Playlist
SPARKS FLY (TAYLOR’S VERSION) | TAYLOR SWIFT | 4:20 |
WILDFIRE | SEAFRET | 3:43 |
MOONLIGHT | ARIANA GRANDE | 3:22 |
ALONE WITH YOU | ALINA BARAZ | 3:45 |
CHRONICALLY CAUTIOUS | BRADEN BALES | 1:59 |
BEST PART (FEAT. H.E.R.) | DANIEL CAESAR | 3:29 |
SWEAT | ZAYN | 3:52 |
NAKED—BONUS TRACK | ELLA MAI | 3:17 |
LATE NIGHT TALKING | HARRY STYLES | 2:57 |
HARD TO LOVE | BLACKPINK | 2:42 |
PEACE | TAYLOR SWIFT | 3:53 |
YOU | MILEY CYRUS | 2:59 |
NONSENSE | SABRINA CARPENTER | 2:43 |
SLEEPING WITH MY FRIENDS | GAYLE | 2:48 |
PRETTY PLEASE | DUA LIPA | 3:14 |
DID YOU KNOW THAT THERE’S A TUNNEL UNDER OCEAN BLVD | LANA DEL REY | 4:44 |
WHILE WE’RE YOUNG | JHENÉ AIKO | 3:56 |
BIGGEST FAN | MADDIE ZAHM | 3:01 |
THE ONLY EXCEPTION | PARAMORE | 4:27 |
EVERYTHING | LABRINTH | 2:15 |
1
Russ
Henry me mira fijamente desde la otra punta del salón.
—Menuda mierda de verano vas a tener.
Todos mis compañeros de equipo se echan a reír al unísono, y las carcajadas más altas son las de Mattie, Bobby y Kris, que me han dicho más o menos lo mismo cuando les he rechazado el plan de ir con ellos a Miami este verano.
—Muy inspirador, Turner —replico a mi compañero de piso—. Deberías dar charlas motivacionales.
—Te arrepentirás de no haberme hecho ni caso cuando estés atrapado la semana que viene entre manualidades y actividades de equipo. —Henry sigue leyendo distraído el folleto de Honey Acres, con una expresión cada vez más perpleja—. ¿Qué es el turno de noche?
—Tengo que dormir en una habitación anexa a la cabaña de los campistas dos veces a la semana, por si necesitan cualquier cosa —digo como si nada, mirando cómo Henry abre los ojos de horror—. El resto del tiempo duermo en mi propia cabaña.
—A mí no me suena muy bien —dice, tirando el folleto en la mesa—. Pero buena suerte.
—Podría ser peor —murmura Robbie desde el otro lado del salón—. Podrías tener que mudarte a Canadá este verano.
Nate suelta un bufido y entierra la cabeza en la melena de su novia, recostándose en la butaca donde están sentados juntos.
—Me cago en Canadá y en toda su historia.
—Pero si tú querías esto —susurra Stassie en el volumen justo como para que todos la oigamos—. Deja de lloriquear. Nate, quieres jugar en el Vancouver.
—Yo preferiría mudarme a Canadá que cuidar a veinte niños durante nueve semanas. —La cara de auténtico asco de Henry haría pensar a cualquiera que me llevan al matadero, no que voy a pasar el verano trabajando como monitor de campamento—. No lo has pensado bien, Callaghan.
La verdad es que sí.
Los clientes de Honey Acres son sobre todo padres ricos y ocupados que necesitan mantener entretenidos a sus hijos durante todo el verano mientras ellos trabajan. Por suerte, las tarifas son caras de narices, lo que significa que las instalaciones son mejores que las de cualquier otro campamento que haya mirado, y teniendo en cuenta que solo hay que vigilar a unos cuantos niños, el trabajo está bien pagado y ofrece bastantes días libres. Sé de sobra que es un lujo y que casi ningún campamento suele ser así.
Kris y Bobby me dijeron que solicitara el puesto después de que rechazara su propuesta de irnos de vacaciones juntos con la excusa de que necesitaba un trabajo. Ellos fueron a Honey Acres hace diez años, y me juraron que era el mejor campamento de California. Y yo estaba dispuesto a trabajar de cualquier cosa. He ido corto de pasta desde que la policía cerró el bar donde trabajaba. Por desgracia, su fama de ser el centro de todos los trapicheos y de servir alcohol a menores le pasó factura, y no tiene pinta de que vaya a reabrirse.
Así que aunque Henry crea que se me ha ido la olla, la alternativa era morirme del asco en Maple Hills, en paro, y con mi madre acosándome todo el día para que vaya a verla.
Era una elección muy fácil.
—Vale, Hen, ¿entonces no quieres venir conmigo? —digo de broma.
—Va a ser que no. Gracias. Pero si necesitas una excusa de emergencia para escaquearte, avísame. Y hago un par de llamadas.
