El Superzorro (Colección Alfaguara Clásicos)

Roald Dahl

Fragmento

La caza

La caza

Cariño —le dijo don Zorro a su señora—, ¿qué quieres para cenar?

—¡Hm...hm... se me antoja un buen pato! —le contestó ella—. O mejor dos, uno para mí y otro para los niños.

—Como tú digas, amor —dijo don Zorro—, ¡serán de lo mejorcito de Buñuelo!

—Ten mucho cuidado, corazón —le advirtió la zorra.

—Pero, encanto, ¿no ves que con estas narices que tengo a mí no se me escapa nadie? Además, cada uno de esos bribones tiene un olorcillo muy particular... Bufón huele a piel de pollo, pero piel de pollo podrida... Buñuelo, a hígado de ganso… Y en cuanto a Benito, ése apesta a sidra fermentada…

—Está bien, está bien —dijo doña Zorra—, pero sobre todo, no te descuides... Ya sabes que te estarán esperando. —Adiós amor —dijo el buen zorro—, hasta pronto. Poco se podía imaginar el astuto zorro que en aquellos precisos momentos los tres granjeros se acercaban al agujero de su madriguera, cada uno con una escopeta cargada de cartuchos. Y tenían además la suerte de que el viento soplaba hacia ellos, de forma que el zorro no podía olerlos al salir de su escondrijo. El pobre zorro, sin sospechar nada, se dirigió hacia el largo túnel oscuro que conducía a la salida de su madriguera. Una vez al final, sacó su hermosa cabeza por el agujero del árbol y aspiró el fresco aire de la noche.

Nada, ni rastro de olor. Lentamente, empezó a sacar el cuerpo de dentro del agujero. Al salir, movía su cabeza, olfateando en todas direcciones. Se disponía ya a dirigirse hacia la espesura del bosque cuando le pareció oír un ruido muy leve, parecido al que podría hacer el pie de un hombre al pisar sin querer un montón de hojas secas.

Al oírlo, don Zorro echó cuerpo a tierra y se quedó completamente inmóvil, alargando sus grandes orejas. Escuchaba con gran atención, pero no pudo oír nada más. «Debo de haberme equivocado», pensó entonces, «ese ruido lo debe de haber provocado algún ratón campestre o algún otro bicho parecido.»

Y decidió proseguir su camino. El bosque estaba oscuro, y el silencio de la noche era denso, no se oía ni el ruido de una hoja. En el cielo brillaba la redonda luna...

Y justamente en ese momento, sus ojos vieron en la oscuridad de la noche el reflejo metálico de algo que relucía entre los árboles. De nuevo, el zorro se quedó inmóvil. «¿Qué demonios puede ser?», pensaba el raposo, «es algo que se mueve... y ahora sube hacia mi... ¡cielo santo! ¡Es el cañón de una escopeta!». Más veloz que el rayo, don Zorro dio un salto hacia su agujero, al tiempo que todo el bosque se llenaba del ensordecedor ruido de los disparos: ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

El humo y el olor de la pólvora flotaban en el aire de la noche. Los tres granjeros, Benito, Buñuelo y Bufón, salieron de sus escondites y se dirigieron al árbol del zorro.

—Pero bueno, ¿le hemos dado o no le hemos dado? —dijo Benito.

Bufón iluminó con su linterna el agujero y allí en el suelo, sucia y cubierta de sangre, vieron... la cola del zorro. Benito la recogió del suelo y exclamó:

—¡Maldita sea! ¡Cogimos la cola pero no el zorro!

—¡Rayos y centellas!— gritó Bufón—, disparamos demasiado tarde. Debimos haberle atizado en cuanto sacó la cabeza.

—Y me parece que no tendrá ninguna prisa en volverla a sacar —concluyó Buñuelo.

—Por lo menos tardará tres días en volver a salir —dijo Benito mientras se tomaba un trago de sidra—. No volverá a asomar hasta que se muera de hambre y yo, desde luego, no espero a que a don Zorro le entre el apetito. Propongo que le saquemos cavando con nuestras palas.

—De acuerdo —dijo Bufón—, seguro que si nos lo proponemos le sacamos en un par de horas. ¡De aquí no escapa!

—A lo mejor tiene a toda su familia en este agujero —dijo Buñuelo.

—Mejor —exclamó Benito—. Así los mataremos a todos. Vamos a por las palas.

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