El papa Francisco: «A las neurosis hay que cebarles mate»
En 2017, el papa Francisco invitó a un médico y periodista argentino con quien lo unía una buena relación a desplegar sobre el Vaticano ese tema fascinante sobre el que venía investigando: la salud en la cumbre del poder. Para ello, le abrió las puertas del Archivo Secreto Vaticano, 85 kilómetros de estantes donde descansan los papeles sobre la salud y la muerte de los papas de los últimos ocho siglos. Tras dos años de investigación, «La salud de los papas» (Sudamericana), ya un best seller en Argentina, recorre las intrigas y especulaciones alrededor de las historias clínicas de los pontífices del siglo XX, de la hipocondría de Pío XII y el disparatado doctor Galeazzi-Lisi a la siempre sospechosa muerte de Juan Pablo I y la leyenda del envenenamiento de Pío XI. Pero, además, el propio Francisco ofrece un testimonio irrepetible: por primera vez, un papa que habla de forma abierta y clara sobre sus enfermedades y su salud física y psíquica. A continuación, «Lengua» reproduce apenas unos fragmentos de esa jugosa hora y cuarto en la que habla de la dolencia que casi le cuesta el papado, las angustias, los pecados, la muerte, el dolor y —argentino al fin— el psicoanálisis.
Por Nelson Castro
Crédito: Getty Images.
En el inicio de este relato hay una anécdota, y quien mejor la narra es la periodista y escritora Alicia Barrios: «Alegres de Evangelio. En ese estado de gracia, fuimos a la audiencia pública de los miércoles el 25 de octubre de 2017. Éramos una familia Bergogliana: Nelson Castro, Sebastián Sánchez, Belén, Alfredo y yo. Nos ubicaron en un lugar de excelencia, en donde Francisco estaba al alcance de la mano. El sol era como una persona más porque brillaba, radiante, por todas partes. Así, llegó la hora del baci mano. Se fue acercando. Empezamos a vivar al papa y entonábamos: "¡Padre Jorge! ¡Padre Jorge!". Se lo veía feliz, con los brazos abiertos de par en par. Bergoglio transmite la energía de un bosque que camina. Siempre supe que por Nelson sentía afecto y respeto como periodista y como ser humano. Dejo testimonio de lo que le dijo: "Tiene que escribir el libro de la salud de los papas. Empiece por mí. Le cuento mis neurosis". De inmediato le comenté, en secreto, al oído: "Nelson precisa verte". Acordamos que monseñor Fabián Pedacchio, su secretario privado, se comunicaba conmigo. Lo despedimos flotando en el aire. No solo estábamos bendecidos, sino que cada uno de nosotros éramos una pequeña plegaria. Habían pasado no más de cinco minutos cuando el padre Fabián me avisó de que ese mismo día, a las siete de la tarde, Su Santidad esperaba a Nelson en Santa Marta. Así empezó lo bueno».
Ciencia y religión
Roma, sábado 16 de febrero de 2019. La mañana es radiante. La ciudad está bañada por un sol a pleno que, en medio de un cielo absolutamente diáfano, parece transformar el invierno en un esbozo de primavera. Los jardines del Vaticano lucen toda su belleza. Se observa un movimiento intenso en su entorno: sacerdotes, obispos, cardenales, personal de maestranza, jardineros, los guardias suizos y el personal de seguridad yendo y viniendo en medio de un estruendoso silencio. Todo luce impecable. La escena es feérica.
