El libro de Mamá Cultiva Argentina

Mamá Cultiva Argentina

Fragmento

1
GERMINACIÓN
Las semillas

VALERIA

Verano en Buenos Aires. El sol desnudo está más cerca que nunca. Las veredas inundadas de olor a lona caliente, olas de calor emanan del asfalto. Bajo del 118 en Barrancas de Belgrano y camino a paso rápido. Es viernes, y necesito conseguir esas recetas como sea. Entro al sanatorio y siento que el frío del aire acondicionado me reconforta casi tanto como lo hubiera hecho una ducha. Camino más lento. Voy hacia los ascensores. Primer piso.

Mientras espero a que me atiendan, pienso en el uniforme de las recepcionistas. Yo las conozco hace algunos años y ellas me conocen a mí, pero si las viera por la calle no podría distinguirlas sin el uniforme, aunque estoy segura de que ellas sí podrían distinguirme a mí.

—¿Sí? ¿Tenías consulta?

—No, vengo a buscar unas recetas que pedí por mail hace un par de semanas.

—¿Qué profesional te atiende?

—La doctora X.

—Aaaah… Ella está de viaje. A ver si dejó algo…

Crece la tensión dentro de mí. Emiliano no puede pasar un fin de semana sin medicación porque tiene convulsiones. Muchas. Y aunque tuviera una… esa convulsión es trágica, dolorosa e inaceptable. Me imagino la discusión con mi marido y me tenso más aún. El estómago hecho una piedra y la recepcionista que vuelve con las manos vacías.

—No dejó nada…

—Bueno, si puede algún otro médico hacerme una receta, porque no tengo NADA de medicación y necesito las recetas —digo notablemente nerviosa.

—Y… no sé… Están todos atendiendo…

—¿Vos sos consciente de en qué clase de institución estás trabajando? ¡Mi hijo sin medicación tiene convulsiones!

—Bueno, esperame afuera que vamos a pedirle a otro médico a ver si te las hace.

Su incomodidad ante mi virulencia es evidente. Pero me comprende. Elige no discutir. En cierto sentido, me tranquiliza que así sea. No me gusta discutir. Resignada me siento en la sala de espera, junto a madres, padres e hijes que esperan ser atendidos. Pasan los minutos que pronto serán horas y seguimos todes ahí. Pienso en la injusticia de tener que esperar tanto cuando ya se tiene el turno asignado. Me asombra la sumisión de esos padres, su mansedumbre. La relación de poder es absolutamente desigual y está naturalizada. Si los pacientes llegamos tarde, tenemos solo quince minutos de tolerancia. Sin embargo, acá hay madres con turno para las 2 que siguen en la sala a las 4 de la tarde. Hay una TV prendida en Discovery Kids. Nadie la mira. La mayoría de estos chicos tienen algún tipo encefalopatía o disfunción mental y son pocos los que pueden prestar atención a un televisor. Suena la canción de Peztronauta, que por un momento me distrae. Dice que cada día es una nueva misión... ¡Si lo sabremos los padres que estamos sentados ahí!

La mayoría de los adultos que acompañan a sus hijos e hijas en esta sala de espera son mujeres. Muchas de ellas están solas en la adversa aventura de tener un hijo con discapacidad, y la que no está sola está naturalmente asignada a la tarea ocuparse de los médicos, los estudios, los papeles para la obra social (si es que la tiene), completar fichas, instructivos, agendarse el próximo control, armar la “carpeta” clínica, pegar en la heladera los horarios con la medicación, llevar el stock de medicamentos, y un largo etcétera. Por años. Se parece un poco a cuando nace tu primer hije y te ocupás de las vacunas, los controles y los trámites de nacimiento. Pero para siempre. Todos los años. Todos los días. Toda la vida. A veces añoramos tener una vida “normal”, pero la realidad es que estamos adaptadas. Es asombroso lo rápido que nos acostumbramos las mujeres a la incomodidad.

Finalmente me llaman y me entregan las recetas firmadas por un médico que no conozco. Agradezco con sinceridad y empiezo a correr. Me había olvidado del calor que hacía afuera. Son siete cuadras hasta el subte, las hago tan rápido como el calor me lo permite. Voy en subida. Bajo las escaleras como cuando era adolescente y nos corríamos por la escalera del colegio. Un cartel anuncia que la línea D está demorada. Cierro los ojos y dejo caer la cabeza hacia atrás maldiciendo mi suerte.

Son las 16:37 y la farmacia cierra a las 18. A partir de ese momento voy a mirar el reloj del celular a cada minuto. Tendría que haber pedido las recetas antes, tendría que haber llamado por teléfono, tendría que haber venido ayer. Tendría, tendría… la culpa me va a terminar por enloquecer. No es una culpa nueva, me acompaña desde el mismísimo nacimiento de Emiliano.

¿Alguien en la familia tenía antecedentes de este tipo? ¿Convulsiones? ¿Había consumido alguna droga durante el embarazo? Análisis de sangre, cuestionarios absurdos, punciones lumbares, muestras y más estudios. ¿Sería un error congénito? ¿O una malformación? Esa sensación permanente de haber hecho algo mal. Recuerdo que cuando Emi nació y quedó largas semanas en neonatología, vi a muchas parejas discutir. Culparse. Un muchacho muy joven cuyo bebé tenía una cardiopatía congénita le gritaba a su esposa: “¡Esto viene de tu lado! ¿Tu vieja tuvo un infarto o no? ¿Eh? ¿Ves?”, y así muchos se divorciaban ahí mismo. La necesidad de encontrar un culpable para lincharlo se vuelve una obsesión y nos enferma. De golpe algunos padres dejaban de venir, o algunos suegros, o algún tío, los abuelos. Pero nunca la madre. Las madres estamos siempre.

Viene el subte, arranca y frena entre estaciones. El calor es insoportable. Algunas personas soplan en señal de fastidio. Ahora miro la hora varias veces dentro del mismo minuto. No hay caso. No llego. Suena el teléfono. Mensaje de mi marido. ¿Conseguiste eso? No se atreve ni a nombrarlo. No le contesto. Me duele la cabeza. Siento baja la presión. El cuerpo me pesa como cien kilos. El tren retoma su ritmo. Recuerdo la canción: “Cada día es una misión”. Levanto la vista y veo gente preocupada por emprolijarse, a otros sonriendo con la mirada clavada en el celular. Está el que se duerme. Desfilan los vendedores ambulantes. Nada de todo lo que ocurre a mi alrededor me importa.

Llego a destino y recobro la energía que creía perdida. Subo la escalera de a dos escalones. Son las 17.50 cuando me enfrento a la persiana baja de la farmacia. Por obras de no sé qué, el jueves 4 y el viernes 5 la farmacia permanecerá cerrada.

Me siento en el cordón, apoyo la cabeza entre las manos y me dispongo a llorar. Las lágrimas no brotan. Ni eso me sale.

El término “compañero”, etimológicamente, procede del latín cumpanis (cum: con; panis: pan), cuya traducción literal es “con pan”, y su significación, “compartiendo el pan”, “los que comparten el pan” o “comer de un mismo pan”.

Para aquel que no conozca de convulsiones, tiene que saber que hay distintos tipos. Están aquellas en las que el cuerpo se pone rígido, los brazos se flexionan, las piernas

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