El sueño de los murciélagos

Pablo Ramos

Fragmento

texto

1

Fue durante el primer fin de semana de las vacaciones de invierno de sexto grado. Marisa y yo estábamos sentados en la esquina de la casa de los álamos, en el umbral largo y finito que era la entrada del garaje del viejo Armando. Ella había escuchado por boca de Sara (la bruja dueña de Poe, el líder de los gatos asesinos) que determinado “conjuro de sangre”, o sea, el sacrificio ritual de un murciélago blanco primogénito y pichón sobre la tumba de una persona santa, podía desatar los nudos del universo, mejorar las cuestiones de trabajo y salvar el colectivo de su familia, que estaba hasta el cuello de deudas.

Marisa lo había escuchado escondida adentro de la última repisa del altillo de guardar cacerolas, en un rincón tan alto de la cocina de su mamá que había que subirse con una escalera que siempre estaba a mano. Sonaba un poco raro, pero como yo me creo todo lo que las mujeres me dicen me entusiasmé con la idea y pensé que tal vez el mismo conjuro y el mismo murciélago podían impedir también que se fundiera nuestro taller, un taller de bobinas para autos que mi papá tenía acá, enfrente de mi casa, y que como todo el mundo sabe había empezado a derrumbarse a causa de la importación de bobinas coreanas.

Marisa me dijo que la bruja no había hablado de una cantidad de deseos y que seguramente con un solo sacrificio se podían arreglar muchas cosas siempre que fueran causas justas. Hablábamos de eso cuando llegó mi hermano. Se lo contamos y, para mi sorpresa (Alejandro nunca creía ni cree demasiado en esas cosas), dijo que con probar no se perdía nada. Detrás llegó Percha, y también le contamos y también se sumó, pero más que nada porque él se sumaba en todas y por motivos que a veces yo no alcanzaba a comprender. Es que era nomás sumarse para empezar a poner palos en la rueda.

—¿Y cómo hacés para encontrar un murciélago blanco primogénito pichón? —fue lo primero que preguntó.

—Buscás uno y listo —le contesté.

—¿Y cómo hacés para encontrar la tumba de una persona santa? —volvió a preguntar.

—Buscás una y listo.

—¿Y cómo carajo sabés que él es primogénito? Y aparte, ¿qué quiere decir primogénito? Y aparte, ¿cómo te das cuenta de que es murciélago y no murciélaga? —y al parecer pensaba seguir. Pero pasó lo que pasaba siempre: Marisa se enfureció y casi le hace una de sus tomas de judo. Digo casi porque yo la conozco bien y, por suerte, me anticipé y la frené a tiempo.

Discutimos un poco y nos pusimos de acuerdo en algunos detalles. Marisa y yo, nada más que Marisa y yo, nos encargaríamos de organizar las cosas, y los demás estarían con nosotros porque los amigos siempre tienen que estar juntos aunque sean de lo más inútiles como la Rata o como el Chino, de lo más brutos como Carlón y hasta de lo más viento en contra como Percha. Las primeras tareas serían reclutar a los otros pibes y conseguir la ayuda de alguien que tuviera relación con la bruja y un profundo conocimiento del cementerio. Percha me dijo que el único que reunía esas condiciones era mi amigo Rolando. Y fue muy específico, dijo “tu amigo”, y era verdad, porque Rolando tenía más de cincuenta años y no le gustaba meterse en problemas con cuanto jardín de infantes se le cruzara en el camino. Conmigo sí, era capaz de meterse en cualquier problema, porque aparte de considerarme su amigo decía que yo tenía doce años pero parecía de quince.

Hacía como un mes que a Rolando no se lo veía por el barrio. Lo habían llevado a Mar del Plata a arreglar la bóveda familiar de un señor que había conocido acá, en Avellaneda. Fugazza, otro cuidador del cementerio, le dijo a mi hermano que hacía dos días que había vuelto y que andaba de parranda por Las Brujas de Karadajian. Era un bar donde había muchas mujeres y que quedaba al lado del arroyo, a un costado de la cancha del Arse, frente a la villa de atrás del arco. Decidí que lo mejor sería ir a buscarlo en ese momento, ya que estaba por largarse una lluvia que prometía ahogarnos a todos. Dejé a mis amigos en la esquina, fui a casa a buscar la bici y me largué al pedaleo enloquecido al que siempre me largo. Me duró cinco cuadras más o menos, hasta que me cansé y seguí pedaleando despacio, con la sensación de tener las piernas dormidas.

En la avenida Mitre vi el primer relámpago que golpeó con todo a la altura de las quintas y soltó sus destellos hacia todos los costados imaginables, dibujó en el aire una figura parecida al esqueleto de un pescado. En la costa, el Río de la Plata se debía de estar poniendo cada vez más marrón. Oí el trueno violento, aumenté la velocidad, y enseguida sentí que empezaba a arrepentirme.

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2

Llegué a Las Brujas de Karadajian con las primeras gotas de un agua helada. Toqué timbre y entré, porque así se hacía en ese lugar: uno tenía que tocar timbre, aunque la puerta estaba siempre abierta, y meterse sin esperar a que nadie lo invitara. Adentro casi no se veía nada. El salón, iluminado con unas pocas luces rojas y verdes, parecía un club de amigos del infierno. El techo estaba lleno de serpentinas y guirnaldas, como si hubieran festejado un cumpleaños, y el piso era una alfombra de papel picado y puchos. Sonaba un tema de los Supercoop, un grupo que estaba muy de moda por aquellos días. Al compás de la cumbia, bailaban acá y allá unas mujeres que debían de tener un promedio de sesenta años, si tomamos en cuenta la nieta de Karadajian, de ocho, que estaba jugando con un globo, sentada en la alfombra mugrienta. Era horrible. Me acerqué, todavía con la bicicleta en la mano, para ver mejor. Nadie se había dado cuenta de que yo estaba ahí. Estaba por tocar el timbre de la bici cuando un sapucay feroz estremeció el salón: Rolando estaba entre las mujeres.

—Rolando, eh, Rolo —le grité, y el círculo de concubinas de la momia (porque lo único que les faltaba eran las vendas) se abrió y pude ver a mi amigo, con un sombrero de rancho de telgopor celeste y rojo y un silbato en la boca. Bailaba un pasito todo hacia delante que consistía en flexionar las rodillas, echar la espalda hacia atrás e ir avanzando con las manos en la cintura y a los saltitos cortos. Como en ese juego de pasar por debajo de la soga. Así. A mí me pareció de lo más deprimente.

—Gavilán pollero, amigo entrañable —gritó, y levantó los brazos—. Soy el Rey Salomón y sus princesas.

A mí me parecía el doctor Salamín, una especie de odontólogo forense festejando la extracción número mil de los doce cadáveres que tenía al lado.

—Tenemos la solución a todos los problem

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