Tras atravesar el jardín, me hallo ya en el patio interior del Palacio Apostólico. Los guardias examinan mi esquela de invitación y me franquean el paso. Uno de los mayordomos me acompaña hasta el ascensor, que nos lleva al tercer piso. Allí, otro mayordomo me conducirá por distintos ámbitos del palacio —en los que la historia se hace presente a cada paso— hasta un salón de espera. Son las 10.45. En el recinto hay ocho sillones tapizados con pana roja finamente estampada, con patas y rebordes dorados. A las 10.55, se abre la puerta y aparece monseñor Luis Rodrigo, un sacerdote argentino. Es delgado, de mediana estatura, y hace gala de una exquisita amabilidad. Me invita a ver dos esplendentes cuadros de Rafael, el gran pintor italiano del Renacimiento, y una serie de artesanías de los pueblos originarios del Perú que le fueron obsequiadas al Papa durante uno de sus viajes. A las 10.58 se abre la puerta de la biblioteca y sale un cardenal con el cual el sumo pontífice ha tenido una reunión de quince minutos. «En dos minutos lo recibe a usted», me señala monseñor Rodrigo. Y a las once en punto —tal cual estaba pautado— la puerta de la biblioteca se abre. Y allí me está aguardando Francisco.
Lo veo sonriente y animado. Me estrecha la mano con firmeza. Su rostro es lozano, juvenil. Su mirada es vivaz. Sabe que va a protagonizar un hecho único: por primera vez un papa va a hablar de forma extensa y detallada sobre su salud. Será una larga entrevista de una hora y quince minutos que hará historia. Lo veo feliz.
—¿Cómo está de salud, Santidad?
—Muy bien. Gracias a Dios estoy muy bien. Me encuentro con energías y con ganas. Tengo ochenta y dos años y me siento pleno.
—A lo largo de su vida usted atravesó algunas dolencias delicadas y graves.
—Sí. Pasé por momentos delicados.
—Siendo más joven, tenía usted veintiún años, padeció un cuadro pulmonar severo: le encontraron tres quistes en el lóbulo superior del pulmón derecho. ¿Le quedó alguna alteración de la función respiratoria?
—La verdad, no. La recuperación fue completa y nunca sentí ninguna limitación en mis actividades. Como usted ha podido ver, por ejemplo, en los distintos viajes que he hecho y que usted ha cubierto, nunca debí restringir o cancelar ninguna de las actividades programadas. Nunca experimenté fatiga o falta de aire [disnea]. Según me han explicado los médicos, el pulmón derecho se expandió y cubrió la totalidad del hemitórax homolateral. Y la expansión ha sido tan completa que, si no se le advierte del antecedente, solo un neumólogo de primer nivel puede detectar la falta del lóbulo extirpado.
El asunto del pulmón estuvo a punto de jugar un rol clave en el intento de los adversarios del entonces cardenal Jorge Bergoglio de impedir su elección. Quien dio cuenta de esto fue el arzobispo de Tegucigalpa, el cardenal Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga: «Ciertamente, no puedo decir qué sucedió dentro de la Sixtina durante el cónclave, pero puedo decir esto: cuando la figura del arzobispo de Buenos Aires comenzó a emerger como el nuevo posible Papa, ellos comenzaron a moverse para frenar el plan de Dios que estaba a punto de concretarse. Alguien que estaba apoyando a otro cardenal papable, en efecto, difundió el rumor en Santa Marta de que Bergoglio estaba enfermo ya que le faltaba un pulmón. Fue en este punto donde yo tomé coraje. Hablé con otros cardenales y les dije: "Ok, voy a ir a preguntarle al arzobispo de Buenos Aires si estas cosas son realmente ciertas". Cuando fui a verlo, le pedí perdón por la pregunta que estaba a punto de formularle. El cardenal Bergoglio se sorprendió mucho, pero confirmó que aparte de un poco de ciática y una pequeña operación en su pulmón derecho para la remoción de un quiste cuando era joven, él no tenía ningún problema de salud de importancia. Su respuesta fue un verdadero alivio: el Espíritu Santo, a pesar de los obstáculos de las camarillas, estaba soplando sobre la persona correcta».
