Prólogo
Cuando a los doce años leí por primera vez Cumbres Borrascosas, me sentí confusa, ofendida incluso, porque no se ajustaba a mis expectativas. Las primeras páginas presentaban a un narrador que no había manera de que me gustara, y mucho menos me inspirara confianza. Y es que su tono me molestaba; además, Heathcliff no tenía nada de ese encanto seductor de Laurence Olivier.
Por supuesto, estas ideas preconcebidas las había suscitado inconscientemente no el libro en sí sino el clásico de Hollywood de 1939 y la premisa, comúnmente aceptada aunque engañosa, de que Cumbres Borrascosas representa el locus classicus de la novela romántico-erótica del castigador. Visto en retrospectiva, da la impresión de que cometí un error tan gracioso como el del señor Lockwood de Emily Brontë cuando, en el capítulo 2 del primer libro, confunde un montón de conejos muertos con los gatitos de su anfitriona. Lo que encontré era infinitamente más perturbador de lo que esperaba, y aquello cambió mi actitud hacia la lectura. Hasta ese momento, los libros habían sido para mí una fuente de placer para evadirme sin más. En cambio, ahora había uno que me ponía en un estado de alerta ansiosa y me desconcertaba.
La obra maestra de Emily Brontë debe de ser una de la novelas del canon que ha tenido más adaptaciones. Su gran difusión la ha elevado a la categoría de mito moderno, y ha inspirado películas y obras de teatro, secuelas y poemas, una ópera, un musical y un número uno de la música pop. Sin embargo, muchas de estas reinterpretaciones se han empeñado en normalizar lo que es: un libro radicalmente transgresor, como señala Pauline Nestor en su introducción. Puede que la pasión mutua que sienten Cathy y Heathcliff se haya convertido en sinónimo de la aventura amorosa arquetípica. Sin embargo, la suya es en realidad una relación cuasi incestuosa, extrañamente carente de erotismo y más Romántica que romántica, que amenaza con socavar certidumbres tan básicas como la de la identidad individual.
El hecho de que Cumbres Borrascosas haya atraído tantas capas de adiciones culturales puede verse como una manera de responder a ese carácter perturbador. Es un libro que genera tensiones —entre el sueño y la realidad, entre el yo y el otro, entre lo natural y lo sobrenatural, entre el realismo y el melodrama, entre la estructura formal y el caos emocional—, pero que las deja sin resolver. Esta falta de resolución es, tal vez, lo que la hace inolvidable. No obstante, también ha provocado en críticos, biógrafos y adaptadores un impulso encubierto de encasillarla, controlarla o reducirla a explicaciones.
La idea de que Cumbres Borrascosas debe ser domesticada ha estado presente desde el momento en que se publicó, bajo seudónimo, en 1847. Aunque algunos de los primeros críticos aplaudieron su fuerza y su originalidad, las escenas de crueldad y el rechazo a la moral convencional extrañaban a todos, y repugnaban a unos cuantos. Para la reputación posterior de la novela y de su autora, más significativos fueron aún los comentarios ambiguos y contradictorios de Charlotte Brontë en su «Nota biográfica» y en el «Prólogo a Cumbres Borrascosas» que publicó en 1850, tras la muerte de Emily.
Charlotte presentaba sus comentarios como un ejercicio esclarecedor: revelaba al público, por primera vez, la auténtica identidad de Ellis Bell. Pero en lugar de limitarse a exponer los hechos, creó una leyenda. Como muchos después de ella, ante la incomodidad generada por Cumbres Borrascosas, optó por refugiarse en el mito.
En lugar de reconocer la sofisticación intelectual de Emily, Charlotte la presentaba como una sencilla chica de campo, nada «culta», que había acabado escribiendo un libro desconcertante, más por ingenua que por versada. Con falsa candidez, nos presentaba su hogar como un páramo aislado y poco civilizado, en el que habitaban «campesinos analfabetos y curtidos terratenientes». En realidad, el municipio industrial de Haworth no estaba ni mucho menos tan desconectado culturalmente como daba a entender, y Emily era una mujer con una gran —si bien anárquica— educación. De todos modos, aunque Charlotte pretendía atraer las simpatías del mundo literario londinense tiñendo de romanticismo la vida de Yorkshire, su necesidad de mitificar a su hermana no era una simple cuestión de relaciones públicas.
Al parecer, a Charlotte le preocupaba sinceramente la imaginación indómita de Emily. Sintió siempre el impulso ambivalente de proteger y al mismo tiempo controlar a su amada aunque a menudo recalcitrante hermana pequeña. En su prólogo quiere dotarla de heroicidad («más fuerte que un hombre») y a la vez de infantilismo («más simple que un niño»). Sin embargo, es incapaz de aceptar a Emily como una artista adulta y consciente, dueña de su propia creación. No puede soportar considerarla responsable de la «irredimible» figura de Heathcliff, así que elimina tal responsabilidad presentando a Emily como una vasija irreflexiva de la que manan «el Destino o la Inspiración».
Pese a que la intención de Charlotte era rescatar a su hermana del oprobio de los críticos, sus palabras causarían un efecto ambiguo en la reputación de Emily. Pasaría mucho tiempo hasta que los críticos dejaran de considerar Cumbres Borrascosas el producto fallido de una mente infantiloide o el desvarío místico de una sibila del páramo. Las reticencias a creer que era la obra de una joven inocente condujeron incluso a la afirmación apócrifa de que había sido Branwell Brontë, y no Emily, quien la había escrito.
En realidad, los aspectos literarios que hacen de ella una novela tan extraña no son meramente estrafalarios, sino que pueden analizarse, culturalmente, desde la perspectiva de su relación con el Romanticismo. Aun así, incluso después de que Mrs. Humphry Ward planteara por primera vez este enfoque —hace ya un siglo—, los divulgadores de la leyenda de las Brontë siguieron buscando la respuesta al enigma de Emily en tesis sentimentalistas o sensacionalistas sobre misteriosos amantes y apariciones sobrenaturales. Al igual que las adaptaciones románticas hollywoodienses de la novela, estas tesis aportaban una respuesta cómoda a su incómodo legado.
