De Lukov, con amor

Mariana Zapata

Fragmento

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1

Invierno/primavera de 2016

Cuando me caí de culo por quinta vez seguida, imaginé que era hora de dejarlo. Al menos por ese día. Ya podrían soportar mis nalgas otras dos horas de caídas al siguiente. Tal vez no les quedara otra si no averiguaba qué estaba haciendo mal, joder. Era el segundo día consecutivo que no conseguía aterrizar un puñetero salto.

Apoyándome en la nalga sobre la que había caído menos veces, resoplé de frustración y conseguí guardarme en la boca el «me cago en la puta» que ansiaba gritar; y cuando eché hacia atrás la cabeza hasta quedarme de cara al techo, me di cuenta casi de inmediato de que la decisión había sido un maldito error. Porque sabía lo que colgaba del techo en cúpula del pabellón. Con mínimos cambios, era lo que llevaba viendo los últimos trece años.

Banderolas. Banderolas colgadas de las vigas. Banderolas con el nombre del mismo imbécil en todas. IVAN LUKOV. IVAN LUKOV. IVAN LUKOV. Y más IVAN LUKOV.

Había otros nombres junto al suyo —los de las pobres almas que habían sido sus parejas a lo largo de los años—, pero era el de él el que llamaba la atención. Y no porque su apellido fuera el de una de mis personas favoritas en el mundo, sino porque su nombre me recordaba a Satán. Estaba casi segura de que sus padres lo habían adoptado del mismísimo infierno.

Pero en ese momento nada importaba tanto como aquellas colgaduras. Cinco banderolas distintas de color azul proclamaban cada uno de los campeonatos nacionales que había ganado. Dos banderolas rojas, una por cada campeonato mundial. Dos de color mantequilla por sendas medallas de oro. Una plateada para conmemorar la única medalla de plata en un campeonato mundial, expuesta en la vitrina de los trofeos nada más entrar en el complejo. Puaj. Suertudo. Cretino. Mamón. Y, joder, menos mal que no había banderolas por cada copa u otras competiciones que había ganado estos años; si no, el techo entero estaría cubierto de colorines y yo habría vomitado a diario.

Tantas banderolas… y ninguna con mi nombre. Ni una sola. Por mucho que lo hubiera intentado, por mucho que hubiera entrenado, nada. Porque nadie se acuerda del segundo puesto a menos que seas Ivan Lukov. Y yo no era Ivan.

Unos celos que no tenía derecho a sentir, pero que tampoco podía obviar exactamente, me atravesaron justo por el esternón, y lo detesté. Joder que si lo detesté. Preocuparme por lo que hacían otras personas era una pérdida de tiempo y energía; lo había aprendido de pequeña, cuando otras niñas llevaban trajes más bonitos y patines más nuevos que yo. Los celos y la amargura era lo que sentían quienes no tenían nada mejor que hacer. Lo sabía. Una no conseguía hacer nada con su vida si se pasaba el rato comparándose con los demás. También lo sabía.

Y yo jamás querría ser ese tipo de persona. Especialmente con aquel imbécil. Me llevaría a la tumba mis tres segundos de envidia antes que reconocer ante nadie lo que aquellas banderolas me provocaban.

Al recordármelo, giré hasta ponerme de rodillas para dejar de ver aquellos estúpidos trozos de tela. Planté las manos en el hielo y gruñí al tiempo que apoyaba los patines —mantener el equilibrio sobre las cuchillas era mi segunda naturaleza— y acababa por ponerme en pie. Otra vez. Por puñetera quinta vez en menos de quince minutos: el hueso de la cadera izquierda, la nalga y el muslo me palpitaban, y al día siguiente me dolerían aún más.

—Hostia puta —murmuré entre dientes para que no me oyera ninguna de las chiquillas que patinaban a mi alrededor. Lo último que necesitaba era que alguna de ellas se lo dijera a la dirección. Otra vez. Chivatas. Como si no oyeran eso mismo cuando veían la televisión, paseando por la calle o en el cole.

Me sacudí el hielo que me cubría de la última caída, respiré hondo y me regodeé en la frustración que me anegaba: por mí, por mi cuerpo, por mi situación, por mi vida, por las otras chicas a cuyo alrededor no podía decir ni una jodida palabrota…, por ese día en general. Desde haberme despertado tarde hasta no haber sido capaz de clavar un salto en toda la mañana, pasando por haberme vertido el café sobre la camisa en el trabajo no una, sino dos veces, por casi romperme la rótula al abrir la puerta del coche y por esa segunda sesión de entrenamiento de mierda…

Era fácil olvidar que, en la vida en general, no ser capaz de clavar un salto que llevaba diez años haciendo no significaba nada. Tenía un mal día y ya. Otro mal día. Tampoco es que fuera excepcional. Siempre podía suceder algo peor, y sucedería, en algún momento, algún día. Era fácil dar las cosas por sentadas cuando creías tenerlo todo. Pero era cuando una empezaba a dar las cosas más básicas por sentadas cuando la vida decidía enseñarte que eras una idiota desagradecida.

Y hoy, lo que estaba dando por sentado era el aterrizaje del triple salchow, un salto que llevaba ejecutando años. No era el más fácil del patinaje artístico (consistía en tres rotaciones, que comenzaban patinando hacia atrás sobre el filo interior trasero de la cuchilla del patín, antes de despegar para luego aterrizar sobre el filo exterior trasero de la cuchilla del pie contrario al del despegue), pero desde luego no era de los más difíciles. En circunstancias normales, me salía de forma instintiva. Pero ni hoy ni ayer, por lo que se veía.

Me froté los párpados con las palmas de las manos, inspiré hondo y espiré lentamente mientras giraba los hombros y me decía que debía tranquilizarme e irme a casa. Siempre podía seguir al día siguiente. «Y tampoco es que vaya a competir próximamente», me recordó la parte práctica pero cabrona de mi cerebro.

Igual que pasaba cada vez que pensaba en aquel hecho maravilloso, el estómago se me encogió de pura ira… y de algo que se parecía terriblemente al desaliento. E, igual que pasaba cada vez, hundí aquellas emociones en lo más, más, más profundo de mí, tan al fondo que no pudiera verlas ni tocarlas ni olerlas. «No sirven de nada». Lo sabía. De absolutamente nada. No iba a tirar la toalla.

Volví a inspirar y espirar mientras me frotaba de modo inconsciente la nalga que más me dolía, pidiéndole perdón, y recorrí la pista con la mirada por última vez ese día. Cuando vi a las chicas, mucho más jóvenes que yo, que seguían aprovechando la sesión en curso, traté de no fruncir el ceño. Había tres que tenían más o menos mi edad, pero todas las demás eran adolescentes. Quizá no fueran tan buenas —al menos no tan buenas como yo lo fui a su edad—, pero aun así; tenían toda la vida por delante. Solo en el patinaje artístico, y tal vez en gimnasia, se la podía considerar a una decrépita a los veintiséis.

Sí, necesitaba irme a casa y tumbarme en el sofá con la tele encendida para superar ese día de mierda. Nada bueno iba a conseguir si me montaba mi propia fiesta de la autocompasión. Nada.

No tardé más de unos segundos en abrirme paso y sortear a los demás patinadores en la pista, con el cuidado justo para no chocarme con nadie antes de llegar a la corta valla que la rodeaba. En el mismo lugar donde dejaba siempre los protectores, agarré las piezas de plástico y las deslicé sobre las cuchillas de cuatro milímetros de ancho fijadas a las botas blancas antes de posar los pies en su

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