevaba el arco sobre un hombro. Dejó caer el brazo y el arco se deslizó en silencio hasta su mano, listo para utilizarlo.
—No. Deja que primero lo encuentre —respondió Jamie despacio, intentando decidir qué debía hacer con aquel hombre que había reaparecido de forma tan inesperada en su vida.
Matarlo, no. Él y su mujer les habían causado considerables problemas con su traición, cierto, pero no tenían intención de hacer daño a su familia, al menos no al principio. ¿Era Arch Bug siquiera realmente un ladrón, a su entender? Estaba claro que la tía de Jamie, Yocasta, no tenía más derecho al oro que él, si es que no tenía menos.
Suspiró y se llevó una mano al cinto, del que colgaban su puñal y su pistola. Con todo, no podía permitir que Bug se largara con el oro, ni podía limitarse a llevarlo lejos de allí y dejarlo en libertad para que les amargara más la vida. En cuanto a qué diablos hacer con él una vez preso... sería como tener una serpiente en un saco. Pero ahora sólo podía asegurarse de atraparlo y después ya se preocuparía de qué hacer con el saco. Tal vez pudieran llegar a un acuerdo...
La figura había alcanzado la mancha negra de los cimientos y trepaba con dificultad entre las piedras y las vigas carbonizadas que quedaban, mientras la capa oscura que llevaba se hinchaba y ondulaba con las ráfagas de aire.
Comenzó a nevar, de repente y en silencio, con copos grandes y perezosos que no parecían tanto caer del cielo como sencillamente brotar del aire, arremolinándose. Le rozaban la cara y formaban una gruesa capa sobre sus pestañas. Se los limpió y le hizo una seña a Ian.
—Ve tras él —susurró—. Si echa a correr, lanza una flecha por delante de su nariz para detenerlo. Y no te acerques mucho, ¿de acuerdo?
—No te acerques tú, tío —le respondió Ian en un susurro—. Si estás a tiro decente de pistola de él, puede romperte la crisma con su hacha. Y no estoy dispuesto a contarle eso a la tía Claire.
Jamie dejó escapar un breve bufido y despidió a Ian con un gesto. Cargó y cebó su pistola y avanzó con decisión en medio de la tormenta de nieve rumbo a las ruinas de su casa.
Lo había visto abatir a un pavo con su hacha a seis metros. Y era cierto que la mayoría de las pistolas no eran precisas a una distancia mucho mayor que ésa. Pero, al fin y al cabo, él no quería matarlo. Sacó la pistola y la sostuvo en la mano, lista para disparar.
—¡Arch! —llamó.
La figura le daba la espalda, encorvada mientras rebuscaba entre las cenizas. Al oír el grito, dio la impresión de ponerse tensa, pese a seguir agachada.
—¡Arch Bug! —gritó—. ¡Sal de ahí, quiero hablar contigo!
Como respuesta, la figura se incorporó de golpe, se volvió, y una llamarada iluminó la nieve que caía. En ese preciso instante, la llama le alcanzó el muslo y Jamie se tambaleó.
Estaba, sobre todo, sorprendido. No sabía que Arch Bug usara pistola, y estaba impresionado de que tuviera tan buena puntería con la mano izquierda.
Había caído en la nieve sobre una de sus rodillas, pero mientras levantaba su propia arma para disparar se dio cuenta de dos cosas: la figura negra le estaba apuntando con una segunda pistola... pero no con la mano izquierda. Lo que quería decir...
—¡Dios mío! ¡Ian! —Pero Ian lo había visto caer, y también había visto la segunda pistola.
Jamie no oyó volar la flecha por encima del rumor del viento y de la nieve. Apareció como por arte de magia, clavada en la espalda de la sombra. La silueta se puso tiesa y rígida y, acto seguido, cayó dando un respingo. Casi antes de que diera en tierra, Jamie echó a correr, cojeando mientras la pierna derecha se le torcía bajo el peso de su cuerpo a cada paso.
—Dios mío, no... Dios mío, no... —decía, y su voz no parecía la suya.
Un grito surcó la nieve y la noche, impregnado de desesperación. Entonces, Rollo pasó corriendo junto a él como una mancha —¿quién lo había dejado salir?—, y desde los árboles sonó el disparo de un rifle.
Cerca de él, Ian rugió llamando al perro, pero Jamie no tenía tiempo de mirar mientras avanzaba con dificultad, sin pensar, sobre las piedras quemadas, resbalando sobre la fina capa de nieve recién caída, dando traspiés, con la pierna fría y caliente al mismo tiempo, pero eso no tenía importancia.
«Oh, Dios mío, por favor, no...»
Llegó hasta la figura negra y se arrojó de rodillas junto a ella, con esfuerzo.
Lo supo de inmediato. Lo había sabido en el preciso instante en que la vio sujetar la pistola con la mano derecha. Al faltarle varios dedos, Arch no podía disparar con la derecha. «Pero, Dios mío, Dios mío, no...»
Se la echó sobre los hombros sintiendo el pequeño cuerpo, pesado, flojo y difícil de manejar, como un ciervo recién muerto. Le deslizó hacia atrás la capucha de la capa y pasó la mano, tierna, impotente, por la cara suave y redonda de Murdina Bug. Sintió su aliento en la mano, tal vez... pero también sintió contra su palma el astil de la flecha. Le había atravesado la garganta, y su aliento húmedo burbujeaba. También la mano de Jamie estaba húmeda, y caliente.
—¿Arch? —llamó ella con voz ronca—. Quiero a Arch. —Y expiró.
3
Una vida por otra
Llevé a Jamie a la despensa. Estaba oscura y fría, sobre todo para un hombre sin pantalones, pero no quería arriesgarme a que alguno de los Higgins se despertara. Dios santo, ahora no. Saltarían de su sanctasanctórum como una bandada de codornices asustadas, y, personalmente, temblaba ante la idea de tener que enfrentarme a ellos antes de lo debido. Ya sería bastante horrible tener que decirles lo que había sucedido cuando fuera de día. No podía hacer frente a semejante perspectiva ahora.
A falta de una alternativa mejor, Jamie e Ian habían dejado a la señora Bug en la despensa junto a la abuela MacLeod, oculta bajo la estantería más baja, con la capa cubriéndole el rostro. Podía ver sobresalir sus pies, con sus botas gastadas y rotas y sus medias de rayas. Imaginé de repente a la Bruja Mala del Oeste, y me tapé la boca con la mano antes de que ningún comentario histérico pudiera escapar de ella.
Jamie volvió la cabeza hacia mí, pero tenía la mirada ausente y su cara presentaba ojeras y unas profundas arrugas a la luz de la vela que llevaba en la mano.
—¿Eh? —preguntó en tono distraído.
—Nada —respondí con voz trémula—. Nada de nada. Siéntate... siéntate.
Dejé en el suelo el taburete y mi botiquín, cogí de sus manos la vela y un recipiente de lata con agua caliente e intenté no pensar absolutamente en nada más que en la tarea que tenía delante. No en los pies. No, por el amor de Dios, en Arch Bug.
Jamie llevaba una manta alrededor de los hombros, pero sus piernas estaban necesariamente desnudas, y sentí que tenía los pelos erizados y la carne de gallina al rozárselos con la mano. El bajo de su camisa estaba empapado de sangre medio seca y adherido a su pierna, aunque no se quejó cuando tiré de él para soltarlo y le separé las piernas. Había estado moviéndose como si se hallara en medio de una pesadilla, pero la proximidad de la vela encendida a sus testículos lo reanimó.
—Ten cuidado con esa vela, Sassenach, ¿vale? —dijo cubriéndose los genitales con una mano protectora.
Al ver que tenía razón, le di la vela para que la sostuviera y, con la breve advertencia de que procurara no verter cera caliente, reanudé mi inspección.
La herida sangraba, mas no revestía ninguna gravedad, así que sumergí un trapo en el agua caliente y empecé a trabajar. Tenía la carne helada y el frío sofocaba incluso los intensos olores de la despensa pero, aun así, podía olerlo, su habitual olor seco a almizcle mezclado con el de la sangre y un sudor fre nético.
Era un corte profundo que surcaba diez centímetros de la carne del muslo, bien arriba. Pero era un corte limpio.
—Un John Wayne especial —bromeé, intentando hablar en un tono despreocupado y seco.
Los ojos de Jamie, que habían estado fijos en la llama de la vela, cambiaron de enfoque y se posaron en mí.
—¿Qué? —inquirió con voz ronca.
—Nada serio —contesté—. La bala sólo te ha rozado. Tal vez camines un poco raro durante un par de días, pero el héroe vivirá para seguir luchando.
De hecho, la bala le había pasado entre las piernas, causando una profunda brecha en la cara interior del muslo, cerca tanto de los testículos como de la arteria femoral. Un par de centímetros hacia la derecha, y estaría muerto. Un par de centímetros más arriba...
—Eso no me sirve de mucho consuelo, Sassenach —señaló, aunque un atisbo de sonrisa asomó a sus ojos.
—No —admití—. Pero ¿un poco sí?
—Un poco sí —repuso, y me tocó brevemente la cara.
Tenía la mano muy fría y temblaba. Le corría cera caliente por los nudillos de la otra mano, pero no parecía sentirla. Le quité la vela con suavidad y la dejé en la estantería. Advertí que la tristeza y la autocrítica fluían de él a oleadas y me esforcé por contenerme. Si sucumbía ante lo tremendo de la situación, no podría ayudarlo. En cualquier caso, no estaba segura de poder hacerlo, aunque lo intentaría.
—Dios santo —dijo en voz tan baja que casi no lo oí—. ¿Por qué no he dejado que se lo llevara? ¿Qué importancia tenía? —Se golpeó la rodilla con el puño, sin hacer ruido—. Por Dios, ¿por qué simplemente no he dejado que se lo llevara?