JJ se acerca a Henry desde el otro lado del sofá y le da un codazo.
—La única emergencia que tendrás en los próximos dos años va a ser comerte un buen co…
—¡JJ! —chilla Stassie.
—Qué mente más sucia tienes —dice con sorna—. Iba a decir «coco».
Stassie pone cara de hartazgo y le hace un corte de mangas mientras él le lanza un beso. Baja la mano y me mira con una sonrisa.
—Te lo vas a pasar genial, ni caso a Henry. Pero te echaremos de menos.
—Si ya no vivís aquí —dice Mattie, con la ceja levantada.
—¡Tú sí que nunca has vivido aquí! —replica ella, lo que inicia una discusión sobre quién pasa más tiempo en la casa.
Por muy agradecido que esté de tener trabajo en verano, es una putada tener que irme justo cuando acabo de mudarme con Henry y Robbie. Y con nuestros compañeros de piso no oficiales: Mattie, Bobby y Kris, que aparece mágicamente cuando alguien pronuncia la palabra «comida».
Es raro disponer de mi propia habitación después de dos años viviendo en la fraternidad y, antes de eso, compartiendo habitación con mi hermano Ethan, pero aquí soy mucho más feliz.
Además de los motivos obvios, como que cuento con mi espacio propio y vivo con gente que me cae bien, me gusta no tener que planear estratégicamente cada vez que quiero hacerme una paja o cada vez que quiero follar (las pocas veces que lo hago). Henry ha tenido la amabilidad de informarme de que después de seis meses viviendo pared con pared con Nate y Stassie, me puede confirmar con absoluta certeza que la habitación no está insonorizada.
—¿Vais a pasaros la tarde discutiendo o puedo prepararme para la fiesta? —grita Robbie por encima de las voces de Stassie y Mattie.
Esta noche vamos a celebrar una fiesta de despedida de la universidad, o más bien una fiesta de «adiós y hasta nunca», como la llama Robbie. Él se queda en Maple Hills para hacer un máster, pero se alegra de conservar su cargo de organizador de fiestas.
Eso sí, nadie parece tener muchas ganas de preparar la casa para la horda de alumnos de Maple Hills que van a presentarse aquí dentro de unas horas. Sé que parece el fin de una era, porque cuatro años es mucho tiempo para pasar con alguien. Para Nate y para Robbie es todavía más; nunca han vivido en otra ciudad, ni mucho menos en otro país.
Para mí, es como empezar de cero, o casi. Me metí en una fraternidad al empezar la universidad porque quería una familia que no me decepcionara, como ha hecho la de verdad. Creía que mis hermanos de fraternidad estarían ahí en lo bueno y en lo malo, que por fin tendría a alguien en quien confiar, pero no fue así. Noté que había cometido un error en primer curso, pero seguí, con la creencia de que me costaría un tiempo sentir que eran como mi familia. Pero me convencí de que la había cagado cuando el curso pasado ocurrió todo lo de la pista de hielo y los únicos que me apoyaron están ahora mismo en este salón.
Fue el peor momento de mi vida, lo cual ya es bastante, y me pasé un montón de tiempo reprimiendo la vergüenza que sentía. Entonces un día Henry me preguntó si estaba bien, y le dije que sí. Esperaba que ahí se terminara la conversación, pero me dijo que sabía que le estaba mintiendo y que volvería cuando estuviera listo para hablar. Todas las semanas teníamos la misma conversación, hasta que me lo encontré durante las vacaciones de Navidad.
Intenté irme a casa, pero solo aguanté veinticuatro horas la borrachera de mi padre después de perder en el casino. No paraba de decir cosas sin sentido y eso se sumaba a la incapacidad casi profesional de mi madre de hacerle responsable de sus acciones, así que me volví al campus. Henry estaba de camino a la pista de hockey para recoger su material de dibujo y al verme me preguntó si estaba bien, y por primera vez le contesté que no.
Después de pasarme unos cuantos años demasiado avergonzado y cabreado por la ludopatía de mi padre como para decirle nada a nadie, tuve que vomitarlo todo. Ni siquiera el entrenador Faulkner o Nate saben ciertos detalles de mi vida, pero a Henry le solté absolutamente todo.
Y él me escuchó, con el lienzo debajo del brazo.
Al terminar me sentía como si me hubieran zarandeado por los hombros, y Henry me preguntó si quería ir a Kenny a comer alitas y tomar algo en el descanso. No me preguntó nada, no me ofreció ningún consejo, no me juzgó. Por eso le dije que sí de inmediato cuando me preguntó si quería irme a vivir con él y Robbie.
El salón es un caos, como siempre pasa cuando se junta todo el mundo, y todas las conversaciones se solapan, cada una más alta que la otra. La gente piensa que como soy callado, también soy tímido, pero no es verdad. Ni siquiera creo que sea tan callado, aunque lo parece porque todos los demás son muy ruidosos. Yo prefiero sentarme y escuchar que tener el foco de la conversación, a diferencia de mis compañeros. Cuando eres el centro de atención hay demasiada presión, demasiadas oportunidades de cagarla. Prefiero mil veces ser observador, mirar desde fuera.