El destacado periodista Gerard O'Connell recogió otro testimonio de valor sobre las intrigas alrededor de la afección pulmonar de Francisco. Corresponde al cardenal español Abril Santos y Casteló, quien contó que él también se acercó a Bergoglio y le formuló la misma pregunta al final del almuerzo. «¿Es verdad que usted tiene un solo pulmón?». El arzobispo de Buenos Aires lo negó y le explicó que, en 1957, cuando tenía veintiún años, se había sometido a una cirugía para la remoción del lóbulo superior de su pulmón derecho a causa de tres quistes y que, desde entonces, ese pulmón funciona con total normalidad.
«En los terribles días de la dictadura, en los cuales me tocó llevar a gente escondida para sacarla del país y salvar así sus vidas, tuve que manejar situaciones que no sabía cómo encarar. A lo largo de seis meses una psiquiatra me ayudó a manejar los miedos. Imagínese lo que era llevar a una persona oculta en el auto —solo cubierta por una frazada— y pasar tres controles militares. La tensión que me generaba era enorme.»
—¿Se psicoanalizó alguna vez?
—Le cuento cómo fueron las cosas. Nunca me psicoanalicé. Siendo provincial de los jesuitas, en los terribles días de la dictadura, en los cuales me tocó llevar a gente escondida para sacarla del país y salvar así sus vidas, tuve que manejar situaciones que no sabía cómo encarar. Fui a ver entonces a una señora —una gran mujer— que me había ayudado en la lectura de algunos tests psicológicos de los novicios. Entonces, durante seis meses, le consulté una vez por semana.
—¿Era una psicóloga?
—No, era psiquiatra. A lo largo de esos seis meses me ayudó a ubicarme en cuanto a la forma de manejar los miedos de aquel tiempo. Imagínese usted lo que era llevar a una persona oculta en el auto —solo cubierta por una frazada— y pasar tres controles militares en la zona de Campo de Mayo. La tensión que me generaba era enorme.
—¿Para qué más le fue útil la consulta con la psiquiatra?
—El tratamiento con la psiquiatra me ayudó además a ubicarme y a aprender a manejar mi ansiedad y evitar el apresuramiento a la hora de tomar decisiones. El proceso de toma de decisiones es siempre complejo. Y los consejos y las observaciones que ella me dio me fueron muy útiles. Ella era una profesional muy capaz y, fundamentalmente, una muy buena persona. Le guardo una enorme gratitud. Sus enseñanzas me son aún de mucha utilidad hoy en día.
—¿Fue difícil para usted hacer este tipo de consulta?
—No. Yo soy muy abierto y, en ese punto, tengo una postura muy consolidada. Estoy convencido de que todo sacerdote debe conocer la psicología humana. Hay quienes lo saben por la experiencia de los años, pero el estudio de la psicología es necesario para un sacerdote. Lo que no veo del todo claro es que un sacerdote haga psiquiatría debido al problema de la transferencia y la contratransferencia, porque ahí se confunden los roles, y entonces el sacerdote deja de ser sacerdote para pasar a ser el terapeuta, con un nivel de involucramiento que después hace muy difícil tomar distancia.
—Usted me habló varias veces de sus neurosis. ¿Cuán consciente es de ellas?
—A las neurosis hay que cebarles mate. No solo eso, hay que acariciarlas también. Son compañeras de la persona durante toda su vida. Recuerdo haber leído una vez un libro que me interesó mucho y me hizo reír a carcajadas. Su título era Alégrese de ser neurótico, del psiquiatra estadounidense Louis E. Bisch. Es algo que comenté en la conferencia de prensa que di en el vuelo de regreso de Seúl a Roma. Dije: «Soy muy apegado al hábitat de la neurosis», y agregué que, después de esa lectura, decidí cuidarlas. Es decir, es muy importante poder saber dónde chillan los huesos. Dónde están y cuáles son nuestros males espirituales. Con el tiempo, uno va conociendo sus neurosis.
—En general, se las agrupa en neurosis ansiosa, neurosis depresiva, neurosis reactiva y neurosis postraumática. ¿Cuál o cuáles son las suyas?
