Alguien para ti (Sin miedo 1)

Juan Arcones

Fragmento

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Pablo era el chico más guapo de la clase, pero de lejos. Su piel era oscura, como si hubiera estado tomando el sol demasiado tiempo. Sus labios, gruesos y rosados. Sus ojos verdes. Como los míos. Y su voz tenía ese toque grave y rasposo que la hacía tan diferente. Pero, ¿cómo iba a fijarse en mí? Le gustaba el fútbol. Vale, sí, ya os veo venir. Que si es muy típico, que bla, bla, bla. Bueno, ¿y qué le hago? Yo era negado. Nivel: parar balones con la cara. No había nada que nos uniera.

Íbamos a la misma clase, sí, pero ni siquiera sabría cómo me llamaba. Y eso que llevábamos dos años juntos, y todos los días pasaban lista. Pero es que no habíamos intercambiado ni una palabra. Y mira que yo había intentado que nos pusieran juntos en algún trabajo o algo, pero nada. Juraría que alguna vez le había pillado mirándome en clase, o en el comedor, pero siempre llegaba el gilipollas de Ramón para darme una colleja cuando me quedaba empanado... dejándome en ridículo y rompiendo nuestro contacto visual.

Es difícil que te guste otro chico cuando tienes quince años. Ya no solo porque tienes quince putos años, sino porque te gusta otro chico. Y eso es raro. Eso es de maricones, de degenerados, de desviados, de bichos raros. La primera vez que escuché la palabra fue precisamente al gilipollas de Ramón. Por cierto, os aviso. Voy a llamarle gilipollas muchas veces. Tendréis que acostumbraros. Si le conocierais como yo, creedme que también se lo llamaríais más de una vez. Él fue el primero en llamarme «maricón». Con todas las letras. Con asco. Me lo dijo en los vestuarios de gimnasia porque me pilló mirándole. ¡No le estaba mirando! Es decir, sí, Ramón es imbécil, pero está buenísimo, ¿vale? Pero no le estaba mirando mirando. Solo así, de forma disimulada.

—¿Ves algo que te guste? ¿Quieres comerme la polla un rato? —Para tener quince años, era un chungo de cuidado.

Pese a todo, nadie sabía que me gustaba Pablo. Ni siquiera mis mejores amigas. ¿Que por qué? Yo qué sé. Tampoco quería hacer un drama de ello. Me gustaba que fuera mi secreto. Todos tenemos algo que no queremos que sepa nadie más. Solo nosotros. Bueno, pues lo mío era lo de Pablo. Total, era algo imposible. Aunque muchas veces imaginaba que no, y necesitaba creerlo. Yo, por cierto, me llamo Óscar. Pero ni yo quiero presentarme ni vosotros queréis oírlo, que si hay algo más típico que el principio de esta historia, es que el protagonista se autopresente.

Pero al menos os voy a situar, ¿no? Estamos en junio, a mediados, vaya. Quedaba poco tiempo para las vacaciones de verano y, como suele ser normal, el cole había organizado una excursión de fin de curso a Valencia. Pero a mí no me iban mucho esas excursiones. No sé. Me daban como vergüenza. ¿No os pasa que os da como... como palo cambiaros delante de otras personas? No sé. A lo mejor soy yo el raro. Es una excusa un poco de mierda, pero es que era algo superior a mí. Ya no solo eso, sino dormir fuera, y pasar tanto tiempo con... Seguramente me estaba perdiendo el viaje de mi vida. O no. Si no ibas, eso sí, te tocaba ir a clase durante toda la semana que durara el viaje, con los pocos que quedaban en Madrid. No hacías nada, pero tenías que ir. Recuerdo cruzarme con Pablo por los pasillos el día que nos dijeron lo de la excursión. Me miró y me saludó con un movimiento de la cabeza. ¿Me saludó? ¿Seguro? ¡Sí, me había saludado, me había...!