Voy a la cocina, cojo una botella de agua de la nevera y otra más cuando noto que hay alguien detrás de mí.
—¿Listo para tu primera fiesta oficial? —dice JJ, aceptando la botella que le doy.
Nos apoyamos en la encimera de la cocina y miramos el salón.
—Creo que sí. La única norma era no tocarle los cojones a Robbie, ¿no?
JJ suelta una carcajada mientras desenrosca el tapón de la botella.
—Resulta que esa es mi afición favorita, pero depende de cuánto quieras que te apriete en los entrenamientos de la próxima temporada.
—Creo que prefiero no despertar a la bestia.
—¿Ya te sientes como en casa? —me pregunta antes de tomar un sorbo de agua.
He pasado mucho tiempo con JJ en las últimas semanas y he descubierto que, detrás de la fachada de payaso, es muy buen tío. Después de gastarme todos los ahorros en una pequeña camioneta pickup hace un par de meses, me he convertido en el chico de las mudanzas. Me gustaba sentirme útil, así que no me importaba, hasta que Lola empezó a preocuparse de que sus cosas acabaran sin querer en la casa nueva de Nate en Vancouver y se puso a dibujar pollas en las cajas que no eran suyas ni de Stassie.
Fui con JJ a su nueva casa en San José con la camioneta llena de cajas pintarrajeadas, y durante todo el trayecto estuvimos atrayendo las miradas del resto de conductores. Se descubren un montón de cosas sobre una persona cuando compartes un espacio tan pequeño durante diez horas. Pero, irónicamente, JJ me dijo que yo nunca me abría con nadie.
—Estoy en ello —admito—. Es mucho cambio respecto a lo que estoy acostumbrado.
—Recuerda, este es tu sitio. Y todos queremos tu compañía, ¿vale? —dice con la voz calmada.
Nunca les cuento mis inseguridades a ninguno, pero de alguna forma, JJ sabe que me gusta mantenerme al margen. Una vez le dije que era muy perspicaz y me respondió que era porque es escorpio. Me quedé igual.
De cualquier forma, lo valoro un montón, y por primera vez en mucho tiempo, me siento comprendido. Es una sensación extraña, porque la mayor parte del tiempo no me entiendo ni a mí mismo.
—Tomo nota —digo. Me da una palmada en el hombro antes de volver a su sitio en el salón. Le sigo despacio y me desplomo al lado de Henry.
Robbie da dos palmadas, provocándonos a todos un flashback instantáneo de los entrenamientos de hockey. Todos nos volvemos como perros adiestrados.
—Joder. Estás hecho un mini Faulkner —masculla Nate, revolviéndose en su asiento.
—Para tu información, ahora me dan escalofríos cada vez que oigo aplausos —añade Bobby—. Creo que es una típica reacción al trauma.
—Yo oigo la palmada cuando estoy solo —dice Mattie, para solidarizarse.
—No —interviene Joe—. Ese es Kris desde el cuarto de al lado. La que es solo una. Y es en el culo.
Robbie susurra algo entre dientes mientras Kris le lanza un cojín a Joe, que él agarra y le devuelve. Se desata el caos.
—¿Dónde estaban esos reflejos de defensa cuando jugabas al hockey, Joe? —pregunta Henry, desconcentrándolo el tiempo justo como para que otro cojín de Kris le impacte en toda la cara.
—Por el amor de Dios —gruñe Robbie—. Como se os ocurra abriros la cabeza no va a haber fiesta. Venga, una última vez.
Un silencio natural se instala en el salón y todos se centran a regañadientes en lo que Robbie vaya a mandarles hacer, y hay un momento extraño en el que creo que a todos se les pasa por la cabeza que puede que esta sea la última fiesta que den juntos en esta casa.
Estoy enfrascado en mis pensamientos cuando JJ se echa a reír y empieza a dar voces.
—¡Cinco pavos! ¡Me debéis todos cinco pavos!
—¿Qué?
—¡Que Stas está llorando! —La rodea con el brazo y le da un beso en la cabeza—. ¡Y todavía no ha bebido ni un trago! He ganado.
Stassie se limpia las lágrimas con el dorso de la mano y nos mira, desconcertada.
—¿Habéis hecho una apuesta conmigo?
Todos sacan las carteras y empiezan a extraer billetes. Mattie se encoge de hombros mientras se lo planta a JJ en la palma de la mano.
—Técnicamente la apuesta ha sido con tus lágrimas.
—No me lo puedo creer. Nate, ¿tú lo sab…? —Se vuelve hacia su novio, que también está sacando discretamente un billete de la cartera—. ¡Serás idiota! ¡Sois todos unos idiotas!