—No sabías quién era ni qué pretendía —indiqué en voz igual de baja, poniéndole una mano en el hombro—. Ha sido un accidente.
Tenía los músculos tensos, duros a causa de la angustia. También yo lo sentía, un nudo duro de protesta y rechazo en la garganta. «No, no puede ser verdad, ¡no puede haber sucedido!» Pero había trabajo que hacer. Me enfrentaría a lo inevitable más tarde.
Se cubrió la cara con una mano meneando la cabeza despacio de un lado a otro, y ninguno de los dos hablamos ni nos movimos mientras yo terminaba de limpiar y vendar la herida.
—¿Puedes hacer algo por Ian? —inquirió cuando hube terminado. Retiró la mano que cubría sus ojos y, mientras yo me ponía en pie, me miró con el rostro estragado por la tristeza y el agotamiento, pero de nuevo tranquilo—. Está... —Tragó saliva y miró hacia la puerta—. Está mal, Sassenach.
Miré el whisky que había traído conmigo: un cuarto de botella. Jamie siguió la dirección de mi mirada y negó con la cabeza.
—No bastará.
—Entonces, bébetelo tú.
Hizo un gesto negativo, pero le puse la botella en la mano y apreté sus dedos en torno a ella.
—Es una orden —le dije en tono suave pero firme—. Estás conmocionado. —Se resistió, hizo ademán de dejar la botella, y yo aumenté la presión de mi mano sobre la suya—. Lo sé —señalé—. Jamie, lo sé. Pero no puedes hundirte. Ahora no.
Me miró unos instantes y luego asintió, aceptándolo porque no tenía más remedio, y los músculos de su brazo se relajaron. Yo misma tenía los dedos tiesos, helados a causa del agua y del aire glacial, pero, con todo, más calientes que los suyos. Rodeé su mano libre con las mías y se la apreté con fuerza.
—Hay una razón por la que el héroe nunca muere, ¿sabes? —le dije, e intenté sonreír, una sonrisa rígida y forzada—. Cuando sucede lo peor, alguien tiene que decidir qué hacer. Ahora métete en casa y entra en calor. —Miré afuera, al cielo nocturno color lavanda en el que la nieve se arremolinaba con violencia—. Yo... encontraré a Ian.
¿Adónde habría ido? No muy lejos, no con ese tiempo. Pensé que, dado su estado de ánimo cuando él y Jamie habían regresado con el cuerpo de la señora Bug, era posible que se hubiera internado en el bosque, sin preocuparse de adónde iba ni de lo que pudiera sucederle. Pero tenía al perro consigo. Por muy mal que se encontrara, nunca se llevaría a Rollo en mitad de una ventisca aulladora. Y aquello se estaba convirtiendo precisamente en una ventisca. Avancé a paso lento cuesta arriba rumbo a los edificios anexos, protegiendo mi linterna bajo un pliegue de la capa. Me pregunté, de repente, si cabía la posibilidad de que Arch Bug se hubiera refugiado en el invernadero o en el ahumadero. Y si... oh, Dios mío, ¿lo sabría? Permanecí inmóvil en medio del camino por unos instantes, dejando que la densa nevada se me posara como un velo sobre la cabeza y los hombros.
Había estado tan conmocionada por lo sucedido que no se me había ocurrido preguntarme si Arch Bug sabría que su mujer estaba muerta. Jamie dijo que había gritado, que había llamado a Arch para que se acercara, pero no había obtenido respuesta. Tal vez sospechara que era una trampa. Quizá sencillamente había huido al ver a Jamie y a Ian, suponiendo que, sin duda, no iban a hacerle daño a su mujer, en cuyo caso...
—Maldita sea —dije en voz baja, anonadada.
Sin embargo, no podía hacer nada al respecto. Esperaba poder ayudar a Ian. Me restregué la cara con el antebrazo, parpadeé para sacudirme la nieve de las pestañas y seguí caminando, despacio, mientras el vórtice de remolinos de nieve se tragaba la luz de la linterna. Si me topaba con Arch... Aprisioné con los dedos el mango de la linterna. Tendría que decírselo, llevarlo de vuelta a la cabaña, dejarle ver... Dios mío. Si regresaba con Arch, ¿podrían Jamie e Ian entretenerlo lo suficiente como para que yo pudiera sacar a la señora Bug de la despensa y mostrarla de manera más decorosa? No había tenido tiempo de extraer la flecha ni de colocar el cuerpo decentemente. Me clavé las uñas en la palma de la mano libre, en un intento por controlarme.
—Jesús, no dejes que me lo encuentre —murmuré—. Por favor, no dejes que me lo encuentre.
Pero el invernadero, el ahumadero y el granero del maíz estaban vacíos, gracias a Dios, y nadie podría haberse escondido en el gallinero sin que los pollos armaran alboroto. Guardaban silencio, durmiendo en medio de la tormenta. Sin embargo, la idea del gallinero me hizo pensar de repente en la señora Bug. La vi esparciendo el maíz recogido en el delantal, canturreándoles a aquellos estúpidos animales. Les había puesto nombre a todos. A mí me importaba un comino si nos estábamos comiendo a Isobeaìl o a Alasdair para cenar, pero, en ese preciso momento, el hecho de que ya nadie sería capaz de distinguirlos a unos de otros, o de alegrarse de que Elspeth hubiera tenido diez pollitos, me parecía terriblemente desgarrador.
Encontré por fin a Ian en el granero, una forma oscura acurrucada en la paja a los pies de la mula Clarence, cuyas orejas se irguieron cuando me vio aparecer. Rebuznó encantada ante la perspectiva de tener más compañía, y las cabras balaron histéricas, al pensar que yo era un lobo. Los caballos, sorprendidos, agitaron la cabeza entre resoplidos y relinchos, dubitativos. Rollo, hecho un ovillo en el heno junto a su amo, profirió un breve y penetrante ladrido de disgusto ante el jaleo.
—Menuda arca de Noé tenemos aquí montada —observé mientras me sacudía la nieve de la capa y colgaba la linterna de un gancho—. Sólo falta un par de elefantes. ¡Cállate, Clarence!
Ian volvió el rostro hacia mí, pero, por su expresión ausente, me di cuenta de que no había entendido lo que le había dicho.
Me puse en cuclillas a su lado y le coloqué la mano en la mejilla. Estaba fría y erizada de barba reciente.
—No ha sido culpa tuya —le dije con cariño.
—Lo sé —respondió, y tragó saliva—. Pero no sé cómo voy a seguir viviendo. —No estaba intentando dramatizar en absoluto. Su voz parecía por completo abrumada.
Rollo le lamió la mano y él hundió sus dedos en el cuello del perro, como buscando apoyo.
—¿Qué puedo hacer, tía? —Me miró, impotente—. No puedo hacer nada, ¿verdad? No puedo volver atrás ni deshacerlo. Y, sin embargo, no hago sino buscar la manera de lograrlo. Algo que pueda hacer para enderezar las cosas. Pero no hay... nada.
Me senté en la paja junto a él y le rodeé los hombros con el brazo, atrayendo su cabeza contra mí. Se acercó, de mala gana, aunque yo sentía leves estremecimientos de cansancio y sufrimiento que recorrían su cuerpo sin cesar, como un escalofrío.
—Yo la quería —dijo en voz tan baja que apenas lo oí—. Era como mi abuela, y...
—Y ella te quería a ti —susurré—. No te culparía.
Había estado reprimiendo mis propias emociones como si me fuera la vida en ello, pero ahora... Ian tenía razón. No había nada que hacer, y las lágrimas empezaron a deslizarse por mi rostro de pura impotencia. No es que estuviera llorando, era que la pena y la consternación sencillamente me habían desbordado. No podía contenerlas.
No sé si Ian sintió mis lágrimas en su piel o sólo las vibraciones de mi dolor pero, de repente, se desmoronó a su vez y se echó a llorar en mis brazos, temblando.
Deseé con todas mis fuerzas que fuera un niño pequeño y que la tormenta del dolor pudiera arrastrar su culpa y dejarlo limpio y en paz. Pero Ian estaba mucho más allá de esas cosas tan simples. Cuanto yo podía hacer era abrazarlo y darle palmaditas en la espalda, emitiendo, a mi vez, ruiditos impotentes. Entonces, Clarence nos ofreció su propio apoyo, respirando con fuerza sobre la cabeza de Ian y mordisqueando, pensativo, un mechón de su cabello. Ian soltó un grito y le propinó a la mula un manotazo en el morro.
—¡Ay, déjame!
Se atragantó, le entró una risa nerviosa, lloró otro poco más y, acto seguido, se incorporó y se secó la nariz con la manga. Permaneció un rato sentado en silencio, recobrando la compostura, y yo lo dejé tranquilo.
—Cuando maté a aquel hombre en Edimburgo —dijo por fin con la voz pastosa pero controlada—, el tío Jamie me confesó y me dijo la oración que uno reza cuando ha matado a alguien. Para encomendar a esa persona a Dios. ¿Quieres rezarla conmigo, tía?
No había pensado —y mucho menos rezado— la «Bendición de la muerte» en mucho tiempo, así que la dije tropezando con las palabras. Ian, en cambio, la rezó sin titubear, y me pregunté cuán a menudo la habría rezado a lo largo de esos años. Las palabras parecían insignificantes e ineficaces, sofocadas entre los sonidos de la paja removida y del rumiar de las bestias. Pero sentí un poco de consuelo por haberlas pronunciado. Tal vez sea sólo que la sensación de agarrarse a algo más grande que uno mismo te produce la impresión de que en efecto hay algo más grande, y en verdad tiene que haberlo, porque es obvio que uno no está a la altura de la situación. Yo, ciertamente, no lo estaba.
Ian se quedó un tiempo sentado con los párpados cerrados. Al final los abrió y me miró, con los ojos negros de conocimiento y el rostro muy pálido bajo el pelo de su barba.