En cierto modo, nunca podemos dar por finalizada la lectura de Cumbres Borrascosas. Sin embargo, en el siglo y medio transcurrido desde que fue escrita, parece que ha habido algún progreso en la voluntad de los críticos, no solo en el sentido de reconocer su genialidad, sino también en el de aceptar —e incluso celebrar— la incomodidad que despierta. Desde mi primer y confuso intento de leerla, la he releído muchas veces, apoyando estas lecturas con la obra de muchos críticos modernos. Pero de alguna manera, aquella primera exposición inmadura a la novela posee una crudeza que recuerdo con nostalgia y también con simpatía. Hice añicos mi complacencia y me proporcioné a mí misma la primera pista de que en la literatura con mayúsculas las preguntas son tan importantes como las respuestas. En el capítulo 9, Cathy le dice a Nelly Dean: «He tenido sueños en mi vida que me han quedado grabados para siempre y me han cambiado las ideas; me han calado hasta la médula, como el vino cala el agua, y han alterado el color de mi mente». Cumbres Borrascosas es justamente ese tipo de sueño.
LUCASTA MILLER
Introducción
(Advertimos a los lectores que esta introducción
describe la trama con detalle).
I
Emily Brontë, la quinta de seis hermanos, nació el 30 de julio de 1818 y se crió en la parroquia del pueblo de Haworth, en Yorkshire. Aunque no se trataba de la pequeña aldea que ha inventado la leyenda popular, sino de una localidad de casi cinco mil habitantes con una industria textil floreciente, la vida de Emily en Haworth estuvo en gran medida confinada a la esfera familiar; vivía aislada en una casa en las afueras del pueblo, con la iglesia y el camposanto delante como salvaguardia, y el brezal detrás como vía de escape. Su infancia quedó ensombrecida por la muerte: primero de su madre, en 1821, y luego de sus dos hermanas mayores, Maria y Elizabeth, en 1825. No es de extrañar que cuando de niña empezó a escribir historias, las llenara a modo de consuelo milagroso, de personajes que volvían de entre los muertos con cierta regularidad.
Durante la mayor parte de su vida, Emily compartió su mundo con sus dos hermanas, Charlotte y Anne, su hermano Branwell, su tía, su padre y la criada de la familia, Tabby. Las dos cosas que más le importaban eran la cotidianidad reconfortante de la rutina doméstica familiar y la magia del mundo imaginario que creó en su infancia junto a su hermana Anne en una serie de historias conocidas como la saga Gondal. A pesar de que leía mucho, a Emily le interesaba más bien poco el mundo que se encontraba más allá de su querido brezal de Yorkshire y de su círculo inmediato. La vida política y social de Londres —a apenas 320 kilómetros de distancia—, que tanto atraía a su hermana mayor Charlotte, era para ella menos real y menos importante que el mundo de fantasía que compartía con Anne. Sus prioridades quedan claras, por ejemplo, en la nota que escribió, como si se tratara de una pequeña cápsula del tiempo, con ocasión del vigésimo cumpleaños de Branwell. Corría el año 1837 e Inglaterra andaba obsesionada con la coronación de la joven reina Victoria. Sin embargo, en el mundo de Emily ese acontecimiento trascendental apenas es digno de mención:
Lunes, tarde, 26 de junio de 1837
Son las cuatro y pico y Charlotte está trabajando en el cuarto de la tía, Branwell le está leyendo Eugene Aram, y Anne y yo estamos escribiendo en el salón: Anne un poema que empieza «bonita era la tarde y brillante el sol»; yo, la vida de Agustus Almedes, volumen primero, a cuatro páginas del final. Aunque ha refrescado bastante y hay algunas nubes grises, es un día bonito y soleado, la tía trabaja en la salita y papá ha salido. Tabby está en la cocina; los emperadores y emperatrices de Gondal y Gaaldine se preparan para partir de Gaaldine a Gondal para prepararse para la coronación que tendrá lugar el 12 de julio; la reina Victoria ascendió al trono este mes. Northangerland está en Monceys Isle; Zamorna en Eversham. Todo perfecto y en su sitio, como esperamos estar todos un día como hoy dentro de cuatro años, momento en que Charlotte tendrá 25 años y 2 meses; Branwell justo 24, dado que hoy es su cumpleaños; yo 22 años y 10 meses y pico, y Anne 21 y casi y medio. Me pregunto dónde estaremos y qué clase de día hará entonces, esperemos lo mejor.[1]
Escrita diez años antes de que se publicara Cumbres Borrascosas, esta breve nota de Emily revela no obstante los mismos intereses y los mismos hábitos mentales que más adelante veremos reproducidos en su novela. Encontramos el mismo placer y la misma atención en los detalles domésticos; la misma sensación de un mundo encerrado en sí mismo, casi herméticamente sellado; la vigilancia atenta del mundo natural, y el apasionado compromiso con el mundo oscuro y ardiente de la imaginación.
El corolario de Emily, la expresa complacencia con su mundo de Yorkshire —esa sensación de que estaba «todo perfecto y en su sitio»— era la razón de su persistente tristeza siempre que tenía que abandonarlo. Lo pasó muy mal en sus breves estancias en la escuela: primero en Cowan Bridge, el internado al que asistió de pequeña (y que Charlotte retrataría de un modo muy gráfico en Jane Eyre, bajo el nombre de Lowood), y luego en Roe Head. De igual manera, su posterior intento de ganarse la vida como maestra auxiliar en la escuela femenina de Law Hill terminó en fracaso tras seis meses de insoportable nostalgia del hogar. Y después de estudiar un año en Bélgica con Charlotte, estaba tan triste que se negó en redondo a regresar al continente con su hermana para estudiar otro curso en la escuela femenina de M. Heger.
II
Para cuando murió Emily Brontë, en 1848, en Inglaterra eran ya evidentes los inicios de un movimiento feminista: en las protestas a favor del sufragio femenino, de la reforma de las leyes matrimoniales y del aumento de las oportunidades educativas y laborales para las mujeres. Sin embargo, pocos de los beneficios concretos de las protestas estuvieron a su alcance. Aun así, la educación relativamente atípica que recibió le permitió ciertas libertades. Desde edad muy temprana, por ejemplo, le fue inculcada la creencia de su padre de que se debía proporcionar a las hijas una educación que les permitiera abrirse camino en el mundo. En consecuencia, todas las hermanas Brontë recibieron algún tipo de educación reglada y fueron también instruidas en casa por su padre, que había estudiado en Cambridge. Crecieron además junto a su tía soltera, ejemplo de mujer decidida e independiente, y nadie las sometió a la presión habitual de contraer matrimonio. Como explicaba Charlotte:
Pase lo que pase después, asegurarse una educación es una ventaja adquirida, una ventaja inestimable. Pase lo que pase, es un paso hacia la independencia, y una maldición considerable de la vida de soltera es su dependencia [...] Tus hijas, al igual que tus hijos, deberían aspirar a labrarse su propio y honrado camino en la vida. No quieras mantenerlas encerradas en casa. Créeme, puede que las maestras trabajen demasiado, estén mal pagadas y sean menospreciadas, pero la chica que se queda en casa sin hacer nada es mucho más pobre que la burra de carga más explotada y peor pagada de un colegio.[2]
La enseñanza era una de las pocas opciones laborales que tenían a su alcance las hijas de clase media, y aunque las tres hermanas odiaban la sujeción a «la esclavitud de la institutriz», lo cierto es que albergaban la esperanza de fundar algún día su propia escuela en casa.