Nate le tiende el billete de cinco dólares a JJ y la abraza con cariño mientras le da besos en la sien.
—No te has aguantado ni un poco. Podría haberte comprado un cubo de alitas con ese dinero.
—Es flipante. Y muy triste. Os vais a separar y estáis tan panchos.
—¿Te sirve de consuelo si te digo que Russ no ha querido apostar?
Se vuelve hacia mí con los ojos empañados y sonríe.
—Gracias, Gordi. A ti no te meteré en mi lista negra.
Le hago un gesto de aprobación, dejando que piense que lo he hecho porque no creía que fuera a llorar (lo cual sabía que iba a suceder), en lugar de decirle que es porque yo nunca participo en apuestas.
—Perdona —interrumpe Henry—. Yo tampoco.
Henry también sabía que se echaría a llorar, pero ha decidido no apostar como gesto de empatía. JJ sigue contando el dinero cuando Lola aparece con unas bolsas llenas de vasos rojos. Nos mira con el ceño fruncido.
—Ya ha llorado, ¿no?
—Sí —confirman todos al unísono.
—Joder, Anastasia. —Lola suelta las bolsas en el regazo de Robbie y se agacha para darle un beso antes de meter la mano en el bolso para sacar el dinero—. Es la última vez que me desplumas, Johal.
—Hasta que fracase en el hockey y siga mi verdadero instinto —dice JJ—. El estriptis.
—Hasta entonces.
—Ahora que todos habéis pagado las deudas, ¿podemos empezar el show o qué? —gruñe Robbie.
Vuelve el silencio de antes, y el mismo pensamiento se instala en las cabezas de todos mis compañeros, uno por uno. Nate se aclara la garganta y asiente.
—Una última vez.
La atmósfera rara se disipa en cuanto Lola se echa a reír a carcajadas.
—Vale, Alexander Hamilton. Y luego decís que yo soy la dramática. Menuda panda de cursis.
2
Aurora
No debería estar aquí ahora mismo, pero los jugadores de baloncesto tienen algo que anula toda mi capacidad de autocontrol.
Dije que no iba a venir y Emilia ya me está esperando en la casa del equipo de hockey, así que no sé por qué he dejado que el puto Ryan Rothwell me convenza para abandonar mi plan y pasarme por aquí. ¿Por qué me pirran tanto los hombres altos, musculosos y buenos con las manos? Es uno de los grandes misterios de la vida. La mitad de las mujeres de Maple Hills también lo están tratando de averiguar, a juzgar por la cantidad de gente que ha venido a la fiesta.
Como varios de los jugadores ya se gradúan, esta noche es su fiesta de despedida. Ryan y yo nos despedimos cuatro veces la semana pasada y, por muy genial que sea, ambos sabemos que no va a seguir en contacto. El mes que viene tiene el draft de la NBA y no me hago ilusiones de que me vaya a invitar a sentarme a pie de pista. Pero eso no me ha impedido pasarme, porque él me lo ha pedido, lo cual dice más de mí que de Ryan.
Yo estoy a mis cosas, cuestionándome todas mis decisiones vitales y degustando mi copa en un rinconcito tranquilo de la cocina, cuando alguien que esperaba que se hubiera ido se desliza por la encimera hacia mí. Pongo cara de asco en cuanto Mason Wright abre la boca, pero eso no le impide incordiarme igualmente.
Me quita la copa de las manos (un gesto que sabe que detesto) y le da un sorbo.
—¿Buscando a tu próxima víctima, Roberts?
Dios, cómo lo odio.
—¿No es tu hora de dormir, Wright?
Me da un repaso de arriba abajo y esboza una sonrisa burlona. Me dan ganas de potar.
—¿Es una invitación?
Por suerte, con este jugador de baloncesto no tengo ningún problema de autocontrol.
—¿Una invitación para que te vayas a tomar por culo y me dejes en paz? Exacto.
Suelta una risita. La simple idea de que disfrute con algo me pone mala. No sé de dónde ha sacado este personaje toda esa seguridad, pero debería embotellarla y venderla. Nunca he conocido a nadie, y menos a un alumno de primero, tan arrogante como este chaval.
Me devuelve la copa y se inclina un poco más hacia mí.
—Sabes que me pone que juegues a hacerte la dura, ¿no?
—No estoy jugando a nada, Mason. No tienes nada que hacer.
—¿Y eso por qué?
—¿A lo mejor porque no te soporto? Y porque vas a primero.
—Si solo tienes cuatro meses más que yo. —Frunce el ceño frustrado, porque Dios ha permitido que una mujer no caiga inmediatamente rendida a sus pies.
—Y-tú-vas-a-primero —repito.
