Prólogo
1806
Soy una novia. Soy una esposa.
Me emociona saber que mi vida ha comenzado hoy, pues hoy he dejado de ser Astrid Grandville.
Soy la señora de Collin Poole.
Cuando nos conocimos, hace apenas un año, me enamoré. Me enamoré no solo de su hermoso rostro y su espléndida figura, pues su gemelo, Connor, posee los mismos atributos. Me enamoré de sus risueños y penetrantes ojos verdes, de su voz de tenor, de su tenaz inteligencia.
Me enamoré de su ecuanimidad, de su conocimiento del mundo, de su risa fácil, de su entrega a su familia y a la empresa que levantaron.
Mi esposo es constructor naval, como lo fue su padre antes que él.
Conocí a Arthur Poole muy brevemente, pero lloré su pérdida cuando una caída de su caballo se lo llevó de este mundo.
Ahora los hermanos llevan el timón de la empresa que su padre fundó.
Pero no hoy. Hoy es un día de fiesta para todos en Poole’s Bay y en el hogar que su padre construyó hay música y baile, comida y vino, amor y risas.
En este agreste acantilado sobre el ancho mar donde Arthur levantó su imponente castillo de piedra, mi amado y yo fijamos nuestra residencia de hoy en adelante.
Llenaremos nuestro hogar de hijos, de hijos fruto del amor. Quizá esta noche, nuestra noche de bodas, engendremos esa primera chispa de vida.
Arabelle, mi queridísima amiga, una amiga que se convertirá en mi cuñada cuando Connor y ella contraigan matrimonio en otoño, me preguntó si estaba nerviosa ante la perspectiva de llegar como doncella —igual que ella— al lecho nupcial.
No. Oh, no, estoy ansiosa, ansiosa por saber qué hay más allá de los besos que tanto me caldean la sangre, que tanto avivan mis pasiones.
Os venero con mi cuerpo. Cumpliré mis votos matrimoniales, hasta el último de ellos.
Ahora me miro al espejo en lo que será nuestra alcoba, ya desposados, y veo a una mujer muy diferente a la muchacha de antes.
Veo el cabello al que Collin llama seda de sol recogido bajo una corona de rosas con un velo corto flotando por detrás, tal como mi madre especificó. Contemplo el vestido blanco por el que tanto me preocupé. También flota, como yo quería, desde el lazo de seda que ciñe el talle alto.
Por mucho que diga Collin, sé que no soy ninguna belleza. Pero sí agradable a la vista, en especial hoy, cuando la doncella se convierte en mujer y la novia en esposa.
Veo el brillo del anillo que me regaló cuando pidió mi mano, cuando dijo: «Os amo con todo mi corazón. Mi querida Astrid, jamás amaré a otra, pues os amaré hasta el fin de mis días, e incluso después de que la muerte se me lleve».
Ahora ese brillo, esa promesa, ese símbolo está en mi mano derecha, y la alianza de oro, el círculo que jamás termina, en la izquierda.
La mujer en la que estoy convirtiéndome lo amará hasta el fin de sus días, e incluso después de que la muerte se me lleve.
Ahora, tras estos breves instantes de serena reflexión, he de regresar a la música, al baile, a la celebración que Collin insistió en que señalara este día.
Bailaré con mi esposo. Abrazaré a su familia como propia, pues lo es. Mientras los gaiteros tocan, celebraré este primer día de la larga vida de felicidad que construiremos juntos.
O eso creía.
Me giro para darle la bienvenida cuando entra en la habitación. Me resulta ligeramente familiar, pero, sin mediar palabra, se abalanza sobre mí. Veo el cuchillo fugazmente antes de que me lo clave.
¡Ay, qué dolor! Jamás lo olvidaré. Mi estupor cuando la hoja se hunde en mi carne, una, dos veces. Y otra, y otra.
Me tambaleo hacia atrás, incapaz de gritar, incapaz de hablar cuando ella deja caer el cuchillo a mis pies.
—Jamás será tuyo —dice—. Muerta la novia, sé que él vendrá a mí. Vendrá a mí o, por tu sangre sobre mi lengua, novia tras novia se reunirá contigo en la muerte.
Horrorizada, observo cómo lame mi sangre de su dedo. Al desplomarme, me quita la alianza.
Y este acto es en cierto modo peor que el dolor.
—Un matrimonio no es un matrimonio hasta que se consuma. Solo eres una novia, perdida para siempre. Maldita seas, Astrid Grandville.
Me deja ahí, agonizando en el suelo, cerca del lecho nupcial que jamás compartiré con mi amado. Pero mi anillo de bodas, mi alianza… ¿Cómo voy a abandonar este mundo sin él?
La mancha de sangre se extiende sobre el blanco de mi vestido de novia al tiempo que esa necesidad imperiosa me insta a incorporarme. Retorciéndome de dolor, avanzo tambaleándome hasta la puerta. Mis manos, resbaladizas por mi propia sangre, forcejean para abrirla.
He de encontrar a Collin. He de recuperar mi anillo. Con este anillo os he hecho mi juramento. Se me nubla la vista; cada respiración es un tormento.
Alguien chilla, pero el sonido procede de otro mundo. Un mundo que estoy abandonando.
Lo veo, solamente a él porque todo lo demás se desvanece: la música, los bonitos vestidos de gala y chalecos, los rostros que se desdibujan, los gritos que se apagan.
Él acude raudo a mi encuentro, gritando mi nombre. Me sujeta entre sus fuertes brazos al tiempo que las piernas me fallan.
Quiero hablarle. Mi amor, mi vida. Nos han arrebatado la alianza, la promesa de una larga vida de felicidad.
Noto sus lágrimas sobre mi rostro, y percibo el miedo y el dolor en esos penetrantes ojos verdes.
—Astrid, mi amor. Astrid, no me dejes. No me dejes.
