Antología general (Edición conmemorativa de la RAE y la ASALE)

Pablo Neruda

Fragmento

cap-1

GRECA-OK-XIII.tif

JORGE EDWARDS

EL ÚLTIMO NERUDA

Marcel Proust describe esos campanarios de Normandía dispersos en la planicie: su aparición en el paisaje, su distancia, sus cambios de perspectiva. Pablo Neruda, que leía pocas novelas, o que solo leía, mejor dicho, novelas del género policíaco, había leído En busca del tiempo perdido en sus años juveniles de cónsul de elección en el Extremo Oriente. No sé si pensó en esas páginas cuando escribió «El campanario de Authenay», poema que forma parte de su libro Geografía infructuosa y que es, al menos para mi gusto, uno de los textos mejores, más concisos, más enigmáticos y coherentes, de toda su última etapa. En ese poema Neruda recuperó y reescribió algunos de sus grandes temas: el trabajo del hombre, el orgullo humano, la culpable sensación de inutilidad del creador de palabras frente a la acción de los constructores, de los trabajadores manuales: la permanencia de la obra de ellos frente al tiempo, a la destrucción paulatina. He releído «El campanario de Authenay» decenas de veces y siempre me parece nuevo, siempre me entrega una visión fresca y a la vez una oscuridad de sentido que se revela en parte y que nunca termina de revelarse del todo. En la poesía del final de Neruda hay frecuentes chispazos, aciertos verbales, visiones parciales, pero es difícil encontrar poemas que se mantengan en toda su solidez, en un ritmo sostenido, desde la primera línea hasta la última. El poeta vivía sumergido en su mundo, pero estaba enfermo, tenía conciencia de su enfermedad, y mostraba algunos signos inevitables de cansancio. De pronto, sin embargo, se producía algo así como una epifanía, un renacimiento milagroso de sus facultades. En un sentido casi literal, el poeta se iluminaba. En otro poema de Geografía infructuosa, una especie de oda al sol, aunque de un tono, de una densidad, de un hermetismo muy diferente al de las anteriores Odas elementales, escribe:

Hace tiempo, allá lejos,

puse los pies en un país tan claro

que hasta la noche era fosforescente:

sigo oyendo el rumor de aquella luz...

Como lo dice en otra parte, el poeta es rumiante de su pasado: todo ocurrió en un tiempo y un lugar míticos. El racionalismo que domina en las Odas elementales tiende ahora, en los textos finales, a desdibujarse. El poeta sexagenario de 1971 no divide el mundo en dos mitades —siente menos respeto que antes por la simetría, por los sistemas ideológicos, por el principio de contradicción—, «sino que lo mantengo a plena luz / como una sola uva de topacio». Para el mismo poeta, la aparición de los campanarios rectos, inmóviles, negros, «contra la claridad de la pradera [...] / en la infinita estrella horizontal / de la terrestre Normandía» produce una sensación parecida de claridad súbita, de éxtasis, de liberación. Me imagino al escritor embajador en su automóvil, en el asiento de al lado del chofer, encontrándose con ese paisaje, con esa geografía que solo le daba frutos mentales («solo anduve con el humo»), y sacando el cuaderno de dibujo, sin rayas, y alguno de los rotuladores de color verde que nunca dejaba de llevar en la guantera del coche, delante de su asiento. A lo mejor le pedía al chofer que se detuviera un rato frente a esas modestas iglesias, pero más bien pienso que no. Neruda guardaba con celo, con un sentido profundo de lo secreto, los asuntos relacionados con su propia poesía. Parecía que su vida cotidiana y el desarrollo interno de su obra caminaban por cuerdas separadas. Podía mirar de reojo desde el coche, sin dejar traslucir nada, y escribir en la hoja blanca con gruesos trazos verdes:

En la interrogación de la pradera

y mis atónitos dolores

 

una presencia inmóvil rodeada

por la pradera y el silencio:

 

la flecha de una pobre torre oscura

sosteniendo un gallo en el cielo.

La decisión de comprar una casa en Normandía tuvo directa relación con su residencia en el caserón de la embajada chilena de la avenida de La Motte-Picquet, en París, y con su reencuentro decepcionante, incómodo, después de años de relativa libertad, con la vida diplomática y burocrática. En ese 1971 de la escritura de Geografía infructuosa, al poeta le pasaban muchas cosas: ya se había declarado su cáncer irreversible a la próstata, había abandonado Isla Negra y viajado a Francia, le había presentado sus credenciales en el palacio del Eliseo al presidente Georges Pompidou y observaba con seria preocupación, con visible angustia, los sucesos políticos del Chile de Salvador Allende. Además de todo eso, recibía semanales cartas de amor de una joven amiga chilena y me hablaba con frecuencia de su proyecto de invitarla e instalarla en París en alguna forma. El proyecto, naturalmente, chocaba con el avance de su enfermedad y tenía, por eso mismo, un aspecto patético. Estuvo dos o tres veces en una clínica francesa y fue sometido a dos operaciones, sin que esto llegara a ser conocido por la prensa de ningún lado.

En esas circunstancias, vivir lejos del sitio físico de la residencia oficial, a un piso de las oficinas, se convirtió para él en una obsesión, en una absoluta necesidad. Desde que supo, a través de su amigo el académico y poeta Arthur Lundqvist, que la academia sueca se había reunido y había resuelto otorgarle el Premio Nobel de Literatura, no descansó hasta encontrar su casa de campo del pueblo de Condé-sur-Iton, que se encontraba hacia el oeste de Chartres, no lejos de los paisajes proustianos de Illiers, el Combray de À la recherche... Lo acompañé en su Citroën gris durante una larga mañana de sábado, y cuando llegó a la casa de Condé, un antiguo aserradero rodeado de canales, de árboles, de pájaros, de un amplio prado en el que pastaban caballos, tomó su decisión de compra de inmediato. El viejo aserradero había sido un amor a primera vista. Le comenté que se había comprado una casa donde no faltaba ninguno de los elementos del Temuco de su infancia: la madera, el agua, el color verde, los bosques, los animales, los pájaros. Ahora no recuerdo qué me contestó. Es probable que se haya encogido de hombros, que haya levantado las cejas y haya esbozado una vaga sonrisa. Había conseguido escapar del Mausoleo, como bautizó desde un principio la mansión oficial, y volver a encontrarse con el paisaje de su niñez temucana: una muerte y una resurrección. El chofer, entretanto, con gran entusiasmo, nos informaba de que los árboles vecinos estaban llenos de faisanes, pájaros que él se proponía cazar con una escopeta y llevar a la olla, y de que en la distancia se escuchaba el canto de un ruiseñor. En otras palabras, los temas de la poesía europea clásica rondaban por el lugar, que en su última etapa, antes de ser puesto en venta, había desempeñado funciones de sala de baile o cabaret de provincia.

No pretendo hacer el itinerario poético, político, humano del último Neruda. No escribo un capítulo de su biografía. Me limito a dar un testimonio más bien disperso, desordenado, producto de mi memoria personal y de mis ocasionales y escasos apuntes. Creo, a partir de mi propia observación, que hubo tres episodios decisivos q

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