Amadeo y otra gente extraordinaria

Graciela Montes

Fragmento

No es que Amadeo fuese exactamente un gigante, pero lo cierto es que las casas y las cosas le quedaban chicas. Porque Amadeo había crecido demasiado. Diecisiete centímetros por semana, dos números de zapatilla por día.

—Este chico no para de comer —decía mamá Paulina mientras freía muchísimos buñuelitos de acelga.

—Y bueno... —suspiraba la abuela Carlota, que cosía pantalonotes con cortinas viejas—. Está creciendo.

Y era cierto. Porque para crecer, lo que se dice crecer, había que dejarlo solo a Amadeo.

Papá Eugenio, que era carpintero de sillas y banquitos, se pasaba las tardes haciéndole camas y más camas al hijo crecedor.

Era una verdadera exageración.

A los cinco años de Amadeo ya les quedaron chicas a todos las dos piezas que alquilaban en Barracas, y cambiaron por una prefabricada en Villa Jardín, con quinta atrás y bastante terreno. Papá Eugenio le hizo un galpón grandote a Amadeo para que durmiese y pudiese jugar a la bolita con las naranjas de la quinta.

Ahí la cosa anduvo un poco mejor, pero no mucho, porque los de Villa Jardín eran más curiosos que los de Barracas, y a eso de las seis, después del picadito, los pibes se venían corriendo a lo del carpintero a pedir, por ejemplo, que les dejaran medirle el dedo gordo del pie a Amadeo, para ver quién había ganado la apuesta.

Pero, con todo, eran vecinos pacienzudos, buena gente y nunca se habían quejado de los vidrios que rompió Amadeo con sus estornudos ese invierno que estuvo tan resfriado, ni de los pozos que dejaba en la calle sin asfaltar cuando iba al colegio después de una noche de lluvia.

Porque casi me olvidaba de contar que Amadeo iba al colegio, como todos los chicos, con un delantal blanco que le había cosido la abuela Carlota con seis sábanas gastadas y una bolsita de arpillera con once manzanas y todos los útiles.

Mientras la escuela estuvo sin terminar y Amadeo pudo entrar al aula porque no había paredes, siempre se sentó en el último banco, en un escritoriote especialmente reforzado que papá Eugenio había donado a la Cooperadora; y después, cuando la escuela tuvo paredes y los chicos entraban al aula por la puerta, Amadeo se quedaba en el patio, mirando y escuchando desde la ventana.

En el recreo los de preescolar lo usaban de tobogán y de montaña rusa, y las chicas de cuarto se peleaban por peinarle el pelo con el rastrillo.

Amadeo era buenísimo, y hasta decorativo, pero un poco incómodo como amigo. Nunca lo invitaban a tomar la leche ni a jugar a la mancha. Ya casi ni los parientes lo visitaban. La madrina, por ejemplo, en vez de traerle un paquete de caramelos tenía que traerle una carretilla, y se cansaba mucho. Así que cada vez fue viniendo menos. Y al final no vino nada. Y Amadeo se quedó sin madrina (del padrino nadie se acordaba).

Además Amadeo tenía sus cosas raras. Como eso de que no le gustara la televisión y en cambio le encantara hacer muñequitos con miga de pan. No sabía jugar al fútbol, pero sabía hacer barriletes lindísimos en forma de ballena y de quirquincho. No le salían nada bien los problemas de regla de tres simple, pero conocía los nombres de todos los sapos de la zanja. Y, cuando lloraba, no lloraba agua, sino gladiolos. Y cuando se reía, de los ojos ojotes (grandes grandotes hasta para un Amadeo) le salían chispas azules y figuritas de brillantes.

Amadeo era un gasto. Comía mucho. Cien milanesas y diez kilos de papas fritas o cincuenta pollos con un balde de chauchas. Treinta vasos de leche. Setenta naranjas y un limón. Una sandía. Además de los cuatrocientos cuarenta y cuatro buñuelitos de acelga, que se habían convertido en su pasatiempo favorito desde el día en que los chupetes le habían quedado definitivamente chicos y se le resbalaban por la lengua hasta la garganta o jugaban a las escondidas en los rincones de la boca.

Mamá Paulina y papá Eugenio hacían todo lo posible. Hasta la abuela Carlota trabajaba. Pero nunca alcanzaba. Por eso se les ocurrió la idea del kiosquito. Papá Eugenio juntó tablones y levantó una casilla en la puerta de la casa, y la pusieron a la abuela a vender lo

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