Mientras todo se desvanece, pronuncio mis últimas palabras, hago mi promesa con mi último aliento:
—Jamás lo haré.
Y no lo he hecho.
1
En la actualidad
Planificar una boda era una auténtica locura. Sonya llegó a la conclusión de que, una vez que asumías ese hecho indiscutible, te ponías manos a la obra y punto.
Si por ella fuera, pasaría de montar un circo semejante. Se compraría un vestido fabuloso al que de hecho pudiera sacarle partido e invitaría a la familia y a los amigos íntimos a una celebración en el jardín trasero. A una ceremonia breve y entrañable, y después a desmadrarse en un fiestón por todo lo alto.
Nada de ostentación ni formalidades, ni agobios ni cursiladas, solo diversión a raudales.
Pero Brandon quería que todo fuera ostentoso, formal y cursi.
De modo que ella tenía un vestido fabuloso —que había costado el equivalente a dos meses de hipoteca— y lo luciría apenas unas horas antes de llevarlo a la tintorería y ponerlo a buen recaudo en una caja.
Habían reservado un elegante hotel en Back Bay para una lista de invitados que superaba los trescientos y podría rozar los cuatrocientos antes de enviar las invitaciones.
Ella las había diseñado; después de todo, se ganaba la vida como diseñadora gráfica. Aunque, claro, Brandon también había intervenido. Puede que las invitaciones al final fueran más formales de lo que ella imaginaba, pero eran preciosas.
Habían gestionado el tema del recordatorio de fecha meses antes, y pasado casi un día entero con un fotógrafo para las fotos del compromiso.
A ella le habría gustado darle un toque a un amigo para que hiciera unas fotos informales, unas fotos desenfadadas, divertidas. Y tenía que reconocer que le había sentado mal que Brandon impusiera su veto absoluto ahí. A pesar de ello, las fotos eran bonitas.
Sofisticadas. Un anuncio sofisticado y elegante para la pareja perfecta y feliz que asciende en los escalafones sociales.
Habían tardado lo que se le antojaron días en diseñar el menú, formal, por supuesto. Luego la tarta. Ella era golosa; estaba convencida de que algo le pasaba a cualquiera que no le gustara el dulce.
Pero, por Dios, ¿quién iba a saber que la elaboración de una tarta nupcial —los sabores, los rellenos, el diseño, los pisos, la cobertura— podían convertirse en un estudio sobre la frustración?
Ahora lo sabía.
Y eso sin contar los pastelillos con las iniciales de los dos por encima.
A eso se sumaban las flores, la música, los planos de mesa, los colores y las temáticas, pese a la eficiente y sumamente paciente planificadora de bodas. En resumidas cuentas, una pesadilla.
Estaba deseando que todo terminara.
Y es probable que eso la convirtiera en un bicho raro.
¿No se suponía que las novias querían ese trajín y esos quebraderos de cabeza? ¿No quería una novia que el día de su boda fuera especial, único, de cuento de hadas?
Ella sí que quería que fuera especial, único y, por encima de todo, que vivieran felices y comieran perdices.
Pero…
Esos peros la habían estado agobiando en el transcurso de las últimas semanas. Pero no le daba la impresión de que fuera su día, su día especial, único y maravillosamente emocionante. En absoluto. De alguna manera se le había ido totalmente de las manos. Cuando se recordó a sí misma que también era el día de la boda de Brandon, y que él también tenía algo que decir, cayó en la cuenta de que en realidad él lo estaba diciendo todo.
Nada reflejaba la idea o los deseos de ella; claramente reflejaba todos los de él.
Y si la idea y los deseos de cada uno eran tan radicalmente diferentes, ¿eso no significaba que simplemente no encajaban?
Si le daba muchas vueltas a eso, se preocupaba. Igual que se preocupó cuando pasaron tres sábados buscando casa y él se empeñó en comprar un casoplón en un residencial moderno y elegante cuando ella prefería una gran casa antigua con carácter.
Pero…
Si no le daba muchas vueltas a eso, si recordaba los últimos dieciocho meses en pareja, no encontraba ningún motivo para preocuparse.
El día de la boda tan solo era un día, y ¿por qué no iba a tener Brandon el bodorrio que quería? ¿Y una casa? Lo que se ponía dentro es lo que contaba. Llegarían a un acuerdo, y la convertirían en un hogar.
Son los nervios por la boda, dijo para sus adentros. La cruda realidad se estaba imponiendo. Y ella tenía la prueba —literalmente— en la prueba de la invitación de boda que llevaba en el bolso.
Asumiendo su nerviosismo, canceló la cita con la florista —no podía hacer frente a eso— y se dirigió a su casa.
Dispondría de un par de horas de tranquilidad. Brandon tenía que ocuparse de algo relacionado con el novio, de modo que ella estaría a sus anchas hasta que regresara.
Decidió que, a su llegada, abrirían una botella de vino, revisarían la prueba de la invitación de boda, la dejarían lista, y después ultimarían la creciente lista de invitados. Encargarían las invitaciones y santas pascuas, ya que él había contratado a un calígrafo para escribir los nombres de los invitados.
Algo que podría haber hecho ella, pero, ojo, no tenía nada que objetar al hecho de ahorrarse escribir un par de cientos de invitaciones.
Sorteó el denso tráfico del sábado en Boston con las ventanillas bajadas y la música alta. Pensó que, en ocho semanas, el otoño, su estación favorita, traería consigo una explosión de color. Y que todo esto sería agua pasada.
Tenía veintiocho años, en breve cumpliría veintinueve y llegaría al final de otra década. Estaba preparada para echar raíces, para crear una familia. Y, en ocho semanas, se casaría con el hombre al que amaba.
Brandon Wise: listo, talentoso, romántico. Un hombre que se lo había tomado con calma y filosofía ante la renuencia de ella a la hora de mantener una relación con un compañero de trabajo.