—Y, después —dijo—, uno vive con ello —concluyó en voz baja. Se restregó la cara con una mano—. Pero no creo que yo pueda. —Sólo constataba un hecho, por lo que me asustó mucho.
Ya no me quedaban lágrimas, aunque me sentía como si estuviera mirando un agujero negro y sin fondo y no pudiera apartar la vista. Respiré profundamente mientras trataba de pensar en algo que decir, me saqué un pañuelo del bolsillo y se lo di.
—¿Estás respirando, Ian?
Su boca apenas se contrajo.
—Sí, creo que sí.
—Eso es cuanto debes hacer, por ahora. —Me levanté, me sacudí la paja de la falda y le tendí una mano—. Ven. Tenemos que regresar a la cabaña antes de que nos quedemos aquí bloqueados por la nieve.
Ahora nevaba con mayor intensidad, y una ráfaga de viento apagó la vela de mi linterna. No importaba, habría encontrado la cabaña con los ojos vendados. Ian se me adelantó sin decir nada, abriendo un camino en la nieve recién caída. Llevaba la cabeza baja para hacer frente a la tormenta, los estrechos hombros encorvados.
Esperaba que la oración le hubiera sido de ayuda, al menos un poco, y me pregunté si los mohawk tendrían una manera de enfrentarse a una muerte injusta mejor que la de la Iglesia católica.
Entonces me di cuenta de que sabía exactamente lo que harían los mohawk en semejante situación. También Ian lo sabía. Lo había hecho. Me envolví mejor en la capa con la sensación de que me había tragado una gran bola de hielo.
4
Todavía no
Después de mucho discutirlo, sacamos los dos cuerpos afuera con cuidado y los colocamos al final del porche. Sencillamente no había espacio dentro para disponerlos de manera adecuada, y dadas las circunstancias...
—No podemos dejar que a Arch le quepa ninguna duda más de las necesarias —había dicho Jamie poniendo punto final a las discusiones—. Si el cuerpo está a plena vista, es posible que salga, o tal vez no, pero sabrá que su mujer ha muerto.
—Lo sabrá —repuso Bobby Higgins lanzando una mirada intranquila a los árboles—. ¿Y qué crees que hará entonces?
Jamie se quedó un momento inmóvil, mirando hacia el bosque, y después negó con la cabeza.
—Llorémoslas —dijo con voz queda—. Por la mañana veremos lo que hay que hacer.
No fue un velatorio corriente, pero se llevó a cabo con toda la ceremonia que pudimos. Amy había donado para la señora Bug su propia mortaja —confeccionada después de su primera boda y cuidadosamente guardada—, y a la abuela MacLeod la envolvimos con unos retales de mi camisa de recambio y un par de delantales cosidos para darles un aspecto respetable. Las colocamos una a cada lado del porche, pie con pie, con un platito de sal y una rebanada de pan sobre el pecho, aunque no había ningún comedor de pecados disponible.1 Yo había llenado de ascuas un pequeño brasero y lo había colocado cerca de los cuerpos, y acordamos que nos turnaríamos durante la noche para velar a las difuntas, pues el porche no podía albergar a más de dos o tres personas.
—«La luna sobre el pecho de la nieve recién caída les dio a los objetos el brillo de mediodía» —recité en voz baja.
Y así fue. Tras la tormenta, los tres cuartos de luna arrojaron una luz pura y fría que hizo que destacara cada árbol cubierto de nieve, claro y delicado como una pintura realizada en tinta japonesa. Entretanto, en las ruinas distantes de la Casa Grande, el revoltijo de vigas carbonizadas ocultaba lo que fuera que se encontrara debajo.
Jamie y yo íbamos a hacer el primer turno. Cuando él lo anunció nadie discutió la decisión. Nadie lo mencionó, pero la imagen de Arch Bug acechando en el bosque estaba en la mente de todos.
—¿Crees que estará ahí? —le pregunté a Jamie en voz baja. Señalé con la cabeza en dirección a los oscuros árboles, tranquilos en sus blandas mortajas.
—Si fueras tú la que está ahí tendida, a nighean —respondió Jamie mirando las inmóviles figuras blancas al final del porche—, querría estar a tu lado, vivo o muerto. Ven y siéntate.
Tomé asiento junto a él, con el brasero cerca de nuestras rodillas arropadas en la capa.
—Pobres... —dije al cabo de un rato—. Estamos muy lejos de Escocia.
—Es cierto —contestó él, y me tomó la mano. Sus dedos estaban tan fríos como los míos, mas aun así, su tamaño y su fuerza eran un consuelo—. Pero recibirán sepultura entre personas que conocen sus costumbres, aunque no se trate de su familia.
—Tienes razón.
Si los nietos de la abuela MacLeod regresaban alguna vez, encontrarían, por lo menos, una inscripción sobre su tumba y sabrían que la habían tratado con respeto. La señora Bug no tenía ningún pariente a excepción de Arch, nadie que fuera a venir y buscar la lápida. Sin embargo, estaría entre personas que la conocían y la querían. Pero ¿y Arch? Si tenía familia en Escocia, nunca lo había mencionado. Su esposa lo había sido todo para él, al igual que él para ella.
—¿Crees que... hum... crees que Arch podría... poner fin a su vida? —inquirí con delicadeza—. ¿Cuando lo sepa?
Jamie negó con la cabeza, categórico.
—No —respondió—. No es su estilo.
Hasta cierto punto me sentí aliviada al oírlo. A otro nivel, inferior y menos compasivo, no podía evitar preguntarme con inquietud lo que un hombre apasionado como Arch sería capaz de hacer después de encajar ese golpe mortal, privado de la mujer que había sido su ancla y su refugio durante la mayor parte de su vida.
Me preguntaba qué haría un hombre así. ¿Navegar viento en popa hasta chocar contra un arrecife y hundirse? ¿O amarrar su vida al ancla provisional de la furia y adoptar la venganza como nueva brújula? Había visto lo culpables que se sentían Jamie e Ian. ¿Cuánto más culpable se sentiría Arch? ¿Podía algún hombre cargar con semejante culpa? ¿O debía librarse de ella por una mera cuestión de supervivencia?
Jamie no había hecho comentario alguno acerca de sus propias especulaciones, pero observé que llevaba la pistola y el puñal en el cinturón, y que la pistola estaba cargada y cebada. Percibía el olorcillo a pólvora negra bajo el aroma de las píceas y los abetos. Por supuesto, era posible que la llevara para ahuyentar a algún lobo errante o a los zorros...
Permanecimos un rato sentados en silencio, mirando el brillo cambiante de las ascuas en el brasero y el parpadeo de la luz en los pliegues de las mortajas.
—Deberíamos rezar, ¿no crees? —susurré.
—No he parado de rezar desde que sucedió, Sassenach.
—Sé lo que quieres decir.
Lo sabía: la oración apasionada para que no fuera cierto y la oración desesperada para saber qué hacer a continuación; la necesidad de hacer algo cuando, en realidad, no se podía hacer nada. Y, por supuesto, la oración por el descanso de las que acababan de dejarnos. Al menos, la abuela esperaba la muerte, y debía de haberla agradecido, pensé. En cambio, la señora Bug debía de haberse llevado una terrible sorpresa al morir tan de repente. Se me representó en una desconcertante visión, de pie en la nieve justo al lado del porche, mirando su propio cadáver, con las manos sobre las anchas caderas y los labios fruncidos de disgusto por que le hubieran arrebatado el cuerpo con tanta violencia.
—Ha sido un golpe considerable —le dije a su sombra a modo de disculpa.
—Sí, así es.
Jamie rebuscó bajo su capa y sacó su petaca. La abrió y, con cuidado, vertió unas cuantas gotas de whisky sobre la cabeza de cada una de las mujeres muertas, luego levantó la petaca y brindó en silencio por la abuela MacLeod y después por la señora Bug.
—Murdina, esposa de Archibald, eras una gran cocinera —afirmó sin florituras—. Recordaré tus galletas toda mi vida, y pensaré en ti cuando me coma mis gachas por la mañana.
—Amén —dije con voz temblorosa entre la risa y el llanto.
Acepté la petaca y tomé un sorbo. Sentí el ardor del whisky a través del nudo que tenía en la garganta y me puse a toser.
—Conozco su receta para hacer piccalilli. No debería perderse. Me la apuntaré.
La idea de escribir me recordó de pronto la carta inacabada, aún doblada dentro de mi bolsa de labor. Jamie notó que me ponía ligeramente más tensa y volvió la cabeza hacia mí con expresión interrogativa.
—Sólo pensaba en esa carta —expliqué, carraspeando—. Quiero decir que, aunque Roger y Bree sepan que la casa se quemó hasta los cimientos, se alegrarán de saber que aún estamos vivos, siempre en el supuesto de que acabe llegando a sus manos.
Conscientes tanto de la precariedad de los tiempos como de la supervivencia incierta de los documentos históricos, Jamie y Roger habían ideado varios esquemas para el paso de información, desde la publicación de mensajes en clave en varios periódicos hasta un sistema elaborado que implicaba a la Iglesia de Escocia y al Banco de Inglaterra. Todos ellos dependían, claro está, del hecho básico de que la familia MacKenzie hubiera logrado pasar a través de las piedras sin novedad y hubiera llegado más o menos al tiempo oportuno, pero, por mi propia paz de espíritu, estaba obligada a asumir que así había sido.
—Pero no quiero terminarla teniendo que contarles todo esto —señalé con la cabeza las figuras amortajadas—. Querían a la señora Bug... y Bree lo sentiría muchísimo por Ian.
—Sí, tienes razón —respondió Jamie, pensativo—. Y lo más probable es que Roger Mac se pusiera a reflexionar sobre ello y se diera cuenta de lo de Arch. Saberlo y no poder hacer nada al respecto... sí, se preocuparían, hasta que encontraran otra carta diciéndoles cómo terminó todo, y sabe Dios cuánto tiempo pasará antes de que termine.
