Stephen King, el hombre que amaba a las mujeres terroríficas
Hace 50 años, Stephen King, aún entonces un profesor con ínfimos ingresos, una hija de cuatro años y un hijo de dos, publicaba una primera novela protagonizada por una adolescente a la que sus compañeras de instituto martirizaban y le permitía devolver el golpe —de la única manera en que alguien en su situación podía hacerlo: deseándoles el Mal y que el Mal se hiciese «real»—, y pulverizaba las listas de ventas, cambiándole la vida para siempre. A aquel primer personaje femenino —tan mítico y necesario, tan disruptivo e inspirador en un momento en el que las miradas sobre las mujeres no eran tan directas, ni tan desde dentro— le han seguido en estas cinco décadas una pequeña infinidad más, siendo su última gran incorporación la compleja y brillante Holly Gibney, una detective nada corriente en perpetua guerra con su madre, con su trastorno obsesivo compulsivo, y una singularidad que lo mismo hace de ella alguien vulnerable que la vuelve por completo invencible. Tabitha King, su mujer, tiene buena parte de la culpa de aquel primer disparo —el manuscrito inicial, tentativo, de «Carrie» fue rescatado por ella de una papelera— y de la forma, siempre veraz y empática, empoderante, en que los personajes femeninos del Rey del Terror están en el mundo. Aprovechando la publicación de «Si te gusta la oscuridad» (Plaza & Janés), donde aparece otro futuro, o instantáneo, inolvidable personaje femenino —Allie Bell, la anciana que recibe amablemente a Vic Trenton en «Serpientes de cascabel», la secuela de «Cujo»— la periodista y escritora Laura Fernández repasa para LENGUA las «ellas» más icónicas de la obra del escritor que no juega con los estereotipos sino con la posibilidad de romperlos.
Por Laura Fernández
Stephen King y compañía. Crédito: Max Rompo.
Si alguna vez se han preguntado por qué las mujeres en la obra de Stephen King tienden a ser poderosas e invulnerables, por más que, de alguna forma, hayan sido maltratadas o ninguneadas por un mundo que no las considera parte de él —o las cree fallidas, defectuosas o malditas—, les diré que es probable que todas ellas tengan a la vez, una parte del propio King —de todo eso de él que nadie supo ver a tiempo, o que, en algún momento, le atormentó, y aquí vale desde el desencaje que pudo sentir de niño a la cocaína que él mismo admite representa Annie Wilkes, la desquiciada fan del escritor Paul Sheldon ficticio, protagonista de Misery—, y otra de su madre, la mujer con la que creció, y que le animó a poner por escrito aquello que se le pasaba por la cabeza, que era siempre un universo imposible en el que las carencias con las que vivían no sólo no existían sino que eran invisibles, porque todo lo que ocurría en él era tan extraordinario —para bien o para mal, y casi siempre era, a la larga, para mal— que el que no hubiese agua corriente en casa podía llegar a no importar lo más mínimo. Nellie Ruth Pillsbury King —así se llamaba la madre de King— crio sola a sus dos hijos —el padre les abandonó cuando los dos eran aún muy pequeños— y su tenacidad, y su valentía, su infinito amor y respeto —quién sabe si Stephen se hubiese tomado tan en serio lo de escribir si no hubiese sido porque ella le pagó cada uno de sus primeros cuentos, como si fuese la responsable de una de aquellas revistas para las que acabó escribiéndolos de adolescente— está, de alguna forma, contenida en cada una de esas mujeres que ha creado. Mujeres que, como ella, jamás van a rendirse, y a menudo, como Carrie White, o Charlie McGee —la protagonista de Ojos de fuego, esa especie de antecesora de Eleven, el personaje de Strangers Things, tan compendio de las adolescentes de King que, en realidad, las representa a todas—, devuelven en golpe.
Oh, en realidad, siempre lo hacen.