Él la había conquistado, y ella había disfrutado dejándose conquistar.
Rara vez discutían. Él trataba con muchísimo cariño a la madre de Sonya, y eso era importante. Disfrutaba en compañía de los amigos de ella, y ella a su vez en compañía de los de él.
Por otro lado, se le ocurrían muchos aspectos en los que diferían. Él no se cansaba de ir a cócteles, a cenas, a inauguraciones de exposiciones de arte —al evento social que fuera— todas las noches. Y ella necesitaba espaciar esas cosas, pasar ratos tranquilos en casa.
Él tenía más zapatos que ella, y eso que a ella le gustaban los zapatos.
Cuando él hablaba acerca de comprar una casa, sacaba a colación el personal de mantenimiento de zonas verdes, mientras que ella se imaginaba cortando el césped y plantando un jardín.
Pero ¿quién quería casarse y vivir con un clon?
Las diferencias aportaban variedad.
Cuando aparcó, se arrepintió de haber cancelado la cita con la florista. Debería haber ido. Las flores, como el dulce, deberían ser motivo de felicidad.
Lo compensaría preparando algo para cenar.
¿Un ardid para eludir la sugerencia de salir a cenar?, se planteó mientras caminaba hacia su dúplex adosado. Tal vez, pero al llegar a casa él se encontraría la cena en el fogón junto con una botella de vino, y eso era un chollo.
Cenarían, beberían y ultimarían la puñetera lista de invitados.
Se quitarían un peso de encima poniendo una gran marca de verificación en la columna de tareas.
Liberados de ese peso, podrían pasar la noche del sábado desnudos en la cama.
Al abrir la puerta y entrar en el recibidor, oyó música. Y a pocos pasos, a la altura de la sala de estar, vio un zapato de mujer.
Un zapato de tacón de aguja rojo.
Puso el bolso sobre la consola, dejó caer las llaves en el platillo y se agachó lentamente para recoger el zapato.
El compañero yacía de canto junto a la esquina que conducía al dormitorio, al lado de un vestido de vuelo sin tirantes blanco.
La música de la habitación se dejaba sentir, una tenue y sensual melodía intercalada con los gritos ahogados y gemidos de una mujer.
A Brandon le gustaba poner música durante el sexo, pensó con desgana. Hacía hincapié en ello.
A ella le parecía un detalle encantador. Hasta ese momento.
Dado que no se habían tomado la molestia de cerrar la puerta del dormitorio, saltó por encima del vestido y apartó de un puntapié la camisa y los pantalones de caballero.
¿Quién iba a saber, pensó, que el amor podía apagarse como una vela con un soplo de viento sin dejar el menor rastro?
Observó el trasero de su prometido empujando con ahínco contra la mujer que tenía debajo. La mujer cuyas piernas lo rodeaban por la cintura mientras gritaba su nombre.
Sonya bajó la vista al zapato que aún sujetaba en la mano y a continuación miró ese trasero desnudo y traicionero.
Al lanzárselo y acertar, pensó: «Oh, sí, eso le dejará una marca».
Él se incorporó y se rebulló a gatas. La mujer dejó escapar un fugaz chillido e intentó taparse con la sábana, hecha un gurruño.
—Sonya.
—¡Cierra la puta boca! —espetó ella—. ¡Por el amor de Dios, Tracie, eres mi prima! ¡Formas parte del cortejo nupcial!
Sollozando, Tracie tiró con más fuerza de las sábanas.
—Sonya, escucha…
—¡He dicho que cierres la puta boca! Estoy en medio de un maldito cliché. Vestíos y largaos. Los dos.
—Lo siento. —Sin dejar de sollozar, Tracie recogió rápidamente el sujetador y las braguitas del suelo—. Yo…
—¡No me hables! No vuelvas a hablarme en tu vida. Si tu madre no fuera mi tía, y alguien a quien tengo mucho cariño, te daría una patada en tu culo de zorra aquí y ahora. Cierra el pico y lárgate de mi casa.
Tracie empuñó el vestido a la carrera y, sin ponerse la ropa interior, se lo metió por la cabeza. No se molestó en calzarse.
Ni en cerrar la puerta al salir.
—Sonya, no tengo excusa. Ha sido un tropiezo, yo…
—Ya veo. Has tropezado, y tu ropa se ha esparcido sola por la habitación mientras caías desnudo encima de mi prima. Lárgate, Brandon. Puedes irte desnudo o ponerte algo primero. Pero lárgate de mi casa.
—Nuestra —repuso él.
—En la hipoteca figura mi nombre.
—Cielo…
—¿En serio te atreves a llamarme así? Como lo intentes de nuevo, juro por Dios que te parto la cara. He dicho que te largues.
Se puso unos pantalones de algodón con desgana.
—Tenemos que hablar. Tienes que calmarte para que pueda… ¿Dónde vas?
—A por mi teléfono. —Fue a sacarlo del bolso—. A llamar a la policía para que te saquen de mi casa.
—Vamos, Sonya —dijo, adoptando ese tono de «Eres tan adorable»—. No vas a llamar a la poli.
Ella se quedó inmóvil, con el teléfono en la mano, escudriñándolo: un cuerpo de gimnasio, el cabello rubio apagado que las manos de otra mujer habían despeinado, las facciones delicadas y bonitas, y unos ojos azules para morirse.
—Si de verdad no me crees capaz, es que no me conoces en absoluto. —Cogió el llavero de Brandon del platillo, sacó la llave de la casa y lo arrojó a la calle—. Largo.
—Necesito zapatos.
Ella abrió el armario de los abrigos, sacó unas chanclas de él y se las lanzó.
—Apáñatelas, y vete o me pongo a gritar y llamo al 911.
Él se agachó, cogió las chanclas y se las puso.
—Hablaremos cuando te hayas calmado.
