Las maldecidas

Fernanda Pérez

Fragmento

Las maldecidas

CAPÍTULO 1

Rosa María

La memoria y la culpa no son buenas aliadas. Ambas me rondan la mente y el alma, y mi cuerpo se vuelve tenso de remordimientos. Quiero olvidar y sacudo la cabeza de un lado hacia el otro, como si con eso bastara.

La diligencia avanza lentamente. Creo que el postillón está espantado por el aroma agrio del aire, por las humaredas que llegan desde algunas poblaciones, y por los llantos y gemidos que se escuchan a lo lejos. No quiero pensar, ni imaginar lo que está sucediendo afuera. Cierro los ojos e intento dormir.

De pronto, unos caballos nos rodean y una voz oscura y portuguesa nos obliga a frenar. Asomo la cabeza y grito con energía: “¿Qué pasa?”, por respuesta alguien abre violentamente la puerta y me saca de allí a los tirones. Tres hombres tienen al cochero como prisionero y me miran con desprecio. Vuelvo a consultar con la misma altivez: “¿Qué les pasa, ya no respetan ni siquiera a las mujeres?”. Recibo un golpe seco en la cabeza que me deja atontada, mareada y desparramada en el barro. No puedo comprender lo que dicen, ni tampoco lo que sucede.

Siento que debo incorporarme para retomar el regreso. Pero el cuerpo me duele, me pesa. Empiezo a tararear una vieja copla de mi abuela. “Si han de disputarme tu alma, al menos tendré tu cuerpo”. Y así, sin aviso, arremeten los recuerdos, vidas que, para bien o para mal, ya he perdido…

Cuando solo tenía quince años me casaron con Alberto Berisario, un hombre que rondaba los cincuenta (en realidad eso es lo que yo siempre creí, ya que jamás me atreví a preguntarle su edad) y que a causa de su trabajo como médico había llegado a la casa para revisar a uno de mis tíos.

Vivíamos en un campito, en las afueras de Córdoba. Desde el primer momento me di cuenta de que Alberto se había quedado prendado de mis ojos azules, mis ondulados cabellos claros y mi cuerpo delgado y moldeado a la perfección, que por aquel entonces parecía que despertaba el interés de los hombres, aunque yo me sentía una chiquilla.

Mis padres no estaban en condiciones de desmerecer su oferta. En la casa éramos muchos y Berisario representaba un gran partido para una chica como yo. Entonces sin más preámbulos fui entregada a este sujeto que intentó despertar mi interés llevándome a vivir en una linda propiedad instalada en medio de la ciudad. Recuerdo que previo a la boda lloré semanas enteras, mientras mis hermanos y primos no entendían nada de lo que ocurría. Mi mamá, que jamás tuvo carácter, era consciente de lo absurdo de esa “entrega”, y hasta una vez me dijo en secreto que estaba en desacuerdo, pero igualmente no se animó a oponerse a mi padre. Este, por su parte, estaba entusiasmadísimo con la propuesta, y pasado el tiempo, no me quedó otra alternativa que resignarme.

En mi cabeza siempre he intentado borrar esa horrible época, porque aunque en la ciudad la vida era más atractiva y no trabajaba tanto como en el campo, Berisario me resultaba detestable y en nada se parecía al “príncipe de cuentos” que yo había soñado como esposo.

Cuando rondaba los diecisiete años tuve a mi primera hija. Decidí no avisarle a mi familia, ya había cortado todo vínculo con ellos, no les perdonaba la condena a la que me habían sometido.

La niña trajo un poco de alegría a mi abúlica existencia. La llamé Desolación María.

Berisario se ausentaba por largas semanas, la ciudad me era totalmente ajena, y en la casa ninguna de las empleadas respetaba mis órdenes, seguramente me veían demasiado joven y poco preparada para ser “la señora del hogar”, y por eso hacían las cosas como ellas querían sin siquiera consultarme. Sin oponerme o sentirme mal por las desobediencias, simplemente me instalaba días enteros en mi cuarto a disfrutar de mi pequeña.

Antes de que Desolación cumpliera los tres años, me llegó la noticia de que el doctor Berisario había muerto en las afueras, un problema intestinal lo había consumido. Lejos de cargar con el dolor de una viuda, aquello se transformó en una verdadera liberación, y desde entonces empecé a tomar las riendas de mi vida.

Ya no era la chiquilla calladita y temerosa, ahora era una viuda joven y con un buen pasar económico. Todavía mantenía la belleza y las formas perfectas de mi cuerpo. No estaba dispuesta a aceptar todo lo que hacían las despóticas criadas, ni mucho menos tolerar los desprecios de algunas señoras de la sociedad que me invitaban a tomar el té solo por formalidad. Era más que claro que yo no encajaba en ese sitio.

Durante los años que duró el luto, me hice cargo del hogar y también de algunas tierras de mi difunto marido. Poco a poco fui forjando un carácter duro e implacable, y más de una vez escuchaba que los capataces y las empleadas aseguraban que tenía más personalidad que el propio Berisario. Aquellos rumores me divertían, y me hacían sentir poderosa. Me encerré en mi mundo, me distancié de la gente de esa ciudad (solo me reunía con algunos hombres por cuestiones administrativas, y cuando decían que ese no era lugar para una viuda, simplemente les sonreía con desprecio y orgullo, y entonces las negociaciones seguían adelante sin intermediarios). Me dediqué por completo a aumentar mis ganancias y a criar a mi Desolación, que tenía un carácter difícil.

Mi hija andaba por los siete cuando mi corazón descubrió el amor. Recuerdo que una mañana le conté que iba a casarme nuevamente, ella no entendía demasiado mis palabras, pero yo estaba feliz con el candidato… Nada de médicos viejos y desagradables, el hombre que me había sacado del luto era un militar, el joven y guapísimo Raúl Rojas, descendiente de españoles.

Rojas me descubrió a la salida de una misa del domingo, le había atraído mi carácter y mi voz de mando. Alguna vez me aseguró que al verme, en aquella oportunidad, se había dicho a sí mismo: “Eso es lo que necesito”.

Mi segundo marido tenía treinta y cinco años y debía soportar el asedio de toda su familia que una y otra vez le insistía para que tomara mujer y formara un hogar. A él no le gustaban las jovencitas coquetas y pacatas, prefería aquellas de aspecto más fuerte, más salvaje…, dignas de un loco como él.

Entre homilías, padrenuestros y comuniones, Rojas descubrió que yo también lo observaba: primero de reojo y después esquivando su pícara mirada que me estremecía la piel y me hacía descubrir un sentimiento que no había existido nunca antes en mí. Finalmente ambos nos dispusimos a vivir nuestro romance.

Rojas no contaba con una gran fortuna, pero sus padres estaban ligados con virreyes, y eso le daba un lugar en la sociedad. Además, sus encantadoras formas y esos chispeantes ojos hacían temblar a más de una señorita.

A su familia no le cayó nada bien la noticia de nuestro casamiento. Mi condición de viuda y de madre no les agradaba demasiado, pero como Raúl siempre hacía lo que quería, la boda no tardó en concretarse.

A veces pienso que él no me amó nunca, que simplemente la comodidad de tener cerca a una mujer como yo para que le ordenara su caótica

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