—Y si no recibieran la carta siguiente...
«O si no sobreviviéramos el tiempo suficiente para escribirla», pensé.
—Sí, mejor no se lo cuentes. Aún no.
Me acerqué un poco más, apoyándome contra él, y Jamie me rodeó con el brazo. Permanecimos un rato en silencio, aún preocupados y tristes, pero reconfortados al pensar en Roger, Bree y los niños.
Oí ruidos en la cabaña detrás de mí. Todos habían permanecido en silencio, trastornados, pero ahora la normalidad iba regresando con rapidez. Era imposible mantener a los niños callados por mucho tiempo, de modo que a través del sonido metálico de los cacharros de cocina y los ruidos de los preparativos de la cena, oía cómo sus vocecillas agudas preguntaban y pedían comida, y el parloteo de los pequeños, emocionados por estar en pie hasta tan tarde. Habría pan de maíz y empanada para la parte siguiente del velatorio. La señora Bug se sentiría complacida. Una repentina lluvia de chispas voló desde la chimenea y cayó en torno al porche como una cascada de estrellas, brillantes contra la noche oscura y la nieve blanca y reciente.
Jamie me apretó con más fuerza con el brazo y emitió un pequeño sonido de placer ante el espectáculo.
—Eso... que dijiste sobre el pecho de la nieve recién caída —pronunció la palabra pecho con su suave acento de las High lands— es un poema, ¿verdad?
—Sí. Aunque no es que sea muy apropiado para un velatorio: es un poema navideño cómico que se titula «Una visita de san Nicolás».
Jamie soltó un bufido, lanzando una vaharada blanca.
—No creo que la palabra apropiado tenga mucho que ver con un velatorio como Dios manda, Sassenach. Dales a los dolientes bebida suficiente y todos arrancarán a cantar O thoir a-nall am Botul,2 y los críos se pondrán a bailar en corro frente a la puerta principal a la luz de la luna.
No me reí, pero no me resultaba difícil imaginarlo. De hecho, había bebida suficiente. En la despensa había una cuba fresca de cerveza recién hecha, y Bobby había ido a buscar el barrilete de whisky de emergencia a su escondite del granero. Me llevé la mano de Jamie a los labios y le besé los fríos nudillos. El trauma y la sensación de confusión habían empezado a desvanecerse con la creciente toma de conciencia de que la vida latía detrás de nosotros. La cabaña era una pequeña isla vibrante de vida que flotaba en el frío de la noche negra y blanca.
—«Nadie es una isla, completo en sí mismo» —recitó Jamie en voz baja recogiendo la idea que yo no había expresado.
—Ése sí que es apropiado —repuse un poco seca—. Quizá demasiado.
—¿Sí? ¿Por qué?
—«Nunca mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti.» No puedo oír «Nadie es una isla» sin que este último verso llegue tañendo inmediatamente detrás.
—Mmfm. Te los sabes todos, ¿verdad? —Sin esperar a que le contestara, se inclinó hacia delante y removió las brasas con un palo, levantando un montón de silenciosas chispas—. No es realmente un poema, ¿sabes? Por lo menos, el autor no quería que lo fuera.
—¿Ah, no? —respondí, sorprendida—. Entonces, ¿qué es? ¿O qué era?
—Una meditación, algo entre un sermón y una oración. John Donne lo escribió como parte de sus Meditaciones en tiempos de crisis. Es bastante apropiado, ¿no? —añadió con un extraño deje de humor.
—No pueden ser mucho más críticas que ésta, es verdad. ¿Qué es lo que se me escapa, entonces?
—Hum. —Me atrajo más hacia sí e inclinó la cabeza para dejarla descansar sobre la mía—. Déjame recordar lo que pueda. No me lo sé todo, pero hay partes que me llamaron la atención, así que me acuerdo de ellas.
Mientras se concentraba, podía oír su respiración, lenta y pausada.
—«La humanidad en su conjunto pertenece a un solo autor y es un solo libro; cuando un hombre muere, no se arranca un capítulo del libro, sino que se traduce a un idioma mejor, y todos los capítulos han de traducirse de este modo» —dijo despacio—. Luego hay fragmentos que no me sé de memoria, pero me gustaba éste: «La campana dobla por quien cree que dobla por él —su mano presionó suavemente la mía—, y que aunque calle de nuevo, desde el preciso instante en que dobló por él, está unido a Dios.»
—Hum. —Medité sobre ello unos instantes—. Tienes razón. Es menos poético, pero un poco más... ¿optimista?
Lo sentí sonreír.
—Siempre me lo ha parecido, sí.
—¿De dónde lo has sacado?
—John Grey me prestó un libro diminuto de poemas de Donne cuando estaba preso en Helwater. Éste era uno de ellos.
—Un caballero muy culto —dije algo molesta por ese recordatorio del sustancial pedazo de la vida de Jamie que John Grey había compartido y yo no, pero alegrándome a regañadientes de que hubiera tenido un amigo durante aquellos tiempos tan duros. ¿Cuán a menudo, me pregunté de repente, había oído Jamie tañer esa campana?
Me incorporé, estiré el brazo para alcanzar la petaca y tomé un trago purificador. El olor a comida horneada, cebolla y carne que se cocía a fuego lento se filtraba a través de la puerta, y mi estómago rugía de modo indecente. Jamie no se daba cuenta. Con los ojos entornados, miraba al oeste, donde yacía el bulto de la montaña oculto por las nubes.
—Los chicos MacLeod dijeron que, cuando bajaron, en los puertos la nieve llegaba ya a la altura de la cadera —observó—. Si aquí hay treinta centímetros de nieve nueva en el suelo, en los puertos altos debe de haber noventa. No iremos a ninguna parte hasta el deshielo de primavera, Sassenach. Tiempo suficiente para grabar unas lápidas como es debido, por lo menos —añadió con una mirada a nuestras silenciosas invitadas.
—Entonces, ¿todavía quieres ir a Escocia?
Lo había mencionado después de que la Casa Grande se quemase, pero no había vuelto a sacarlo a colación desde entonces. Yo no estaba segura de si lo había dicho en serio o había sido simplemente una reacción a la presión de los acontecimientos de aquella época.
—Sí, quiero ir. Me parece que no podemos quedarnos aquí —respondió con cierto pesar—. Cuando llegue la primavera, las tierras del interior volverán a estar en ebullición. Ya nos hemos acercado bastante al fuego. —Levantó la barbilla en dirección a los restos carbonizados de la Casa Grande—. No tengo interés en que me asen la próxima vez.
—Bueno... sí.
Tenía razón, sabía que tenía razón. Podíamos construir otra casa, pero era poco probable que nos permitieran vivir en ella en paz. Entre otras cosas, Jamie era, o al menos había sido, coronel de la milicia. Como no sufría ninguna incapacidad física ni estaba ausente, no podía abandonar esa responsabilidad. Además, en las montañas, el sentimiento general no era en modo alguno favorable a la rebelión. Sabía de muchas personas a las que habían golpeado, quemado y llevado a los bosques o a los pantanos, o a las que habían matado en el acto como consecuencia directa de haber expresado imprudentemente sus sentimientos políticos.
El mal tiempo nos impedía partir, pero también suponía un obstáculo para el movimiento de las milicias, o de las bandas errantes de bandidos. Esa idea me produjo un súbito escalofrío, y me estremecí.
—¿Por qué no entras, a nighean? —preguntó Jamie al darse cuenta—. Podré soportar vigilar solo un rato.
—Claro. Y saldremos con el pan de maíz y la miel y te encontraremos tumbado junto a las viejas señoras con un hacha en la cabeza. Estoy bien.
Tomé otro sorbo de whisky y le tendí la petaca.
—Pero no tendríamos por qué ir necesariamente a Escocia —señalé observándolo mientras bebía—. Podríamos ir a New Bern. Allí, podrías unirte a Fergus en el negocio de la imprenta.
Eso era lo que había dicho que deseaba hacer: viajar a Escocia, ir a buscar la prensa que había dejado en Edimburgo y luego volver para unirse a la lucha, armado de plomo en forma de tipos de imprenta en lugar de balas de mosquete. Yo no estaba segura de cuál de ambos métodos sería más peligroso.
—No supondrás que tu presencia impediría que Arch intentara abrirme la cabeza, si es eso lo que tiene en mente... —Jamie esbozó una breve sonrisa ante la idea, con los ojos rasgados reducidos a triángulos—. No. Fergus tiene derecho a ponerse en peligro, si quiere. Pero yo no tengo derecho a arrastrarlos conmigo a él y a su familia cuando el riesgo sea mío.
—Lo que me dice cuanto necesito saber acerca del tipo de cosas que tienes intención de publicar. Y tal vez mi presencia no podría impedir que Arch fuera a por ti, pero al menos podría gritar «¡Cuidado!» si lo viera acercársete sigilosamente por detrás.
—Siempre te querré detrás de mí, Sassenach —me aseguró, muy serio—. Ya sabes lo que quiero hacer, ¿verdad?
—Sí —repuse con un suspiro—. De vez en cuando tengo la vana esperanza de equivocarme por lo que a ti respecta, pero nunca lo hago.
Eso hizo que se echara a reír de improviso.
—No, no te equivocas —admitió—. Pero sigues aquí, ¿no? —Levantó la petaca para beber a mi salud y tomó un trago—. Es agradable saber que alguien me echará de menos cuando caiga.
—No me ha pasado desapercibido ese «cuando» en lugar de «si» —espeté con frialdad.
—Siempre ha sido «cuando», Sassenach —repuso con ternura—. «Todos los capítulos han de traducirse de ese modo», ¿no?
Respiré hondo y observé cómo brotaba mi aliento como un penacho de vaho.
—Espero sinceramente no tener que hacerlo —señalé—, pero, de darse el caso, ¿querrías que te enterraran aquí o que te llevaran de vuelta a Escocia?
