Senda Del Corredor, La

Adharanand Finn

Fragmento

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Prólogo

Es febrero de 2001. Estoy al lado de la fachada de una escuela en la pequeña población de Hongo, al oeste de la isla japonesa de Honshu. Tengo resaca.

La noche anterior, mi hermano, que es maestro en esa escuela, me sacó del avión en el que había llegado de Londres para llevarme a lo que calificó, de manera inquietante, como un festival nudista. Se trataba de beber un montón de sake, cubiertos apenas con un mawashi (un taparrabos de sumo), y, en la noche helada, con otros doscientos hombres ataviados de manera similar, intentar agarrar una tela grande. Mientras todos luchábamos por hacernos con la tela, los sacerdotes nos arrojaban agua fría. Doscientos hombres amontonados, dando patadas, empujándose y zarandeándose en la oscuridad durante horas hasta que por fin alguien emergió triunfante con la tela y subió unos cuantos peldaños para desaparecer en un santuario.

A la mañana siguiente aparece una foto de la melé en uno de los periódicos de tirada nacional de Japón, en la que se ve mi pálido trasero justo en medio. No me cabe duda de que es el mío porque, aturdido y borracho como estaba, pedí a alguien que escribiera «Flash» en mis nalgas. No sé por qué, pensaba que era Flash Gordon, un hombre de otro planeta peleando por abrirse paso en una aglomeración de humanos. Apenas hemos dormido cuatro horas cuando mi hermano se levanta otra vez.

—Voy a correr un ekiden —anuncia—. ¿Te apuntas?

Aunque ignoro por completo qué es un ekiden, correr es lo último que tengo en mente esa mañana. En un tiempo había sido muy aficionado a correr, pero años de trabajar en la oficina de una editorial de Londres me han dejado flácido y regordete. Mis días de runner han quedado atrás.

—No —contesto, rascándome la nunca.

Así que mi hermano me coloca junto a la pared de la escuela, me da un chubasquero para que me proteja de la llovizna y va a unirse a su equipo. Resulta que un ekiden es una carrera de relevos de larga distancia. Da la impresión de que todas las poblaciones de Japón celebran el suyo, y todo el mundo participa de una forma u otra. Los que no corren, ayudan a poner orden, o al menos van a animar a los atletas.

Yo me quedo pegado a la pared, saludando con la cabeza a la gente que pasa a toda prisa con sus paraguas, los organizadores de la carrera, invariablemente vestidos con chubasquero amarillo. Detrás de mí, los participantes se están reuniendo en el patio de la escuela. Observo a través de la reja a los atletas que esprintan de un lado a otro por la grava mojada, con pantalones cortos y camiseta, preparándose para la carrera. Muchos de ellos parecen estudiantes universitarios, pero participan hombres y mujeres de todas las edades. Todos se colocan en sus puestos y, tras el pistoletazo de rigor, salen en tropel del patio de la escuela en dirección a la ciudad.

La lluvia me está empapando los zapatos y tengo los pies helados mientras espero junto a la calle desierta. Los corredores del primer relevo llevan una banda llamada tasuki, que han de pasar a sus compañeros de equipo situados más adelante, del mismo modo que los velocistas se pasan un testigo en los relevos en la pista. En algún momento la carrera volverá a pasar por delante de mí, y mi hermano estará entre los corredores.

Decido caminar un poco para entrar en calor. Al otro lado de la calzada, una pareja de ancianos con paraguas idénticos miran de vez en cuando calle arriba. Pasa casi una hora antes de que volvamos a ver a los participantes corriendo por la calle, entre los gritos de ánimo de la gente. Cuando aparece mi hermano, me resulta muy fácil reconocerlo, pues con su metro noventa es más alto que el resto. Además, tiene la cara colorada, el rostro mojado por la lluvia y al pasar, a grandes zancadas, me sonríe.

—¡Vamos, Vinny! —grito, deseando de repente estar también allí.

Parece divertido. Más divertido que permanecer aquí plantado delante de esta pared con las manos congeladas bajo las axilas. Siento el impulso de quitarme la chaqueta y echar a correr. Siempre me pasa: cuando veo una carrera en la que no participo, me pregunto por qué no estoy allí también. Esta es una prueba tan simpática y comunitaria, en la que toda la ciudad participa activamente, que me siento excluido.

Hasta muchos años después no tengo otra oportunidad de unirme a un equipo y participar en un ekiden en Japón. Pero esta vez estoy preparado, peso 12 kilos menos y no veo la hora de salir.

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1

Franqueo las puertas giratorias del Tower Hotel, junto al río Támesis. Es una mañana agradable de abril, pocos días antes del maratón de Londres de 2013. Siento las piernas fuertes y ágiles. Estoy preparado para correr y noto el silencioso entusiasmo de anticipación en el hotel de los atletas de elite.

Nada más entrar, veo un grupo de personas conversando junto a una escalera de caracol de mármol. Reconozco a una de ellas. Es Steve Cram, el héroe atlético de mi infancia. Ahora es mayor, por supuesto, su cabello es menos abundante y lo lleva más corto que en los días de su apogeo, pero es el mismo hombre al que veía por televisión hace muchos años, dando vueltas a la pista con su camiseta de tirantes amarilla en persecución de récords mundiales. Me adentro en el vestíbulo.

Varios corredores pasan por mi lado. También dos mujeres kenianas con grandes chaquetas acolchadas; ambas tienen piernas como cerillas con aspecto de que podrían ceder bajo el peso de las chaquetas. Charlan en voz tan baja que es difícil saber si están hablando en realidad. Junto al mostrador de recepción, dos holandeses ríen estentóreamente mientras charlan con un hombre que lleva gafas de sol y la capucha puesta. Hasta que no oigo su voz no me doy cuenta de que es Mo Farah.

Han pasado muchas cosas desde esa mañana de resaca junto a la pared de aquella escuela en Japón. En algún momento de ese período empecé a correr otra vez. Despacio al principio. Hice mi primer diez mil en 47 minutos. Durante dos años siguió siendo mi mejor tiempo. Pero poco a poco empecé a tomarme las cosas más en serio, me inscribí en un club de running y empecé a correr distancias cada vez más largas. Después me fui a vivir a Kenia para entrenar con los grandes atletas de la etnia kalenjin, en el valle del Rift. Fui en parte para mejorar mi rendimiento, pero también con la misión de comprender y desentrañar el misterio que rodea a estos grandes atletas. Quería saber quiénes eran, qué hacían y qué los motivaba. Al volver, escribí el libro Correr con los keniatas.

Dentro de unos días se entablará una furiosa batalla entre un grupo de kenianos y otro de etíopes por ganar el mar

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