José Agustín por Brenda Navarro: «Viernes, 3AM» del clic, clic, clic…
Antes de la publicación de «La tumba» en 1964, no existía en la literatura mexicana un escritor que transgrediera las formas narrativas como lo hizo José Agustín con su primera novela. «La tumba» seguirá siendo leída por distintas generaciones por su intacto espíritu rebelde, desencantado y mordaz. Aprovechando este medio siglo recién cumplido, en LENGUA publicamos el prólogo de Brenda Navarro para la edición conmemorativa por los 50 (primeros) años de este clásico contemporáneo.
Por Brenda Navarro

Retrato del escritor mexicano José Agustín en Saint-Malo, Francia, en mayo de 1996. Crédito: Getty Images.
Estamos locos y rematamos nuestras existencias.
Cerca del fuego, José Agustín.
El día que nos enteramos que José Agustín había muerto y quise explicar a mis allegados la importancia de su literatura y su paso por el mundo, lo único realmente importante que pude decir fue una pregunta: «¿Por qué cada que me cuestionan sobre qué escritores y escritoras mexicanas me han influenciado nunca lo nombro a él?». Gente alzándose de hombros porque, si no lo sé yo, ¿cómo lo van a saber elles? Entonces, me di cuenta de que José Agustín había ganado. Y ganar no es fácil porque a veces lo que se gana ni se ha pedido, ni se ha buscado, ni se ha formulado, y entonces la victoria no es sino un tristito y discreto suceso que pasa desapercibido, incluso para quien vence. Aunque en este caso, afirmo, es distinto.
Me gustaría empezar esta especie de hipótesis con el hecho irrefutable (y que he atribuido como coincidencia cósmica) de que en el año en que José Agustín publicó su novela Ciudades desiertas (1982) nací yo y que, por lo tanto, mi nacimiento ya era una especie de premonición (que también me he inventado yo) y que terminaría por incluirme (predestinarme) en lo que yo misma denominé como el José Agustín style, hecho que se confirmó especialmente cuando fui elegida para ser parte del International Writing Program (IWP) en la Universidad de Iowa, una residencia de escritores a la que también asistió él y que fue fuente de inspiración para el libro en cuestión.
También, me gusta hilar la trama de esta tesis victoriosa poniendo de manifiesto que, si bien puede que no baste con que de alguna manera me sentí bautizada por el José Agustín style al nacer, también parece unirnos la forma en la que ambos incursionamos al mundo editorial mexicano: ambos publicamos por cuenta propia nuestra primera novela, convencidísimos de que nuestro texto ya no podía esperar más, que teníamos una especie de urgencia de desembarazarnos de él para poder seguir a otra cosa mariposa, y para que las ideas no se quedaran estancadas y fluyeran, pero especialmente porque cuando se escribe la intención es que llegue a las y los lectores. Entonces, publicar saltándose las reglas es una forma de crear otras normas, y eso es lo que tempranamente supo José Agustín.
Y lo dije hace poco: «¿No es acaso maravilloso imaginarnos al escritor joven, ansioso —como el personaje principal— tratando de demostrar que son los espacios o las ideas más inesperadas las que pueden iniciar los resquebrajamientos?». Y agrego más: ¿no es sumamente inspirador pensar que la inspiración propia puede conectar con el mundo de tal forma que la grieta que estas acciones impetuosas pueden generar son justo parte de la pasión de la existencia de la literatura? No diré que, en el caso de mi trabajo, se ha iniciado algo distinto dentro del ámbito literario. Al contrario, lo que deseo es hacer hincapié en que el hacer del autor era desde un primer momento disruptivo con el establishment. Y, por ello, sumarme a la ola que empezó —con esta primera novela— es reconocer que esa disrupción persiste y hay quienes la tomamos como ejemplo.
Pero me atrevo y sigo con más: la tercera línea con la que cruzo la trayectoria de José Agustín respecto a mi escritura es con el hecho irrefutable de que sus temas son mis temas —y que, por favor, nadie me contradiga porque de esto sí que estoy segura—: la urbanidad, el desencanto, la desilusión de nacer y vivir en México, la pulsión de vivir intensamente, y de que las y los personajes existan en un eterno loop de sorna y autoescarnio y que se rebelen frente al hecho de que el nacimiento y el derrumbe del posible México moderno nunca termina por dejar de suceder(les). Y, por último, para ir hilvanando de forma más fina con el dedal bien puesto por sí los pinchazos me pudiesen incomodar: la forma en la que, tanto para José Agustín como para mí, la literatura no puede estar separada de la música y viceversa. Están mezcladas y se retroalimentan la una a la otra, como si la existencia de una no pudiese ser sin la existencia de la otra. Junto con pegado, como debe ser todo arte: interdisciplinar.
¿No es acaso maravilloso imaginarnos al escritor joven, ansioso —como el personaje principal— tratando de demostrar que son los espacios o las ideas más inesperadas las que pueden iniciar los resquebrajamientos?
Juan Pablo Villalobos, también escritor mexicano y también de nuestra onda (guiño, guiño), ha hablado en diversas ocasiones sobre cómo al inicio de su carrera como escritor tuvo la intención de que lo relacionaran a Jorge Ibargüengoitia y que para ello pidió que, en la contraportada de su primer libro, se hiciera notar esta influencia literaria, para que así, con el tiempo, quienes lo leyéramos, tuviéramos ya la idea preconcebida de esta innegable relación entre ellos dos. Es posible que yo esté haciendo lo mismo respecto a José Agustín, porque me interesa que cuando piensen en mi escritura tengan en mente la forma en la que el autor permeó profundamente en mi entendimiento de la literatura mexicana y del uso del lenguaje, especialmente en el uso del lenguaje en donde los sonidos son tan importantes como las palabras mismas, en la experimentación y el juego al tratar de formular un sincretismo entre el español y el inglés, no de forma caprichosa, sino porque no es lo mismo decir OK, que oquei u O.K., y esto quizá no lo soporten los policías de las reglas gramaticales o el buen sentido, pero sí que lo acepta la literatura y José Agustín. Desde esta primera novela, ya intentaba escribir desde ese lugar.