Estaba acordándome de una lápida matrimonial de granito que había en el cementerio de St. Kilda, con su nombre grabado, y también el mío... Aquella maldita cosa casi me había provocado un ataque al corazón cuando la vi, y no estaba segura de haber perdonado a Frank por ello, a pesar de que con ella había logrado lo que se había propuesto.
Jamie lanzó un leve bufido que no llegaba a ser una risa.
—Tendré suerte si me entierran, Sassenach. Es mucho más probable que me ahogue, que me queme o que dejen que me pudra en algún campo de batalla. No te preocupes. Si tienes que deshacerte de mi cadáver, simplemente déjalo fuera para que se lo coman los cuervos.
—Tomaré nota —contesté.
—¿Te disgustará ir a Escocia? —preguntó arqueando las cejas.
Suspiré. A pesar de que sabía que no iba a descansar bajo aquella lápida en cuestión, no podía librarme de la idea de que en algún momento moriría allí.
—No. Me disgustará abandonar las montañas. Me disgustará ver que te pones verde y echas las tripas en el barco, y quizá me disguste lo que te pase por el camino hasta dicho barco, pero... Edimburgo y prensas aparte, tú quieres ir a Lallybroch, ¿no es así?
Asintió, con los ojos fijos en las brillantes ascuas. El brasero arrojaba una luz débil, pero cálida, sobre el arco rojizo de sus cejas y describía una línea brillante que bajaba por el largo y recto puente de su nariz.
—Hice una promesa, ¿verdad? —afirmó con sencillez—. Dije que llevaría al joven Ian de vuelta junto a su madre. Y después de esto... será mejor que vaya.
Asentí en silencio. Más de cinco mil kilómetros de océano tal vez no bastarían para que Ian escapase de sus recuerdos, pero aquello no le iría mal. Y quizá la alegría de ver a sus padres, a sus hermanos y a sus hermanas, las Highlands... quizá lo ayudara a curarse.
Jamie tosió y se frotó los labios con un nudillo.
—Y hay una cosa más —dijo con cierta timidez—. Otra promesa, podríamos decir.
—¿Qué?
Entonces volvió la cabeza y me miró a los ojos con los suyos, oscuros y serios.
—Me he jurado a mí mismo —declaró— que nunca me pondré frente a mi hijo desde el otro lado del cañón de una pistola.
Respiré profundamente y asentí. Tras unos momentos de silencio, aparté la vista de las mujeres amortajadas.
—No me has preguntado qué quieres que hagan con mi cuerpo. —Lo dije al menos medio en broma, para animarlo, pero sus dedos se cerraron de manera tan brusca sobre los míos que lancé un grito sofocado.
—No —respondió en voz baja—. Y nunca lo haré. —No me miraba a mí, sino la blancura que teníamos delante—. No puedo pensar en ti muerta, Claire. Cualquier cosa... pero eso no. No puedo.
Se puso en pie de pronto. Un golpeteo de madera, el sonido de un plato de peltre al caer y unas voces implorantes que se alzaron en el interior de la cabaña me ahorraron tener que contestar. Tan sólo asentí con un gesto y dejé que me ayudara a levantarme mientras la puerta se abría derramando luz.
La mañana amaneció clara y brillante, con treinta centímetros escasos de nieve en el suelo. A mediodía, los carámbanos que colgaban de los aleros de la cabaña habían empezado a desprenderse, cayendo como dagas sin orden ni concierto, con un sonido intermitente, seco y apagado. Jamie e Ian habían ido al pequeño cementerio situado en lo alto de la colina para ver si se podía cavar lo suficiente en la tierra como para abrir dos tumbas decentes.
—Llevaos a Aidan y a uno o dos de los otros chicos —les había indicado durante el desayuno—. Aquí sólo serán un estorbo.
Jamie me había lanzado una mirada penetrante, pero había asentido. Sabía de sobra lo que estaba pensando. Si Arch Bug no sabía aún que su mujer había muerto, si los veía cavar una tumba, sin duda sacaría conclusiones.
—Sería mejor que viniera a hablar conmigo —me había dicho Jamie en voz baja, amparándose en el ruido que hacían los muchachos, que se preparaban para irse, sus madres, que empaquetaban la comida para que se la llevaran a lo alto de la colina, y los niños más pequeños, que jugaban al corro en la habitación interior.
—Sí —respondí—, y los chicos no le impedirán hacerlo. Pero si no decide ir a hablar contigo...
Ian me había mencionado que había oído el disparo de un rifle durante el encuentro de la noche anterior. Sin embargo, Arch Bug no era un tirador muy bueno, y era de presumir que dudaría en disparar sobre un grupo en el que hubiera niños pequeños.
Jamie había asentido en silencio y había mandado a Aidan a buscar a sus dos primos mayores.
Bobby y la mula Clarence habían subido con los que iban a cavar las sepulturas. Allí, un poco más arriba en la ladera de la montaña, donde Jamie había declarado que un día se alzaría nuestra nueva casa, había una provisión de tablas de pino recién cortadas. Si era posible cavar las tumbas, Bobby iría a por unos cuantos tablones para hacer ataúdes.
Ahora, desde el lugar donde me encontraba en el porche delantero, veía a Clarence, muy cargada, pero descendiendo la colina a pasos menudos con la gracia de una bailarina, y apuntando a uno y otro lado con las orejas, como para ayudarse a mantener el equilibrio. Vislumbré a Bobby caminando del otro lado de la mula, sujetando la carga con la mano de vez en cuando con el fin de evitar que resbalara. Me vio y me saludó con la mano, sonriendo. La «A» marcada a fuego en su mejilla era visible incluso a esa distancia, lívida comparada con su piel colorada por el frío. Lo saludé, a mi vez, y volví a entrar en la casa para decirles a las mujeres que sí habría funeral.
Nos abrimos paso por el sinuoso camino hasta el pequeño cementerio la mañana siguiente. Las dos ancianas, insólitas compañeras en la muerte, yacían una junto a otra en sus ataúdes sobre un trineo tirado por Clarence y una de las mulas de las mujeres McCallum, una burrita negra llamada Puddin.
No llevábamos nuestras mejores galas. De hecho, nadie tenía «galas», con la excepción de Amy McCallum Higgins, que se había puesto su pañuelo de boda con encajes en señal de respeto. Sin embargo, la mayoría íbamos limpios, y al menos los adultos teníamos un aspecto sobrio y atento. Muy atento.
—¿Cuál de ellas será la nueva guardiana, mamá? —le preguntó Aidan a su madre, mirando los dos ataúdes mientras el trineo crujía colina arriba por delante de nosotros—. ¿Quién murió primero?
—Pues... No lo sé, Aidan —contestó Amy con un aire ligeramente desconcertado. Miró los ataúdes con el ceño fruncido y luego me miró a mí—. ¿Lo sabe usted, señora Fraser?
La pregunta me cayó encima como una piedra, y parpadeé. Lo sabía, por supuesto, pero... con cierto esfuerzo, evité mirar los árboles que flanqueaban el camino. No tenía ni idea de dónde se encontraba Arch exactamente, pero estaba cerca, no me cabía la menor duda. Y si estaba lo bastante cerca como para oír esa conversación...
Una de las supersticiones de las Highlands sostenía que la última persona enterrada en un cementerio se convertía en su guardián, y debía defender de todo mal a las almas que descansaban en él hasta que otra persona muriera y ocupara su lugar, tras lo cual el primer guardián quedaba libre y podía subir al cielo. No creía que a Arch le hiciese feliz la idea de que su mujer estuviera atrapada en la tierra protegiendo las tumbas de presbiterianos y pecadores como Malva Christie.
Sentí un ligero estremecimiento en el corazón al recordar a Malva, quien, ahora que lo pensaba, era presumiblemente la actual guardiana del cementerio. «Presumiblemente» porque, aunque sabía que otras personas habían muerto en el Cerro después de Malva, ella había sido la última a quien habían dado sepultura en el cementerio. Su hermano, Allan, estaba enterrado cerca de allí, en una tumba secreta y sin lápida, medio metida en el bosque. No sabía si estaba lo bastante cerca como para que contara. Y su padre...
Tosí cubriéndome la boca con el puño, y, carraspeando, contesté:
—Oh, la señora MacLeod. Estaba muerta cuando volvimos a la cabaña con la señora Bug. —Lo que era estrictamente cierto. Me pareció mejor no mencionar que ya estaba muerta cuando salí de la cabaña.
Había estado mirando a Amy mientras hablaba. Volví la cabeza hacia el camino, y allí estaba él, frente a mí. Arch Bug, con su capa negra manchada de óxido, la blanca cabeza descubierta y baja, siguiendo el trineo a través de la nieve, lento como un cuervo incapaz de volar. Un débil estremecimiento recorrió a los dolientes.
En ese momento volvió la cabeza y me vio.
—¿Le importaría cantar, señora Fraser? —inquirió en tono quedo y cortés—. Me gustaría enterrarla con los ritos debidos.
—Yo... sí, por supuesto.
Muy nerviosa, busqué a ciegas algo apropiado. Sencillamente no estaba a la altura del desafío de elaborar un caithris, un lamento por los muertos, y menos aún de componer las lamentaciones formales que tendría un auténtico funeral de primera clase en las Highlands.
Me decidí a la carrera por un salmo gaélico que Roger me había enseñado: Is e Dia fèin a’s buachaill dhomh. Se trataba de un salmo cantado, cada uno de cuyos versos había de ser entonado por un chantre y repetido después por la congregación. Sin embargo, era sencillo y, aunque mi voz sonaba fina e insustancial en la montaña, los que me acompañaban lograron sostenerla, de modo que, cuando llegamos al camposanto, habíamos alcanzado un nivel respetable de volumen y fervor.