—En lo que respecta a ti, a esto, en la vida.
Cuando salió, ella cerró de un portazo y cerró el pestillo.
Y esperó las lágrimas, la desesperación, el desconsuelo. Sin embargo, fue consciente de que nada de eso podía aplacar su ira.
Bajó la vista hacia el teléfono.
Caminó hacia el sofá, respirando hondo, y se sentó. Al ponerse a escribir un mensaje de texto, se dio cuenta de que le resultaba imposible debido al temblor de sus manos.
En vez de eso, llamó.
—¡Hola!
—Cleo, ¿puedes pasarte por mi casa? De verdad, necesito que vengas ahora mismo.
—¿Una crisis nupcial?
—Algo así. Por favor.
El tono de broma dio paso a la preocupación.
—¿Estás bien?
—No, la verdad es que no. ¿Puedes venir?
—Claro. Voy para allá. Sea lo que sea, Sonya, lo arreglaremos. Dame diez minutos.
«Ya lo he arreglado yo», pensó Sonya, y soltó el teléfono.
Con la segunda copa de vino, Cleo se puso a dar vueltas por la sala de estar, a caminar de un lado a otro con sus largas piernas, con unos diminutos pantalones cortos blancos. Llevaba su mata de pelo rizado, del color de la miel tostada, recogido atrás al estilo de andar por casa.
Sus ojos felinos echaban chispas.
Cuanto más se enardecía, más se apreciaba la huella de su infancia en Luisiana. Y más se tranquilizaba Sonya. Esto, concluyó Sonya, es amor.
—Qué cabrón. Qué cabrón, hijo de puta, embustero e infiel. ¿Y Tracie? Ni siquiera encuentro palabras lo suficientemente ofensivas. ¡Tu propia prima! ¡Y esa…, esa miserable zorra tetona estaba ayudándome a organizar tu despedida de soltera!
—Ha llorado a moco tendido.
—No lo suficiente. Ni mucho menos. Uy, uy, me va a oír. Ten por seguro que me va a oír. La muy zorra falsa.
—Te quiero, Cleo Fabares. Eres la mejor.
—Ay, cariño. —Cleo se dejó caer en el sofá de nuevo, dejó su copa de vino sobre la mesa y tiró de Sonya para darle un fuerte achuchón—. Lo siento. Lo siento muchísimo.
—Lo sé.
—¿Qué quieres hacer? —Cleo se echó hacia atrás y miró a Sonya con sus ojos color miel y largas pestañas—. Dime qué quieres, y lo haré. ¿Asesinarlo? ¿Decapitarlo? ¿Castrarlo?
Por primera vez desde su llegada a casa, Sonya sonrió.
—¿Usarías la espada samurái de tu bisabuelo Haruto?
—Con mucho gusto.
—Dejemos eso en la reserva.
—¿Por qué no te pones a gritar o a dar patatas a algo? Yo tengo ganas de dar una patada a algo. Yo tengo ganas de darle una patada en los huevos a Brandon. Primero quiero comprarme unas botas militares para darle una patada en los huevos. Luego quiero ir a comprarme un puño americano para darle un puñetazo en la cara a Tracie. Pero eso es solo por mi parte —apostilló, y volvió a coger su copa—. ¿Tú qué quieres hacer?
—Lo estoy haciendo. Sentarme aquí a beber vino y a ver a mi mejor amiga cabrearse y ponerse como una furia por mí. —Sonya cogió la otra mano de Cleo—. Ella ha llorado a moco tendido; yo no.
—Si lo necesitas, aquí tienes mi hombro.
—No. No estoy segura de en qué lugar quedo yo en esta situación. Ha sido como irrumpir en una escena de una película. La pardilla de la prometida pilla a su prometido y a una de las damas de honor desnudos en la cama.
—Tú no eres una pardilla.
—Bueno, lo he sido en esto, así que… Estaba sonando Video Phone de Beyoncé.
—¡Venga ya!
—En serio.
Cleo hizo un sumo esfuerzo por contener la risa.
—Perdona.
—No pasa nada. Cuando pienso… Si no hubiera cancelado esa cita, si no los hubiera pillado…
Ahora fue Sonya la que se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación; sus piernas, enfundadas en unos tejanos tobilleros para hacer recados los sábados, se movían sin cesar. Mientras gesticulaba con la mano en la que sujetaba la copa de vino, se echó el pelo hacia atrás con brusquedad.
Y se quitó con parsimonia el coletero para soltarse su larga y lisa melena de color castaño cobrizo.
—Eso es lo que me revienta, Cleo. Lo que más me revienta, joder. Que habría seguido adelante, me habría casado con ese gilipollas embustero. Y me habría casado a su manera, y eso me pone enferma. El salón de banquetes del hotel que él quería, el tinglado de relumbrón que él quería, la dichosa tarta nupcial de cinco pisos con la cobertura de fondant y azúcar dorado que él quería. ¿Cómo diablos me dejé enredar de esa manera?
—Parece que ya te has desenredado. Me caía bien. La verdad es que me caía bien, y eso me pone enferma a mí. Puede que, tratándose de ti, la boda me pareciera algo excesiva, pero, qué demonios, era el gran día, ¿no? Así que, ¿por qué no? Pero… y antes de que llegue al pero, deja que te diga que me alegro de comprobar que has encontrado tu ira.
—Oh, no la he perdido en ningún momento. Es que me ha gustado ver cómo has dado rienda suelta a la tuya durante un rato.
—Vale. El pero. Has cancelado la cita, los has pillado. Y no vas a casarte con ese gilipollas. El destino vela por ti.
—Si el destino velase por mí, habría plantado a Brandon hace mucho tiempo.
—Necesitas más vino.
—Oh, pienso beber, y en gran cantidad.
Sonya apretó las yemas de los dedos contra los ojos, no para reprimir las lágrimas, sino de pura frustración.