Emily y sus hermanas escaparon también de otras restricciones que solían imponerse a las chicas de clase media de la época. Mediante una combinación de progresismo y negligencia, por ejemplo, su padre prácticamente dio rienda suelta a las lecturas de sus hijos. Devoraban con avidez periódicos y revistas contemporáneos, y conocían las comedias más picantes de Shakespeare y la poesía de Byron tan bien como la Biblia y El progreso del peregrino. Y al igual que sus hermanas, Emily encontró tiempo para su extensa obra de juventud, pues, aunque debía ayudar en las tareas domésticas, su tiempo libre no estaba sometido a una supervisión tan implacable como el de otras chicas de clase media.
En este entorno, Emily era famosa por su libertad de pensamiento y por la fortaleza de su carácter. En la «Nota biográfica de Ellis y Acton Bell» (que reproducimos más adelante), por ejemplo, Charlotte describía a su hermana como poseedora de «un poder y un fuego secretos que podrían haber dado forma al cerebro de un héroe e inflamado sus venas», y la veneraba como a alguien excepcional: «Más fuerte que un hombre, más simple que un niño, su naturaleza no tenía igual». Influida por la visión de Charlotte, Elizabeth Gaskell describió a Emily de un modo similar, como alguien tenaz en sus «costumbres independientes» y atraída por la «intratabilidad fiera y salvaje» de los animales.[3] Gaskell citaba también a su maestra belga, M. Heger, quien proponía una valoración romántica de Emily, que ella compartía: «Tendría que haber sido un hombre, un gran navegante. [...] Su razón poderosa habría extraído nuevas esferas de descubrimiento del saber de los antiguos, y su voluntad fuerte e imperiosa jamás se habría dejado amedrentar por la oposición o la dificultad; nunca habría cedido más que dejándose la vida».[4]
En realidad, no se conocen con seguridad muchos detalles de la vida y el carácter de Emily, y en bastantes relatos las especulaciones han acabado ocupando el lugar de los hechos.[5] Sin embargo, los pocos retratos que nos han llegado ofrecen el testimonio seductor de una naturaleza salvajemente independiente y estoica; una naturaleza al parecer imbuida del mismo espíritu desafiante que da forma tanto a su poesía como a su novela. Así, por ejemplo, las historias que cuenta Elizabeth Gaskell acerca de cómo golpeaba Emily a su querido, y al mismo tiempo feroz y desobediente perro, Keeper, a puño limpio, o de cómo se cauterizó en secreto la mordedura de un perro sospechoso de tener la rabia,[6] parecen confirmar la veracidad del primer verso de uno de sus poemas más conocidos: «No es alma cobarde la mía».
En el fondo, no obstante, Emily no era feminista. Por tentador que sea interpretar su carácter en esta clave, hay que reconocer que la fortaleza de Emily era personal e idiosincrática, y que no se apoyaba en ninguna ideología compartida ni en el sentido de una causa común. En consecuencia, mientras que Jane Eyre, de Charlotte, era famosa por sus reivindicaciones de igualdad sexual (su heroína insiste en que «las mujeres sienten igual que los hombres» y en que ella es «igual» que el héroe, Rochester), y La inquilina de Wildfell Hall, de Anne, contenía una censura tanto del doble rasero sexual como de las leyes injustas que se imponían a las mujeres casadas, en la novela de Emily no existe este tipo de militancia política.
Cuando Kathleen Tillotson quiso caracterizar las novelas de la década de 1840, señaló que «la situación de la gente» pasó a ser un tema dominante, y que la «novela de tesis» emergió como una forma común: «Muchos novelistas de los cuarenta y los cincuenta escogieron el pedregoso y espinoso terreno de la controversia religiosa y social».[7] De un modo similar, Raymond Williams afirmaba que «una nueva e importante generación de novelistas apareció en la década de 1840» y que su aportación y su logro distintivo fue «la exploración de la comunidad».[8] Aunque resulte extraño, Cumbres Borrascosas, publicada en 1847, parece estar reñida con tales generalizaciones, pues desafía las expectativas que crean. A diferencia de las novelas industriales de Charles Dickens, Elizabeth Gaskell, Benjamin Disraeli y Charles Kingsley, Cumbres Borrascosas no muestra ningún compromiso con problemas sociales de gran alcance: su entorno está tremendamente desvinculado. Lockwood, el narrador, es un forastero simbólico y perturbador, y hasta la vida del pueblo más cercano, Gimmerton, parece remota, desconocida y se presenta apenas de manera esquemática. El reino de las Cumbres y de la Granja de los Tordos funciona como un mundo aparte, una realidad en exclusiva para el texto, de modo que cuando los personajes abandonan ese mundo, como lo hacen Heathcliff e Isabella, da la impresión de que desaparecen misteriosamente en el vacío.
Si Cumbres Borrascosas parece fuera de lugar en su momento histórico, quizá pueda entenderse mejor en relación con obras anteriores, sobre todo con la novela gótica de finales del siglo xviii y con la obra poética de los románticos. Al igual que la novela gótica, Cumbres Borrascosas crea un mundo oscuro y apasionado de reclusión y tortura, de fantasmas y niños cambiados. Y comparte también con los románticos la obsesión por la autoridad de la imaginación y la emoción, y la preocupación por la influencia de la formación en la infancia y por la relación del hombre con el medio natural. Su foco es «antisocial», y no ético o comunitario, y su personaje central, Heathcliff, encarna una variante del héroe byroniano.