Pero especialmente, quiero resaltar que todo esto que estoy diciendo es mi manera de poner sobre la mesa que toda literatura que se escribe en la segunda década del siglo XXI, dentro del campo literario mexicano, está mucho más cercana a La tumba (1964) de José Agustín que a lo que se llegó a denominar como «literatura» en aquella época en la que el autor debutó y que actualmente está en plena crisis, como está todo aquello que se aferra a las buenas formas y al respeto a las reglas y a la intencionalidad de «hacer arte por el arte» y despolitizar todo movimiento cultural y social dentro del contexto histórico en el que se crea.

Retrato del escritor mexicano José Agustín en Saint-Malo, Francia, en mayo de 1996. Crédito: Getty Images.
En este sentido, cuando trato de responder por qué en los pocos años en los que se me ha empezado a considerar escritora «profesional» no había sido consciente de que omitía la literatura de José Agustín como parte fundamental para habitar el mundo del lenguaje, quizá lo que puedo responder es que todo el asunto del José Agustín style es que sigue vivo en mí, pero también en diversos escritores que lo han dicho públicamente como Juan Villoro, Enrique Serna, Julián Herbert, Fernanda Melchor, Carlos Velázquez, Wenceslao Bruciaga, entre otros (y solo por mencionar a quienes lo han dicho muy recientemente en los últimos años). Y que al seguir vivo este style, lo que persiste es la búsqueda de autenticidad y la rebeldía que resultan casi inclasificables en sus libros, porque en esta primera novela no hay de manera explícita un statement político como el que exigían las buenas formas; y que, por el contrario, Gabriel Guía, ese personaje clasemediero que no quiere cambiar al mundo ni que el mundo lo cambie a él, porque se sabe lo suficientemente inteligente para poder navegar la contradicción que va del deseo adolescente de obtener reconocimiento y a la vez de huir de todo aquello que lo quiera alinear socialmente, es un rebelde en sí. Y que quizá lo que más molestó en su momento, pero que también funciona para molestar ahora, es que Gabriel es el verdadero rebelde que el México de los años sesenta necesitaba —al menos desde la urbanidad—, porque dentro de ese aspiracionismo a vivir el progreso prometido de un México con resabios porfiristas y en plena ebullición priista también estaba la temprana conciencia de que ese progreso o primermundismo nunca iba a suceder, por más veranos o viajes en el extranjero que pudieran tener. No existía la posibilidad real de que Gabriel y sus compañeros, que hablaban uno, dos o tres idiomas, pudieran escapar de la construcción de un México ficticio, pero al mismo tiempo real, que persiste hasta nuestros días, y que se traduce en un vivir esquizofrénico en el que reconocemos todo lo hermoso que puede darnos esto que llamamos nuestro país, pero que se nos cobra caro cuando alzamos un poco la alfombra y miramos todo ese polvo viejo y nuevo que barremos incesantemente, pero que es imposible de erradicar/limpiar. ¿Qué puede molestar más a las estructuras políticas que la búsqueda del gozo inmediato y a la vez la fagocitación al vivirlo todo de forma simultánea?
Quiero resaltar que todo esto que estoy diciendo es mi manera de poner sobre la mesa que toda literatura que se escribe en la segunda década del siglo XXI, dentro del campo literario mexicano, está mucho más cercana a La tumba (1964) de José Agustín que a lo que se llegó a denominar como «literatura» en aquella época en la que el autor debutó y que actualmente está en plena crisis.
José Agustín, ya desde la década de los años sesenta del siglo pasado, podía ver, con esos ojos frescos y ávidos de crear y recrearse, que la monstruosidad que habitarían sus personajes solo podría ser soportada con un lenguaje más cercano a la realidad (pero ¿y qué es la realidad?) que a la falacia de lo formal y canónico como símbolo de buena literatura. Por eso, cuando digo que el escritor ha ganado, lo que estoy diciendo férreamente es que nos habita, que dialoga con la literatura actual, que es parte de nosotres y que no tiene miedo de persistir porque siempre supo que toda realidad se expande; y que si el lenguaje es la herramienta para construir, entonces el lenguaje en sí mismo es la respuesta que rompe toda onda conservadora que no puede deshacerse, ni ignorar ni denostar la apuesta literaria del autor; y que, aunque él haya muerto físicamente, el José Agustín style se expande y se expande y se expande cósmicamente, como el arte en sí mismo, porque cuando se muere, también se renace. Gabriel Guía lo sabía, su autor lo sabía, y quienes respetamos y admiramos la apuesta estética de José Agustín lo sabemos y por ello lo mantenemos vivo.
Ganaste José Agustín. Por ende, ganamos. Y aunque, como diría la canción de Viernes, 3AM de Serú Girán, sabemos que al final un sensual abandono vendrá y el fin…, persiste.
OTROS CONTENIDOS DE INTERÉS:
Cristina Rivera Garza por Laura Fernández: el diálogo con Liliana que no termina, ni terminará
José Agustín por Julián Herbert: un doble filo que vuelve a cortarnos la cabeza
José Agustín por Fernanda Melchor: cuanto más alto vuelas, más profundo vas
Juan Villoro por Héctor Abad Faciolince: el material del que están hechos los sueños
Prólogo de Brenda Ríos
Prólogo de Carlos Martínez Rentería. Epílogo de...