No es capaz de entender que una chica no se interese por él. En parte porque es muy atractivo, pero sobre todo porque es tan seguro de sí mismo que da asco. Parece más la típica estrella de rock que un jugador de baloncesto. Alto, pelo negro, ojos azules penetrantes y piel pálida con un montón de tatuajes por los brazos y la espalda. Suspiro y me bebo el resto de la copa.
—No me gustan los tíos más jóvenes que yo.
—Cuidado, princesa. —Ahoga una carcajada con la mano y yo entorno los ojos—. ¿Tienes traumas por culpa de tu padre?
—El único que va a acabar con un trauma eres tú. —Me dan ganas de estrangularlo, pero conociendo a Mason, probablemente se lo tomaría como algún tipo de juego sexual—. Hablando de padres, ¿qué tal está el director Skinner?
Por muy arrogante que sea mi archienemigo, sí que tiene una debilidad: su padre. Nadie sabe que es el director deportivo de Maple Hills, y quiere que siga siendo así, por eso utiliza el apellido de soltera de su madre. Cualquiera diría que tendrían que unirnos nuestros traumas familiares, pero Mason y yo nunca nos hemos llevado bien y es imposible que seamos amigos con el tiempo. Puedo decir con seguridad que siempre estaré esperando pacientemente su caída.
—Me alegra saber que Ryan y tú habláis de mí en la cama. —Su sonrisita de siempre se convierte en un gesto de disgusto y agarra la botella de alcohol que le pilla más cerca—. Me voy a mudar al cuarto de Ry; ¿te lo ha dicho? No voy a cambiar el código, así que puedes seguir entrando cuando quieras.
Este chaval no sabe cuándo parar.
—Qué detalle. Pero en serio, Mason, ¿me das el número de tu padre? Está tremendo. —Mentira—. Y quiero un cargo en el equipo de baloncesto.
—Joder, vete a la mierda, Aurora —masculla. Vuelve a dejar la botella en la encimera y se aleja hacia el jardín.
—¡Cuidado, princesa! —grito—. ¿Tienes traumitas por culpa de papá?
Noto cómo unos brazos me rodean la cintura por detrás y me preparo para empezar a soltar puñetazos cuando oigo una voz grave que conozco bien.
—Como te lo cargues no pienso sacarte de la cárcel.
—Me ha dicho que tengo traumitas. —Ryan parece confuso mientras me doy la vuelta en sus brazos para mirarlo. No parece estar muy seguro del rumbo de la conversación—. Pero eso solo lo puedo decir yo.
Asiente al comprender por fin.
—Lo capto. ¿Qué le has dicho para cabrearlo tanto?
—Le he pedido el número de su padre para que me den un cargo en el equipo de baloncesto.
—Rory… —Arrastra la última sílaba y me huelo que me he metido en un lío—. Sabes que es un secreto. Debajo de la fachada de chico malo y taciturno hay un tierno corazoncito.
No es culpa mía que Mason se lleve mal con su padre. No es que sea el único, y tampoco he insinuado que le haya enchufado ni nada de eso.
—Vale, y si era un secreto, ¿para qué me lo cuentas?
Ryan se inclina y me da un beso en la frente con ternura.
—Porque sé cuánto le odias y estaba intentando bajarte las bragas.
—Mmm. Me habría dejado igualmente.
Por mí, dejaría que Ryan me bajara las bragas todos los días de la semana. De hecho, he dejado que Ryan me baje las bragas muchos días de la semana. Ryan es un tío genial, y probablemente por eso elijo arriesgarme a la furia de Emilia solo por poder verlo una última vez.
Mis expectativas con los tíos son tan bajas que empiezan a rozar el núcleo de la tierra, pero Ryan es uno de los buenos, y nuestra relación de amigos con derecho a roce de los últimos dos meses ha estado muy bien.
Él ya es bastante famoso por no comprometerse con ninguna relación, y creo firmemente que la universidad debería premiarle por su aportación a la felicidad de las mujeres durante sus cuatro años aquí.
Deberían levantar una estatua en su honor.
Puede que se lo pida al padre de Mason.
Me saca de mis pensamientos cuando me coloca el dedo debajo de la barbilla para levantarme la cara.
—Te voy a echar de menos, Roberts.
Se me queda atascada la respuesta en la garganta. Quiero decir algo tipo «Yo también te voy a echar de menos», o incluso un simple «Gracias» sería suficiente, pero no me salen las palabras. Odio que unas pocas palabras cariñosas, un simple gesto de amistad, una señal de que los ratos que hemos pasado juntos significan algo para él, sean suficientes para que me empiece a rayar.
Nuestra relación siempre ha sido puramente física. No es que él no haya intentado que me quedara a dormir después de acostarnos, pero oír que me va a echar de menos me hace sentir bien, aunque sepa que tiene a un montón de mujeres a las que poder decírselo.
Suspira, casi como si hubiera oído mis pensamientos, tira de mí para abrazarme y hunde la cara en mi pelo.