—Cleo, tengo que cancelar todo: el hotel, el reportaje, el vídeo, la tarta, las flores… Por Dios, el dichoso cuarteto de cuerda que nunca quise, la orquesta… Voy a perder los depósitos. Maldita sea, acabo de recoger la prueba de la invitación. Cuando pienso en la de horas y horas que he trabajado en ese diseño…
—Guárdala. Le echaremos una maldición y la enterraremos junto con uno de sus bóxers bajo la luna llena. Y cada vez que se le ocurra engatusar a otra mujer, sufrirá un caso crónico de hongos en la entrepierna.
—Esa que habla es tu abuela criolla.
—Bien sûr. Te ayudaré a cancelar todo; tal vez podamos recuperar algunos de los depósitos con un poco de mano izquierda. En cuanto al resto, le cobrarás la mitad a ese cabrón. Nunca me hizo gracia que desembolsaras todo el dinero.
Cleo resopló y le dio un buen trago al vino.
—Cuando pienso en ello, y lo analizo detenidamente, me doy cuenta de que no me gustaba tanto como me empeñaba en decirme a mí misma.
—Él iba a pagar la cena de ensayo y la luna de miel. No importa. Lección aprendida. Me vendría de lujo que me ayudaras con las cancelaciones. Ay, Dios, la lista de bodas.
Sonya se apretó con fuerza el estómago para parar el temblor.
—Acabamos de terminar la lista de bodas. Y mañana teníamos citas para ver dos casas.
—Lo que vamos a hacer es beber más vino. Pediremos una pizza. Me prestarás algo para dormir y repasaremos todo lo que hay que hacer.
—¿Te quedas a dormir?
—Siempre que mi mejor amiga, mi compañera de habitación en la universidad, mi compinche y mi hermana del alma se encuentra a su prometido en la cama con su prima, me quedo a dormir.
Por primera vez, Sonya notó el escozor de las lágrimas en los ojos. Pero de pura gratitud, no de dolor o pena.
—Gracias. Con solo plantearme resolver todo esto me dan ganas de meterme en un agujero. No —corrigió—, me dan ganas de enterrar a Brandon en uno. Yo… —Se calló cuando llamaron a la puerta y echó un vistazo—. No creerás que…
Los ojos felinos de Cleo soltaron chispas.
—Deja que abra yo. Ojalá tuviera esas botas militares, pero un rodillazo en los huevos es efectivo.
2
Cuando Cleo, lista para la batalla, abrió la puerta de golpe, la madre de Sonya, Winter, entró como una exhalación. Primero estrujó la mano a Cleo, y a continuación se fue derecha hacia su hija.
—Cielo, cariño, lo siento mucho. —Abrazó a Sonya con fuerza, balanceándose—. No llores, él no lo merece. —Ladeó la cabeza y apretó los labios sobre la mejilla de Sonya—. Sé que lo quieres, pero…
—No. Ya no. No sé si se supone que esto funciona así, pero ya no.
—Yo tampoco lo sé. —Winter se echó hacia atrás, tomó la cara de su hija entre las manos y la escudriñó—. Pero, si es cierto, me alegro. Nadie que haga daño a mi niña se merece ser amado. Me alegro mucho de que estés aquí, Cleo. —Alargó la mano hacia la de Cleo.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó Sonya.
—Tracie, que me va a oír, se fue derecha a ver a su madre, hecha un mar de lágrimas. ¿Me pones un vino a mí también?
—Voy a por una copa —dijo Cleo.
—Summer me llamó por teléfono, después de que Tracie se desahogara y ella le leyera la cartilla. Sonya, sabes que Summer te quiere, de modo que espero que no la culpes. Está furiosa, avergonzada y devastada a partes iguales.
—No la culpo. Por supuesto que no. Tracie es adulta. Una zorra adulta.
—Según Tracie, ocurrió accidentalmente. Gracias, cariño —dijo cuando Cleo le tendió una copa de vino—. Pamplinas. Acostarte con el prometido de tu prima no ocurre por accidente. ¡Y encima, en la casa de tu prima y en la cama de tu prima!
—Zapatos de tacón de aguja rojos, un vestido escotado blanco y lencería sexi. Y ocurrió accidentalmente. Y una mierda. Que se quede con ella.
—Te prometo que él no será bienvenido en la casa de mi hermana. Bueno, voy a quitar esas sábanas de tu cama.
—Ya lo he hecho yo. Después de llamar a Cleo. Barajé la idea de quemarlas, pero son buenísimas. Voy a mandarlas a la tintorería porque no pienso lavarlas yo. Luego las donaré.
Winter le dio otro achuchón, balanceándose.
—Así me gusta. ¿De verdad estás bien?
—Estoy muy cabreada, muy, muy cabreada y furiosa conmigo misma por no haberme dado cuenta de quién era.
—Yo no me di cuenta. Considero que sé juzgar a las personas bastante bien, y no lo hice. Ya sabes lo que dicen acerca de ver las cosas a toro pasado. Puedo mirar atrás y decir: «Ah, claro, y esto y aquello. Debería haberme dado cuenta», pero ¿sirve de algo?
»Voy a sentarme.
Y lo hizo.
—Me preocupaba tanto encontrarte hundida que no me he planteado dar rienda suelta a mi indignación. Pero ¿ahora que sé que no lo estás? Al diablo con él.
—Al diablo con él —repitió Cleo, y se acercó a chocar su copa con la de Winter.
—Eso. —Sonya hizo lo mismo—. Al diablo con él.
—Tienes que cambiar la cerradura.
—Le he quitado la llave, mamá.
—Cámbiala de todas formas. ¿Adónde piensas que irá?
—No lo sé. —Sonya brindó de nuevo—. No me importa.
