Prólogo
KAMI
Aún recuerdo ese día como si fuese hoy. Me había levantado a las doce en punto, tal y como habíamos acordado, y solo eso ya era algo por lo que sentirse nerviosa. Nunca me habían dejado estar despierta hasta tan tarde: a las diez ya tenía que estar contando ovejas..., pero no esa noche, no aquel día. Saqué mi linterna rosa, de la que estaba totalmente orgullosa sin importarme que Taylor se metiera con ella, y la metí en mi mochila. Ya estaba vestida y solo tuve que hacerme las trenzas. Con diez años eso era la última moda. Me asomé por la ventana y sonreí al ver cómo a lo lejos una linterna se apagaba y se encendía en una ventana del piso superior de la casa de mis vecinos. Era la señal.
Con un cosquilleo en el estómago saqué la cuerda con nudos de debajo de mi cama y, tal y como Taylor me había enseñado, la até a la pata de la mesa. Cuando vi que estaba bien asegurada, saqué la cuerda por la ventana y respiré hondo para armarme de valor. Aquella noche iba ser lo más: íbamos a colarnos en la casa del señor Robin y a robarle todo el chocolate que escondía en el sótano. El señor Robin era un viejo cascarrabias, dueño de la chocolatería del pueblo, y la persona más tacaña que había llegado a conocer. Siempre nos enseñaba los dulces que traían a su casa, pero nunca nos daba más que una piruleta, el muy cretino, y era evidente que nos odiaba, a mí y a los hermanos Di Bianco: Taylor y Thiago.
Taylor tenía mi misma edad y era mi compañero en todas mis aventuras, y Thiago... Bueno, lo había sido, pero desde que había cumplido los trece había decidido que pasaba, cito textualmente, «de tonterías de críos». Pero no esa noche, esa noche había decidido acompañarnos y yo sabía que, aunque se hiciese el estirado y nos echase en cara que ya era un adolescente, estaba tan emocionado como nosotros.
Salí por la ventana y, justo cuando estaba por la mitad de la cuerda, escuché que llegaban mis amigos y me susurraban desde abajo.
—¡Vamos, Kami, que nos van a pillar! —me gritó en silencio Taylor y eso solo hizo que me pusiese más nerviosa.
—¡Ya voy, ya voy! —contesté apresurándome, teniendo cuidado con no matarme en el proceso. Mi casa era muy grande y mi habitación estaba en el segundo piso, así que era un largo trecho, tanto que habíamos tenido que unir tres cuerdas para poder crear aquella escalera improvisada.
—¡Kam, date prisa! —dijo una voz distinta. Thiago, el único capaz de hacerme llorar y rabiar, el único que me llamaba Kam.
Una parte de mí siempre había querido demostrarle que era tan valiente como ellos dos, que no era una niña tonta y remilgada, a pesar de mis trenzas y los vestidos que mi madre me ponía, pero daba igual todo lo que hiciese. No importaba cuántos bichos cogiera, cuántos escupitajos tirara, cuántas aventuras viviese con ellos, Thiago siempre se reía de mí y me hacía sentir pequeña. Por ese mismo motivo odié cuando me cogió por la cintura y me bajó, impaciente, cuando ya apenas quedaba medio metro para llegar al suelo.
—No irás a echarte atrás, ¿verdad, princesa? —me dijo, con aquella mirada traviesa que su hermano también había heredado. La diferencia es que cuando Taylor me miraba, me hacía sentir tranquila y capaz de todo; y si era Thiago el que clavaba aquellos ojos verdes en mí, los nervios para impresionar al hermano mayor se apoderaban de mí.
—No me llames así, sabes que siempre he odiado que lo hagas —le contesté apartándome. Él estiró una mano y tiró de una de mis trenzas.
—Entonces ¿por qué siempre vas con estos trastos? —dijo arrancándome uno de los lazos. Por suerte, la gomilla se quedó en su sitio.
—¡Devuélvemelo! —le dije enfadándome.
Él se rio de mí y se metió el lazo en el bolsillo.
—Déjala, T, que la vas a hacer llorar —dijo Taylor, cogiendo mi mano y tirando de mí. Se la apreté con fuerza, odiando aquellas lágrimas que amenazaban con desbordarse. Seguí a Taylor y empezamos a correr. Thiago se puso serio y adoptó su papel de hermano mayor cuando llegamos al pequeño riachuelo que separaba nuestras casas y la de nuestro tacaño vecino. Era muy angosto y el día anterior habíamos puesto una tabla que nos sirviera como puente para así poder cruzar. A Taylor no le gustaba nada el agua desde que una vez estuvo a punto de ahogarse, por eso fue Thiago quien cruzó primero para poder ayudarnos. Cuando rechacé la mano con la que intentó ayudarme, juro que vi un deje de orgullo en sus ojos verdes.