—La neurosis ansiosa. El querer hacer todo ya y ahora. Por eso hay que saber frenar. Hay que aplicar el célebre proverbio atribuido a Napoleón Bonaparte: «Vísteme despacio que tengo prisa». Tengo bastante domada la ansiedad. Cuando me encuentro ante una situación o debo enfrentarme a un problema que me produce ansiedad, la atajo. Tengo distintos métodos para hacerlo. Uno de ellos es escuchar a Bach. Me serena y me ayuda a analizar los problemas de una manera mejor. Le confieso que con los años he logrado poner una barrera a la entrada de la ansiedad en mi espíritu. Sería peligroso y dañino que yo tomara decisiones bajo un estado de ansiedad. Lo mismo pasa con la tristeza producida por la imposibilidad de resolver un problema. Es también importante dominarla y saber manejarla. Sería igualmente nocivo tomar determinaciones dominado por la angustia y la tristeza. Por eso digo que la persona debe estar atenta a la neurosis, ya que es algo constitutivo de su ser.
—En lo personal, ¿encuentra usted en la oración el alivio del alma que otros buscan, por ejemplo, en el psicoanálisis?
—Para mí, la oración es más que eso, porque la oración pone a la persona en otra dimensión.
—¿Siente que la oración es curativa?
—Sí. La oración permite que Jesús entre en nosotros. Y eso es siempre muy bueno.
—Quienes lo conocimos como arzobispo de Buenos Aires lo recordamos con un rostro adusto y de preocupación muy diferente al que le hemos visto desde su ascenso al trono de Pedro. ¿Estuvo deprimido alguna vez?
—Deprimido, no. Triste, sí.
—¿Qué cosas o hechos le producen tristeza?
—Tristezas hay muchas a lo largo de la vida de una persona. Están aquellas que podríamos llamar naturales. Son las producidas, por ejemplo, por la muerte de los padres o de los seres queridos. Pero están las otras que, en mi caso, se produjeron por las difíciles circunstancias por las que debió atravesar la Argentina. Sentí —y siento— tristeza cuando un cura abandona los hábitos. La injusticia me produce tristeza e indignación.
—¿Y pudo manejar esas situaciones difíciles?
—No siempre. La verdad es que, a veces, ellas me manejaron a mí. El sufrimiento es una vivencia muy dura. Uno tiene que entender que es imposible superar ese dolor de un momento para el otro. Hay que comprender que reconocer y aceptar ese sufrimiento es lo que nos va a llevar a la cura. Eso lleva tiempo y al tiempo no se lo puede apurar.
—De no haber sido elegido Papa, su vida sacerdotal se encaminaba hacia su fin. ¿Le producía esa circunstancia tristeza o depresión?
—Al contrario. Esperaba mi retiro sacerdotal con alegría. Tanto es así que ya había reservado la que iba a ser mi habitación en el hogar sacerdotal del barrio de Flores [se trata del Hogar Sacerdotal Monseñor Mariano Espinosa, ubicado en la calle Álvarez Condarco 581, en la ciudad de Buenos Aires. La habitación reservada para el entonces cardenal Bergoglio era la número 13]. Era una habitación simple y austera. Es sabido que a mí me gusta mucho confesar, de forma tal que ya me había preparado para ir a confesar a la basílica de San José de Flores. Y así fue como me vine a Roma. Con mi retiro a la vista. No sabía que el destino tenía guardado para mí el hacer realidad la frase de Caminito [famoso tango]: «Desde que se fue, nunca más volvió...»
El papa Francisco celebra la Santa Misa el pasado Domingo de Ramos en la basílica de San Pedro (Ciudad del Vaticano).Crédito: Grzegorz Galazka a través de Getty Images.
«Vivir en la residencia de Santa Marta con una comunidad de personas que hacen una vida absolutamente normal me es de gran ayuda. No habría soportado vivir en la soledad del departamento papal.»
—¿Se siente solo?
—No, para nada. El hecho de vivir en la residencia de Santa Marta con una comunidad de personas que hacen una vida absolutamente normal me es de gran ayuda. No habría soportado vivir en la soledad del departamento papal.