—Me voy a poner celoso del tío que consiga escuchar lo que te pasa por la cabeza con solo mirarte la cara. Tráetelo a un partido para que pueda lanzarle la pelota a la cara.
—No creo que ninguno tengamos que preocuparnos por eso.
Se echa a reír, sin soltarme todavía.
—Yo solo soy el tío al que las chicas se follan justo antes de conocer al amor de su vida.
—Estadísticamente, es lógico que eso acabe ocurriendo cuando te follas a todo el mundo.
—Hazme caso, Roberts. Debería crear mi propio sello de garantía con devolución de dinero. Tendrás un final feliz.
—Joder, Ryan. No me hagas emocionarme cuando estoy a punto de ir a una fiesta del equipo de hockey. Sabes que cuando estoy triste me pongo cachonda.
Se echa a reír mientras me suelta a regañadientes y da un paso atrás.
—Como digas que cuando estás triste te pones cachonda dos veces más, aparecerá Mason en plan Bitelchús.
Pongo los ojos en blanco mientras busco a mi némesis y lo veo de lejos incordiando a alguien en la otra punta de la cocina, lo suficientemente lejos como para poder oírme.
—¿Puedes llevártelo? No seré capaz de soportarlo si no estás tú.
Me retira un mechón de pelo por detrás de la oreja.
—Me dijiste que querías cambiar este verano. A lo mejor cuando vuelvas del campamento consigues tolerarlo un poco mejor. Tendrás más experiencia con niños.
—Dije que quería dejar atrás mis hábitos tóxicos de autoboicot. No que fuera a cambiar como para dejar de odiar a Mason.
—Quizá deberías cambiar todas esas novelas románticas por libros de autoayuda.
Lo miro con los ojos entornados.
—¿Te gradúas en Literatura y ya te crees capacitado para darme recomendaciones de lecturas o qué?
—Tienes razón, Roberts. Cada uno con lo suyo.
El adiós queda flotando en el aire, pero no me veo con fuerzas para pronunciarlo.
—Ve contándome qué tal el draft, ¿vale?
Me da un último beso en la frente y asiente con la cabeza.
—Claro. No te metas en líos.
—Si yo nunca me meto en líos.
—Ahí tienes razón —dice entre risas—. A lo mejor ese es el problema.
Emilia aparece mientras salgo del Uber, con su típica cara de malas pulgas que tanto me gusta.
—Llegas tarde.
Dudo que pueda intimidar a nadie con ese aspecto tan angelical, literalmente. Se ha peinado los rizos de ratón en una especie de trenza oscura con forma de halo, y todavía tiene la punta de la nariz y las mejillas quemadas del sol porque ayer nos quedamos dormidas en el jardín. El resto de su piel mantiene el mismo tono pálido fantasmal, así que no estoy segura de cómo es que solo se le ha frito la cara. Pero tampoco se lo voy a preguntar ahora.
—¿Sirve de algo si te digo que estás guapísima?
Pues no, no sirve y la pierdo de vista en cuanto entramos por la puerta de la casa del equipo de hockey y pasamos por delante de lo que parecen unas figuras de cartón de los jugadores a tamaño natural.
A pesar de la fama que tienen en el campus, intentamos no ir a este tipo de fiestas, porque Emilia prefiere los eventos que terminan antes de medianoche y yo prefiero las del equipo de baloncesto, pero JJ, un amigo suyo de la asociación LGTBIQ+, se va al norte a un equipo de hockey profesional y le ha prometido que vendría a despedirse.
Así que, lógicamente, acepté acompañarla porque soy una gran amiga, pero también porque me ha prometido una pizza vegetariana para cuando volvamos a casa. Me preocupa un poco que haber llegado tarde vaya a afectar a su promesa de invitarme a pizza.
A pesar de la cantidad de gente, me doy cuenta de que la casa es extrañamente acogedora para ser de un equipo de hockey universitario. Por las paredes hay fotos enmarcadas en las que aparece un grupo de chicos y dos chicas, el sofá tiene cojines que no parecen incubar gérmenes como para iniciar una guerra biológica y, a menos que me engañe la vista, alguien ha limpiado el polvo.
¿Eso es un posavasos?
Me abro paso entre la multitud, bastante desconcertada por no sentir el suelo pegajoso, pero también sedienta, y me dirijo a mi lugar favorito de todas las fiestas: la cocina. La enorme isla ya está llena de botellas a medias, tanto de alcohol como de refrescos. Examino los armarios intentando averiguar cuál será el de los vasos.
Me da igual que sea una fiesta, he visto suficientes documentales sobre el mundo marino para usar vasos de plástico. Abro un armario para echar un vistazo, pero dentro solo hay vasos de chupito.
Literalmente.
El armario está a rebosar de vasos de chupito.
En el siguiente armario solo hay cuencos, y cuando estoy a punto de averiguar si el tercero es el correcto y ya empiezo a sentirme como Ricitos de Oro, alguien carraspea a mi lado.