Poco después estábamos junto a la casa del señor Robin. Todo era tan emocionante... Para una cría de diez años aquello era el acto de valentía más grande que se pudiese hacer.
Thiago se agachó junto a la pequeña ventana rota que había en la parte baja de la casa. Aquel cristal lo habíamos roto nosotros jugando a la pelota y el señor Robin nunca lo había arreglado. Mirando dentro habíamos podido descubrir que allí se guardaban todas las golosinas y chocolates habidos y por haber... Aquello era mejor que cualquier tesoro que jugábamos a encontrar, aquello era de verdad.
—¿Quién baja primero? —preguntó Thiago, mirándome a mí e intentando ocultar su sonrisa.
—Tú eres el mayor, así que tú. —Lo miré con seriedad e intentando parecer mayor de lo que era.
—De acuerdo —dijo este sonriéndole a Taylor y después mirándome a mí—, pero no hace falta que bajemos los tres, con dos bastará. El otro se queda vigilando y le pasamos la mercancía.
La mercancía, a Thiago le encantaba utilizar palabras que a mí ni se me hubiesen pasado por la cabeza. ¿Qué mercancía? ¡Eran chuches!
Taylor y yo nos miramos, indecisos y temerosos de seguir adelante. Yo estaba muerta de miedo, todo estaba oscuro y el viento hacía que los árboles se moviesen de forma extraña. Aunque no lo hubiese admitido jamás, le tenía un miedo atroz al señor Robin, así que prefería bajar y estar con Thiago que quedarme allí sola en medio del jardín donde cualquier cosa podía ocurrirme.
—Yo iré contigo —dije, antes de que Taylor dijese lo mismo.
—Muy bien. Entonces, T, tú te quedas aquí fuera —le dijo Thiago, imitando la forma en la que Taylor le llamaba a él. Al principio fue muy confuso, pero con el tiempo me terminé acostumbrando. Era una cosa de hermanos, y de padre, puesto que todos llevaban un nombre que empezaba por T.
Thiago metió la mano por el agujero y quitó la trabilla de la ventana. Esta hizo un poco de ruido, que con tanto silencio pareció resonar por toda la casa.
—¡Chis! —le dije, abriendo los ojos y sintiendo un nudo en el estómago. Si nos pillaban...
La ventana se abrió y Thiago se asomó para ver el interior.
—Estamos muy arriba. Me apoyo en la mesa y te ayudo a bajar.
Asentí mirándolo nerviosa cuando introdujo las piernas por la ventana y saltó de forma limpia sobre la mesa que había allí.
—No tardéis mucho —me dijo Taylor con sus ojos azules, relucientes y asustados.
Entonces me tocó a mí. Introduje mis piernas por el hueco y supe que ni muerta habría podido bajar allí sola si no hubiese sido por Thiago que, al contrario que Taylor y yo, había crecido de forma asombrosa ese verano, sacándonos casi una cabeza a ambos.
Cuando Thiago me soltó sentí algo asombroso al vernos allí metidos y juntos, una conexión increíble que solo se consigue cuando estás haciendo algo peligroso. Nos sonreímos mutuamente cuando vimos las estanterías llenas de chocolates, golosinas y pasteles.
—Vamos, Kam —me dijo, ayudándome a bajar de la mesa. Nos apresuramos a coger todas las chuches que pudiésemos y a meterlas en nuestras respectivas mochilas. Aquello era el paraíso de cualquier niño: tantas golosinas y todas al alcance de nuestras manos. Cuando ya teníamos las mochilas a rebosar, escuchamos un ruido.
Me giré automáticamente hacia Thiago, con los ojos abiertos del miedo y la excitación.
—Se ha despertado —dijo Thiago mirándome alarmado.
Otro ruido.
Ambos dejamos lo que estábamos cogiendo, cerramos las mochilas y nos acercamos a la ventana. Thiago le pasó las mochilas a Taylor lo más deprisa que pudo.
—¡Ve yendo, ahora te alcanzamos! —le dijo en un susurro alarmado. Taylor asintió asustado y salió corriendo con las dos mochilas a cuestas. Miré a Thiago, que tenía que ayudarme a subir para poder salir de la ventana.