—¿Le pesa o lo estresa tener que tomar decisiones en la soledad del poder?
—No es fácil, pero ahí es donde Dios siempre ayuda.
—¿Siente la presencia de Dios?
—Absolutamente. Cuando tomo una decisión difícil, dejo que madure dentro de mí. Es entonces cuando, al cabo de un tiempo, me invade una seguridad que me indica que la decisión que adopté es la correcta.
—¿Comete errores?
—Por supuesto que sí.
—¿Cómo los vive?
—Vivo esa circunstancia desgraciada con pena y sincero arrepentimiento. Por eso no solo pido perdón, sino que trato de repararlo inmediatamente.
«El rencor es como lo describe el tango: “Rencor, mi viejo rencor”. Detrás de todo rencor hay un gran amor. El rencor es el producto de un amor frustrado. Gracias a Dios, no soy rencoroso.»
—¿Cómo enfrenta la enfermedad de poder producto del séptimo pecado capital, la soberbia?
—La tentación siempre existe. Por eso, antes de tomar una decisión, consulto con otros. Y entre esos otros que consulto, busco hacerlo con aquellos que sé que van a expresar una opinión diferente de la mía. El diálogo con personas que piensan diferente de mí me ayuda en la maduración de una decisión y constituye el principal antídoto para luchar contra la enfermedad de poder. El pensamiento distinto enriquece siempre. La terquedad empobrece.
—¿Es terco?
—A veces sí. Por eso me molesta y entristece tanto la terquedad ajena, porque, al fin y al cabo, veo en ella el reflejo de la mía.
—¿Le cuesta perdonar?
—A veces sí. Y eso es bueno. Hacer el esfuerzo para perdonar ayuda mucho.
—¿Se confiesa?
—Sí.
—¿Con cuánta frecuencia?
—Me confieso cada quince días.
—¿Le ayuda?
—¡Muchísimo! Me encanta confesarme.
—¿Se siente pecador?
—Por supuesto. Por eso siempre estoy alerta. El demonio es tremendamente astuto.
—¿Alguna vez debió mentir?
—Mentir, no. Callar momentáneamente una verdad, cuando esa verdad puede dañar a otros, sí.
—¿Es rencoroso?
—El rencor es como lo describe el tango [del mismo nombre]: «Rencor, mi viejo rencor». Detrás de todo rencor hay un gran amor. El rencor es el producto de un amor frustrado. Gracias a Dios, no soy rencoroso.
—¿Es envidioso?
—Me acuerdo, siendo chico, de la envidia al compañero que sacó una nota mejor que la de uno. Entre esos recuerdos está el de una vez que salí segundo en un campeonato. ¡Qué envidia le tuve al que me ganó y salió primero! A mi edad, ya no hay tiempo para la envidia. Uno debe prepararse para el bien morir.
—Y al margen del dolor, ¿a qué le teme usted?
—Al Cuco no. ¡Ja ja ja! Le temo a engañarme a mí mismo. Porque el demonio es muy hábil. El demonio es el padre de la mentira. A eso sí que le tengo miedo. Sé que con Dios nunca habrá problemas, porque nunca me va a faltar y me va ayudar a aclarar mis dudas y a corregir mis errores.
—¿Piensa en la muerte?
—Sí.
—¿Le teme?
—No, en absoluto.
—¿Cómo imagina su muerte?
—Siendo Papa, ya sea en ejercicio o emérito. Y en Roma. A la Argentina no vuelvo.
Secretos Vaticanos: en el interior del Archivo Secreto de su Santidad
Por NELSON CASTRO
Todo comenzó una tarde de finales de agosto de 2013, cuando, al llegar a mi casa, me encontré con un enorme sobre blanco cuyo remitente me sorprendió: la Nunciatura Apostólica. Al abrirlo, encontré un sobre más pequeño que contenía una esquela manuscrita con tinta negra y una letra pequeña, pareja y perfectamente legible. El nombre de su signatario me impactó: Francisco, el Papa.