III
Aunque Cumbres Borrascosas escandalizó a muchos de sus primeros lectores, disfrutó no obstante de un éxito modesto en su día. Los críticos contemporáneos[9] reconocieron en una u otra medida su «excelencia intrínseca», y el interés por la obra se avivó tras la muerte de Emily en 1848, tanto por afinidad con el éxito de las novelas de Charlotte, como por la creciente fascinación en torno a la biografía de las Brontë. Al principio, la publicación casi simultánea de las obras de tres hermanas anónimas despertó una enorme curiosidad, puesto que denotaba una extraordinaria concentración de talento en una sola familia, curiosidad que alimentaron más adelante los sorprendentes detalles de la existencia aislada y excéntrica de las Brontë en los brezales de Yorkshire, que Elizabeth Gaskell describió vívidamente en Vida de Charlotte Brontë (1857).
De todas formas, Cumbres Borrascosas no obtuvo ni mucho menos el éxito de Jane Eyre, de Charlotte, que fue de calle el libro más vendido de 1847. De hecho, no fue hasta el siglo xx cuando la novela de Emily empezó a disfrutar de la popularidad y de la consideración crítica que merecía. Con el paso del tiempo, no obstante, Cumbres Borrascosas se ha convertido en uno de esos textos excepcionales, como Frankenstein o Drácula, que han trascendido sus orígenes literarios y han entrado a formar parte del léxico de la cultura popular, como el tema de una película, de una canción e incluso de una comedia. Paralelamente, se ha convertido en una de las novelas en lengua inglesa sobre la que más se ha escrito, hasta tal punto que la historia crítica de Cumbres Borrascosas puede leerse como la historia de la crítica en sí misma.
Tras la modesta acogida durante el siglo xix, el comienzo del siglo xx fue testigo de un cambio de corriente en la opinión crítica, a raíz del influyente prólogo de Mrs. Humphry Ward a la edición Haworth de las obras de las hermanas Brontë. Ward afirmaba que Emily superaba como escritora a Charlotte, opinión que David Cecil reforzó más adelante, en su Early Victorian Novelists (1934). Con el auge del New Criticism en la década de 1940, se realizaron numerosos estudios, que aportaron una lectura detallada y rigurosa del texto y permitieron cortar las tenaces amarras biográficas de tantas críticas anteriores, así como reivindicar la sofisticación formal y la excelencia de la novela.[10] Estos estudios se centraban en la imaginería, la metafísica y la compleja estructura narrativa de la obra. Más recientemente, las lecturas ideológicas de críticos marxistas, feministas y psicoanalíticos se han centrado en cuestiones de clase, género y sexualidad, y todas ellas han tendido a recalcar que en la novela hay conflicto y división.
Esta extraordinaria diversidad de interpretaciones se ha convertido por sí misma en materia de investigación crítica. Michael Macovski, por ejemplo, apunta que la novela «pone en primer plano el acto interpretativo, encuadrando las experiencias de los personajes en el contexto de una escucha ininterrumpida. De hecho, para que estos personajes “suelten” sus secretos (en palabras de Catherine), se diría que es vital la presencia de un intérprete».[11] De modo similar, en «Coherent Readers, Incoherent Texts», James Kincaid sostiene que la novela demanda una multiplicidad de lecturas.[12] Frank Kermode afirma en términos más generales que en las obras de arte como Cumbres Borrascosas, la apertura o «tolerancia» de la interpretación —lo que denomina el «excedente de significantes»— conforma la medida de su grandeza.[13]
IV
Cumbres Borrascosas, por tanto, ofrece muchas cosas a muchos lectores, sean críticos o sean público en general. Tal vez su persistente poder de fascinación provenga del hecho de que la novela no solo incorpora elementos de diversos géneros, sino que también cuestiona los distintos elementos creando tensión entre ellos. Así, por ejemplo, el placer por los detalles familiares que transmite el realismo del texto rivaliza con el poder transgresor del género fantástico y del terror, satisfaciendo de este modo nuestro gusto por las «emociones de identificación» así como por las «emociones de sorpresa».[14] De modo similar, la intensidad y el escapismo del romance de la novela tiene su contrapeso en el sagaz entendimiento y en la objetividad de la exploración psicológica.
La concepción popular tiende a centrar la grandeza de la novela en el poder de la relación central del libro entre Cathy y Heathcliff. Ciertamente, la atracción de la obra como historia de amor no es difícil de aislar. En cierto nivel, la novela parece celebrar un amor trascedente que traspasa los límites de la autoridad, de lo terrenal e incluso de la muerte. Cathy y Heathcliff comparten un compromiso de resistencia y comprensión consumadas, y al plantear una relación como esta, la novela reconoce e invoca explícitamente un deseo universal de encontrar al Otro ideal:
No puedo explicarlo, pero seguro que tú, como todo el mundo, intuyes que existes, o deberías existir, más allá de ti. ¿De qué serviría que haya sido creada si estuviera enteramente contenida en mi cuerpo? Mis mayores miserias en este mundo han sido las de Heathcliff y desde el principio he visto y sentido cada una de ellas. Él es la razón de mi existencia. Si todo lo demás pereciera y solo quedara él, yo seguiría existiendo; y si quedara todo lo demás y él fuera aniquilado, el universo se me antojaría sobremanera extraño. Sentiría que no formo parte de él. (libro I, cap. 9)
De todas formas, si bien la novela parece contener por un lado la promesa de gratificación, por otro investiga —más que ejemplifica— de un modo más complejo e interesante el cliché romántico del amor perfecto. Así pues, incluso la celebrada declaración de amor de Cathy a Heathcliff queda socavada por la premisa fallida en la que se basa. Cuando tacha de tontería la preocupación de Nelly por que Heathcliff se sienta rechazado a causa de su matrimonio con Edgar —«es por alguien que abarca en su persona mis sentimientos hacia Edgar y hacia mí misma» (libro I, cap. 9)—, se equivoca. Como descubre después, pagando un alto precio, Heathcliff no «abarca» nada de eso, y al imaginar que su comprensión es absoluta, Cathy ha pecado de proyectar su visión y su deseo sobre Heathcliff. Ese elemento de proyección es todavía más evidente cuando Cathy debe enfrentarse a la realidad intransigente del dolor de Heathcliff y declara: «Ese no es mi Heathcliff. Yo seguiré queriendo al mío, y ese se vendrá conmigo porque le llevo en el alma» (libro II, cap. 1).
