«No es un río», de Selva Almada: la novela que estaba allí, esperando
Con «No es un río», de 2020, Selva Almada completó su trilogía de varones, inaugurada con «El viento que arrasa» y seguida inmediatamente por «Ladrilleros». En este cierre magistral vuelven a brillar sus formas del decir y su extraordinaria sensibilidad para lograr que los personajes expresen en el hacer lo que habita en lo profundo de sus almas, en lo lejos de sus propias vidas: durante una salida a pescar de tres varones se revela la complejidad con que se trama la amistad y se devela, como el fluir de un río, la historia de los afectos y la crueldad con la que a veces está hecho el presente. Ahora, en abril de 2024, cuando el libro vuelve a estar en boga por su inclusión en la lista de 13 finalistas al Premio Booker Internacional (el libro fue publicado en origen en español por Random House y editado en inglés por Charco Press bajo el título «Not a River», el cual fue traducido por Annie McDermot), en LENGUA recuperamos un texto breve que publicamos en 2021 y en el que la propia Almada relata de dónde y cómo surgió la idea de narrar la historia de Enero, el Negro y Tilo, el hijo adolescente de Eusebio, el amigo muerto.
Por Selva Almada
Nací en Argentina, en una provincia que tiene el nombre encantador de Entre Ríos. Un pedazo de tierra abrazada por los ríos Paraná y Uruguay. Sin embargo, el sitio exacto donde me parió mi madre quedaba lejos de los ríos. A veces pienso que, por eso, culpa de eso, no soy poeta sino narradora.
A los diecisiete años conocí el río Paraná que, en guaraní, quiere decir «el padre de todos los ríos». El impacto que esa gran masa de agua oscura provocó en mí es tan grande que no puedo salir de mi asombro cada vez que me acerco a alguno de sus tramos. Cuando muera quiero que arrojen mis restos a sus aguas. A veces fantaseo con tatuarme en las muñecas los dos versos de Juan L. Ortíz que dicen: «me atravesaba un río / me atravesaba un río».
Un domingo en un asado alguien contó que había pescado una raya gigante en el río Paraná. Él y un grupo de amigos. En los asados siempre me quedo cerca de los hombres, lejos de la cocina donde las mujeres preparan las ensaladas y hablan de sus hijes. No hablo con ellos, tampoco me interesa. Pero escucho. O hablo muy poco, a veces pregunto algo. Esa vez, por ejemplo, pregunté cómo se pesca una raya. El de la anécdota contó que estuvieron varias horas tironeando al animal con los anzuelos, despegándolo del fondo del río, al que se pega como una ventosa. Y que, cuando por fin lograron remontarlo, alguien, desde arriba, le pegó un tiro. Toda la escena me pareció violenta. ¿Por qué, además, alguien llevaría una pistola a una excursión de pesca? Toda la escena me resultó violenta y tremendamente atractiva: con los elementos necesarios para ser el gran comienzo de un relato. No pude dejar de pensar en eso toda la semana. ¿Quiénes estaban en ese bote? ¿Qué los unía? ¿Por qué uno de ellos tenía una pistola?
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Así comencé a escribirla, en el año 2013. Por curiosidad, como escribo casi todo lo que escribo. La terminé el verano pasado, a fines de febrero de 2020.
Durante siete años No es un río me hablaba en la cabeza y de vez en cuando yo iba a la página y escribía el dictado. De vez en cuando me llamaba y yo iba a la página y sacaba palabras, oraciones, escenas enteras. Escribir para recortar. Leer el borrador en voz alta para darme cuenta cuando algo no estaba sonando bien.
En siete años pasaron muchas cosas: escribí y publiqué otros dos libros, por ejemplo. Pero el universo de No es un río siempre estaba allí, esperando, callado, con la paciencia de los pescadores. Con el paso de los años y las reescrituras la novela se fue volviendo cada vez más silenciosa al tiempo que cada vez más sonora, si es que puede ocurrir algo así.
En los períodos en que no escribía, leía a los poetas de mi tierra. En los períodos en que escribía los sentía a todos ellos zumbando alrededor mío, un enjambre de versos por los que habla el río. Siete años para escribir una novela apenas más larga que un poema.