—No, la verdad es que no. Llevo otra botella de vino en el coche. Y cajas que me dio ese joven tan agradable de la tienda de licores. Podemos usarlas para empaquetar sus cosas. Haremos limpieza a fondo y yo se las llevaré.
—No tienes que hacerlo.
—Ay, mi niña, insisto. —Una ira glacial asomó a los ojos de su madre, de un tono marrón verdoso cambiante—. Es probable que vaya a casa de Jerry, ¿no? Es su padrino, su amigo íntimo. Puedo pasar de camino a casa y soltarlas allí.
—Te quiero, Winter. —Cleo se sentó a su lado y se acurrucó contra ella—. Quiero a mi madre y te quiero a ti. A Sonya y a mí nos ha tocado la lotería. A lo mejor, cuando estemos empaquetando sus mierdas, algunos de esos jerséis de cachemir que tanto aprecia acaban estirados y con enganchones. Y sería una lástima que casualmente un par de sus exquisitas chaquetas de piel se arañaran con algo afilado.
—Así hablan las buenas amigas —dijo Winter—. Podríamos hacer eso, o dejarlo pasar sabiendo que ha perdido lo mejor que podría haber tenido en su vida. Apuesto a que le consta.
—De todas formas, quiero enterrar uno de sus bóxers con luna llena y maldecirle con un caso crónico de hongos en la entrepierna.
Winter sonrió.
—Me parece justo. Vamos a por esas cajas.
Empaquetaron sus dos tabletas, su ordenador portátil, su Alexa. Su colección de relojes, sus gemelos. Y zapatos. Muchísimos zapatos.
Sonya se acordó de sus maletas —Globe-Trotter, cómo no—, las cuales llenaron de camisas, chaquetas, jerséis, trajes y ropa de deporte.
Metieron sus artículos de aseo personal en una caja.
—Tiene más productos para la piel y el cabello que yo. —Cleo sostuvo en alto un estuche de loción hidratante sin abrir—. ¿Sabéis lo que cuesta esta marca? ¿Y tiene una de repuesto sin abrir?
—Quédatela —le dijo Sonya—. A tomar por saco, quédate con todo lo que se te antoje.
—Solo lo que esté sin abrir. Lo demás tiene piojos. ¿Seguro que no la quieres?
—Totalmente. No quiero nada.
—Pues me la quedo yo. Winter, ¿y si nos repartimos todo lo que esté sin estrenar? Tenemos sérum en gel y mascarilla para el contorno de ojos. Una vez me dieron una muestra de este sérum, y es estupendo. Estoy reuniendo un lote.
Winter se limitó a asentir con la cabeza y dio un paso atrás con las manos en jarras. Se había recogido en una espesa cola su melena francesa —prácticamente del mismo tono que la de su hija— con un coletero de Sonya. Sus ojos, pardos en comparación con el verde intenso de los de Sonya, examinaron la encimera del baño, ahora atestada.
—Vamos a necesitar más cajas.
—A tomar por saco las cajas —espetó Sonya—. Tengo bolsas de basura. ¡Tiene un montón de cosas! ¿Y yo qué pintaba aquí? ¿Cómo no me di cuenta de que disponía de la mitad de espacio que él? Él tenía el armario entero del cuarto de invitados, y más de la mitad del armario del dormitorio principal. Y no sé cómo se apropió de la mesa del cuarto de invitados para trabajar, y yo acabé usando la del comedor.
—El desgaste se produce poco a poco. —Winter le acarició los hombros a Sonya—. La roca es fuerte, pero no nota cómo el agua la va socavando.
—Os parecéis mucho —comentó Cleo en voz baja—. La forma de vuestras caras…, esa forma de corazón, vuestro tono de pelo. Ese cutis sonrosado que me dice que necesito estos exclusivos productos para el cuidado de la piel más que cualquiera de vosotras.
—Tú tienes un cutis precioso —señaló Winter—. La tez lechosa y pecosa, un regalo de tu ascendencia, de una diversidad maravillosa. Mi niña tiene los ojos de su padre.
Winter le dio a Sonya un rápido achuchón.
—Él le habría dado una patada en el culo a Brandon. No creo que yo hubiera tratado de impedírselo. Andrew MacTavish era un hombre afable, pero cuando se le provocaba… —Le dio a Sonya otro achuchón—. Más valía apartarse.
Acto seguido asintió con la cabeza.
—Bolsas de basura. Sí, parece justo. Va sobrado.
—Voy a por ellas. Y a pedir la pizza —dijo Cleo—. Ya queda menos.
—Es una joya —comentó Winter cuando Cleo salió.
—Lo sé. Dice que el destino quiso que fuéramos compañeras de habitación en la universidad.
—¿Y tú qué dices?
—Que fue cuestión de suerte, muchísima suerte en mi caso.
—En el caso de ambas. Vuestro arte, vuestro trabajo, nunca fue un obstáculo. Ahora ella es ilustradora, y tú diseñadora gráfica. Estoy orgullosa de las dos.
—El lunes no tengo más remedio que ir a trabajar. Lo mismo que él. No debería haberme liado con alguien del trabajo bajo ningún concepto.
—Basta. —Winter la sujetó de los hombros—. No permitas que lo que ha hecho, lo que es, altere lo que tú eres o lo que haces. Lo quisiste lo bastante como para crear un proyecto de vida con él. Pensabas que él te quería lo bastante como para hacer lo mismo.
—Estaba equivocada.
—Ciertamente —convino Winter—, pero la equivocación no fue querer a alguien. Él te ha sido infiel, y has puesto fin a la relación. ¿Sabes lo que no he oído por tu parte? «¿Qué he hecho mal?, ¿Por qué no le bastaba conmigo?, ¿Qué vio en ella y no en mí?».
