El mapa imposible

Liliana Bodoc

Fragmento

El anciano tenía un nombre. El mismo que le habían puesto al nacer. Aunque, con el paso del tiempo, su nombre bautismal había sufrido algunas modificaciones.

En los lejanos años en que su madre lo esperaba con los brazos extendidos mientras él daba los primeros pasos, riendo de miedo, su nombre era un sonido incomprensible de tanta miel y tantos diminutivos y tantas palabras para alentarlo: a ver, Juliancito, bebé precioso, amor chiquitito, venga con mamá.

Cuando fue a primer grado, su nombre se transformó en una larga cadena de letras y guiones que llegaba hasta el final de la página. A veces, sin acento. A veces, sin mayúscula: Julian-julián-Julián... ¡derechito, sin salirse del renglón!

A los veinte años, Julián tenía más jota que ninguna otra cosa. Será porque la jota tiene un sonido heroico y pasa como el viento de verano.

Más tarde se agregaron tres letras a su nombre. Y Julián empezó a llamarse don Julián. Era eso, o abuelo. Y no había nada que él pudiera hacer para evitarlo.

—Buenas tardes, don Julián —le dijo una vecina—.1 ¿Qué está haciendo en la plaza con tanto frío?

—No tengo frío. Estoy recordando, y los recuerdos son un buen abrigo.

—¡Usted siempre tan poeta! Dígame, don Julián, ¿sabe su hija que está en la plaza?

La vecina se marchó sin esperar la respuesta. Y don Julián pudo seguir con sus recuerdos.

Sin duda, el mejor momento de su nombre había sido cuando tenía once años. Él tenía once, Diego también. Y Lila tenía diez. “Diez para los doce”, decía Lila, que solía utilizar una lógica extraña.

El anciano, sentado en la plaza, estaba pensando que aquel había sido el mejor momento, porque entonces sus nombres sonaban como contraseñas. Sonaban como alias de espías o bandidos.

Julián, el que se adentró solo en el territorio de la fiebre.

Diego, el que recorrió las calles de la casualidad.

Lila, la que descubrió una bandada de pájaros sábana.

Julián, Diego y Lila, los que, sin imaginarlo, ayudaron a salvar un ángel.

—¡Abuelo! —Su nieta le tocaba el hombro.— Abuelo, dice mamá que vuelvas a casa.

Era seguro que esa vecina charlatana había ido a cumplir con su deber de informar que don Julián estaba tomando frío en un banco de la plaza.

—Si tu madre dice que vuelva, entonces vuelvo.

El abuelo y su nieta caminaron hasta la casa tomados de la mano.

—¿Cómo me llamo? —preguntó el anciano.

—Abuelo.

—No te estoy preguntando cómo me llamás vos, sino cómo me llamo en verdad.

—¡Ah, eso! —La niña se quedó pensando—: don Julián.

Apenas don Julián entró a su habitación, buscó el cuaderno a rayas.2

—Hoy mismo tendré que hacerlo —murmuró.

Lo que el anciano debía llevar a cabo era doloroso. Tenía que arrojar al fuego aquellos buenos años de su vida. Y eso era como arrojar al fuego las trenzas de Lila, la mirada casi gris de Diego. Era como decirle a la muerte que ya podía desensillar.

De todos modos, el feo asunto de quemar sus once años ya no podía demorarse. Don Julián cerró los ojos. Quería recordar, por última vez, el tiempo en el que había sido capaz de creer en lo que está más allá de las apariencias.

—¡Que el secreto muera con el último de nosotros! —repitió en la soledad de su habitación.

Pero antes de hacer lo que estaba pensando, don Julián se distrajo recordando un viejo juramento.

—Juro guardar este secreto, aunque me atornillen las uñas —dijo Diego. Y puso su mano sobre la mesa.

—Juro guardar este secreto, aunque las trenzas se me llenen de hormigas coloradas —dijo Lila poniendo su mano sobre la de Diego.

—Juro guardar este secreto, aunque me cosan los párpados con hilo y aguja —dijo Julián. Y su mano cayó sobre la mano de Lila, sobre la mano de Diego, sobre la mesa.

—Y bien —dijo don Julián parado frente a la chimenea de su cuarto—. Mis queridos amigos no están aquí. Me toca realizar esta última tarea.

En ese momento, para fortuna de la ciencia y también de la magia, para fortuna del conocimiento, don Julián oyó a su nieta llamándolo:

—¡Abuelo! —gritó la niña—. Dice mamá que bajes a cenar.

—Ya voy...

—Dice que te apures, porque se enfría la carne.

¿Qué pasa con la gente, que tanto se asusta del frío? ¡Cuidado con el frío de la plaza! ¡Cuidado con el frío de la cena!

Don Julián movió la cabeza con desilusión. Cada día se convencía más de que habían hecho muy bien en decidir que las evidencias debían desaparecer sin dejar rastros. ¡No era posible revelar semejantes secretos a personas que se asustaban de algo tan simple y natural como el frío!

—Es una buena decisión —pensó el anciano.

Iba a aprovechar el impulso de aquel pensamiento para hacer lo que debía, pero la voluntad no le respondió. Era urgente que inventara una mentira para sí mismo, se la contara y se la creyera:

—No es conveniente dejar tanto papel ardiendo sin nadie que esté vigilando. Lo haré antes de acostarme.

Volvió a colocar el secreto en su sitio y bajó a cenar.

—Si tu comida se enfrió, puedo recalentarla —ofreció su hija.

—Está bien así.

—Si tenés frío, puedo cerrar la ventana.

—Está bien así.

Un poco más tarde, la hija de don Julián consideró que era tiempo de que el anciano se metiera en la cama.

—Papá, es hora de que te vayas a descansar.

“Es hora de quemar sus trenzas”, pensó el anciano. Y fijó los ojos en el televisor aparentando interés en las noticias. Pero su hija era una mujer metódica e insistente:

—Papá, ¿me estás escuchando? Es hora de que te vayas a descansar.

—No estoy cansado.

—Papá, ¡estoy viéndote la cara!

Suerte que le veía la cara y no el alma. Porque en el alma de don Julián estaba escrito su secreto con letra redonda y prolija. Todo estaba escrito allí con la letra de Lila. Él recordó que Lila se mordía la punta de la lengua para escribir.

—¡Papá! No me hagas repetir las cosas como si fueras un niño —insistió su hija.

Era inútil discutir con ella... El anciano besó a su nieta. Los dormitorios estaban arriba y, esa noche, las escaleras llegaban al cielo.

—Ahora sí ha entrado frío a esta casa. —Don Julián se apoyó en la baranda de madera oscura.

Su corazón viejo se le cayó al fondo del pecho, como si se hubiese soltado el clavo que lo sostenía. Todo se puso oscuro. Oscuro más allá de la baranda, más allá del techo, más allá del rostro de su hija que estaba gritando algo.

—¡Papá, por favor!

“Papá, por favor”. ¡Como si él pudiera hacer algo! Si ni siquiera había podido sujetarse con las manos en la baranda de la escalera.

Cuando don Julián abrió los ojos, estaba acostado en su cama.

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