—¡Ayúdame! —le dije cuando vi que se giraba hacia mí con una sonrisa en la cara.
—Antes quiero algo a cambio —me dijo el niño del demonio.
—Ya te daré mi chocolate, pero ¡tenemos que salir de aquí! —dije con miedo de que el señor Robin nos pillase.
—No quiero tu chocolate, quiero un beso... tuyo —contestó dejándome totalmente descolocada.
—¡Qué asco, ni muerta! —le contesté por instinto.
Él se giró y colocó las manos para impulsarse hacia arriba.
—Pues aquí te quedas —me soltó preparado para saltar.
—¡Espera! —le dije cogiéndole de la camiseta y tirando para que no me dejara.
De repente, sin saber por qué, pensar en un beso de Thiago me dio algo más que asco..., me despertó curiosidad.
—¿Vas a dármelo? —me preguntó mirándome fijamente.
Por mi mente de niña de diez años se cruzaron mil pensamientos incoherentes, pero no pude evitar sentir una sensación de vértigo en el estómago cuando lo acerqué hacia mí.
Y entonces juntó sus labios con los míos. Fue muy raro y cálido y asqueroso, pero nunca llegué a olvidar ese momento y mucho menos el brillo en la mirada de Thiago cuando se separó de mí y, con una sonrisa radiante, me ayudó a salir de aquel infierno lleno de chuches. Corrimos como locos cogidos de la mano hasta alcanzar a Taylor. Aún recuerdo la emoción y la alegría cuando finalmente pudimos ver nuestro botín.
Esa noche fue mi primer beso... y nuestra última aventura.
1
KAMI
Siete años después...
Nada más abrir los ojos aquella mañana de 1 de septiembre, noté un cosquilleo extraño en el estómago, una sensación que quería hacerme creer que las cosas, a lo mejor, podían llegar a ser diferentes ese año. No es que tuviese especiales ganas de empezar mi último curso en el instituto, pero sí deseaba volver a la rutina. Haberme pasado el último mes de veraneo con mis padres y mi hermano pequeño había terminado por agotar mi paciencia. ¿Por qué nuestros padres insistían en querer compartir un mes de playa cuando apenas se soportaban?
Estaba segurísima de que no era mi madre la que seguía insistiendo en compartir las vacaciones. Sabía casi al cien por cien que era cosa de mi padre, Roger Hamilton, quien todavía insistía en creer que nuestra familia no estaba rota por completo.
Y yo no iba a pincharle la burbuja... No de nuevo, al menos.
Aquel pensamiento me hizo bajar la mirada hacia mi muñeca casi de forma automática. Mis ojos, como acostumbraban a hacer más de una vez al día desde hacía años, se centraron en aquella cicatriz que adornaba mi piel: un triángulo perfecto se distinguía de un color más claro al resto de mi piel, ligeramente bronceada por el sol. Aún podía recordar lo mucho que me había dolido hacerlo y, a pesar de los años transcurridos, cada vez que la miraba un pinchazo de dolor me atravesaba el pecho, un dolor que no era solo físico. ¿Cómo podía cambiar todo de repente? ¿Cómo podíamos pasar de ser simples niños inocentes a niños cuya infancia se ve marcada para siempre?
Borré de mi mente la imagen que se materializó frente a mis ojos y me ordené a mí misma no volver a deprimirme por algo que había pasado hacía ya tanto tiempo.
Me bajé de la cama y me metí en el cuarto de baño que había en mi habitación. Todo estaba impecable, nada estaba fuera de lugar. A veces me molestaba tanto regresar a casa y ver que nada estaba donde yo lo había dejado que las ganas de gritar y mandarlo todo a la mierda casi podían con mi personalidad callada, sumisa y perfecta que siempre le dejaba ver a todo el mundo. Si alguien supiese cómo era yo en realidad...