Por descontado, Cathy no es el único personaje que traslada sus deseos y sus miedos a Heathcliff. Lockwood imagina tontamente que Heathcliff y él son almas gemelas —«Sé por instinto que su reserva nace de su aversión a que se exhiban los sentimientos» (libro I, cap. 1)—, y el viejo señor Earnshaw construye a partir de él su versión del hijo perfecto (libro I, cap. 4), mientras que Nelly se va al extremo opuesto y ve al diablo en él. Es el misterio que rodea a Heathcliff —la falta de una historia personal, la hosca reserva, la capacidad mágica para rehacerse durante su ausencia de las Cumbres— lo que lo convierte en un foco idóneo para las proyecciones de los otros. Heathcliff es el «cuco» sin historia, un enigma tan inquietante que Nelly, al igual que después algunos críticos, se siente inclinada a inventarle un pasado:[15]
Quién sabe si tu padre no sería emperador de China y tu madre una reina india, cada uno con el dinero suficiente para comprar Cumbres Borrascosas y la Granja de los Tordos con las rentas de una semana, y te raptarían unos malvados marineros que te trajeron a Inglaterra. ¡Yo que tú me forjaría un alto concepto de mi cuna [...]! (libro I, cap. 7)
Al carecer de una narración de su vida, y al negarse a proporcionar una, Heathcliff se convierte en el receptáculo de las fantasías de los demás. Así pues, en cierto modo, no es tanto la pareja ideal de Cathy como el Otro ideal.
Tal como han señalado muchos críticos, el amor de Cathy hacia Heathcliff es algo infantil. Tal vez por esta razón su fantasma reaparece en forma de niña y sus sueños de felicidad se sitúan en la primera juventud. No es simplemente una cuestión de inocencia e ingenuidad el hecho de que Cathy se crea capaz de conciliar su amor gemelo hacia Edgar y hacia Heathcliff, y que no comprenda los celos de su amante. En esencia, los esfuerzos de Cathy por acomodar ambos amores son un intento de eludir la necesidad de elegir y, por consiguiente, de evitar la limitación. En la práctica, Cathy lo quiere todo, un impulso que recuerda lo que Freud definió como la perversidad polimorfa del niño. Cathy también da muestras de un narcisismo infantil cuando se imagina universalmente amada y adorada: «¡Qué extraño! Creía que, aunque los demás se odiasen y se despreciasen unos a otros, no podían evitar quererme a mí» (libro I, cap. 12).
Esta visión de la dimensión infantil del amor de Cathy puede llevarse aún más lejos. Cuando sostiene que en Heathcliff ella existe más allá de su propia existencia y que «es más yo que yo misma» (libro I, cap. 9), está expresando en realidad el deseo de una simbiosis imposible, de un estado de indiferenciación entre el yo y el Otro que, según el psicoanalista Jacques Lacan, pertenece al reino psicológico de lo «imaginario».[16] Resulta significativo que Catherine, como una niña pequeña, no reconozca su imagen en el espejo cuando, cerca de la muerte, anhela unirse a Heathcliff:
—¿El armario negro? ¿Dónde? —pregunté—.¡Habla usted en sueños!
—Allí, contra la pared, como siempre —repuso—. La verdad es que tiene un aspecto extraño. ¡Veo una cara en él!
—No hay ningún armario en la habitación y nunca lo ha habido
—dije sentándome de nuevo y atando las cortinas de la cama para poder observarla.
—¿Tú no ves esa cara? —preguntó mirando el espejo, muy seria. Por más que lo intenté fui incapaz de hacerle entender que aquella cara era la de ella, de modo que me levanté y cubrí el espejo con un chal. (libro I, cap. 12)
Aunque se la caracterice como a una niña, es importante constatar que el anhelo de Cathy de una unión y una plenitud «imaginarias» no es en sí mismo inusual o anormal.[17] Sin embargo, representa el extremo opuesto a la sexualidad madura.[18] Además, este estado «imaginario» es irreversible para el sujeto humano precisamente porque implica un abandono de la subjetividad o identidad individual y, por lo tanto, el impulso hacia él, aunque es un sentimiento universal, representa un impulso hacia o bien la psicosis o bien la muerte. De manera muy significativa, cuando Edgar plantea sin rodeos a Cathy la elección adulta que ella debe afrontar —«¿Estás dispuesta a renunciar a Heathcliff a partir de ahora o prefieres renunciar a mí? Es imposible que seas mi amiga y la de él a la vez, preciso saber en este instante a quién eliges» (libro I, cap. 11)—, Cathy busca ese abandono desmayándose primero y sumiéndose luego en la locura y en la muerte.
Así leída, la novela dista mucho de ser una historia del amor ideal; más bien es una exploración tanto de la tenacidad como de la imposibilidad de tal deseo. Por consiguiente, el amor de Cathy y Heathcliff nunca llega a consumarse. Su reunión en el lecho de muerte de Catherine destaca principalmente por la naturaleza frustrada y desesperada del encuentro:
En aquel momento, sus blancas mejillas, exangües labios y chispeantes ojos manifestaban un salvaje afán de venganza, y conservaba en el puño parte de los rizos que había tenido agarrados. En cuanto a su compañero, que se había apoyado en una mano para levantarse, le había agarrado el brazo con la otra, y su provisión de ternura se adecuaba tan poco a lo que ella requería en su estado que cuando la soltó vi que le había dejado cuatro nítidas marcas azules en la pálida piel. (libro II, cap. 1)
Y la frustración consume a Heathcliff el resto de su vida, perseguido literal y metafóricamente por una satisfacción aplazada eternamente:
… ¡casi alcanzaba a verla, pero no la veía! ¡En ese momento debería haber sudado sangre, tal era la angustia que me causaba el anhelo y tal el fervor de mis súplicas de que me permitiese verla siquiera un instante! Pero no me lo permitió. [...] Y cuando dormía en su aposento ella me echaba, me era imposible conciliar el sueño porque apenas cerraba los ojos la veía del otro lado de la ventana, o descorriendo los paneles de la cama, o entrando en la alcoba, o aun reclinando su querida cabeza en la misma almohada que cuando era niña. No me quedaba más remedio que abrir los ojos y mirar. ¡De modo que cada noche los abría y cerraba cien veces, siempre para llevarme la misma desilusión! ¡Qué tormento! (libro II, cap. 15)
A fin de cuentas, tal es la paradoja del deseo imposible, reñido con el cuerpo que arde en deseo, como admite el propio Heathcliff: «La dicha de mi alma está aniquilando mi cuerpo, pero no se da por satisfecha» (libro II, cap. 20). El deseo inalcanzable solo puede conducir a la aniquilación del cuerpo, un destino que tanto Heathcliff como Cathy escogen de algún modo para sí mismos.
