1
Para mí, la historia del deseo es fundamentalmente la historia del fracaso, todo lo que quise y no pudo ser, todas las veces que temblé en la distancia entre yo misma y aquello que amo.
En el coche número 3 del tren que sale de la estación de Francia hacia la casa en la playa no nos sentamos frente a frente. Nuestros cuerpos se sitúan en diagonal. Evitamos una intimidad que, sin embargo, con una desconocida podría darse sin conflicto. Ella viaja junto a la ventanilla en sentido opuesto a la marcha. Yo al otro lado de la mesa, con un pie escapando hacia el suelo gris del pasillo.
Si tocarla fuera posible, sabría qué hacer. Exactamente sabría qué hacer.
En las canciones conocidas nunca es una mujer quien asegura poder dar un vuelco en el cuerpo de la otra, provocando temblor y asombro. Pero conozco de lo que soy capaz. ¿Por qué fingir humildad o inocencia? No nace de la arrogancia esto que digo, ni es deseo de poder. Es justicia.
Hay un asiento vacante junto a su muslo, ahí apoya la bolsa que carga el portátil y unos libros que en ningún momento se dispone a leer. La observo. Ella mira el paisaje. Una sucesión de casas blancas y pinos. Tierra seca y altas colas de zorro, plumeros de la Pampa, mi planta favorita desde niña, una especie orgullosa y resistente, que embellece los lindes del camino y recibe el estigma de ser llamada invasora.
Ahora también pretendo disfrutar el paisaje. Lo que parece ser relevante para ella a mí no me importa y cierto nerviosismo me impide ocultarlo. Vuelvo los ojos hacia su cuerpo con una curiosidad bruta. Veo un chaleco de punto blanco y cuello triangular desde el que asoman los hombros desnudos. Hay lunares y manchas ligeras bajando por el brazo hasta que en el centro encuentran la cicatriz, un picotazo sobre la piel, el pequeño estallido de una vacuna que marca en el cuerpo una diferencia generacional. Crecí mirando la de mi madre. Yo no la tengo.
*
He llegado hasta aquí movida por una fotografía en la portada de un libro titulado El gozo y el tiempo. En aquel retrato una mujer que aún no era ella parecía ausente mientras la cámara la elegía entre todas las cosas. En ella el foco, atrás imprecisas las ramas de un arbusto y la última luz de la tarde sobre… ¿el mar? La composición era de sombras, el pelo cayendo sobre los hombros y la espalda. El rostro de perfil, en un gesto de frente alta y labios un poco apretados, un gesto serio, a la vez duro y distendido, apenas una lengua de luz tocando la sien, la línea de la nariz, la boca, la barbilla.
En la mesa de novedades de una librería del Raval, un retrato tomado en la última luz a un cuerpo quién sabe si somnoliento por el sol y el mar o tal vez alegre después de un día de playa que se alargó hasta la noche. Hasta la noche porque el deseo en la mirada de quien fotografía es evidente, está vivo. Eso fue lo que me enganchó, entender esa mirada que retrata un rostro pero urgente captura algo que ocurre un poco más abajo, en el torso cubierto por una camiseta blanca de manga corta. Los pliegues mostrando cada interacción de la tela con la carne debajo.
Eran tal vez las últimas horas de una noche de verano, pegajosas de sal y algo más frías. El gozo y el tiempo, la curva del pecho libre y el pezón más oscuro rozando el tejido y generando ondas por la tirantez. Pensé que, si llegar a tocar ese cuerpo me fuera posible, yo sabría qué hacer, exactamente sabría qué hacer.
Y tomé el retrato con la novela adherida. Lo llevé a mi cuarto, lo miré durante varios días antes de decidirme a leerlo. El texto era algo secundario.
*
Una vez me dijeron que había algo en el movimiento de mis pupilas, caprichosas e independientes la una de la otra, que diferenciaba mi mirada de la forma en la que se supone que los ojos han de enfocar el mundo. Ahora, cuando encuentro el mismo rasgo en ella, los ojos color miel rasgados hacia abajo, inquisitivos y tristes, perdiendo la simetría, creo que entiendo por primera vez el poder de una mirada distinta.
No la dirige hacia mí. Durante la mayor parte del trayecto ¿me evita?, ¿me observa lateralmente, sin encararme, para no tener que iniciar una conversación? Fuga su interés contra la ventana y acompaña el paso monótono de un afuera que ahora alterna campos de cultivo y pequeñas casas solitarias. En la superficie del cristal veo su reflejo, con el cabello castaño claro cayendo en ondas sobre los hombros estrechos y los brazos finos apoyados sobre las rodillas. De vez en cuando, como en conflicto con un pensamiento, frunce la boca en un pequeño espasmo o aprieta la mano derecha que sostiene la correa.
Aún no ha pronunciado su nombre; cuando me avisó de que vendría escribió: «La perra también estará con nosotras, le encanta la arena y jugar entre las hierbas altas que rodean la casa. No se deja tocar por extraños». ¿Era yo la extraña? Mecido por el traqueteo, el animal descansa la cabeza sobre un pez de trapo que lame ceremoniosamente de tanto en tanto, como para calmarse. En un momento sujeta el muñeco con la boca y lo lanza hacia el pasillo. Mi compañera de viaje extiende un brazo largo por encima del asiento vacío y, al ser insuficiente este gesto para alcanzarlo, alarga todo su cuerpo, dobla por la cintura y finalmente rescata la tela húmeda de saliva con la punta fina de los dedos.
Podría fotografiarla ahora. De algún modo lo hago, pero en mi mente la imagen no perdurará intacta. No sé en qué momento la intimidad será lo suficientemente holgada para sacar la cámara y colocarla entre ella y yo. Una lente para avanzar hacia su espacio. Para mediar. A pesar de la actitud que impone una distancia, apenas hay unos centímetros de separación entre sus piernas y las mías. Si lo hiciese ahora, tomar una foto sería casi violento.
*
Sin embargo, lo había dicho: «Podrás tomar fotografías, es un buen lugar». Habló de la luz de las siete de la tarde. Todo esto para formalizar una in