—¿Estás robando?
Me asomo detrás de la puerta del armario, consciente de que tengo la cara como un tomate, y observo al tío que acaba de pillarme con las manos en la masa. Yo mido un metro setenta, incluso más con estos tacones de aguja, pero incluso así me supera. Sin embargo, no me transmite nada malo ni intimidante. Sus bíceps están a punto de reventarle las mangas de la camiseta negra, y en el pecho se le nota la tensión de la tela. Pero tiene los rasgos suaves y solo una ligera sombra de barba a lo largo de la mandíbula; es como si la delicadeza de su rostro no coincidiera con el resto de su cuerpo. Tiene el pelo castaño claro apartado de la cara y, cuando por fin me fijo en sus ojos azul zafiro, me doy cuenta de que me está mirando fijamente y que en ellos nada algo de inseguridad, pero también cierta intriga.
Creo que esta es la situación más rara en la que me ha hablado un tío bueno.
Esbozo una sonrisa inocente.
—¿Se considera robo si el sujeto aún no ha abandonado el lugar de los hechos?
—Joder, sabía que tenía que haber estudiado Derecho. —Levanta la comisura del labio y se le forman unos hoyuelos en las mejillas mientras deja escapar una carcajada—. Creo que robar es llevarse algo que no te pertenece.
—¿Y si el dueño no se entera nunca?
—Bueno, si el dueño no se entera nunca, entonces solo es negligencia por su parte —dice frotándose la nuca con una mano. Intento seguir mirándole a la cara, no a sus brazos musculosos, pero soy débil—. ¿Qué estás buscando?
Da un paso hacia mí y me llega un intenso olor a sándalo y vainilla. Presiona la mano contra la puerta a la que sigo aferrada y la cierra con suavidad.
—¿Que qué busco? Vasos.
—Solo hay de plástico, lo siento.
—¿Sabes la cantidad de plástico que acaba en el océano? Seguro que nadie de aquí se puede hacer a la idea. —Esta es la conversación más larga sobre vasos que he tenido en mi vida. Probablemente es la conversación sobre vasos más larga que ha tenido nadie nunca, pero aun así intento pensar en alguna otra pieza de vajilla para seguir con esto.
—¿O sea que cometes este delito por los tiburones?
—No solo por los tiburones. También incluyo a los peces, a las tortugas o a las ballenas. —Cierra los ojos intentando contener una sonrisa y sacude la cabeza—. Puede que también a algún pulpo. No quiero discriminar a nadie con mis buenas acciones.
Vuelve a abrir los ojos y deja la mano en la puerta del armario unos segundos más, antes de dar un paso por detrás de mí. Se dirige al siguiente, lo abre y me revela varios estantes llenos de vasos de diversas formas y tamaños.
—No se lo tires a nadie si no quieres meternos a los dos en un lío.
Me pongo de puntillas para alcanzar uno con el escudo de Maple Hills y para Emilia cojo otro donde pone: «Mis amigas fueron al Orgullo de Los Ángeles y solo me trajeron este vaso».
—Qué rápido los has encontrado. ¿Ya has robado alguna vez aquí o qué? —«Cállate ya, Aurora».
Los pongo en la encimera, cojo la botella de alcohol que tengo más a mano y me sirvo el contenido en lo que acabo de bautizar como los vasos de la victoria. El chico desconocido se echa a reír, abre una botella de gaseosa y la desliza por la mesa hasta mí. No es hasta que estoy a punto de servir que me responde:
—No, vivo aquí.
Mierda. Me pilla desprevenida y se me derrama sin querer la gaseosa. Toda la encimera se llena de un líquido pegajoso con burbujas. Mierda doble.
—¡Perdón, perdón, perdón!
Antes de poder reaccionar, él ya está limpiando el estropicio con una bayeta.
—Lo sien…
—No pasa nada —dice con suavidad, interrumpiendo mis disculpas—. Solo es gaseosa. Ponte ahí para no mojarte.
Hago lo que me dice y lo miro mientras saca un espray desinfectante y limpia a fondo la encimera entre varios borrachos que siguen intentando prepararse sus propias copas. Al terminar, coge la botella de gaseosa, llena los dos vasos con cuidado y me los da.
—Así que eres tú el que limpia el polvo —murmuro.
—¿Qué?
—Nada. Gracias… Y perdona otra vez.
Se apoya en la encimera.
—¿Perdona por romper la norma de no tocar los armarios? ¿O por ponerme toda la cocina perdida?
Me cruzo de brazos y aprieto los labios de broma.
—No veo dónde hay un cartel donde ponga eso.
Esta vez se echa a reír de verdad. El pecho le retumba con un profundo estruendo que parece auténtico. Me doy cuenta de que me mira de arriba abajo, con disimulo. Su atención hace que me vibre todo el cuerpo e inmediatamente quiero más.