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Las tres mujeres protagonistas de su trilogía femenina —sí, entre 1992 y 1993, King escribió tres libros protagonizados por mujeres que hacían frente, y cómo, a los abusos de un patriarcado entonces nada señalado como lo está hoy, pero por completo visible, y presente, en la sociedad—, también, por más que, cuando cada una de las historias da comienzo, parecen por completo atrapadas en su papel de víctima. Los libros, por cierto, son El juego de Gerald, Dolores Claiborne y El retrato de Rose Madder. Todas ellas han sufrido, de forma directa, o indirecta, algún tipo de abuso, y cada una a su manera, se liberan de su peso. Dolores Claiborne lo hace, además, en un diálogo con el lector, al que otorga el papel de confesor, y ante quien describe, durante una larga noche, toda su vida —ha sido acusada de matar a la anciana que cuidaba, pero, oh, ese es el menor de sus problemas—. Y en El juego de Gerald, lo que el lector hace es bucear en la mente de Jessie Burlingame, la mujer cuyo amante acaba de morirse en mitad de un juego sexual, y que está esposada a una cama, desnuda, en una cabaña en mitad del bosque. Mientras idea una manera de escapar —y esa manera existe, aunque resulte horrible el sólo hecho de pensar en ella: he aquí lo que hace de la novela un artefacto de lectura enfebrecida—, Jessie recorre su vida y la revive, de alguna forma, y el lector lo hace con ella, y descubre algo que ni ella misma sospechaba que escondía, y que ha marcado, desde el principio, su relación con el mundo, ¿y no es aquel bosque esa parte de su vida que no la deja marcharse y la mantiene sumida en una especie de pesadilla de la que hace demasiado creyó imposible despertar? La huida de Rose Madder —a la que persigue un marido monstruo— es un terrorífico road trip que tiene mucho de constructor de un nuevo yo lejos del viejo, ese que ha sido usado y machacado, ese que nadie más que tú estás viendo y que nadie más que tú puedes salvar, con la ayuda de eso que fuiste alguna vez, o que has sido desde el principio, y que aparece, milagrosa y oportunamente, para rescatarte.
Arriba, a la izquierda la versión turca del póster de Carrie, la película de Brian de Palma, de 1976, que adaptó la novela homónima de Stephen King, de 1974; a la derecha, Sissy Spacek, la actriz que interpretó el papel de Carrie White. Abajo, a la izquierda, Shelley Duvall como Wendy Torrance en El Resplandor, de Stanley Kubrick (1980), película de la cual King reniega; a la derecha, Tabitha y Stephen King en una imagen de 1999. Créditos: Getty Images.
Sí, puede que haya mujeres en la obra de King de las que el autor no deba sentirse orgulloso —y pienso, en concreto, en Mattie, la madre de la pequeña Kyra, en Un saco de huesos, a la que el protagonista, un escritor en pleno bloqueo, incapaz de escribir después de la súbita muerte de su esposa, corteja como si fuese una especie de Humbert Humbert, y ella una Lolita en extremo fácil—, pero son una excepción. Y en parte, la culpa la tiene Tabitha King, su mujer, a quien también contienen, en algún sentido, todos sus personajes femeninos. Porque es a ella a quien recurre para darles forma. Cuando se le ocurrió la historia de Carrie White —algo que apareció después de que un verano ayudase a un pariente en un trabajo que consistía en limpiar los vestuarios de un instituto y descubriese las papeleras para compresas y tampones, e imaginase la escena con la que se abre el libro, la escena en la que la regla, la sangre, pasa de dar vergüenza a generar poder, el poder que se despierta en Carrie después de que eso ocurra, después de convertirse, oficialmente, en mujer—, sintió que había aterrizado «en el Planeta Mujer, y para recorrerlo», cuenta él mismo en Mientras escribo (Plaza & Janés), «no me servía de mucho una antigua visita al vestuario femenino del instituto de Brunswick. Siempre he escrito más a gusto cuando ha sido un acto íntimo, con el erotismo de dos pieles en contacto. Carrie me daba la sensación de llevar un traje de neopreno y no poder quitármelo». Carrie White «no llegó a caerme simpática», confiesa también, poco después de admitir que Tabitha se prestó a ayudarle en todo lo que tuviese que ver con el retrato de la adolescencia femenina porque «yo no tenía ni puta idea sobre las chicas de instituto». No en vano, la dedicatoria de la novela dice, literalmente: «Para Tabby, que me metió en esta y luego me ayudó a salir».
Carrie, su primera mujer escrita, es algo incontrolablemente demoníaco. Y también lo es Annie Wilkes, la fan que protagoniza Misery (...). Con Annie Wilkes, Stephen King creó el terror primigenio, o máximo, del escritor: un lector fiel. Tan fiel y tan rígido que no quiere de ti nada más que aquello que le diste la primera vez.