Me lavé la cara y los dientes y me cepillé el pelo con lentitud, observando mi rostro y los rasgos que me definían. No me disgustaba mi aspecto, pero me hubiese gustado no parecerme tanto a mi madre. Había heredado el mismo pelo rubio, un poco ondulado en mi caso, y los mismos hoyuelos en las mejillas. Mis ojos, al menos, no eran como los de ella, de un celeste impecable, sino que eran marrones como los de mi padre, con espesas y largas pestañas. Había tenido la suerte de solo tener que llevar bráquets durante un año, por lo que mis dientes estaban perfectamente alineados desde que había entrado en secundaria. Aunque, claro, tenía complejos igual que todos, complejos que además mi madre no se cortaba un pelo en hacerme notar. Por ejemplo, al cumplir los quince empecé a tener acné... Era lo normal en chicas de esa edad, incluso amigas mías a día de hoy siguen enfrentándose a ello en su cotidianidad. Obviamente había odiado esos puntos rojos que sin sentido habían parecido acoplarse a mi barbilla o a mi frente, pero mi madre había hecho de ello un mundo. Me hizo acudir a cinco dermatólogos, cambiar mi dieta casi por completo y someterme a un tratamiento que le costó una fortuna.
Dos años después tenía la piel como un melocotón... y aun así, seguía maquillándome para ir al instituto, no fuese a enseñarle al mundo mis ojeras o algunas de mis pecas. Kamila Hamilton siempre tenía que estar perfecta, al igual que su madre, que era la reina de hielo, alta, rubia, extremadamente delgada y elegante, obsesionada por su aspecto. Siempre manteniendo la calma delante de las personas. Nunca la había visto perder la compostura... Bueno, solo aquella vez, aquella maldita vez en la que la curiosidad que tenía de pequeña lo cambió todo.
Junto al tocador que estaba al lado de mi armario había un maniquí con un vestido suelto de color azul marino. Me encantaba, era sencillo y demasiado caro, como todas las prendas que invadían mi armario. Me hubiese gustado estrenarlo para ir a cenar o acudir a una fiesta, no para el primer día de instituto. Pero así era mi madre: las cosas que me compraba ella venían acompañadas de alguna cláusula externa, como por ejemplo ser ella quien decidía cuándo debía ponérmelo. No había nada que yo pudiese hacer para cambiarla: tenía que mantener las apariencias por encima de todo y yo simplemente estaba demasiado cansada para luchar contra mi madre.
Me maquillé y me vestí. El vestido era corto, pues hacía como unos cuarenta grados allí afuera, e iba acompañado de unas bonitas sandalias blancas, color que favorecía a mi piel ligeramente bronceada.
Me gustó el reflejo que vi en el espejo, aunque no la persona que me devolvía la mirada. ¿Por qué estaba tan triste? ¿Por Dani?
Con él las cosas no habían terminado bien el verano anterior... Aún recordaba aquella noche como una de las peores noches de mi vida. ¿Por qué demonios lo había hecho? ¿Por qué demonios había cedido ante algo que no estaba preparada para hacer?
Dani y yo habíamos empezado a salir el día de mi decimoquinto cumpleaños. Desde Thiago no había vuelto a besarme con nadie y Dani fue el único con el que decidí volver a hacerlo. Desde ese día nos volvimos inseparables, aunque lo que comenzó como una relación normal de instituto terminó convirtiéndose en un compromiso ridículo en donde nuestras familias empezaron a planificar nuestras vidas y a decirnos qué debíamos hacer en cada momento. Dani era el hijo del alcalde del pueblo y mi padre era el abogado y gestor que le llevaba su fortuna. Mi padre había estudiado en las mejores universidades, se graduó summa cum laude en Yale y se doctoró en Gestión e Inversiones en Bolsa por la Universidad de Nueva York. Gestionaba la fortuna de muchos empresarios, incluidas las de los pocos que habitaban en nuestro pequeño pueblo de Carsville. Viajaba mucho y lo veíamos poco, pero era el hombre que más quería en este mundo.
Para mi madre, reina de las apariencias, que su hija saliera con el hijo del alcalde era como estar en Disneyland. Al principio me había encantado poder contentarla con algo por fin, pero con el paso del tiempo la relación con Dani terminó convirtiéndose en una jaula donde yo no tenía ni voz ni voto. Aunque Dani pasaba bastante de sus padres, también sufría la presión de las apariencias, como yo. Lo que una vez fue un chico dulce, muy guapo, al que había querido con locura, terminó convirtiéndose en alguien malhumorado, a veces de carácter muy fuerte que solo pensaba y vivía por y para el sexo. Lo quería, mucho, pero ya no estaba enamorada de él... Y menos desde lo que sucedió la última vez que nos vimos.
Cerré los ojos intentando borrar ese recuerdo e ignoré la vocecita de mi conciencia que no dejaba de recordarme que iba a tener que hablar con él antes o después. El verano había sido la excusa perfecta para obtener la distancia que necesitaba, pero muchas cosas se habían quedado sin decir y... perder la virginidad con él para después dejarlo no era plato de buen gusto para nadie.
