Buscando a Alaska

John Green

Fragmento

CIENTO TREINTA Y SEIS DÍAS ANTES

Una semana antes de que dejara a mi familia, Florida y el resto de mi vida anterior para irme a un internado de Alabama, mi madre insistió en celebrar una fiesta de despedida en mi honor. Decir que yo tenía pocas expectativas sería subestimar demasiado el asunto. Aun cuando me vi más o menos forzado a invitar a todos mis «amigos de la escuela», es decir, a la muchedumbre heterogénea de teatro y los «matados» de la clase de inglés con los que me sentaba por una necesidad social en la cavernosa cafetería de mi escuela pública, estaba seguro de que no vendrían. De todas maneras, mi madre perseveró, sumergida en la ensoñación de que yo le había guardado el secreto de mi popularidad todos estos años. Preparó una gran cantidad de salsa de alcachofas; decoró la sala de nuestra casa con banderolas verdes y amarillas, que correspondían a los colores de mi nueva escuela; compró dos docenas de explosivos de confeti con forma de refresco y los colocó en el borde de la mesa de centro.

Y cuando por fin llegó ese último viernes, cuando mi equipaje estaba casi del todo hecho, se sentó con mi padre y conmigo en el sofá a las 16.56 de la tarde y esperó con mucha paciencia la llegada de la Caballería del Adiós a Miles. Esta caballería estaba formada exactamente por dos personas: Marie Lawson, una diminuta chica rubia con gafas rectangulares, y su rechoncho (por decirlo con amabilidad) novio, Will.

—Hola, Miles —saludó Marie al sentarse.

—Hola —contesté.

—¿Cómo te han ido las vacaciones de verano? —preguntó Will.

—Bien, ¿y a vosotros?

—Bien. Participamos en Jesucristo Superstar. Yo ayudando con los escenarios. Y Marie con las luces —respondió Will.

—Qué bien. —Asentí como si supiera de qué se trataba, y ahí se acabaron nuestros temas de conversación. Podría haber hecho alguna pregunta acerca de Jesucristo Superstar, excepto que: 1) no sabía lo que era, 2) no me interesaba saberlo y 3) nunca se me han dado bien las conversaciones triviales. Mamá, sin embargo, puede sostener conversaciones triviales durante horas, así que logró prolongar la incomodidad preguntándoles sobre su horario de ensayo, cómo había ido la obra y si había sido un éxito.

—Creo que lo fue —dijo Marie—. Asistieron muchas personas, creo —Marie era del tipo de personas que creen mucho.

Por último, Will dijo:

—Bueno, solo hemos pasado a decirte adiós. Tengo que llevar a Marie a su casa antes de las seis. Diviértete en el internado, Miles.

—Gracias —contesté aliviado. Peor que hacer una fiesta a la que no asiste nadie es hacer una fiesta a la que solo asisten dos personas infinita y profundamente aburridas.

Se fueron, y me senté junto a mis padres a mirar el televisor apagado, con la intención de encenderlo pero a sabiendas de que no debía hacerlo. Sentía que me miraban y esperaban que me echara a llorar o algo así, como si no hubiera sabido siempre que pasaría. Pero sí lo sabía. Sentía su lástima al recoger la salsa de alcachofas para las patatas destinadas a mis amigos imaginarios, pero mis padres eran más dignos de lástima que yo: yo no estaba desilusionado. Mis expectativas se habían cumplido.

—¿Es por esto que te quieres ir, Miles? —preguntó mamá.

Lo medité un momento sin mirarla.

—Eh, no —dije.

—Bueno, entonces, ¿por qué? —preguntó. No era la primera vez que me lo preguntaba. A mamá no le hacía mucha gracia dejarme ir al internado y no lo ocultaba.

—¿Por mí? —preguntó papá.

Él también había asistido a Culver Creek, el mismo internado al que me dirigía, igual que sus dos hermanos y todos sus hijos. Creo que le gustaba la idea de que siguiera sus pasos. Mis tíos me habían contado historias de lo famoso que había sido en la facultad, de cómo se las había arreglado para montar follones y al mismo tiempo aprobar con las mejores calificaciones todas sus clases. Esa vida sonaba mejor que la que tenía yo en Florida. Pero no, no era por papá. No exactamente.

—Esperad.

Entré en el estudio de mi padre y encontré la biografía de François Rabelais. Me gustaba leer biografías de escritores, aunque (como en el caso de Rabelais) nunca hubiera leído nada de su obra. Pasé rápido las páginas hasta el final del libro y encontré una cita subrayada con fluorescente («¡NUNCA USES FLUORESCENTE EN MIS LIBROS!», me había advertido mi padre mil veces; pero ¿de qué otra manera se supone que puedes encontrar lo que buscas?).

—Este tipo —dije de pie en el umbral de la sala—, François Rabelais, era un poeta y sus últimas palabras fueron: «Voy en busca de un Gran Quizá». Ese es el motivo por el que me voy. No quiero esperar a morirme para empezar a buscar un Gran Quizá.

Eso los calló. Iba en busca de un Gran Quizá y sabían, igual que yo, que no lo iba a encontrar entre gente como Will y Marie. Me volví a sentar en el sofá, entre mamá y papá. Mi padre me abrazó y nos quedamos allí juntos mucho tiempo, hasta que nos pareció bien encender el televisor. Luego cenamos salsa de alcachofas y vimos un rato el Canal Historia. Y en lo que a fiestas de despedida se refiere, sin duda podría haber sido mucho peor.

CIENTO VEINTIOCHO DÍAS ANTES

El clima de Florida era bastante cálido, sin duda, y húmedo también. Tan bochornoso como para que se te pegara la ropa, como si fuera cinta adhesiva, y el sudor se escurriera como lágrimas de la frente a los ojos. Sin embargo, solo hacía calor fuera y por lo general únicamente salía para caminar de un sitio con aire acondicionado a otro.

Esto no me preparó para el singular calor con que uno se topa a veintidós kilómetros al sur de Birmingham, Alabama, en el Instituto Culver Creek. La camioneta de mis padres estaba estacionada sobre el césped a unos metros de mi dormitorio, la habitación 43. Pero cada vez que recorría el pequeño trecho hacia el coche para descargar lo que ahora parecían demasiadas cosas, el sol me quemaba la piel a través de la ropa con una ferocidad despiadada que me hacía temer seriamente el fuego del infierno.

Mamá, papá y yo tardamos tan solo unos minutos en descargar el coche; pero mi dormitorio sin aire acondicionado, aunque por suerte lejos de la luz del sol, apenas estaba un poco más fresco. La habitación me sorprendió: me había imaginado una alfombra gruesa, paredes con paneles de madera, muebles estilo victoriano. Excepto por el único detalle lujoso, un baño privado, la habitación era una caja. Con paredes de bloques de hormigón recubiertas con capas espesas de pintura blanca y un suelo de linóleo de cuadros verdes y blancos, el lugar parecía más un hospital que el dormitorio de mis fantasías. Una litera de madera sin acabados con colchones de vinilo estaba contra la ventana trasera de la habitación. Los escritorios, las cómodas y las librerías estaban todos fijos en las paredes, a fin de evitar la creatividad en la disposición de los muebles. Y no había aire acondicionado.

Me senté en la litera de debajo mientras mamá abría el baúl, tomaba una pila de las biografías que mi padre había estado de acuerdo en

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