V
El deseo de Cathy de fundirse con el Otro en la figura de Heathcliff le genera un conflicto con los límites de la identidad. Así pues, cuando pronuncia su afirmación más fundamental, si bien extravagante —«Nelly, yo soy Heathcliff » (libro I, cap. 9)—, está desafiando claramente las ideas convencionales de la yoidad y de la individualidad. Desde el punto de vista formal, la novela provoca un efecto parecido sembrando la confusión en torno a los nombres. Al igual que Lockwood, que da vueltas en la cabeza a todas las variantes del nombre de Catherine inscritas en el alféizar de la ventana —Catherine Earnshaw, Catherine Heathcliff, Catherine Linton—, el lector debe lidiar no solo con nombres cambiantes, sino con una duplicación desconcertante que a menudo complica la identificación individual. Además, las similitudes entre generaciones ayudan a desdibujar las diferencias. El linaje parece confuso, ya que, por ejemplo, Hareton, el sobrino de Cathy, se parece más a ella que su propia hija Cathy, y al mismo tiempo parece más hijo de Heathcliff que el hijo biológico de este, Linton.
En un mundo así, es difícil dar nada por sentado, como torpemente demuestra Lockwood. La malinterpretación crónica de la situación por parte de Lockwood, quien se adentra en el reino de Cumbres Borrascosas con sus ideas convencionales del mundo a cuestas, constituye una advertencia sobre lo fuera de lugar que está la convencionalidad. Al igual que el sermón de Jabes Branderham, la novela nos plantea «raras transgresiones que jamás habría[mos] imaginado que existieran» (libro I, cap. 3). Normalmente, nos apoyamos en los límites tanto para regular como para generar una noción de realidad. Sin embargo, la novela de Emily Brontë desafía muchos de esos límites, y al hacerlo, Cumbres Borrascosas adquiere progresivamente un poder transgresor que nos ofrece una potente mezcla compuesta por la satisfacción de las fantasías y la fascinación del horror.[19]
Esta transgresión de los límites tiene lugar a nivel literal y también metafórico. Algunos críticos han señalado la obsesión de la novela por los límites físicos, como muros, ventanas, vallas, umbrales y cerraduras.[20] Estos límites acostumbran a estar custodiados y, con la misma frecuencia, acostumbran también a ser vulnerados. De este modo, pese a que un personaje tras otro traten de hacerse con el control de su mundo dejando a los otros encerrados dentro o fuera de él, la novela documenta el fracaso de cada uno de estos intentos.
De modo similar, los límites sirven para tratar de regular el espacio psicológico, aunque, como prueba la novela, estas barreras metafóricas son tan vulnerables como las físicas. Como hemos visto, la distinción entre el yo y el otro en Cumbres Borrascosas no es tan inmutable como sería de imaginar, y tampoco lo es entre lo masculino y lo femenino. No cabe duda de que, con su ferocidad byroniana, Heathcliff podría personificar cierta clase de estereotipo masculino; y que Isabella, con su romanticismo bobo, insinúa una debilidad femenina opuesta. No obstante, entre estos dos extremos estereotípicos, los personajes resultan mucho más difíciles de catalogar, ya que, como observa Joseph: «Seimpre temos algo d’aquende o d’allende» (libro II, cap. 10). Antes de que Cathy sea cuidadosamente instruida en feminidad en la Granja de los Tordos, por ejemplo, está perfectamente a la altura de Heathcliff en coraje, temeridad y rebeldía, y en su decadencia anhela de nuevo ese yo menos constreñido: «¡Ojalá me hallara de nuevo allí arriba, ojalá volviera a ser una niña robusta, asilvestrada y libre, y me riera de los agravios en lugar de enloquecer por ellos! ¿Por qué estoy tan cambiada?» (libro I, cap. 12). En contraposición, Linton Heathcliff aparece descrito como alguien extraordinariamente afeminado, que es «más niña que niño» (libro II, cap. 7), a decir de Hareton. En consecuencia, Linton adopta un rol tradicionalmente femenino durante el cortejo a la joven Catherine, mientras que la relativa fortaleza física de esta, su coraje y su libertad de movimientos sugieren un rol más masculino.
La novela parece apelar a las construcciones estereotípicas de los roles sexuales al insinuar que las estrategias de supervivencia tienen que ver con el género. Así, por ejemplo, frente al sufrimiento, el impulso de Heathcliff va dirigido a la venganza, mientras que Cathy reacciona a la adversidad lanzándose a la autodestrucción: «Bien, si no puedo conservar la amistad de Heathcliff, y Edgar va a ponerse celoso y mezquino, intentaré partirles el corazón partiéndome el mío (libro I, cap. 11) [las cursivas son mías]. De un modo similar, el «inicial deseo» de Isabella en la amargura de su matrimonio es «que me mate» (libro II, cap. 3). Tanto el impulso hacia la venganza como el impulso hacia la autodestrucción son violentos, pero el primero es sádico y va dirigido hacia fuera, mientras que el segundo es masoquista y se ha vuelto hacia dentro. La novela, sin embargo, no nos permite considerar sin más que una forma de comportamiento sea inherentemente masculina y la otra femenina, porque deja claro que las circunstancias y la necesidad, más que el género o una disposición natural, determinan estas estrategias. Nelly señala, por ejemplo, que en lo que respecta al carácter violento de los Earnshaw, Cathy «se lleva la palma» (libro I, cap. 12); Isabella, por su parte, tiene tendencia a la violencia, al igual que Heathcliff, pero no es capaz de actuar:
Inspeccioné el arma con curiosidad y me vino a la cabeza una espantosa idea. ¡Lo poderosa que sería yo si poseyera un instrumento semejante! Se la quité de las manos y toqué la hoja. Él me miró, pasmado ante la expresión que durante unos breves segundos debió de asumir mi rostro. Su mirada no expresaba terror, sino codicia. (libro I, cap. 13)
El alto nivel de violencia de la novela, al parecer al alcance de cualquier personaje, pone también en tela de juicio los supuestos acerca de los límites restrictivos del comportamiento civilizado. Tal vez Heathcliff ocupe una posición tan liminar[21] en algunos momentos parece rozar a la bestia y en otros al diablo, que no nos choque su «amansada ferocidad» (libro I, cap. 10). No obstante, hasta los representantes del mundo civilizado de la Granja traicionan la débil línea que separa restricción y abandono, cultura y naturaleza. Edgar odia a Heathcliff con «insólita intensidad teniendo en cuenta su manso temperamento» (libro II, cap. 3), Linton desearía poder ser cruel —«Oí que le pintaba a Zillah un bonito cuadro de lo que te haría si fuese tan fuerte como yo» (libro II, cap. 15)—, e Isabella, pese a ser una víctima, participa en la violencia de Heathcliff, atraída por ella:
Lo primero que me vio hacer cuando salimos de la Granja fue colgar a su perrita del cuello y cuando me rogó que la soltara, las primeras palabras que pronuncié fueron que ojalá pudiese ahorcar a todos los suyos, menos a una. Quizá interpretara que esa excepción se refería a ella. Pero entonces mi brutalidad no le repugnó, tal vez porque le inspira una admiración innata, ¡siempre que su valiosa persona se halle libre de todo daño! (libro I, cap. 14)
Quizá lo más perturbador sea la vívida descripción de Lockwood cuando frota la muñeca de la niña fantasmal de lado a lado, contra el cristal roto del marco de la ventana, pues nos enfrenta con la brutalidad potencial que acecha incluso en el inconsciente del personaje más inocuo; de hecho, el personaje vinculado más estrechamente al lector por su posición de forastero y oyente.
