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De Borges al amigo asesino (y suicida): el papa Francisco hace memoria
«Esperanza» (Plaza & Janés, enero de 2025; Rosa Dels Vents en catalán), la autobiografía del papa Francisco, un hito social y editorial sin precedentes (es el primer papa en el cargo que publica sus memorias), es la culminación de una tarea que Jorge Mario Bergoglio empezó hace seis años, un proyecto en el que afronta con franqueza las cuestiones más candentes de su pontificado: guerra y paz, migraciones, crisis medioambiental, política social, situación de la mujer, sexualidad, desarrollo tecnológico y futuro de la Iglesia y de las religiones. En este fragmento que LENGUA publica en exclusiva, el papa Francisco cuenta por primera vez dos episodios trágicos de su adolescencia: el del compañero de clase que cometió un asesinato (y un tiempo después se suicidó), y el del chico que mató a la madre. Además, también introduce su relación con Borges, cuyas palabras glosan maravillosamente los dramas evocados.
Por Papa Francisco

Libreta de reclutamiento de Jorge Mario Bergoglio. Crédito: archivo familiar.
Pero al final del año 1955 no todos los chicos, los catorce chicos que en marzo de seis años atrás habían pisado por primera vez la Escuela Técnica Especializada en Industrias Químicas N.º 12 llenos de esperanzas, se diplomarían juntos. Por desgracia, no todos.
Algunos se quedarían trágicamente en el camino.
Era hijo de un policía. Y probablemente, en muchos sentidos, el más inteligente y más talentoso de todos, apasionado, profundo conocedor de música clásica y con una cultura literaria a la altura de su preparación musical… Era un genio aquel muchachote grande y grueso, el más corpulento del grupo. Un genio.
Pero la mente del hombre es, a veces, un misterio impenetrable. Y un día, en apariencia igual a muchos otros, el chico se hizo con la pistola de su padre y mató a un muchacho de su misma edad, amigo suyo del barrio.
La noticia cayó como una bomba en la escuela, nos dejó atónitos.
Lo encerraron en la sección penal del manicomio, donde fui a verlo. Fue mi primera experiencia directa con la cárcel, dos veces prisión porque también era un lugar de reclusión para enfermos mentales. Pude saludar a mi amigo por un minúsculo ventanuco, un sello partido en cuatro por una reja y enmarcado por una pesada puerta de hierro. Fue terrible, me chocó profundamente.
Volví a visitarlo con otros compañeros. Días más tarde, en la escuela, oí a un empleado y a unos chicos de otro curso gastar bromas a su costa. Me enfurecí. Les dije de todo y me dirigí a toda prisa al despacho del director para expresarle mi desaprobación, para decirle que cosas por el estilo no debían suceder de nuevo y que el hecho de que un empleado hubiera participado en la conversación aumentaba la gravedad del asunto, que aquel chico ya sufría lo suyo encerrado en una cárcel que también era un manicomio. Con aquel arrebato me ganaría en la escuela una cierta fama de hombre recto, no sé hasta qué punto merecida; la fama es así. Al cabo de un tiempo, trasladaron a mi amigo a un reformatorio y seguimos escribiéndonos. Se salvó de la cadena perpetua porque cuando se produjeron los hechos aún era menor. Lo dejaron en libertad unos cuantos años más tarde.
Después de diplomarme, cuando ya era novicio, me llamó por teléfono un excompañero. Me contó que había conseguido ponerse en contacto con la hermana de nuestro compañero preso y que, muy afectada, le había contado que, al poco de salir del reformatorio, él se había suicidado. Debía de tener unos veinticuatro años.
A veces, como dice el salmo, el corazón del hombre es un abismo.
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Fue un dolor que me trajo a la memoria y al corazón otro dolor.
Cursaba el cuarto año cuando, en el autobús, se me acercó un chiquillo de primer curso. Creo que me preguntó si podía conseguirle un libro que necesitaba, y yo le dije que sí, que lo tenía en casa y que se lo prestaría. Fue así como empecé a tener trato con él. Era hijo único, y en el colegio era conocido por los problemas disciplinarios que causaba. Yo, que ya había sentido la llamada y percibía intensamente mi vocación, aunque todavía no se lo había contado a nadie, vi que aquel chiquillo aún no había hecho la primera comunión, y, bueno, empecé a acompañarlo, a hablar con él, a cuidarlo como podía. Fui a su casa a conocer a sus padres, dos buenas personas, la familia Heredia, pero… Pero al final, cuando yo ya estaba en sexto, aquel chico mató a su madre con un cuchillo. No debía de tener más de quince años. Recuerdo el velatorio en aquella casa, el rostro térreo del cabeza de familia, su dolor, doble y sin sosiego. Era la viva imagen de Job: «La pena consume mis ojos, mi cuerpo es solo una sombra» (Job 17, 7).

Jorge Bergoglio en el metro de Buenos Aires. Crédito: cortesía de Plaza & Janés.
Fue otra noticia que se abatió sobre la escuela como un temporal, podría incluso afirmar que quizá nos impregnó del sentido trágico de la vida y de su complejidad. Jorge Luis Borges escribió: «He intentado, no sé con qué fortuna, la redacción de cuentos directos. No me atrevo a afirmar que son sencillos; no hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que lo sea».
La humildad es necesaria para contar la compleja experiencia que es la vida.
Admiré y estimé mucho a Borges, me impresionaban la seriedad y la dignidad con las que vivía la existencia. Era un hombre muy sabio y muy profundo. Cuando, con apenas veintisiete años, me convertí en profesor de Literatura y Psicología del colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe, impartí un curso de escritura creativa para los alumnos y decidí mandarle, por mediación de su secretaria, que había sido mi profesora de piano, dos cuentos escritos por los chicos. Yo parecía aún más joven de lo que era en realidad, tanto que los estudiantes me habían puesto el apodo de Carucha, y Borges era, en cambio, uno de los autores más reconocidos del siglo XX. No obstante, mandó que se los leyeran —ya estaba prácticamente ciego— y además le gustaron mucho. […]
Lo invité incluso a dar algunas clases sobre el tema de los gauchos en la literatura y él aceptó; podía hablar de cualquier cosa, y nunca se daba aires. Con sesenta y seis años, se subió a un autobús e hizo un viaje de ocho horas, de Buenos Aires a Santa Fe. En una de aquellas ocasiones llegamos tarde porque, cuando fui a buscarlo al hotel, me pidió que lo ayudara a afeitarse. Era un agnóstico que cada noche rezaba un padrenuestro porque se lo había prometido a su madre, y antes de morir recibió los sacramentos. Solo un hombre de espiritualidad podía escribir palabras como estas: «Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen. Abel contestó: "¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes". "Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar"».