—¡Joder, qué hostia! —dijo, preocupado, al ver cómo me tragaba la puerta abierta de una de las taquillas. Sí, nuestro insti era muy moderno y tenía taquillas. Todos los que estaban en el pasillo empezaron a reírse como borregos. Pablo vino y cerró la puerta.

—¿Estás bien?

—Eh, sí, sí, sí, claro —contesté, con un dolor indescriptible, y me fui de ahí a todo correr, mientras mis compañeros seguían riéndose de mi torpeza legendaria. Esas fueron mis primeras palabras con Pablo.

El caso es que me negaba a ir a la excursión... viaje de fin de curso... ¿excursión? Lo que mierdas fuera. ¿Para qué? ¿Para que me hicieran la vida imposible? Porque, obviamente, iba a ir Ramón y todos los cavernícolas de sus amigos también. Iban en pack. Ni de coña.

—¿Cómo que no vienes? —me soltó Ainhoa mientras bajábamos por la cuesta entre los dos patios, camino de la salida del colegio.

—Que no voy, que no me apetece nada.

—¿No te apetece venir con nosotras? Flipo —añadió Elena—. ¡Que nos lo vamos a pasar superbién, tonto! ¿Qué te pasa?

—¿Te pasa algo?

—Te gusta alguien, ¿no? —reflexionó Ainhoa—. ¡Seguro!

—¡Te gusta alguien! —chilló Elena, secundando a Ainhoa. Cuando se ponían así, no había quien las aguantara. Real.

—¡No! —me defendí.

—Pues tendrás que darnos una razón más clara de por qué te quedas, porque no me lo trago.

—Joder. No voy, ¿vale? No me gustan esos viajes, si ya lo sabéis —agregué, cabizbajo.

—Vamos a ver. Pero es que vas a ir con nosotras. ¿Qué problema hay? —Elena era insistente. Ainhoa yo creo que ya se había dado por vencida porque estaba pasando olímpicamente del tema, con el móvil entre las manos.

—Mis padres no me dejan, ¿vale? No quieren —dije, al fin. Bueno, mentí. Eso es más cercano a la realidad.

—¿Por qué? ¿Saben que vamos?

—¡Sí, Elena! Saben que vais, pero no me dejan igualmente. Qué hago. ¿Me mato? Madre mía.

—Déjale. —Ainhoa le dio un pequeño codazo a Elena, que tuvo que callar.

—Joder, pues te vamos a echar de menos.

—Qué va, si os lo vais a pasar de puta madre. Yo sí que os echaré de menos, que tengo que venir a clase encima —me lamenté.

Nos acercamos a la pequeña caravana que había en uno de los patios, donde comprábamos todas las chuches, caramelos y bolsas de patatas, muchas veces caducadas. Y yo compré un polo de esos cuyos palitos eran coleccionables de Star Wars. Una absurdez, pero me encantaba tenerlos. Y los quería todos. Mientras lo devoraba como si no hubiera comido en mi vida, vi a Pablo salir del colegio, con la mochila al hombro, y rodeado del equipo de fútbol: Ramón y compañía, además de varias chicas, entre las que estaba Almudena, que no dejaba de tocarle. Pasaron a mi lado y ni siquiera me miraron, pero yo no pude evitar mirarle a él hasta que desapareció en la calle.

—¡Óscar! ¡Espabila! —chilló Elena. El polo se había derretido y me había manchado toda la camiseta. Genial.

—Joder —protesté mientras trataba de limpiarme la mancha con las manos.

—Estabas empanado mirando a... ¡NO ME JODAS!

—¡QUÉ! — chillé. Mierda. ¿Tanto se me había notado?

—¡TE MOLA ALMUDENA! —gritó Ainhoa, buscando la complicidad de Elena, que no podía hacer nada más que flipar.

—¡Qué dices! —Es decir, no podían estar más equivocadas.

—Por eso te quieres quedar, ¿eh?

—¡Que mis padres no me dejan!

—¡No nos mientas! ¡Te mola Almu! ¡Qué fuerte! ¿Y por qué no nos lo habías contado? ¡Madre, qué fuerte!

—Ay, mira, Ele, me voy.

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