El trineo se detuvo al borde del claro cercado de pinos. A través de la nieve medio derretida, asomaban unas cuantas cruces de madera y algunos montones de piedras, y las dos tumbas recién excavadas en el centro tenían un aspecto fangoso y brutal. La vista hizo cesar el canto tan de repente como un jarro de agua fría.
El sol se filtraba pálido y brillante a través de los árboles y había un montón de trepadores gorjeando en las ramas, al borde de la explanada, incongruentemente alegres. Jamie había estado guiando a las mulas y no se había vuelto a mirar cuando apareció Arch. Ahora, sin embargo, se volvió hacia él, al tiempo que le indicaba con un leve gesto el ataúd más próximo, y le preguntaba en voz baja:
—¿Quieres volver a ver a tu mujer?
Sólo entonces, cuando Arch asintió y se situó a un lado del trineo, me di cuenta de que, aunque los hombres habían sujetado con clavos la tapa del ataúd de la señora MacLeod, habían dejado suelta la de la señora Bug. Bobby e Ian la levantaron, con la vista fija en el suelo.
Arch se había soltado el pelo en señal de duelo. Nunca se lo había visto suelto antes. Era un cabello fino, de un blanco puro, y se agitó sobre su rostro como una nube de humo cuando él se inclinó y retiró con suavidad la mortaja del rostro de Murdina.
Tragué saliva con fuerza apretando los puños. Le había extraído la flecha —no había sido una tarea agradable— y, después, le había envuelto con esmero el cuello con una venda limpia antes de peinarla. Tenía buen aspecto, aunque estaba terriblemente cambiada. Creo que no la había visto nunca sin cofia, y el vendaje de la garganta le confería el aire severo y formal de un pastor presbiteriano. Vi que Arch se encogía, muy ligeramente, y que su garganta se movía. Recobró casi de inmediato el control de su rostro, pero observé las arrugas que le surcaban la cara de la nariz a la barbilla, como branquias sobre arcilla blanda, y el modo en que abría y cerraba las manos, una y otra vez, buscando agarrarse a algo que no estaba allí.
Se quedó mirando largo rato hacia el interior del féretro y luego rebuscó dentro de su escarcela y sacó algo. Cuando volvió a colocarse la capa, vi que su cinturón estaba vacío. Había venido desarmado.
El objeto que tenía en la mano era pequeño y brillante. Se inclinó e intentó sujetarlo en el sudario, pero, al faltarle los dedos, no lo logró. Siguió intentándolo con torpeza, murmuró algo en gaélico y, acto seguido, me miró con algo parecido al pánico en los ojos. Acudí de inmediato junto a él y tomé el objeto de su mano.
Era un broche, una joya muy delicada con la forma de una golondrina en pleno vuelo. Era de oro y parecía nueva. La cogí y, tras retirar la mortaja, prendí el broche en el pañuelo de la señora Bug. No conocía ese broche. Ni se lo había visto puesto a la señora Bug ni lo había visto entre sus cosas, y pensé que probablemente Arch lo había mandado hacer con el oro de Yocasta Cameron, quizá cuando empezó a llevarse los lingotes, uno a uno, o tal vez más tarde. Una promesa hecha a su esposa de que sus años de penuria y dependencia habían terminado. Bueno... de hecho, así era. Miré a Arch y, a un gesto suyo, cubrí cuidadosamente el rostro frío de su mujer con la mortaja y alargué de manera impulsiva una mano para cogerlo del brazo a él, pero se apartó y dio unos pasos atrás, observando impasible mientras Bobby clavaba la tapa del ataúd. En cierto momento levantó la vista y sus ojos pasaron muy despacio sobre Jamie, y luego sobre Ian, uno detrás de otro.
Apreté los labios con fuerza mirando a Jamie mientras me colocaba a su lado, viendo la pena claramente grabada en su rostro. ¡Qué tremendo sentimiento de culpa! La situación era para eso y mucho más, y era evidente que también Arch se sentía responsable. Pero... ¿no se le ocurría a ninguno de ellos que la propia señora Bug había tenido que ver con lo sucedido? Si no le hubiera disparado a Jamie... aunque las personas no siempre actúan de manera inteligente, o correcta, y el hecho de que alguien haya contribuido a su propia muerte no la hace menos trágica.
Vislumbré la piedra que señalaba la tumba de Malva y de su hijo, de la que sólo se veía la parte superior entre la nieve, redonda, mojada y oscura, como la cabeza de un bebé que corona en el parto.
«Descansa en paz —pensé, y sentí que la tensión a la que había estado sometida durante los dos últimos días cedía ligeramente—. Ahora ya puedes irte.»
Me dije que lo que les había contado a Amy y a Aidan no afectaba a la veracidad de quién había muerto primero. Sin embargo, teniendo en cuenta la personalidad de la señora Bug, pensé que a ella tal vez sí le gustaría estar al mando, cloqueando y preocupándose por las almas residentes como si se tratara de su bandada de queridísimos pollos, ahuyentando a los malos espíritus con una palabra incisiva y blandiendo una salchicha.
Pensando en ello, logré superar la breve lectura de la Biblia, los rezos, el llanto —de mujeres y niños, la mayoría de los cuales no tenían ni idea de por qué lloraban—, el descenso de los ataúdes del trineo y el rezo, bastante inconexo, del padrenuestro. Eché mucho de menos a Roger y la impresión de orden tranquilo y de compasión genuina que transmitía cuando oficiaba un funeral. Además, él tal vez habría sabido qué decir en elogio de Murdina Bug. De modo que nadie habló al terminar la oración y se produjo una larga e incómoda pausa durante la cual la gente cambió, incómoda, de postura, pues nos hallábamos sobre treinta centímetros de nieve y las enaguas de las mujeres estaban empapadas hasta las rodillas.
Vi a Jamie sacudir ligeramente los hombros, como si el abrigo le estuviera demasiado estrecho, y mirar el trineo, donde se encontraban las palas ocultas bajo una manta. Pero antes de que pudiera hacerles un gesto a Ian y a Bobby, el primero inspiró hondo y dio un paso adelante.
Se acercó a donde aguardaba el ataúd de la señora Bug, frente a su afligido cónyuge, y se detuvo con la evidente intención de hablar. Arch lo ignoró durante largo rato, mirando a la fosa, pero al final levantó la cara impasible, a la espera.
—Fue mi mano la que causó la muerte de esta... —Ian tragó saliva— de esta mujer de gran valía. No le quité la vida por maldad ni a propósito, y lo siento mucho. Pero fue mi mano la que la mató.
Rollo gimió con suavidad junto a su amo intuyendo su triste za, pero Ian le puso una mano en la cabeza y se tranquilizó. Sacó el cuchillo de su cinturón y lo dejó sobre el ataúd, de lante de Arch Bug. A continuación se irguió y lo miró a los ojos.
—Una vez, en una época terrible, le hizo usted un juramento a mi tío y le ofreció una vida por otra, por esta mujer. Yo juro por mi arma, y le ofrezco lo mismo. —Apretó los labios con fuerza por unos instantes y su garganta se movió mientras sus ojos permanecían oscuros y serenos—. Pienso que tal vez usted no lo dijera en serio, señor. Pero yo sí.
Me di cuenta de que estaba conteniendo el aliento y me forcé a respirar. Me pregunté si eso sería parte del plan de Jamie. Ian estaba claramente convencido de lo que decía. Sin embargo, la probabilidad de que Arch aceptase en el acto aquella oferta y le cortara a Ian el cuello delante de una docena de testigos era muy pequeña, por intensos que fueran sus sentimientos. Pero si declinaba en público la oferta, se abría la posibilidad de una recompensa más formal y menos sangrienta, aunque el joven Ian quedaría liberado de por lo menos parte de la culpa. «Maldito escocés de las Highlands», pensé mirando a Jamie, no sin cierta admiración.
Aun así, sentía que, con escasos segundos de diferencia, lo recorrían pequeñas descargas de energía y que las reprimía todas y cada una. No interferiría en la tentativa de expiación de Ian, pero tampoco consentiría que le hicieran daño si, por una casualidad, Arch optaba por la sangre. Y era evidente que lo consideraba una posibilidad. Miré a Arch y yo también lo pensé.
El anciano miró un momento a Ian con las espesas cejas hechas un revoltijo de rizados pelos grises y, debajo, los ojos también grises y fríos como el acero.
—Sería demasiado fácil, muchacho —dijo por fin en un tono como de hierro oxidado.
Miró a Rollo, que permanecía junto a Ian con las orejas erguidas y cautos ojos de lobo.
—¿Me das a tu perro para que lo mate?
La máscara de Ian se rompió en un segundo, la consternación y el horror hicieron que pareciera joven de repente. Oí cómo cogía aire y se serenaba, pero respondió con voz quebrada.
—No —contestó—. Él no ha hecho nada. El crimen lo he cometido yo, no él.
Entonces, Arch sonrió muy levemente, aunque la sonrisa no asomó a sus ojos.
—Sí, es verdad. Además, sólo es una bestia llena de pulgas. No una esposa. —Pronunció la palabra esposa apenas en un susurro. Su garganta se movió al tiempo que carraspeaba. Luego desplazó despacio la mirada de Ian a Jamie, y a continuación me miró a mí—. No una esposa —repitió con suavidad.
Creí que la sangre corría ya fría por mis venas. Se me había helado el corazón.
Sin prisas, Arch miró lentamente a ambos hombres, uno tras otro. Primero a Jamie, luego a Ian, a quien observó por un instante que pareció toda una vida.
—Cuando tengas algo que valga la pena coger, muchacho, volverás a verme —dijo sin levantar la voz y, acto seguido, dio media vuelta y se perdió entre los árboles.