«¿Qué te pasa?», me había preguntado nada más acabar.
Lo habíamos hecho en su habitación. Sus padres se habían marchado el fin de semana y las expectativas después de dos años de relación sin sexo habían sido enormes.
Pero, aunque todo era aparentemente perfecto, cuando las lágrimas empezaron a inundar mis mejillas, ya no hubo quien las detuviera... No podía dejar de llorar y no había sido por dolor.
Lloraba porque, a pesar de haberlo hecho con Dani, que me quería y me respetaba, no había podido quitarme de la cabeza a quien, en mis deseos más profundos, seguía siendo el chico del que estaba enamorada.
Dejé de darle vueltas a aquel asunto cuando Cameron, mi hermano, entró por la puerta.
—Mamá me ha dicho que me llevarás tú al cole —me dijo y me giré hacia él con el ceño fruncido.
Mi hermano acudía al mismo centro que yo, aunque estábamos en edificios diferentes. El ala de primaria quedaba comunicada con el instituto por un largo pasillo utilizado para hacer exposiciones. Yo entraba una hora antes que él y por eso era mi madre la que normalmente lo llevaba, así el enano podía dormir un poco más.
Iba tan cargado como si fuese a ir de acampada en vez de al colegio. Llevaba una mochila más grande que él sobre su espalda, su iguana Juana estaba bien sujeta por uno de sus brazos y en su cinturón había atado una cantimplora, una linterna y no sé cuántos chismes más.
—Cameron, no puedes llevar todo eso al colegio —le dije con paciencia.
—¿Por qué no? —me preguntó indignado, frunciendo sus cejas rubias y sujetando con más fuerza a su iguana. Ese bicho era asqueroso y demasiado grande, pero mi hermano adoraba a su iguana, así que indirectamente yo también la quería.
—Porque no te dejarán pasar ni de la puerta del patio —le dije dándole un beso en la cabeza y cogiendo mi bolso, junto con las llaves del coche—. ¿Has desayunado? —le pregunté saliendo de la habitación seguida por él. Mi hermano tenía solo seis años, bueno, casi siete, pero para mí era como si aún tuviese cuatro, seguía siendo igual de mono e igual de insoportable.
—Sí, hace por lo menos una hora. Has tardado mucho en despertarte... Mamá va a enfadarse —me dijo casi tropezándose con uno de los chismes que arrastraba.
—A ver, dame eso —le dije cogiendo el palo para pescar ranas—. ¿En serio, Cameron? —le dije mirando el palo con incredulidad—. Ya puedes ir dejando todo esto en tu habitación.
—Vaaale —dijo arrastrando la palabra a longitudes inimaginables. Mi hermano desapareció por la puerta de su cuarto y yo empecé a bajar aquellas inmensas escaleras. Cuando era pequeña me encantaban, siempre me colgaba de la barandilla y me deslizaba hacia abajo, y por un instante de locura me imaginé a mí misma haciendo eso mismo justo en ese instante.
—¿Qué haces, Kamila? —me preguntó una voz dulce y fría a la vez. Miré hacia abajo y vi a mi madre esperándome al final de las escaleras. Suspiré y seguí bajando. Anne Hamilton, como he dicho antes, era una belleza, una belleza que desafiaba las leyes del tiempo. Cada día parecía más joven que el anterior gracias a los miles de dólares que se gastaba en permanecer como si solo tuviese veinte años en vez de cuarenta.
—Buenos días, mamá —le dije pasando por su lado y dirigiéndome a la cocina.
—Qué bien te queda el vestido, ¿no? Te dije que era una buenísima idea que lo estrenaras para el primer día de instituto —me dijo siguiéndome a la cocina—. Qué lástima que no hayas sacado mi altura, aunque aún estás en edad de crecimiento...
Activé el interruptor de no escucharla cuando empezó con su diatriba de siempre. No me hacía falta seguir escuchando. El resumen de sus palabras me lo sabía de memoria: «No eres suficientemente perfecta, no para mí».
La cocina era tan grande como todas las habitaciones de la casa. El ventanal que había en una de las paredes laterales dejaba entrar todo el sol de fuera y nos daba una panorámica exquisita de los campos que colindaban con la propiedad. Allí estaba Prudence, la cocinera que llevaba trabajando allí desde que yo tenía uso de razón. Era tan agradable que solo con verla se me escapaba una sonrisa.