—Yo… Mamá…
—¿Y sabes por qué no he oído eso? Porque eres demasiado lista como para caer en un pozo. Sabes que el problema no eres tú; es él, su forma de ser. Tú confiabas en él y te ha demostrado que te equivocaste. Y no hay vuelta de hoja. Así que borrón y cuenta nueva, pasa página y cierra la puerta con cerrojo. Cambia la cerradura —rectificó— y luego cierra la puerta con cerrojo.
—Mañana llamaré a un cerrajero. El lunes él me arrinconará en el trabajo, o lo intentará.
—Y saldrás airosa.
—Saldré airosa. —Cerró los ojos—. Me siento avergonzada.
—Es lógico. Cualquiera lo estaría, aun siendo culpa de otro. Así que, Sonya Grace MacTavish, haz que sea él quien se avergüence. —Besó a Sonya en la frente—. Eso, sobre todo en alguien como Brandon, duele más que un caso crónico de hongos en la entrepierna.
Comieron pizza y, mientras Sonya y Cleo bebían más vino, Winter se pasó al té helado. Juntas urdieron un plan. Después cargaron las cajas, maletas y bolsas de viaje de Hefty en el coche.
En el segundo viaje, la vecina del dúplex contiguo se asomó.
—¿Necesitáis ayuda con eso? Bill está en casa. Os echaría una mano.
Winter le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
—Gracias, Donna. Si no le importa… Tenemos que cargar un par de cosas más.
—No hay problema. ¡Bill! Ven a echar una mano a Sonya —dijo con una mano en la cadera. Era una mujer con tres hijos mayores que se había quedado sola con su marido y se habían mudado al dúplex hacía poco más de un año.
Una pareja agradable, pensó Sonya, vecinos majos, pero no avasalladores. Cualidades importantes, desde su punto de vista, cuando se compartía un muro divisorio.
Bill apareció con una camiseta de los Red Sox y unos pantalones cortos cargo que dejaban al descubierto sus huesudas rodillas.
—¿Nos abandonas? —Esbozó una sonrisa pícara al decirlo, bromeando.
Sonya sintió que ya había tomado suficiente vino.
—Estoy echando a Brandon con cajas destempladas, o, mejor dicho, ya lo he hecho después de encontrármelo desnudo en la cama con mi prima Tracie.
Tras sus desaliñadas barbas de chivo, Bill se quedó boquiabierto. Su mujer, Donna, por su parte, apretó los labios.
—¿Es esa la rubia tetona?
—Pues sí, efectivamente. Es posible que la hayas visto salir corriendo descalza y con la ropa interior en la mano hace unas horas.
—No, y siento habérmelo perdido. Lamento lo ocurrido. Pero he de decirte que la había visto por aquí en dos ocasiones cuando no estabas en casa. Imaginé que estaban preparándote alguna sorpresa, quizá para la boda. Pero… No te voy a mentir. Me extrañó.
—¿En dos ocasiones antes de hoy?
—Que yo sepa. El sábado pasado, mientras limpiaba las ventanas, y hace unas tres semanas. Yo había ido a casa de Marlene, la vecina de enfrente, con unas galletas. A su hijo le gustan las que hago con canela. Me disponía a salir para volver a mi casa. Así que, sí, era sábado también, hace tres semanas.
—Fuimos a la peluquería —terció Cleo— a las pruebas de peinados para la boda, y a comprarte los zapatos de novia.
—Lo recuerdo —murmuró Sonya.
—Lamento lo ocurrido —repitió Donna—. Pero me alegro de que lo hayas descubierto más pronto que tarde. Bill, anda y saca el resto de los chismes de ese gilipollas de la casa de Sonya. Si podemos ayudarte en cualquier otra cosa —añadió—, aquí nos tienes.
—Al menos tres veces —dijo Sonya cuando terminaron de cargar lo último—. Ahora tengo que deshacerme de la cama. Y puede que del sofá. Puede que lo hayan hecho en el sofá. A saber dónde más.
—De eso nada. Voy a purificar todo con salvia blanca.
Sonya miró a Cleo.
—¿En serio?
—Totalmente. Es posible que lleve un poco en la cartera. Si no, iré corriendo a mi casa. Vamos a limpiar cualquier rastro de él, y de ella. Y de cualquier otra a la que se haya podido tirar. Perdona, Son, pero es posible.
—Sí. —Aunque esa posibilidad le provocó un poco de náuseas, asintió con la cabeza—. Es posible.
Se dio cuenta de que ahora necesitaba someterse a pruebas médicas, lo cual agravaba la humillación. Necesitaría realizarlas, por si acaso.
—Ahora pienso que ojalá hubiéramos hecho jirones esas chaquetas de piel. Voy a tener otra conversación con Summer. Pero primero voy a soltar todas sus cosas en la casa de Jerry, esté allí o no.
Winter le dio otro abrazo a Sonya, uno de oso.
—Vamos a tomarnos esto como si te hubieras librado por los pelos y a dar gracias por ello.
—Si está allí —dijo Cleo—, ¿puedes darle una patada en los huevos?
—Tal vez lo haga. Volveré mañana. Nos pondremos a hacer esas llamadas.
—Gracias.
Cuando Winter se fue, Cleo pasó el brazo alrededor de los hombros de Sonya.
—¿Más vino?
—Sí, claro. ¿Podemos enterrar los zapatos de zorra de Tracie con los bóxers de Brandon? ¿Y que sufra infecciones de hongos crónicas?
—¡Esa es la actitud!
El lunes por la mañana, Sonya se acicaló con esmero. El traje rojo le infundió una sensación de empoderamiento, de control. Se tomó su tiempo para arreglarse el pelo en una pulcra cola, y eso le infundió un sentimiento de frialdad e indiferencia.
Lo contrario de lo que había experimentado el domingo, cuando Brandon estuvo mensajeándola —cuatro veces— hasta que, tras hacer caso a Cleo y a su madre, lo bloqueó.