El poder transgresor de la novela es todavía más patente en sus devaneos con los tabúes fundamentales, en especial los del incesto y la necrofilia. Para ser exactos, en la novela, claro está, no llega a cometerse incesto porque a Heathcliff y a Cathy no los unen lazos de sangre y, en cualquier caso, su relación nunca se consuma. De todos modos, hay un elemento seudoincestuoso en el vínculo que los une, dado que se han criado como hermanos. Este aspecto resuena en los matrimonios cruzados de segunda generación, dado que Catherine casa sucesivamente a sus dos primas, prácticamente sin conocer a ningún hombre casadero fuera de su familia. Es más, antes de casarse, Catherine sirve a su padre en calidad de compañera sustituta, a quien, insiste, ama más que a Linton (libro II, cap. 13). De hecho, cuando escapa de su nuevo marido, corre a abrazar a su padre moribundo, que «clavaba sus dilatados ojos en las facciones de su hija con una mirada extática» (libro II, cap. 14).
La desafiante negativa de Heathcliff a aceptar las restricciones impuestas por cualquier tabú es más evidente que nunca en su afán por el cuerpo sin vida de Catherine. Despreciando toda convención, trata de desenterrar su féretro el mismo día que la entierran, y dieciocho años después retira la tapa del ataúd y sueña con tenderse con «la helada mejilla contra la de ella» (libro II, cap. 15). Los detalles de su conversación con Nelly —«Y si se hubiese convertido en polvo, o en algo peor, ¿con qué hubiese soñado?» (libro II, cap. 15)— y de sus planes de retirar los tablones laterales de los ataúdes de ambos introducen un sobrecogedor elemento corpóreo en lo que de otro modo podría verse como un deseo convencional de reunirse después de la muerte.[22]
El fantasma de Cathy, la encarnación posterior de su cadáver, es igualmente perturbador, y desafía no solo los límites de la vida sino también los de la realidad. Resulta significativo que la primera vez el fantasma aparezca en el sueño de Lockwood, no porque esto le otorgue una plausibilidad ambigua, sino porque en Cumbres Borrascosas los sueños constituyen una fuente crucial de conocimiento y comprensión. Tanto Cathy como Heathcliff visualizan en sueños su felicidad, y Cathy le expresa a Nelly su poder transformador: «He tenido sueños en mi vida que me han quedado grabados para siempre y me han cambiado las ideas; me han calado hasta la médula, como el vino cala el agua, y han alterado el color de mi mente» (libro I, cap. 9).
En algunos aspectos, el mundo de la novela al completo es como un sueño. Geográficamente remoto, social y temporalmente aparte, es un mundo que funciona al margen de toda norma. Las transgresiones de la identidad, la sexualidad y los tabúes son propias del estado de sueño, que ofrece un reino sin censuras, libre de las rigideces de la lógica; un espacio en el que no se aplican límites. En los sueños, uno puede ser al mismo tiempo el observador y el participante, el yo y el otro. El mundo de los sueños es un lugar de multiplicidad que no requiere excluir opciones. No se estructura por causalidad sino por contigüidad, de modo que, dentro de él, puede haber diferencia sin oposición; puede haber elementos contradictorios, uno al lado del otro, sin perturbación o interacción. Es un estado que se asocia más habitualmente con la poesía que con la prosa,[23] pero, aun así, es sin lugar a dudas el estado de Cumbres Borrascosas.
VI
Muchos críticos han interpretado la segunda parte de la novela como si esta supusiera la restauración del orden y el equilibrio en la segunda generación, tras los excesos y el trastorno de la primera. El más conocido de ellos, David Cecil, sostuvo que la oposición topográfica entre el mundo natural primitivo de las Cumbres y el mundo decadente cultivado de la Granja se corresponde con la oposición metafísica entre las fuerzas de la tormenta y las fuerzas de la calma. Con el matrimonio de Hareton y Catherine, afirmaba Cecil, la rueda «completa una vuelta» y «el orden cósmico queda restablecido una vez más».[24] De acuerdo con este enfoque, la escena en la que Hareton, bajo la dirección de Catherine, planta flores ornamentales en el funcional jardín de las Cumbres sirve como emblema de reintegración.
El problema con esta lectura de la novela es que sobredimensiona la finalidad o la resolución del final, y también que pasa por alto la amenazante sensación de fluctuación que ha dominado toda la obra. La imagen que emplea Nelly, por ejemplo, para describir la pacífica existencia de Cathy en la Granja —«durante medio año, aquella pólvora fue inofensiva como la arena» (libro I, cap. 10)— insinúa la precariedad de su conversión y la posibilidad siempre presente de regresión. No podemos dar por hecho que el cambio en Hareton sea más en firme, sobre todo teniendo en cuenta que, como hemos visto, todos los personajes hacen gala de cierta capacidad para recurrir a la violencia en determinadas circunstancias.
Cualquier sensación de cierre queda además socavada por el hecho de que la novela está llena de personajes que tratan de controlar la inclusión y la exclusión, y cuyos esfuerzos son sin embargo fútiles. Esta lucha por excluir queda más clara que nunca en la imagen de la tapia que separa el parque cultivado de la Granja y la extensión natural y agreste del brezal. Esta barrera, no obstante, es traspasada desde ambos lados constantemente, ya que Heathcliff va y viene a su antojo, y Catherine, a pesar de la prohibición de su padre, idea fácilmente estrategias para escapar.