1 Sacerdote que «ingiere» los pecados del cuerpo del difunto para que éste vaya al cielo libre de culpas. (N. de la t.)
2 Oh, pasa la botella, es una canción tradicional de las Highlands escocesas. (N. de la t.)
5
Moralidad para los viajeros en el tiempo
En su estudio había una lámpara de mesa eléctrica, pero, a menudo, Roger prefería trabajar por la noche a la luz de las velas. Cogió una cerilla de la caja y la encendió raspándola con suavidad. Tras leer la carta de Claire creyó que no volvería a encender nunca más una cerilla sin pensar en la historia del incendio de la Casa Grande. Dios santo, ojalá hubiera estado allí.
La llama de la cerilla se encogió al ponerla en contacto con la mecha, y la cera traslúcida de la vela adquirió por un instante un apagado y fantástico color azul y luego volvió a lucir con su brillo habitual. Miró a Mandy, que estaba cantando a un montón de animales de peluche dispuestos sobre el sofá. La habían bañado ya, con la intención de que no se metiera en líos mientras Jem se bañaba a su vez. Sin perderla de vista, se sentó ante el escritorio y abrió su cuaderno.
Había empezado a escribir medio en broma, medio en serio, como la única cosa que se le ocurría para combatir el miedo que lo paralizaba.
—Puedes enseñarles a los niños a no cruzar la calle solos —había observado Bree—. Y seguro que también a mantenerse alejados de las malditas piedras.
Él había estado conforme, pero con importantes reservas. A los niños pequeños, sí, se les podía inculcar que no metieran tenedores en los enchufes. Pero ¿y cuando se convertían en adolescentes, con ese deseo incontrolado de descubrir las cosas por sí mismos y esa pasión por lo desconocido? Recordaba su propio yo adolescente con enorme claridad. Dile a un adolescente que no meta tenedores en el enchufe y, en cuanto le des la espalda, saldrá disparado al cajón de la cubertería. Las chicas tal vez fueran diferentes, aunque lo dudaba. Volvió a mirar al sofá, donde ahora Amanda estaba tumbada panza arriba con las piernas en el aire, sosteniendo en equilibrio sobre sus pies un gran oso de peluche de aspecto ajado al que le estaba cantando Frère Jacques. Mandy era muy pequeña entonces, y no se acordaría. Jem, sí. Roger era consciente de ello cada vez que el chiquillo se despertaba en medio de una pesadilla, con los ojos abiertos de par en par y mirando al vacío, y no lograba recordar qué había soñado. Gracias a Dios, no sucedía a menudo.
También a él lo invadía un sudor frío siempre que lo recordaba. Aquella última travesía. Había abrazado a Jemmy contra su pecho y se había adentrado en... Señor. No tenía nombre, porque la humanidad en general no lo había experimentado nunca, y tenía suerte de no haberlo hecho. Ni siquiera se parecía a nada con lo que pudiera compararse.
Allí, ninguno de los sentidos funcionaba, y, al mismo tiempo, todos lo hacían, con tal hipersensibilidad que, si durara un segundo más de lo que duraba, uno no podría sobrevivir. Un vacío ensordecedor en el que el sonido parecía apalearte atravesando tu cuerpo con su latido, intentando separar cada célula de la siguiente. Una ceguera absoluta, pero como la que uno experimenta al mirar al sol. Y el impacto de... ¿cuerpos?, ¿fantasmas? De seres invisibles que te rozaban al pasar como alas de polilla o que parecían pasar como un rayo a través de ti con un impacto de huesos que se enredaban. Una sensación constante de gritos.
¿Y olía? Se detuvo un momento a pensar con el ceño fruncido, intentando recordar. Sí, maldita sea, sí olía. Y, por extraño que parezca, era un olor indescriptible: el olor del aire quemado por un rayo, olor a ozono.
«Huele intensamente a ozono», escribió, sintiéndose bastante aliviado por disponer siquiera de ese pequeño asidero de referencia al mundo normal.
Sin embargo, el alivio se desvaneció al instante siguiente, cuando volvió a la batalla que libraba con los recuerdos.
Se había sentido como si nada, salvo su propia voluntad, los mantuviera juntos, como si nada, salvo su determinación pura y dura a sobrevivir, lo mantuviera de una pieza. El hecho de saber qué esperar no lo había ayudado lo más mínimo. Había sido distinto y mucho peor que sus experiencias anteriores.
Sí sabía no mirarlos. A los fantasmas, si es que era eso lo que eran. Mirar no era la palabra correcta... ¿prestarles atención? De nuevo no había ninguna palabra que lo definiera, y suspiró exasperado.
—«Sonnez le matines, sonnez le matines...»
—«Din, dan, don —cantó suavemente a coro con ella—. Din, dan, don.»
Tamborileó con la pluma en el papel durante un minuto, pensativo, y, acto seguido, meneó la cabeza y volvió a inclinarse sobre el papel, intentando explicar su primera tentativa, la ocasión en que había estado a... ¿momentos?, ¿centímetros? A un mínimo grado de separación impensable de encontrarse con su padre, y de la destrucción.
«Creo que uno no puede cruzar la cronología de su propia vida», escribió despacio. Tanto Bree como Claire —las científicas— le habían asegurado que dos objetos no podían existir en el mismo espacio, ya fueran partículas subatómicas o elefantes. De ser cierto, eso explicaría por qué uno no podía existir dos veces en el mismo período de tiempo, se dijo.
Daba por sentado que había sido ese fenómeno lo que casi lo había matado en su primer intento. Cuando entró en las piedras estaba pensando en su padre, y, presumiblemente, estaba pensando en su padre tal como él, Roger, lo había conocido, lo que, por supuesto, había sucedido durante el período de su propia vida.
Volvió a tamborilear con la pluma en la hoja de papel, pero no pudo forzarse a escribir sobre ese encuentro. Más adelante. En su lugar, volvió al rudimentario esquema que encabezaba el libro.
Una guía práctica para viajeros en el tiempo
I. Fenómenos físicos
A. Enclaves conocidos (¿líneas telúricas?)
B. Herencia genética
C. Mortalidad
D. La influencia y las propiedades de las gemas
E. ¿Sangre?
Había tachado este último punto, pero, mientras lo miraba, vaciló. ¿Tenía obligación de contar todo lo que sabía, creía o sospechaba? Claire pensaba que la idea de que un sacrificio de sangre fuera necesario o útil era una tontería, una superstición pagana sin validez real. Tal vez tuviera razón. Al fin y al cabo, la científica era ella. Pero él tenía el turbador recuerdo de la noche en que Geillis Duncan había cruzado las piedras.
Unos largos cabellos rubios que revoloteaban arrastrados por las ráfagas de aire cada vez más violentas de un fuego, y las guedejas ondulantes que se recortaban unos instantes contra el frente de un monolito. El asfixiante olor a petróleo mezclado con el de la carne que se quemaba, y aquel tronco que no era un tronco, carbonizado en medio del círculo. Además, Geillis Duncan había ido demasiado lejos.
—En los viejos cuentos de hadas sucede siempre cada doscientos años —le había explicado Claire.
Cuentos de hadas literales. Historias de personas secuestradas por las hadas, «arrastradas al otro lado de las piedras» de las colinas del país de las hadas. «Érase una vez, hace doscientos años», solían comenzar esos cuentos. O devolvían a la gente a su lugar, pero doscientos años después del momento en que desaparecieron. Doscientos años.
Siempre que Claire, Bree o él mismo habían viajado, el período de tiempo había sido idéntico: doscientos dos años, lo bastante cerca de los doscientos años de los viejos cuentos. Pero Geillis Duncan había ido demasiado lejos.
Con desgana, volvió a escribir despacio «Sangre» y añadió entre paréntesis «¿Fuego?», pero nada debajo. Ahora no. Más adelante.
Por tranquilidad, miró al lugar de la estantería donde se encontraba la carta, bajo una pequeña serpiente tallada en madera de cerezo. «Estamos vivos»...
De repente sintió deseos de ir a buscar la caja de madera, sacar las demás cartas, abrirlas y leer. Por curiosidad, claro, pero también por algo más... Quería tocarlos, a Claire y a Jamie, presionar contra su rostro, contra su corazón, la evidencia de que vivían; eliminar el espacio y el tiempo que los separaba.
Sin embargo, reprimió su impulso. Lo habían decidido así o, mejor dicho, Bree lo había decidido, y se trataba de sus padres.
—No quiero leerlas todas de golpe —había dicho revolviendo el contenido de la caja con sus dedos largos y ligeros—. Es... es como si, una vez las haya leído, fueran... a desaparecer realmente por completo.
Roger lo comprendía. Mientras quedara alguna carta por leer, estaban vivos. A pesar de su curiosidad de historiador, compartía sus sentimientos. Además...
Los padres de Brianna no habían escrito aquellas cartas como entradas de un diario para los posibles ojos de una posteridad vagamente imaginada. Las habían redactado con la intención clara y específica de comunicarse con Bree y con él. Lo que significaba que podían muy bien contener cosas preocupantes. Sus suegros tenían ambos talento para ese tipo de revelaciones.
A su pesar, se puso en pie, cogió la carta de la estantería, la desdobló y leyó la posdata una vez más sólo para asegurarse de que no la había imaginado.
No la había imaginado. Con la palabra sangre resonando débilmente en sus oídos, volvió a sentarse. «Un caballero italiano.» Se trataba de Carlos Estuardo. No podía ser nadie más. Dios santo. Después de quedarse mirando al vacío unos instantes —ahora Mandy se había puesto a cantar Navidad—, se despabiló, volvió unas cuantas páginas y se puso de nuevo manos a la obra con tenacidad.
II. Moralidad
A. Asesinato y una muerte injusta
Naturalmente, asumimos que matar a alguien por cualquier otro motivo que no sea en defensa propia, la protección de otra persona o el uso legítimo de la fuerza en tiempo de guerra es completamente indefendible.
Se quedó mirando lo que había escrito, murmuró «imbécil pomposo», arrancó la página del cuaderno y la estrujó.