Quedé conmovido y, como no podía ser de otra manera, la leí y releí no sé cuántas veces. Su texto derramaba humildad. En uno de sus párrafos, el sumo pontífice me hablaba de mi cobertura para Radio Continental, TN y Canal 13 de su presencia en el Congreso Mundial de la Juventud en Río de Janeiro; en otro, de sus viajes en colectivo en la línea 111 cuando, como arzobispo de Buenos Aires, iba a la parroquia de Cristo Rey en el barrio de Villa Pueyrredón para celebrar la misa de la fiesta patronal; y en un tercer párrafo, me sugería escribir un libro sobre la salud de los papas que lo debería incluir a él. Tomé esto como una manera elegante de hacerme saber que había leído mi libro Enfermos de Poder, que trata el tema de los muchos presidentes argentinos que enfermaron gravemente durante el ejercicio de sus mandatos. Esto último, que al momento de escribir el libro era una inferencia, lo terminó de confirmar el mismo Francisco en la conferencia de prensa que dio a bordo del vuelo papal para los periodistas de todo el mundo que cubrieron su histórico viaje a Irak.
El tiempo pasó. Volví a ver y a entrevistar a Francisco en las coberturas de dos de sus viajes: uno a Israel y Palestina en 2014 y el otro a Cuba y los Estados Unidos en 2015.
En octubre de 2017 me tocó cubrir el relanzamiento en Roma de Scholas Ocurrentis, un proyecto impulsado por el papa para crear una red de escuelas en todo el mundo. Así, en la luminosa mañana del 25 asistí a la audiencia pública que el santo padre celebra cada miércoles. El marco era imponente y el ambiente, feérico. Allí estaba, en primera fila y junto a Alicia Barrios, su hija Belén, Alfredo Calaccione y Sebastián Sánchez, aguardando expectante el saludo que Francisco prodiga al final de la ceremonia. No podía imaginar lo que sucedería.
«¿Cómo está la barra?», exclamó con una amplia sonrisa el papa al vernos y, mirándome, me dijo enfáticamente: «Le recuerdo que usted tiene que escribir un libro sobre la salud de los papas en el que yo le voy a hablar de mis neurosis». Quedé perplejo.
Todo lo que siguió después fue vertiginoso: un encuentro privado con el papa, la comunicación a Buenos Aires para hablar con la editorial, y comenzar esa misma tarde a delinear el proyecto y su realización.
Lo primero que hubo que hacer fue definir a partir de qué papa comenzar; lo segundo, cómo llevar adelante la investigación; lo tercero, empezar a gestionar la entrevista con Francisco.
Decidimos que el libro debía comenzar a partir de León XIII por una razón simple: el nivel de desarrollo científico que alcanzó la medicina desde el comienzo del siglo XX con diagnósticos más certeros y mejores posibilidades terapéuticas.
La instrumentación de la investigación tuvo una doble vía: una en Buenos Aires y otra en Roma. En Roma, el objetivo imprescindible fue tener acceso al Archivo Secreto del Vaticano. Para ello fue clave la predisposición y la ayuda de monseñor Fabián Pedacchio, quien, ante nuestra requisitoria, hizo todo lo necesario para allanar nuestro acceso al archivo, en donde la indagación fue ardua, trabajosa y difícil.
El Archivo Secreto es un universo de 85 kilómetros de estantes que obliga a un trabajo planificado, metódico y riguroso que acepta solo 65 investigadores por día. Hoy no se llama ya Secreto, sino Apostólico. El papa Francisco le cambió el nombre, en octubre de 2019, para evitar suspicacias y especulaciones. Lo de «secreto» venía del latín segretum (separar, distinguir, reservar) pero en la Santa Sede del siglo XXI sonaba a oculto, a prohibido, a negativo. Aludía, en realidad, a que el archivo fundado por el papa Pablo V, en el siglo XVII, estaba separado del resto y era solo accesible para las consultas del pontífice de turno.
