El último abrazo de mi padre: Isabel Allende Bussi a 50 años del golpe de Estado
El martes 11 de septiembre de 1973, Isabel Allende Bussi partió en su automóvil a La Moneda para acompañar a su padre, el presidente Salvador Allende, en la resistencia al golpe de Estado. Salió del palacio antes del bombardeo y, desde ese momento, tuvo que pasar por situaciones angustiantes e insólitas antes de salir con su familia, en calidad de exiliadas, a México, el sábado 15 de septiembre. 50 años después, la hija menor del presidente Salvador Allende relata qué ocurrió durante aquellos días en «11 de septiembre 1973. Esa semana» (Debate), un ejercicio de memoria que muestra cómo la familia Allende Bussi tuvo que lidiar con episodios dolorosos y resguardados en la intimidad hasta hoy. En las siguientes líneas, apenas una muestra de un libro imprescindible, la propia Isabel narra cómo vivió los últimos instantes que compartió con su padre.
Imagen de Salvador Allende en un acto celebrado en 2013 por los cuarenta años del golpe de Estado en Chile. Crédito: Getty Images.
Cuando contesté el teléfono esa mañana de martes 11, quien estaba al otro lado era Patricia Espejo, de la secretaría privada de la presidencia, donde trabajaba Tati y un pequeño equipo.
—Isabel, parece que hay un intento de golpe. El doctor se fue a La Moneda.
—Está pasando algo —le dije a Romilio, quien se levantó raudo.
Mientras nos vestíamos le conté un poco de lo que había sido el ambiente que hubo en Tomás Moro la noche anterior. Dijimos que nos íbamos a comunicar y mientras él se dedicaba a levantar y vestir a los niños, en un acto de ingenuidad armé una pequeña maleta donde puse una muda de ropa interior, un pantalón y un suéter. En ese momento pensé que ese intento de golpe podía durar, a lo mejor, un par de días, hasta que se aplacara todo, con el «Tanquetazo» en la cabeza. Fue una reacción instintiva. No pensé demasiado. Me estaba imaginando que pasaría un breve tiempo en La Moneda y que debía tener algo de ropa.
Nos despedimos. Romilio partió con Gonzalo y Marcia a La Cisterna, donde vivían sus padres, cerca del Callejón Lo Ovalle. Valoré muchas veces su generosidad esa mañana, ya que no cuestionó mi decisión de partir a La Moneda. Su apoyo fue fundamental en un momento así. Aunque Romilio y yo nos separamos de manera definitiva en 1975, durante el exilio, siempre fuimos personas cercanas que nos apoyamos en momentos difíciles. Unos años más tarde, él formó una maravillosa familia mexicana.
Subí por Guardia Vieja hasta avenida Providencia. Eran cerca de las 8.45 de la mañana. Seguí por avenida Pedro de Valdivia hasta la costanera. El trayecto parecía normal. Las personas en la calle iban y venían. Nada indicaba lo que estaba por llegar. Pasé frente a la Plaza Italia y aquella sensación de normalidad continuaba. «Acá no ha pasado nada», pensé en ese minuto. Seguí en el auto por la costanera y doblé por José Miguel de la Barra. Fue entonces cuando empecé a ver carabineros en las esquinas. Los policías detenían el tránsito y se acercaban a los conductores. Tenía que bajar el vidrio y explicar: «Mire, soy la hija del presidente Allende y voy a La Moneda». Sorprendidos, me dejaban continuar. En Santa Lucía con Moneda doblé y conduje hasta la calle Valentín Letelier. Pasé frente al palacio. ¿Qué pasaba en ese momento? No lo recuerdo bien. Sí me acuerdo de haber estacionado allí, en la calle del Ministerio de Educación —porque ya no se podía continuar manejando—, y caminado hacia la Alameda. Quería entrar por la puerta de Morandé 80. La tensión que se sentía en el ambiente aumentaba en intensidad. La maletita y el auto quedaron allí.
Crucé lo que hoy se conoce como Plaza de la Ciudadanía, por entonces un enorme estacionamiento, por el lado sur del palacio, donde hoy se ubica el Centro Cultural Palacio de La Moneda, y ahí sí, a diferencia del trayecto desde Guardia Vieja, los carabineros hablaban con otro tono y tenían otra actitud. Uno de ellos, en la esquina frente al Banco del Estado, en Alameda con Morandé, me detuvo violentamente.
La jornada más oscura
—¿A dónde va? —inquirió, como si mi presencia allí estuviera fuera de lugar.