La interpretación de Cecil, al igual que tantas otras que derivan de ella, sitúa además la fuente de toda alteración de un modo demasiado específico en la pasión entre Heathcliff y Cathy, y pasa por alto el papel perturbador que tiene en la novela, de manera más general, el poder del deseo. El mundo de la Granja es vulnerable a la intrusión precisamente porque en ciertos aspectos la anhela. Como han señalado Sandra Gilbert y Susan Gubar, en su primera incursión en la Granja, Cathy, más que entrar en ese mundo, es capturada por él.[25] De hecho, Heathcliff y ella están en plena huida cuando un perro impide la fuga de Cathy y el sirviente la lleva al interior de la casa. Una vez se encuentra con ella, Edgar no puede dejarla marchar. A pesar de que es testigo de la violencia de su «verdadera naturaleza», que Nelly ve como su oportunidad de «¡A ver si escarmientas y te largas!», Edgar siente una atracción irresistible: «Su capacidad para marcharse era tan nula como la de un gato para dejar a un ratón mitad muerto o a un pájaro a medio comer» (libro I, cap. 8). Después de entrar en contacto con este mundo, no lo consigue controlar. Así, por ejemplo, cuando llevan a Cathy a la Granja para que convalezca, introduce allí la fiebre que mata a los padres de Edgar; y más adelante pierde también a su hermana frente a las fuerzas de las Cumbres, cuando Heathcliff se la lleva y se casa con ella.
El mundo de las Cumbres no es más seguro, ni tiene más capacidad de exclusión que la Granja. En consecuencia, aunque educar a Hareton en la brutalidad se convierte en el proyecto vital de Heathcliff, este no puede controlar el deseo que siente el joven hacia Catherine, y tiene que quedarse mirando, desconcertado, cómo todo su trabajo se viene abajo. Asimismo, ni el aislamiento ni la xenofobia de las Cumbres —«Por aquí no solemos congeniar con los extranjeros» (libro I, cap. 6)— bastan para protegerlas de la intrusión absolutamente inesperada de los forasteros. Primero, la familia se queda perpleja ante la admisión del «gitano baboso», Heathcliff; y luego atónita, una vez más, ante la aparición de Frances, la esposa de Hindley. Ambos intrusos llegan sin explicaciones, sin una historia previa, y ambos deben su entrada a los deseos del patriarca.
Afirmar, por tanto, que las fuerzas de la novela se reconcilian armoniosamente equivale a ignorar las dinámicas de atracción y repulsión, de inclusión y exclusión. La novela pone en escena la imposibilidad de la estabilidad, la vulnerabilidad de los límites y la futilidad de los intentos por controlarlos. Julia Kristeva subraya la naturaleza sisifea de este empeño en Powers of Horrors, donde analiza las formas en que:
… la subjetividad y la socialidad «correctas» requieren la expulsión de lo incorrecto, lo sucio y lo turbulento. Esta idea no es nueva, sino una variación del enfoque de Freud en Tótem y tabú, donde afirma que la civilización en sí se funda en la expulsión de los vínculos incestuosos «impuros». Lo que es nuevo es la aseveración de Kristeva de que lo excluido nunca puede ser eliminado por completo, sino que merodea en los límites de nuestra existencia, amenazando la unidad aparentemente asentada del sujeto con la perturbación y la posible disolución. Es imposible excluir estos elementos psicológica y socialmente amenazadores con carácter definitivo alguno.[26]
Así pues, no es tanto el centro, como diría Yeats, lo que «no se sostiene», sino los márgenes. Con gran acierto, la novela termina evocando por un lado los fantasmas de Cathy y de Heathcliff, y apuntando por otro el rechazo del hombre convencional, Lockwood, a admitir tal posibilidad: «Deambulé en torno a ellas bajo aquel benigno cielo, contemplé el revoloteo de las mariposas nocturnas entre los brezos y las campánulas, escuché el suave soplo del viento al hendir la hierba, y me pregunté cómo podía ocurrírsele a nadie que aquellos durmientes fueran a tener un sueño desapacible en aquella apacible tierra» (libro II, cap. 20).
PAULINE NESTOR
Cronología: vida y obra de Emily Brontë
1818 - El 30 de julio nace Emily Jane Brontë, quinta hija del reverendo Patrick Brontë y de Maria Branwell. Hermanos mayores: Maria, Elizabeth, Charlotte y Branwell. Hermana menor: Anne.
1820 - El 17 de enero nace Anne Brontë. En abril la familia se traslada a la parroquia de Haworth.
1821 - El 15 de septiembre muere la madre.
1824 - El 25 de noviembre Emily se une a sus hermanas Maria, Elizabeth y Charlotte en la escuela Cowan Bridge para hijas del clero (escuela que Charlotte retrató en Jane Eyre bajo el nombre de Lowood).
1825 - El 14 de febrero mandan a casa a Maria, enferma. Muere el 6 de mayo.
El 31 de mayo mandan a casa a Elizabeth, enferma. Sacan a Charlotte y a Emily de la escuela al día siguiente. Elizabeth muere el 15 de junio.
1826 - Los cuatro hijos supervivientes escriben juntos «obras» inspiradas originalmente por las remesas de soldaditos de juguete de Branwell.
1831 - Emily y Anne comienzan a crear sus propias historias, conocidas como la saga Gondal.
1835 - El 29 de julio Emily asiste a la escuela Roe Head. Añora su hogar y regresa a Haworth después de solo tres meses, con la salud «rota». Anne ocupa el lugar de Emily en Roe Head.
1836 - El 12 de julio aparece el primer poema de Emily, «Will the day be bright or cloudy?».
1837 - Emily compone otros diecinueve poemas.
1838 - Emily empieza a dar clases como maestra adjunta en la escuela femenina de Law Hill. Una vez más, su salud se resiente. Regresa a casa entre marzo y abril de 1839. Escribe veintiún poemas más.
1838-42 - Emily lleva escritos más de la mitad de los poemas que se han conservado.
1841 - Una nota del diario de Emily del 30 de julio informa: «Ahora mismo hay un plan en ciernes para establecernos en una escuela propia».
1842 - En febrero Emily acompaña a Charlotte a Bruselas, a la escuela femenina de M. Heger. El 29 de octubre muere la tía Elizabeth Branwell. Charlotte y Emily regresan de Bruselas al recibir la noticia. Emily se niega a volver con Charlotte para estudiar allí otro año. En diciembre, cada una de las tres hermanas Brontë (y una prima) heredan unas 300 libras de la tía Branwell.
1844 - E