El Archivo Vaticano conserva documentos de los pontificados de los últimos ocho siglos. Allí se custodian las actas y las pruebas del modo en el que se gobernó la Iglesia desde entonces.
Muchas de las páginas más reveladoras del libro son el resultado de la labor artesanal y meticulosa que fue entrelazar el acceso directo a los documentos históricos sobre la salud y la enfermedad de los papas.
Así, a medida que fueron apareciendo los datos, la escritura del libro se transformó en algo verdaderamente apasionante. Semana tras semana aparecían nuevos datos que nos llevaban a nuevas búsquedas que nos revelaban hechos hasta aquí desconocidos u olvidados. En este sentido, uno de los tantos datos que el lector encontrará en el libro es el detalle de los varios papas que, a causa de sus problemas de salud, pensaron en renunciar. A lo largo de la obra se suceden las narraciones de las intrigas que aún hoy se tejen alrededor de la muerte de Juan Pablo I, el calvario de Juan Pablo II, la hipocondría de Pío XII y los disparates de su médico, el doctor Galeazzi–Lisi, los cabildeos acerca de la operación de próstata a la que fue sometido Pablo VI, la falsa noticia del fallecimiento de Benedicto XV, la agonía de Juan XXIII, la falta de fuerzas que llevó a la renuncia a Benedicto XVI, la leyenda del envenamiento de Pío XI, el dolor de la guerra que llevó a la tumba a Pío X y la longevidad de León XIII.
El libro fue tomando forma.
Faltaba un tercer elemento clave: la entrevista con Francisco. Fue un proceso largo e incierto. Más de una vez me pregunté si la entrevista se haría. El proceso llevó un año y cuatro meses de gestiones. Periódicamente intercambiaba emails con monseñor Pedacchio, quien, con encomiable amabilidad, me respondía: «Tenga paciencia que el santo padre la va a conceder el reportaje».
Fue así que, en la mañana del 1 de enero de 2019 —temprano— sonó mi celular. «¿Quién será a esta hora en un primero de año?», me pregunté con extrañeza sin imaginar quién era la persona que me estaba mandando un mensaje por email. A la sorpresa de saber que era el padre Pedacchio siguió el asombro al leer su texto: «Su Santidad lo espera para la entrevista que le prometió en el Palacio Apostólico el sábado 16 de febrero a las once de la mañana», me decía. Fue aquel un día inolvidable. Recuerdo haber comenzado a llamar y a mandar mensajes a cuantos estaban involucrados con el libro, a quienes la noticia también impactó.
Hasta la fecha de la entrevista pasaron 46 días. Fue una verdadera cuenta regresiva en la que el fantasma de la cancelación sobrevoló permanentemente sobre mí. Pero, finalmente, el día llegó.
Recuerdo cada detalle de aquel sábado 16 de febrero de 2019. Un día espléndido a pleno sol. La llegada al puesto de seguridad del Vaticano, la caminata a través de sus jardines, la llegada al Palacio Apostólico, el trayecto pletórico de historia hasta llegar a la antesala del despacho papal, la conversación con su asistente de cámara, monseñor Luis Rodrigo, y el momento en que se abrió la puerta y apareció Francisco con su sonrisa, su rostro juvenil, su mirada vivaz y su apretón de manos franco y fraterno.
Y así fue como lo que parecía un imposible se hizo realidad a través de un hecho único de proyección histórica ya que, por primera vez en los dos mil años del papado, un sumo pontífice habla abiertamente de su salud.
La entrevista fue impresionante: una hora y cuarto en la que Francisco se explayó sin límites sobre sus afecciones físicas y sus neurosis.
El corolario perfecto para un libro que recorre los vericuetos vaticanos y que constata su mixtura de santidad y terrenalidad, esencia de la Iglesia immaculata ex maculatis que describió san Ambrosio.