Ignorando la versión en tono atiplado de Mandy —«¡Navidad, Navidad, Bamman huele mal, Bobin es aún peor, hueeele fatal»—, recogió rápidamente el cuaderno y cruzó a grandes pasos el recibidor en dirección al estudio de Brianna.
—¿Quién soy yo para dar charlas de moralidad? —inquirió.
Ella levantó la vista de una hoja de papel que mostraba las piezas desmontadas de una turbina hidroeléctrica, con la mirada más bien ausente que indicaba que era consciente de que le estaban hablando, pero que no había desconectado su mente lo bastante del tema como para saber quién le hablaba o qué le estaba diciendo. Como ya estaba familiarizado con ese fenómeno, esperó con impaciencia a que su pensamiento soltara la turbina y se concentrara en él.
—¿...dar charlas de...? —preguntó frunciendo el ceño. Parpadeó y su mirada se volvió más penetrante—. ¿A quién le das charlas?
—Bueno... —Le mostró el cuaderno lleno de garabatos, sintiéndose repentinamente cohibido—. A los críos, más o menos.
—Se supone que debes charlar con tus hijos de moralidad —repuso ella con sensatez—. Eres su padre. Es tu trabajo.
—Ya —contestó Roger, sin saber muy bien qué decir—. Pero es que yo he hecho muchas de las cosas que les estoy diciendo que no hagan. —«Sangre.» Sí, tal vez sirviera de protección. Tal vez no.
Ella lo miró arqueando una ceja gruesa y rojiza.
—¿No has oído hablar nunca de la hipocresía piadosa? Creía que cuando uno estudiaba en el seminario le enseñaban cosas de ese tipo. Ya que mencionas charlar de moralidad, eso también forma parte de las tareas de un pastor, ¿no?
Se lo quedó mirando con sus ojos azules, a la espera. Roger inspiró hondo. «Seguro que ahora Bree irá y cogerá el toro por los cuernos», pensó con ironía. Desde que habían regresado, ella no había dicho ni una palabra acerca del hecho de que no hubiera llegado a ordenarse ni sobre lo que pensaba hacer con su vocación. Ni una palabra durante el año que pasaron en América, cuando operaron a Mandy, cuando tomaron la decisión de trasladarse a Escocia, durante los meses que estuvieron haciendo reformas tras comprar Lallybroch, ni una palabra hasta que él abrió la puerta. Una vez abierta, por supuesto, la había cruzado sin vacilar, lo había tirado al suelo y le había plantado un pie sobre el pecho.
—Sí —respondió sin alterarse—. Lo es. —Y le devolvió la mirada.
—Muy bien. —Brianna le sonrió cariñosamente—. ¿Cuál es el problema, entonces?
—Bree —dijo él, y sintió que el corazón se le clavaba en la garganta llena de cicatrices.
Ella se puso en pie y le colocó la mano sobre el brazo, pero antes de que ninguno de los dos pudiera seguir hablando, se oyeron los pasos de unos piececitos desnudos que cruzaban el vestíbulo saltando y, a continuación, la voz de Jem, que, desde la puerta del estudio de Roger, decía:
—¿Papi?
—Aquí estoy, compañero —respondió él, pero Brianna se acercaba ya a la puerta.
Roger la siguió y halló a Jem, con el pijama azul de Superman y el húmedo cabello de punta, de pie junto a su escritorio, examinando la carta con interés.
—¿Qué es esto? —inquirió.
—¿Qué eto? —repitió Mandy, acercándose a la carrera y subiéndose a toda prisa a una silla para ver.
—Es una carta de tu abuelo —respondió Brianna sin vacilar. Aparentando despreocupación, puso una mano sobre la carta para ocultar la posdata, y, con la otra, señaló el último párrafo—. Os manda un beso, ¿veis?
Una enorme sonrisa iluminó el rostro de Jem.
—Dijo que no nos olvidaría —recordó, satisfecho.
—Un besito, abuelo —exclamó Mandy e, inclinándose hacia delante de tal modo que su cascada de rizos negros le cubrió la cara, plantó un fuerte «¡Mua!» sobre el papel. Entre divertida y horrorizada, Bree cogió la carta y la secó, pero el papel, a pesar de ser tan viejo, era resistente.
—No ha pasado nada —declaró, y le tendió la carta a Roger con un gesto desenfadado—. Venga, ¿qué cuento vamos a leer esta noche?
—¡Mis amigos los aminales!
—A-ni-ma-les —corrigió Jem, inclinándose con el fin de que su hermana pudiera ver bien cómo articulaba las palabras con claridad—. Mis amigos los a-ni-ma-les.
—Vaaale —replicó ella, amistosa—. ¡Yo primero! —Y salió corriendo por la puerta, riendo a carcajadas y seguida muy de cerca por su hermano.
Brianna tardó tres segundos en agarrar a Roger por las orejas y besarlo con fuerza en la boca, luego lo soltó y salió tras su prole.
Sintiéndose más feliz, Roger se sentó mientras escuchaba el alboroto que armaban arriba al lavarse los dientes y la cara. Entre suspiros, volvió a guardar el cuaderno en el cajón. «Queda mucho tiempo —pensó—. Pasarán años antes de que lo necesiten. Montones de años.»
Dobló la carta con cuidado y, poniéndose de puntillas, la dejó en el estante más alto de la librería, desplazando la pequeña serpiente para no estropearla. Luego apagó la vela y fue a unirse a su familia.
Posdata: Veo que voy a tener la última palabra, un extraño privilegio para un hombre que vive en una casa que alberga (en el último recuento) a ocho mujeres. Tenemos intención de irnos del Cerro en cuanto deshiele y marcharnos a Escocia para recuperar mi prensa y regresar con ella. Viajar en estos tiempos no es seguro, y no puedo prever cuándo o si será posible volver a escribir. (Tampoco sé si podréis hacerlo vosotros.) Quería hablaros del traslado de los bienes propiedad de un caballero italiano que los Cameron tenían en fideicomiso. No creo sensato llevarlos con nosotros, y, por consiguiente, los hemos dejado en un lugar seguro. Jem sabe dónde. Si en algún momento los necesitáis, decidle que el español los está guardando. En tal caso, haced que un cura los bendiga. Están manchados de sangre.
Algunas veces desearía poder ver el futuro. Mucho más a menudo, doy gracias a Dios por no poder hacerlo. Pero siempre veré vuestros rostros. Besa a los niños por mí.
Tu padre, que te quiere,
J. F.
Una vez los niños se hubieron lavado los dientes y después de besarlos y meterlos en la cama, sus padres regresaron a la biblioteca con un vaso de whisky y la carta.
—¿Un caballero italiano? —Bree miró a Roger alzando una ceja con un gesto que a éste le recordó tan de inmediato a Jamie Fraser que dirigió involuntariamente la mirada a la hoja de papel—. ¿Se refiere a...?
—¿Carlos Estuardo? No puede referirse a nadie más.
Ella cogió la carta y volvió a leer la posdata, quizá por duodécima vez.
—Y si de verdad se refiere a Carlos Estuardo, entonces los bienes...
—Ha encontrado el oro. ¿Y Jem sabe dónde está? —Roger no pudo evitar decir esto último en tono interrogativo al tiempo que levantaba los ojos hacia el techo, encima del cual era de suponer que sus hijos dormían como angelitos arrebujados en pijamas con personajes de dibujos animados.
Bree frunció el ceño.
—¿Tú crees? Eso no es exactamente lo que dijo papá, y si lo sabía... es un secreto de una importancia tremenda para confiárselo a un chiquillo de ocho años.
—Es cierto.
Aunque sólo tuviera ocho años, Jem era muy bueno guardando secretos, pensó Roger. Pero Bree tenía razón, su padre nunca cargaría a nadie con el peso de una información peligrosa, y menos aún a su queridísimo nieto. Desde luego, no sin una buena razón, y la posdata dejaba bien claro que aportaba esos detalles sólo por si eran útiles en caso de necesidad.
—Tienes razón. Jem no sabe nada del oro, ni tampoco de ese español, sea lo que sea. ¿Te ha mencionado algo parecido alguna vez?
Bree negó con la cabeza y, acto seguido, se volvió, justo cuando una repentina ráfaga de viento entraba por la ventana abierta a través de las cortinas, impregnada de lluvia. Se puso en pie y corrió a cerrarla y, luego, subió a toda prisa la escalera para cerrar las ventanas de arriba, tras hacerle a Roger un gesto con la mano para que fuera a comprobar las de la planta baja. Lallybroch era una casa grande y curiosamente bien provista de ventanas. Los niños se pasaban el día contándolas, pero nunca obtenían el mismo resultado dos veces seguidas.
Roger pensó que podría contarlas él mismo algún día y dejar así el asunto zanjado, pero era reacio a hacerlo. La casa, como la mayoría de las construcciones viejas, tenía una personalidad bien definida. Lallybroch era acogedora, eso sí; grande y elegante, construida de modo que resultaba más bien cómoda que imponente, con los ecos de múltiples generaciones murmurando en sus paredes. No obstante, era un lugar que tenía también sus secretos, sin duda alguna. Y ocultar el número de ventanas que tenía suponía mantener la impresión de que era una casa bastante traviesa.
Las ventanas de la cocina, ahora equipada con una nevera moderna, unos fogones Aga y tuberías decentes, aunque conservaba sus antiguas encimeras de granito manchadas de jugo de arándanos y de la sangre de piezas de caza y aves de corral, estaban todas cerradas. Las comprobó a pesar de todo, del mismo modo que las de la trascocina. La luz del recibidor de atrás estaba apagada, pero podía ver el enrejado que había en el suelo, cerca de la pared, que proporcionaba ventilación a la cámara secreta que había debajo, el hoyo del cura.
Su suegro se había ocultado allí una breve temporada durante los días que siguieron al Alzamiento, antes de que lo encerraran en la cárcel de Ardsmuir. R