—Hola, Prue —le dije observando lo que estaba preparando: huevos revueltos con beicon. Mmm, se me hizo la boca agua.
—Buenos días, señorita —me dijo muy formal porque estaba mi madre delante—. ¿Lo de siempre? —me preguntó refiriéndose al desayuno.
—Qué remedio —contesté yo colocando una mano bajo mi barbilla y observando cómo Prue cortaba un pomelo por la mitad y me lo ofrecía junto con una taza de café. Qué daría yo por comerme esos huevos...
—Kamila, necesito que lleves a Cameron al colegio y que a la vuelta te pases por el club para que me ayudes a preparar el té con las madres del AMPA —me dijo mi madre ignorando mi resoplido.
—Muy bien —dije pensando en todo menos en eso.
Justo entonces entró mi padre. Era alto, con la barriga prominente y el pelo oscuro ya canoso, pero con una sonrisa que me llegaba hasta el alma. Lo primero que hizo fue darme un beso en lo alto de la cabeza.
—Hola, preciosa —me dijo sentándose a mi lado.
Mi padre era lo opuesto a mi madre. Viéndolos podías pensar que era verdad eso de que los polos opuestos se atraen. Algo debieron de ver el uno en el otro para casarse y tener dos hijos, pero estaba segura de que ese tipo de relaciones tenía fecha de caducidad y para confirmarlo solo había que fijarse en ese matrimonio. Lo que les mantenía unidos era que mi padre era demasiado bueno para enfrentarse a la mujer que tenía al lado y por ello todos quedábamos sometidos bajo su influencia fría y distante.
Yo quería mucho a mi padre, de cierta forma él había sido todo lo buen padre que se puede llegar a ser teniendo en cuenta las circunstancias, aunque una parte de mí sabía que él me culpaba por haberle confesado lo que mis ojos inocentes habían presenciado esa noche inolvidable. El dicho «ojos que no ven, corazón que no siente» definía como anillo al dedo la filosofía del hombre que se sentaba a mi lado y se tragaba los huevos revueltos como si no tuviese ya suficiente colesterol en las venas.
Cuando mi hermano apareció por la puerta, me levanté deseosa de salir ya de esa cocina llena de tensión y reproches no pronunciados.
Mi hermano había dejado todos sus juguetes en su habitación y gracias al cielo se había vestido con la ropa que mi madre le había preparado. Iba con unos vaqueros y un polo de marca que regresaría en estado catatónico. Nunca entendería qué fin tenía gastarse una millonada en ropa de Ralph Lauren para un crío que solo iba a revolcarse en el patio.
Mientras acortábamos el camino que nos llevaba hasta mi coche, un descapotable blanco que había sido de mi madre pero que ella lo había sustituido por un Audi rojo reluciente, mis ojos se desviaron hacia el camión de mudanzas que había aparcado en la casa de al lado.
Mi corazón literalmente dejó de latir por unos instantes y entonces reanudó una carrera sin pausa.
—¿Vamos a tener vecinos? —preguntó mi hermano ilusionado.
Hacía siete años que nadie vivía en aquella casa, ni tampoco en la del señor Robin, que había muerto cuatro años atrás. Mi hermano siempre se quejaba de que no tenía con quien jugar y la emoción en su voz me hizo comprender que aquel camión significaba para él todo lo contrario de lo que significaba para mí.
Me bajé las gafas de sol que tenía sobre la cabeza para poder ver mejor y, con el corazón en un puño, vi cómo una moto aparcaba frente al camión y alguien se apeaba de ella y se dirigía hacia la casa.
Desde aquella distancia era imposible ver de quién se trataba, pero el cosquilleo que me recorrió todo el cuerpo solo podía significar una cosa.
—Vas a llegar tarde —dijo mi hermano detrás de mí. Me había quedado tan petrificada intentando divisar de quién se trataba que había olvidado adónde íbamos.
—Sube al coche —le dije abriendo la puerta del copiloto.
—¿Podemos ir con la capota bajada? —me pidió pegando saltitos en el asiento.
Le di al botón para que esta se abriera y así el aire nos diera de lleno en la cara. Lo hice todo con movimientos automáticos, ya que todos mis pensamientos estaban centrados en la persona que se acababa de bajar de aquella moto.
Arranqué el coche y salí dando marcha atrás hasta la calle. Íbamos a pasar justo delante de la moto e iba a tener ocasión de poder ver quiénes eran los que a partir de entonces ocuparían aquella casa que tantos recuerdos encerraba.