—Voy a La Moneda —contesté.
—No, no puede pasar —espetó.
—Sí, sí puedo —respondí.
Antes de que mi interlocutor pudiera volver a decir algo apareció Jorge Echeñique, a quien conocía de Algarrobo. Era el esposo —en ese entonces— de Elvira Pascal (Billy), prima hermana de otros primos hermanos. Trabajaba en la Corporación de Reforma Agraria (Cora). Se acercó directo a mí. La actitud del policía comenzó a ser agresiva. Mientras Jorge avanzaba, el policía desenfundó su arma y nos apuntó.
—Déjenla pasar. Ella es la hija del presidente Allende. ¡La tienen que dejar pasar! —exigió con decisión.
Los carabineros quedaron paralizados. Se hicieron a un lado.
—¡Corre, Isabel! —dijo Jorge Echeñique.
Salí a toda prisa y toqué fuerte la puerta de Morandé 80. Alguien abrió. ¿Quién habrá sido? No lo recuerdo. Sí me acuerdo de que quien fuera debe haber puesto una cara rara. ¿Qué hacía yo allí esa mañana?, debe haberse preguntado.
Por cierto, nunca olvidaré que, gracias a la actitud decidida de Jorge Echeñique, pude entrar ese día al palacio presidencial.
Fui la última persona que entró esa mañana a La Moneda. Cerca de las nueve de la mañana.
El golpe estaba en toda marcha.
11 de septiembre del año 2000. La viuda del ex presidente chileno Salvador Allende, Hortensia Bussi (izquierda), junto a su hija Isabel Allende Bussi, que sostiene una foto de su padre, entra al cementerio donde está enterrado su marido en Santiago. Crédito: Getty Images.
Mi padre se dirigió cuatro veces al país a través de radio Corporación. El primer discurso fue a las 7.55; el último, a las 9.03. Siete minutos después su voz quedaría grabada tanto en las cintas magnéticas que registraron su último discurso en radio Magallanes como en la memoria de todas y todos quienes lo escucharon ese día en lo que fueron sus últimas palabras a Chile. Salí de Guardia Vieja después del primer discurso y entré al palacio por Morandé 80 cuando sus palabras, reproducidas por radio Magallanes, ya habían sido oídas por todos quienes se enteraban del golpe frente a una radio ese día. Como mi Fiat 600 no tenía radio, esa mañana no pude oír sus palabras. No me enteré sino tiempo después de su existencia. ¿Cuándo fue la primera vez que supe de esas últimas palabras? ¿Dónde las escuché? ¿Cuándo lo oí por primera vez hablar con ese ruido de fondo compuesto de balas y aviones sobrevolando el palacio de gobierno? Hasta el día de hoy sus palabras me producen una profunda emoción —todavía se me llenan los ojos de lágrimas— y creo que lo retratan de cuerpo entero. Su voz tranquila —el «metal tranquilo de mi voz»—, su claridad junto a ese gesto de permanecer hasta el final en La Moneda defendiendo la democracia. ¿Cómo puede una persona que sabe que van a bombardear el lugar donde se encuentra, dirigirse, con esa serenidad, explicando el golpe, agradeciendo y recordando a su pueblo y dejándonos un camino de esperanza?
Cuando entré al palacio por Morandé 80 lo hice sin claridad de lo que ocurría. Solo tenía en mi cabeza las palabras de Patricia Espejo: «El doctor está en La Moneda». Me acuerdo de que subí una escalera y llegué a la secretaría privada de la presidencia. Todo ese lugar era muy distinto a como se restauró después. Al entrar me encontré con Eduardo Coco Paredes. Llevaba un arma. Cuando me vio, tal y como ocurrió en la puerta de Morandé, quedó sorprendido.
—¿Qué haces tú aquí? ¿No te das cuenta de que esto es a finish? —dijo.
Y entonces apareció Tati, que trabajaba junto al Chicho en la secretaría privada. Su cara de sorpresa fue todavía más grande.
—Pero ¿por qué estás aquí? ¡Te tienes que ir a Tomás Moro ahora ya! —dijo Tati.
—¡De ninguna manera! —respondí con firmeza—. ¿Tienes idea de lo que me costó llegar hasta acá? No pienso irme a Tomás Moro.
Quedamos en una especie de punto muerto. Ya no había cómo retroceder y no era mi intención.