A menudo solas, como Beverly Marsh en It —la única integrante chica del grupo de chicos que se enfrenta a Pennywise en la novela que Bret Easton Ellis considera «el Ulises del terror»—, o Susannah Dean en La Torre Oscura —una mujer negra en silla de ruedas con doble personalidad, único también miembro femenino del ka-tet de Roland Deschain, el pistolero—, o Frannie Goldsmith —la embarazada de Apocalipsis—, no dejan de ser una fuerza de la naturaleza —en mayor o menor medida—, que por momentos se vuelve de lo más compleja —la Lisey, de La historia de Lisey tiene algo de la Johanna de Un saco de huesos, en el sentido de que ambas se casaron con un escritor de éxito, y fingieron vivir a su sombra pero no lo hicieron en realidad—, y por más que se pretenda, a veces, testigo de aquello que le sucede al protagonista —estoy pensando en la mujer de Jack Torrance en El resplandor o en la del médico que sufre la tentación del cementerio indio que revive cualquier cosa en Cementerio de animales—, su papel no es nunca instrumental, pues, de alguna forma, modela al personaje principal, invoca sus aristas. Dice Mariana Enriquez en su ensayo sobre el universo femenino en la obra de King —titulado Para Tabby, que me metió en ésta... e incluido en el libro The King. Bienvenidos al universo literario de Stephen King (Errata Naturae, 2019)— que «cuando Stephen King escribe mujeres, suele escribir esposas y, en general, las esposas son nobles, de mucho carácter, adorables, inteligentes». Y así es, siempre que los matrimonios funcionan bien. Cuando no lo hacen, o no lo han hecho, como es el caso de Rose Madder, las cosas cambian.
Pero ¿qué hay de las mujeres solas?
A la izquierda, Kathy Bates como Annie Wilkes en un fotograma de Misery (Rob Reiner, 1990); a la derecha, Jennifer Jason Leigh (en primer plano) y, de nuevo, Kathy Bates, quien dio vida a Dolores Claiborne en la adaptación firmada por Taylor Hackford (de 1995). Créditos: Getty Images.
Porque Carrie, su primera mujer escrita, es algo incontrolablemente demoníaco. Y también lo es Annie Wilkes, la fan que protagoniza Misery. Annie, una enfermera adicta a las novelas románticas de Paul Sheldon, su escritor favorito, no duda en secuestrarlo, y no sólo quedárselo para ella, sino obligarle a escribir exactamente lo que ella quiere que escriba, postrado como está en una cama, en su casa, después de un aparatoso accidente de coche. Con Annie Wilkes, Stephen King creó el terror primigenio, o máximo, del escritor: un lector fiel. Tan fiel y tan rígido que no quiere de ti nada más que aquello que le diste la primera vez. Ha dicho King que Wilkes representaba para él, en esa aún politoxicómana etapa de su vida, a la cocaína, y a como esta te convertía en una especie de preso, alguien que vivía para complacerla. De la misma época es La tienda, novela que, según él, también trata de cómo la adicción te roba el alma —como se la robaba Leland Gaunt a los vecinos de Castle Rock, cuando les vendía cosas supuestamente «necesarias» que ninguno de ellos necesitaba en realidad, y que perdían el brillo y el sentido en cuanto salían de la tienda en sí—, y en el que Polly Chalmers, la supuesta loca de Castle Rock, se convierte en la primera persona que entra en Cosas Necesarias —ése es el nombre de la tienda de Gaunt— y duda de las intenciones de su dueño. La clarividencia es también un rasgo que las mujeres de King acostumbran a tener. Ellas ven lo que los demás no pueden ver. Le ocurre a Holly Gibney, su último gran personaje mujer, y en algún sentido, el primer gran personaje femenino de King desde Carrie, pues es el primero, desde aquella, que tiene una novela a su nombre. «En 2014, Stephen King encontró a Holly Gibney, su más reciente heroína y una de las mejores de su carrera», dice Enriquez en el mencionado ensayo. El 2014 fue el año en el que King se pasó la novela negra, y publicó Mr. Mercedes.
[El escritor] debe ser permeable, permitir que el mundo entre en su mundo y transforme su visión. Y a es a través de sus personajes —aquello que hace verdaderamente valiosa la obra de King— que el escritor evidencia de qué forma está entendiendo cómo ha cambiado, o está cambiando, en todo momento, el mundo.