Tenemos que hablar. No podemos tirar todo por la borda porque haya cometido un terrible error. Sabes que te quiero. Tenemos que hablar. Tienes que dejar que te lo explique.
Cada mensaje fue acrecentando su ira. Y la ira la hacía sentir vulnerable y estúpida.
Hoy tenía que plantarle cara. Necesitaba esa sensación de empoderamiento, de frialdad e indiferencia.
Tras elegir los complementos —llamativos— y darse los últimos toques de maquillaje, se dirigió adonde Cleo estaba sentada, adormilada con un café.
—¿Y bien? —Sonya se giró.
—¡Guau! Un look despampanante, Son. Un look de «He aquí lo que no vas a volver a tirarte jamás, gilipollas».
—Esa era mi intención.
—Un zasca en toda la cara. Oye, voy a coger la copia de la llave y el archivador de tu boda y a ponerme a realizar llamadas a quienes no pudimos localizar ayer para las cancelaciones.
—Cleo, ya me dedicaste el sábado y todo el domingo.
—No pienso ir a ninguna parte hasta que el cerrajero venga a cambiar esa cerradura, y luego voy a llevarme el archivador y la llave a mi casa. Llevo el proyecto adelantado como para tomarme unas cuantas horas libres, de modo que haré las llamadas que quedan. Supongo que, como lo retocaron, no puedes devolver el traje de novia.
—No admiten devoluciones. A mi madre ese vestido le costó un ojo de la cara, Cleo.
—Lo sé, pero apuesto a que no es la primera vez que les ocurre esto. Así que voy a llamar, a pedirles consejo para venderlo en una tienda de segunda mano, en eBay… Quién sabe, a lo mejor conocen a alguien que estaría dispuesta a comprarlo con un descuento. Yo me encargo del vestido, y de lo que pueda. Sabes que harías lo mismo por mí.
—Sí. Y cuando esto acabe, te voy a invitar a una escapada. A un fin de semana en un spa. A mi madre también. Y a la tuya, si puede coger un vuelo. Un viaje de chicas en lugar de una luna de miel.
—Me apunto fijo. ¿Estás lista para irte a dar patadas en los huevos?
—No son botas militares, pero me apañaré.
Mientras circulaba entre el demencial tráfico matutino diario de Boston, Sonya repasó su plan. En teoría parecía sencillo.
Pediría a cualquiera de los dos dueños de By Design unos minutos para hablar, y también les daría una explicación sencilla: que había cancelado la boda al darse cuenta de que Brandon y ella no encajaban ni estaban preparados para el matrimonio. No era necesario entrar en detalles.
Dado el estrés que conllevaba esa decisión, les pediría que, al menos durante los siguientes meses, a Brandon y a ella no les asignaran el mismo proyecto.
Brandon tenía antigüedad. Ella hacía siete años que trabajaba en By Design, con un periodo en prácticas incluido, mientras que él llevaba casi diez. No obstante, ambos habían ascendido, disponían de sus propios despachos, a menudo lideraban proyectos y reunían sus propios equipos.
Él estaba especializado en publicidad: vallas publicitarias, televisión y anuncios en internet. Y se le daba bien, era innegable. Se le daba muy pero que muy bien. Al capullo.
Aunque el arte digital —páginas web, banners, redes sociales, etcétera— constituía el grueso del trabajo de Sonya, también diseñaba elementos visuales para empresas y particulares. Además, creaba imagen de marca —con consistencia visual— en logos, tarjetas de visita, membretes y páginas web, así como señalética impresa y digital.
Con todo, se trataba de una pequeña empresa particular —precisamente el tipo de empresa que cumplía con sus aspiraciones laborales— y Brandon y ella a menudo trabajaban en diferentes partes del mismo proyecto.
Solo pediría un poco de espacio. Y prometería mantener una actitud profesional y correcta con Brandon en la oficina.
Sencillo, pensó. Razonable y justo.
Como es lógico, tratándose de una pequeña empresa particular, circularían rumores. Sonya podría con ello. De hecho —pese a las objeciones de Cleo—, asumiría la culpa.
Sería más sencillo y justo decir que se había dado cuenta de que no estaba preparada, de que Brandon y ella tenían diferentes objetivos en la vida. El de Brandon era follarse a su prima Tracie, aunque no era necesario mencionar eso.
Y, en unas cuantas semanas, las habladurías terminarían para dar paso a algún otro drama.
Podía esperar hasta entonces.
Entretanto, no le cabía la menor duda de que Brandon encontraría la manera de arrinconarla, de modo que cogería al toro por los cuernos. Le dejaría claro, en privado, cara a cara, que habían roto. Y lo haría con calma, con indiferencia.
Pensó que a él le sacaría de quicio su calma e indiferencia, y sonrió al acceder al aparcamiento para empleados de la fábrica de dos plantas remodelada que albergaba By Design.
Entró por la puerta lateral, directamente a lo que se figuraba que era el área de formación. Allí había empezado ella, en uno de los cubículos, recién salida de la universidad. Y la mayoría de quienes manejaban esos equipos ahora, realizando tareas de apoyo y encargos para los diseñadores, confiando en hacer méritos, estarían verdes e igual de entusiasmados que ella en aquel entonces.
Unos ascenderían, otros cambiarían de empresa, algunos darían un salto y se lo montarían por su cuenta.
Ella había ascendido, contenta con el ritmo y el ambiente de su espacio de trabajo, de técnica de producción a diseñadora gráfica y posteriormente a diseñadora sénior.
Había ido temprano adrede, directamente a su despacho.
No era grande ni ostentoso, pero tenía una ventana orientada al sur, donde había colocado a su apreciada violeta africana, Xena, bajo la luz que entraba a raudales. Sus bonitas flores rosas y lustrosas hojas verdes fueron una recompensa.
Dejó el maletín encima de la mesa y echó un vistazo al panel