Solo me bastó un segundo para comprobar que lo que todas las células de mi cuerpo me decían era cierto. Sus ojos se clavaron en los míos, ocultos tras las gafas de sol, y todo mi cuerpo se tensó. Los hermanos Di Bianco habían regresado, o al menos uno de ellos.
Dejé a mi hermano en el colegio mientras escuchaba todas sus teorías sobre quiénes eran nuestros nuevos vecinos. No quise explicarle que yo sabía quiénes eran y que estaba segurísima de que no traían a ningún niño de su edad con ellos. Lo dejé fantasear y me despedí de él con un beso rápido, aunque ya apenas dejaba que lo abrazara y besara como antes, al menos en público.
Me fui directa hacia el aparcamiento del instituto. Gracias al cielo la idea de mis padres de mandarme a un colegio privado quedó en una mera discusión que no llegó a ninguna parte. Como mi madre había ido a ese instituto, finalmente creyeron que el hecho de juntarme con «todo tipo de gente» fortalecería mi personalidad... No sé exactamente a qué se referían con ese comentario, aunque estaba segura de que estaba relacionado con las cuentas bancarias de mis compañeros.
Ese iba a ser mi último año y me había jurado que las cosas iban a cambiar, sobre todo con respecto al modo en que la gente me miraba. Estaba cansada de llevar a todos lados aquella máscara de perfección que no reflejaba para nada lo que sucedía en mi interior. Aquel año todo tenía que ser mejor... Y mejor no definía ni de coña encontrarme con Thiago Di Bianco enfrente de mi casa.
La imagen que tenía de hacía media hora poco podía asociarse al niño desgarbado de pelo castaño casi rubio y ojos verdes. Thiago había cambiado. Al menos había crecido tanto como su padre, detalle que no me sorprendió puesto que ya de pequeño siempre había sido más alto que el resto, incluso que los de su misma edad.
¿Por qué había vuelto?
Cuando me bajé del coche en el aparcamiento del instituto muchas personas se giraron para mirarme. Todos esperaban ver a la chica popular en la que me había convertido sin ningún esfuerzo por mi parte. Sabía lo que todos harían: se fijarían en mi ropa, en cómo estaba peinada, en cómo iba maquillada y, si algo estaba fuera de lugar o era ligeramente menos glamuroso de a lo que los tenía acostumbrados, los comentarios hirientes empezarían a rular por todo el instituto... Todo esto a mis espaldas, claro está.
Una melena de rizos claros apareció frente a mí bloqueándome la vista de los alumnos nada discretos y un segundo después me vi envuelta en un abrazo cálido y amistoso.
—¡Hola, lady Kamila! —me dijo mi mejor amiga Ellie. Éramos amigas desde el primer año de instituto: ella había llegado nueva y, a diferencia de los demás, no me miraba como si fuese una especie de celebridad.
—Por favor, no me llames así, sabes que lo odio —le dije devolviéndole el abrazo—. ¿O quieres que yo te llame elfa?
Me sacó la lengua, pues odiaba que la llamase así. En realidad, no se llamaba Ellie: sus padres le pusieron Galadriel, como la elfa de El Señor de los Anillos. Y lo peor de todo era que, para disgusto de su padre, ella detestaba las películas, los libros y todo lo que tuviese que ver con ese rollo friki, incluyendo su propio nombre... Aunque a mí me gustaba porque así podía chincharla siempre que quisiera.
Un segundo después todas mis amigas se me acercaron para ponernos al día sobre el verano. Siempre querían saber adónde había viajado y las cosas que me había comprado. Carsville era un pueblo bastante pequeño y cualquier novedad alimentaba el aburrimiento del día a día..., sobre todo para mis compañeras, quienes se pasaban el verano en la piscina pública. Los viajes de mi familia les sonaban como una película, sin saber que en realidad tenían entre poco y nada que envidiarme.
Cuando entramos en el instituto todos me saludaron y me miraron sonrientes. A la mitad los conocía de toda la vida y la otra mitad me sonaban de vista. Me detuve en mi taquilla para coger un cuaderno y un boli, ya que el primer día no solíamos hacer casi nada. Chloe no dejaba de hablar con Kate y Marissa sobre el baile de fin de curso y sobre la graduación. Ni siquiera habíamos empezado y ya estaban pensando en el final.