«Digamos que —Holly— es la prima emocionalmente inestable de una novia de Bill —siendo Bill el detective protagonista— que muere temprano —la novia, no Bill, aunque Bill no tardará en seguir sus pasos—». «Holly tiene un trastorno mental nunca definido. Quizá esté en el espectro del Asperger, también está deprimida y tiene una clara dificultad para interactuar socialmente. Toma medicación y fuma en secreto. Es aniñada aunque tiene 45 años, y cinéfila obsesiva, y habla sola y es asombrosamente inteligente, muy nerd, tiene una intuición genial para la investigación, un poco por su personalidad y otro poco porque mira muchos programas de tele de tema forense. Es fiel y si ama lo hace con feroz lealtad. Sabemos que estuvo internada en psiquiátricos dos veces y que se recupera de trastornos alimenticios», expone Mariana Enriquez en su pequeño ensayo, en el que alienta a King a sumergirse en él, el personaje, en su próxima novela, de manera que, visionariamente, lo termina asegurando: «Es posible y es deseable que, en el futuro, algún libro de King se llama, sencillamente, Holly». Algo que ya ha ocurrido. Ve la escritora, y no se equivoca, una evolución en la concepción de King de la mujer aterradora, esto es, la mujer inestable, la mujer feroz, la mujer no controlable. «La mujer con trastornos mentales casi siempre es representada como alguien infeliz, incapaz de tener una vida, de trabajar, de ser querida», dice, y Holly Gibney, con su «extravagante encanto», representa todo lo contrario. Y he aquí el secreto que hace de King uno de los creadores de personajes más poderosamente cercanos del momento —cualquier momento—: su elasticidad, y su oído. Su oído entendido como la atención que presta al mundo que le rodea y a cómo ese mundo cambia. Porque el escritor no debe ser nunca un algo inamovible, sino que debe ser algo que, desde su tiempo, desde todos los tiempos de su propio tiempo, refleje el mundo, y en ese sentido, debe ser permeable, permitir que el mundo entre en su mundo y transforme su visión. Y a es a través de sus personajes —aquello que hace verdaderamente valiosa la obra de King— que el escritor evidencia de qué forma está entendiendo cómo ha cambiado, o está cambiando, en todo momento, el mundo. La nada adorable —maléfica, pero de una malignidad por completo pantallística, imposible de ver— némesis femenina de Holly en Holly es una anciana caníbal que, adivinen, sólo está pensando en sí misma —en su salud, y la de su marido— volviendo el culto al yo contemporáneo en algo terrorífico, asesino.
A la izquierda, Breeda Wool y Justine Lupe, quienes dieron vida respectivamente a Lou Linklatter y a Holly Gibney en la adaptación televisiva (tres temporadas) de Mr. Mercedes. A la derecha, Cynthia Erivo, quien también se puso en la piel de Holly Gibney en El visitante, miniserie adaptada por HBO. Créditos: Getty Images.
Aunque todos los protagonistas de los relatos de Si te gusta la oscuridad, su último y más que reciente libro, son hombres, hay, en Serpientes de cascabel, el relato —o nouvelle— que se tiene a sí mismo como una secuela de Cujo, una mujer, Allie Bell, que representa, también, ese tipo de mujer chiflada que ha dejado de suponer una amenaza, y que, por el contrario, supone una especie de antídoto, la libertad de aquel que ha dejado que el mundo siga su curso, y no piensa tratar de evitar que lo haga porque sabe que de nada va a servirle. En Serpientes de cascabel, Vic Trenton, el marido de Donna Trenton —esa sí, una superviviente feroz, la madre del niño Tad, el niño que muere en Cujo, esa novela que King no recuerda haber escrito, y que surgió cuando pensó en lo que pasaría si Tabitha fuese al mecánico con un coche a punto de desmontarse, y acabase atrapada en él con su hijo, acosada por un San Bernardo rabioso— se aloja en la mansión de un amigo, en Florida, y nada más llegar, conoce a Allie, una vecina supuestamente chiflada, una anciana que va a todas partes con un carrito de bebé doble, un carrito de bebé para gemelos, en el que no hay ningún niño, pero si un par de camisetas y un par de pantalones supuestamente ocupados por cuerpos que no existen. Llama a los chicos Jacob y Joseph, y habla de ellos como si estuvieran allí, como si pudieran correr a jugar mientras ellos se toman un té con hielo. Vic cree que está tratando de superar el duelo por la muerte de ambos. Y así es. Recuerda cuando Donna decía que podía ver a Tad. «Sé que no están», le confiesa en un momento dado Allie. Para, a continuación, añadir: «Pero a veces están». Lo que el minúsculo, aunque enorme en su complejo reflejo de cuantas mujeres ha creado hasta el momento el Rey del Terror, personaje de Allie Bell está diciéndonos es que el mundo no es todo lo que vemos. Y que no todos lo vemos de la misma forma. ¿Y no está dándonos una lección sobre el presente, y su condición múltiple, imparablemente personal, intransferible, única? Nada es nunca sólo lo que parece en la obra de Stephen King, como no lo es en ninguna que pretenda, de alguna forma, atrapar eso que nos pasa mientras nos pasa, y todo son en ella pistas de como todo podría ser mejor y nunca, lamentablemente, lo es. Aunque sí más justas, porque eso es lo que hace a la novela de terror, la novela confortable por antonomasia, su sentido de la justicia, que King aplica imperialmente al personaje femenino —siempre al mismo nivel que el masculino, superándolo a menudo en complejidad y sentido común, y a veces también en sense of wonder, no olvidemos a Roberta Anderson, la escritora protagonista de Tommyknockers— desde el momento exacto en que empezó a teclear historias.
Tal vez lo hiciera por su madre.
O tal vez por sí mismo.
Cuidado con lo que deseas.
Porque podrías conseguirlo.
Y ya que vas a conseguirlo, ¿por qué no hacerlo de forma justa?
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