NINA
Me tocaba vaciar la biblioteca de los abuelos. Desarmarla.
Quitar los libros de los estantes y decidir el destino de cada uno.
Los libros que Pedro Nowak y Aída Wexelman, padres de mi padre, habían comprado o pedido prestado o robado, que habían leído, amado o detestado, subrayado, estudiado, releído, olvidado.
Eso tenía que hacer, pero ni idea de por dónde comenzar.
Podía hacerlo por orden, desde el primer estante de arriba a la derecha hasta el último estante de abajo a la izquierda. Podía hacerlo por gusto, primero los libros que yo leí en este mismo cuarto, luego los que nunca me interesaron. Podía hacerlo de tantas maneras, pero no sabía si quería hacerlo.
Porque después de los libros sería el turno de los armarios, de las alacenas de la cocina, de los cajones de los muebles.
¿Cómo decidiríamos el destino de cada objeto? ¿Qué guardaríamos, qué se vendería, qué iría a donación, cómo se deshacía una vida vivida, qué quedaba de los vivos en los objetos muertos, y quién haría esto por mí, dentro de ochenta, cien años, aunque no tuviera ningún sentido pensar ahora en eso, pero sucedía, qué podía hacer?
Y por qué yo, por qué me tocaba a mí, cuando a esta hora debería estar haciendo un trabajo práctico para la facultad o mirando algo en la tele o cualquier otra actividad cotidiana de alguien que tiene veinte años y no se ocupa de vaciar bibliotecas.
Por qué yo, responsable de la vida y la muerte, si no tenía título de divinidad, qué culpa tenía.
La abuela había muerto hacía dos años, no recordaba qué día. Aún soñaba con ella, y en los sueños sabía que estaba muerta pero ella me abrazaba y me impregnaba con ese olor tan suyo, mezcla de colonia y naftalina, y yo la quería como siempre, mi bobe Aída.
Zeide Pedro, en cambio, seguía bastante vivo a su pesar.
Pero ahora la biblioteca, debía concentrarme en eso, vaciar los estantes para hacer como que allí no vivió nunca nadie.
Mamá consideraba que era mi tarea porque yo era la que leía, que si fuera por ella los regalaría todos, que no sabía cuáles eran importantes y cuáles no. Sacrílega. Jamás le permitiría entrar a esta biblioteca.
Pero tampoco quería vaciarla.
Aquí decidí un día, cuando tenía ocho años, que sería escritora.
Es decir.
Un día seré escritora.
Lo sentía en el cuerpo. En las puntas de los dedos que, sobre el aire, tecleaban historias.
Así como algunos, en cualquier sitio, hacían como que tocaban un piano imaginario y escuchaban las notas en su cabeza, yo hacía como que escribía sobre el teclado de una computadora lo que se me iba ocurriendo. Con los diez dedos, tal como me había enseñado mi abuelo, el escribano, el día que le dije que iba a ser escritora y él me sentó frente a su vieja máquina de escribir Olivetti para enseñarme los secretos de la dactilografía.
Y así yo andaba por las calles, moviendo los dedos en el aire, como una loca.
Un día, dije. No ahora.
Porque para ser escritor había que tener una historia que contar. Y eso era lo que me faltaba.
Es decir.
No le temía a las metáforas, ni a las metonimias ni a las sinécdoques, fueran lo que fueran, siempre se me mezclaban los tropos, no recordaba cuál era cuál, y no terminaba de decidir si ese era asunto de escritores o académicos. Pero la historia era otra cosa.
Había escritores que no tenían ninguna historia para contar pero se sentaban frente a sus computadoras y fabricaban relatos. Y después eso se notaba.
Es decir.
Que eran textos prefabricados, como esas casas que se vendían ya armadas y te las llevaban a cualquier lado con un camión y listo, y después eran las primeras que se volaban cuando había un vientito.
En cambio, el que aspiraba a tener una historia que se le hiciera sangre, el que esperaba y comenzaba a construir desde los cimientos, primero el pozo, claro, y contaba eso que quería contar solo y únicamente porque no podía hacer otra cosa, bueno, esos eran los que merecían llamarse escritores.
Y yo quería ser de esos.
Así que esperaba. Estaba atenta.
Porque uno nunca sabía cuándo se le iba a cruzar una historia digna de ser contada, a veces no pasaba nunca y a veces la tenías ahí, frente a tu nariz, como todos estos libros, y no te dabas cuenta.
En tanto, leía. Un poco allá y un poco acá. No siempre los libros completos, a veces solo buscaba frases o leía las primeras oraciones de los capítulos (porque las primeras oraciones eran esenciales, ahí uno decidía si seguía leyendo o no) y anotaba las que me gustaban.
