Poesía reunida

William Ospina

Fragmento

Prólogo

Me he animado a incluir en la recopilación de los poemas que he escrito a lo largo de treinta años estos ejercicios tempranos, que se han resistido a dispersarse y desaparecer al azar de los cambios. Harto testimonian mi indiferencia ante las modas literarias y mi conciencia de que la poesía, más que algo que buscamos, es algo que nos busca y a veces nos encuentra. El epígrafe es del poema de Ezra Pound «Cerca de Perigord», que admirablemente vertió al español Pedro Gómez Valderrama. Trozos de espejos rotos son estos versos: reflejos de amores, de sueños, de delirios, y reflejos de voces que con pudor intentaba imitar, ya que la imitación es la primera de las formas del aprendizaje.

Pero nadie aprende a hacer poesía: sólo podemos aprender a escuchar esa voz que no se sabe si está en la mente o en el viento. Cada vez volvemos a ignorar cómo se hace el poema, cada vez tenemos que volver a aprender. Paul Valéry decía que no es el poeta el que hace al poema, sino el poema el que hace al poeta. Que no hay un ser llamado poeta, favorecido por el curioso don de que todo lo que escribe sea poesía, sino que hay poemas que convierten (bien fugazmente) en poeta a quien los escribe.

Por eso hasta los autores de los versos más sublimes pueden perder el don, y hacer naderías. Por eso, hasta los más tenues cantores pueden alcanzar, así sea por un instante, su día y su dios.

Nada me veda pensar que en algún momento de esos años tempranos, en alguna línea de esos poemas, me fue dado vislumbrar el rostro de la poesía, ver pasar la criatura de la noche idumea.

W. O.

¡Y todo el resto de ella un elusivo cambio,

un quebrado manojo de espejos...!

Ezra Pound

Atardecer

Como una liebre dorada

que huye de negra jauría,

un pedacito de día

quema la cumbre encantada.

Gastó el día su tesoro

en la llanura lejana

y arroja por mi ventana

su última moneda de oro.

Pierde el cielo un brillo terso

pero yo entiendo, y laboro

para que el trocito de oro

siga brillando en el verso.

Poema

Estuvo aquí hace poco. Como una diosa en fuga

llevaba débilmente sus temblores divinos.

Por un instante el cielo detuvo a la hilandera

y la muchacha hermosa se detuvo un momento.

Ahora ha partido. Carne que sabe la sentencia,

comprendo que mis ojos la han perdido por siempre.

Roja sombra, has de ser la ceniza de un sueño.

Dulce, fugaz sonrisa... ¿No estarás en mi cielo?

Nada nos pertenece. Todo sigue un oscuro

rumbo. Son sueño el árbol, el castillo, la esfinge.

El mar abre sus líquidos brazos de cruel sirena

hacia donde incesantes naves se precipitan.

Adiós, sagrada imagen. En la tarde solemne

despido astros y Dioses que otorgan oro y sangre.

Muero un poco con todas las flores abatidas

y se apaga el crepúsculo, pero la noche es grande.

Pasos

Árboles fijos como leyes que sólo ráfagas arrancan

deja mi paso atrás, en campos que se derrumban al pasado.

La luz parcial de los faroles, lánguidas filas de señales,

viola con firme indiferencia la espesa tinta de la noche.

Vago más lento que una espera por callecitas generosas

que participan de la tierra con humildad y con vergüenza,

sin comprender que no se cierren como tocadas sensitivas

bajo el desfile de los astros, en el pavor del infinito.

Tierra feliz para el engaño, voy embrujado por la sombra,

armo una mímica excesiva con el perfil de los arbustos,

admiro un trote de caballos en los tambores infantiles

que han traspasado las paredes como los genios de otra magia.

Y quiero la perseverancia del timbre agudo de los grillos

que son materias invisibles y una canción inobjetable,

y sufro el miedo y la flaqueza de codiciar el mal ajeno,

pertenecer a lo palpable, tener un nombre, un sitio, un rumbo...

Pero me suelto por la noche como un pequeño suelta un pájaro,

borro en mi pecho la ambición, que a veces toca la blasfemia,

dejo a los dioses que me habitan iluminar el hondo espacio

y abro los brazos al azar como a un regalo inmerecido.

Ya sé que nadie hará mi paz. Mi mar se calma lentamente.

Si el tiempo es duro y es feroz, también es sabio, y no lo dice.

No pido nada. Voy sin prisa, gozando todo lo que pierdo,

con el horror de lo fugaz como un incendio contra el pecho.

La volvedora noche calla, con la piedad del inocente,

me da su lenta muchedumbre, no me destroza como el día,

y tras sus párpados oscuros presiento el cielo de unos ojos

cuyo secreto aguarda al fondo de mi asombrado sueño errante.

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