Iba a tener que estudiar muchísimo si quería entrar en Yale como mi padre. Mi objetivo era largarme fuera, ya vería cómo haría para volver y visitar a mi hermano.
Mientras mis amigas charlaban a mi lado, alguien se me acercó por mi derecha y me atrajo hacia sí tirando de mis caderas hacia atrás. No me hizo falta mirar para saber quién era, reconocería ese perfume en cualquier parte.
—Hola, corazón —me susurró la voz de Dani en la oreja izquierda. Me estremecí al sentirlo tan cerca, aunque no en el buen sentido.
Me giré con la excusa de poder mirarlo a la cara.
—¡Hola! —casi grité en un saludo demasiado forzado incluso para mí.
Dani era un chico guapo, alto, fuerte, capitán del equipo de baloncesto, pelo marrón oscuro, ojos azules... Podría seguir definiéndolo y la imagen perfecta que se os formaría en la cabeza no le haría justicia... Todas matarían para que fuese su novio, pero yo ya no.
—Estás guapísima —dijo otra vez, atrayéndome hacia él y posando sus labios sobre los míos.
Justo en ese instante, alguien pasó por nuestro lado y siguió hasta una taquilla que quedaba un metro más allá.
El estómago me dio un vuelco.
—Discúlpame un momento —le dije como en trance apartándome de él y sabiendo que todos me seguían con la mirada mientras recorría la fila de taquillas.
Supe que se había percatado de mi presencia al ver cómo su cuerpo se tensaba y por cómo respiró hondo antes de cerrar su taquilla y girarse hacia mí.
Él también había cambiado. Estaba mayor y casi tan alto como su hermano. Sus ojos azules seguían igual, aunque no me miraban con aquel brillo infantil que ambos habíamos compartido cuando hacíamos travesuras o nos metíamos en líos. Esa complicidad que había sentido con él, esa seguridad y esa camaradería habían desaparecido. Su pelo ya no era rubio como el de su hermano, sino marrón claro, y me fijé en que tenía un tatuaje en el cuello, una especie de signo celta.
—Hola, Taylor —le dije en un susurro casi inaudible. Eran tantos los recuerdos que se acumulaban y pasaban por mi mente, tantos los momentos compartidos, tantos juegos y risas...
Sus ojos me recorrieron rápidamente y vi en ellos un deje de sorpresa, como si no fuese la misma persona que él recordaba.
—Hola, Kami —me dijo, frío y distante.
Su manera de mirarme, tan diferente a cómo solía hacerlo, me encogió por dentro.
—Habéis vuelto —afirmé, pero sonó como una pregunta.
—Sí —dijo él, colocándose la mochila, incómodo de repente.
Había tantas cosas que quería decirle, tantas cosas que quería compartir con él... Todo había cambiado demasiado desde la última vez que nos habíamos visto. Mi vida había dejado de ser feliz, mis días habían dejado de ser risas y aventuras para convertirse en una rutina de perfección y aburrimiento. Él era mi confidente, mi protector... Él y su hermano lo habían significado todo para mí y ni siquiera habíamos podido despedirnos. Y siete años después, habían aparecido como de la nada y ¿eso era todo lo que quería decirme?
Sí, mi madre había arruinado su familia, pero también la mía, no podía comprender su frialdad... Yo solo quería abrazarlo, que juntos volviésemos a sentirnos tan bien como lo hicimos en el pasado.
—Me hace muy feliz volver a verte —le dije, armándome de valor—, te he echado de menos, a ti y a tu...
—Tengo que irme —me interrumpió de repente, dejándome con todas las palabras en la boca.
En ese instante sonó el timbre. Pegué un salto, sobresaltándome, y entonces Taylor me rodeó y se alejó de mí. Esa no era la forma en la que había imaginado nuestro reencuentro. Miles de veces me había dormido pensando en cómo sería volver a verlos, a él y a Thiago, pero nunca imaginé que todo iba a ser tan extraño y doloroso como entonces.
Supe que me estaba viniendo abajo, y lo supe por cómo la gente a mi alrededor me estaba observando. Me coloqué la máscara que siempre llevaba por aquellos pasillos y contuve las lágrimas que amenazaban con delatarme.
—¿Qué estáis mirando? —dije a nadie en concreto.
Me giré sobre mis talones y fui directamente hasta mi clase. Mis amigas me siguieron y agradecí que ninguna dijese nada, por lo menos durante la primera hora.
Mis sentimientos amenazaban con derrumbarme y la princesa de hielo, al igual que mi madre, no podía permitírselo.