—De cualquier forma, no me pareces la típica chica que le haría caso a un cartel.
—¿Y eso por qué? —Es una pregunta trampa. Yo lo sé. Él lo sabe. Los chicos que están revoloteando por ahí intentando escuchar, y que imagino que son sus compañeros de equipo, lo saben—. Responde con cuidado, tenemos público.
Arquea las cejas mientras se gira para mirar a su espalda y, cuando se vuelve de nuevo hacia mí, tiene las puntas de las orejas rosas. Nuestros espectadores se escabullen por ahí, pero eso ha sido suficiente para dinamitar toda la seguridad de este chico. Esta repentina timidez me resulta adorable. Estoy acostumbrada a que me tiren ficha, pero creo que nunca nadie se había sonrojado delante de mí. Quiero averiguar cuál es su primera impresión de mí. Quiero que siga mirándome como lo estaba haciendo hace treinta segundos. Quiero asesinar un poquito a sus amigos.
Estoy a punto de lanzarme a preguntárselo cuando una mano cálida me agarra del brazo y Emilia aparece por detrás de mí.
—Qué sed tengo. —Mira al señor Ayuditas y le sonríe—. Hola, soy Emilia.
Él la saluda con un gesto de cabeza.
—Hola, encantado. Yo soy Russ.
—¿Eres el Russ de Jaiden? —pregunta Emilia mientras coge la copa y me pone una cara rara al leer la frase impresa en el cristal.
Me da la impresión de que le da corte lo que acaba de decir Emilia. ¿Cómo puede ser tan mono?
—Eh, sí. Creo que sí. No creo que JJ conozca a nadie más que se llame Russ.
Cuando vuelve a frotarse la nuca le asoma una mínima franja de piel bronceada por debajo de la camiseta y mi cerebro en celo cortocircuita un poco.
—Yo soy Aurora —suelto en un tono que roza la agresividad.
Emilia se vuelve para mirarme, con cara de confusión y vergüenza ajena. Decido ignorarla y me pimplo la copa entera, dejando que la textura áspera del vodka alivie la oleada de humillación. Russ me clava la mirada cuando bajo la copa y hago contacto visual con él.
Otra vez esos hoyuelos.
Emilia se aclara la garganta y me obligo a desviar la vista hacia ella. Me mira con cara de que luego piensa atormentarme por todo esto.
—He venido a decirte que está a punto de empezar una partida de Jenga alcohólico en la sala de estar, por si quieres jugar.
—¿Jenga alcohólico?
—Ponen retos en algunos de los bloques —explica Russ—. A Robbie y JJ les gusta ponerle un poco más de emoción a todo.
Emilia hace un gesto travieso.
—Estaba segura de que él tenía algo que ver. A saber cuáles son los retos. Rory, ¿nos vemos allí?
Asiento y ella desaparece otra vez, dejándome con mi nuevo amigo.
—¿De cuánta emoción estamos hablando?
Vuelve a torcer la comisura de los labios y, Dios mío, no tiene sentido que de pronto me apetezca enrollarme con alguien por su forma de mover la boca, pero la manera en que fluctúa entre la confianza y la inseguridad me está haciendo sentir cosas.
Russ da un largo trago a su cerveza mientras piensa en la respuesta a mi pregunta y yo me limito a esperar. Debería darme más vergüenza estar tan pendiente de las palabras de un hombre, pero este está muy bueno y es un poco peculiar, y todo eso me parece un problema para mi futuro terapeuta.
—¿Por qué no vienes conmigo y lo averiguamos?
3
Russ
—¿Por qué no vienes conmigo y lo averiguamos?
En mi cabeza sonaba espectacular, pero ahora que lo he dicho en voz alta no puedo evitar que me sacuda la vergüenza. Esta mujer está demasiado buena para estar hablando conmigo y no tengo ni idea de cómo he acabado en esta situación.
JJ me ha pillado mientras la miraba husmear por la cocina y me ha soltado una charla motivacional sobre cómo «tener éxito con las mujeres» digna de un Oscar antes de empujarme hacia ella con la orden de ofrecerle una copa.
No es que sea un inútil total con las mujeres, pero estoy lejos de ser el mejor, algo que ha quedado demostrado cuando mi primera conversación con la desconocida guapa ha sido sobre robos. Suelo necesitar un poco más de tiempo para relajarme antes de sentirme cómodo de verdad, lo que no es ideal en las fiestas universitarias. El alcohol a veces tiende un puente lo bastante largo como para atreverme a pedirle el número a una chica, pero no suelo beber; por eso estoy crónicamente soltero.
A pesar de estar un poco mareado por la copa, Aurora es demasiado guapa, lo que me sirve de excusa para explicar por qué me está costando tanto encontrar un tema de conversación interesante. Ni siquiera le he visto la cara cuando me he acercado por primera vez a ella, solo sus piernas larg