Por ejemplo, “quería describir el mundo, porque vivir en un mundo no descrito hace que te sientas muy solo”.1
Por ejemplo, “lo dejé reír porque alguien debía ejercitar la alegría”.2
Cuando yo pudiera escribir una frase así, sería porque ya tendría una historia que contar. De otro modo, imposible.
La biblioteca. Sí, ya lo sabía, la biblioteca.
Empecé por el primer libro del estante más alto de la derecha. Era un tomo minúsculo, de bolsillo, desgastado y amarillo, y temí que se me deshiciera en las manos. El papel crujió. Se trataba de un ejemplar de Tablas de Logaritmos, de J. De La Lande, editado por la librería de la viuda de Ch. Bouret, París, en 1926.
No estaba pensando en estudiar logaritmos. Ya había visto algo en el secundario. Ahora, en la carrera de Periodismo, no había matemática. No me servía.
Busqué el teléfono celular para llamar al abuelo, al geriátrico. Pero corté enseguida. Qué le podía decir, abuelo, estoy vaciando tu casa y no sé qué hacer con tus cosas, si tirarlas o qué. Cómo podría. De lo que estaba segura era de que en el geriátrico no iba a necesitar un libro de logaritmos de 1926.
Me lo quedé.
El abuelo vivía ahora en un geriátrico y su departamento estaba en venta.
El geriátrico, un lindo lugar en el que ocupaba una habitación particular con una tele enorme y una ventana que daba a un jardín.
Había gente que cuando decías geriátrico ponía cara de qué terrible, pero a mí no me parecía nada trágico. Siempre y cuando el lugar fuera lindo, cómodo y estuviera bien llevado, claro.
Yo pensaba irme a vivir a un geriátrico cuando me tocara. Me mudaría con mi biblioteca y me dedicaría exclusivamente a releer. Nunca más un libro nuevo. Y no tendría que ocuparme de una casa ni de cocinar, hacer las compras, lavar los platos. Mis hijos, si habría de tenerlos, vendrían a visitarme y me llevarían a pasear cada tanto, pero tendrían que entender que yo necesitaba un espacio propio. No mucho, apenas una habitación. Como en un buen hotel. Es decir.
En cuanto al abuelo, no había sido su decisión, pero tampoco le había importado demasiado. Se dejó llevar, se acomodó lo más bien, y siguió haciendo allá lo mismo que hacía en su casa: intentar morirse.
Ese había sido el motivo más importante para decidir lo del geriátrico.
Porque mis viejos temían que alguna vez le saliera bien eso de morirse y que nos enteráramos varios días después, por la llamada de algún vecino que se quejara del olor o algo así.
En cambio, estando en el geriátrico nos enteraríamos enseguida.
Durante los últimos dos años, el abuelo había puesto todo su empeño en morirse. Lo intentaba con ganas y con cierta creatividad, de manera tal que el asunto se convirtió en un pasatiempo, el hobby de su vejez.
Él se quería morir, no había dudas de aquello, pero la muerte le era esquiva y no entendía el porqué. Si de joven habían sido amigos, decía, la muerte se le había metido en la cama, se le había metido en las tripas, para finalmente devolverlo a la vida hecho jirones.
Lo primero que intentó fue una dieta personalísima a base de pickles. Verduras encurtidas, variadas, sus preferidas. Yo se las compraba hasta que me di cuenta de que era lo único que comía.
Ansiaba un final agridulce, por falta de nutrientes.
Aquel primer ensayo pareció demostrarle que no era tan sencillo morirse de una sola cosa y, aún más, morirse cuando uno quería. Entonces se inventó una cantidad de enfermedades, una más increíble que la otra, que lo fueron desgastando con sus síntomas imaginarios.
Por último, decidió que moriría, qué tanto, y se dedicó a esperar.
No mucho, decía. Se le iba acabando la paciencia. Tenía ochenta y seis años.
Yo hacía mi mayor esfuerzo por comprenderlo. Me explicaba a mí misma: la abuela falleció hace un par de años, él no quiere ser menos. Está solo. Ya no tiene proyectos. La abuela y él competían siempre por todo, y en lo único en que estaban de acuerdo era en el amor que me tenían a mí. Por lo menos eso.
Ella le recriminaba: me quemé con el mate, por qué siempre lo cebás hirviendo; él le devolvía: una vez me cayó una olla de agua hirviendo, vos la habías dejado en el borde de la mesada.
Ella le decía: cuarenta años soportándote; él le decía: cuarenta añ