Es en este momento cuando empieza una confusión en mi memoria respecto a cómo sucedieron algunas cosas. Recuerdo que, de repente, el Chicho apareció. Estaba sorprendido de verme allí, mientras me abrazaba y mientras los disparos y cañonazos que se escuchaban eran cada vez más intensos. Nos pidió que bajáramos a una habitación segura en el subsuelo del palacio. Vinieron con nosotras Verónica Ahumada, Cecilia Tormo y algunas funcionarias del palacio. Beatriz tenía siete meses de embarazo. Estuvimos allí, encerradas, largo rato. Sin embargo, en algún momento subimos hasta el salón Toesca y escuchamos decir a mi padre ante todos quienes decidieron acompañarlo esa mañana:
—Bueno, yo les pido a aquellos que no han usado nunca un arma que, por favor, se retiren.
No quería muertes inútiles. Estaba muy preocupado, hasta el final, por la vida de los demás.
Una frase que le escuché decir ante una pregunta sobre la situación en la que nos encontrábamos dentro del palacio:
—Yo no voy a renunciar.
Otra respuesta que le oí decir ante un susurro:
—Hay que ser consecuente.
Pasó un rato largo cuando de nuevo, en el subsuelo, y en privado, comenzamos a intercambiar palabras con el Chicho por el tema de nuestra salida del palacio. Ni Tati ni yo queríamos abandonarlo. No queríamos dejarlo solo. Lo que sentíamos en ese momento era la decisión de quedarnos con él y con todos los que se encontraban en el palacio: asesores, médicos y los detectives que decidieron mantenerse en sus posiciones, negándose a abandonar la sede del gobierno, gesto que habla de la calidad humana de todos los que allí permanecieron. Al contrario de lo que se ha dicho sobre su supuesta soledad, mi padre estuvo acompañado por los mejores y más leales asesores y amigos.
Nadie tenía idea de cómo sería el desenlace.
Nadie esperaba que desde Concepción volaran los Hawker Hunters.
Fotografías expuestas en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Chile en Santiago, un espacio dedicado a la conmemoración de las víctimas de los militares dictadura. Crédito: Getty Images.
Cerca de las once de la mañana un mensaje fue transmitido al general Leigh desde el Ministerio de Defensa:
—Mi general, en estos momentos sale del Ministerio un jeep a La Moneda a retirar seis mujeres...
—¡Déjense, déjense de labores dilatorias y de mujeres y de jeep! Yo voy a atacar de inmediato. Cambio y terminado.
—Sí, mi general.
En algún momento la situación producto del ataque al palacio presidencial se volvió cada vez más difícil. Estábamos de nuevo en el subsuelo. No recuerdo la hora exacta, pero de repente apareció el Chicho:
—Bueno, ya, tienen que irse. Tienen que entender que hay que denunciar esto al mundo. Esto no puede quedar así. Ustedes son un testimonio directo. Tienen que contar lo que ha pasado. Además, le pedí al general Baeza que ponga un jeep que las va a llevar fuera —dijo, con firmeza.
—¿Y si nos toman como rehenes? —preguntó Beatriz.
—Entonces el mundo sabrá lo que han hecho con ustedes —sentenció.
—Nos vamos —concluyó Beatriz.
Mi hermana se dio cuenta de que no le podíamos provocar esa angustia a nuestro padre. En ese sentido fue más sensata que yo. Tenía siete meses de embarazo, por lo cual era consciente, también, de su propia situación, de su propia fragilidad. Subimos la escalera del subsuelo y llegamos a la puerta de Morandé 80. No hubo más palabras. Fue una despedida dolorosa, en silencio. El ruido de fondo era la sublevación contra su gobierno. Nunca pensé que esa sería la última vez que lo iba a ver. Tenía la esperanza de que algo ocurriera. Mi padre había dicho en numerosas ocasiones que, a pesar de las amenazas y los rumores de golpe de Estado, él no se iba a ir fuera del país. Sin embargo, ante la inminencia de un bombardeo, decidió que nosotras sí debíamos salir. Y con nosotras me refiero, también, a todas las mujeres y hombres que no tenían entrenamiento militar.
Estábamos con él detrás de la puerta de Morandé 80. Recuerdo a Verónica Ahumada, periodista de La Moneda. También a Cecilia Tormo, asimismo periodista, y a Nancy Julien, esposa de Jaime Barrios, asesor económico del Chicho y gerente general del Banco Central. En un momento algo pasó porque apareció Danilo Bartulín, quien le dijo algo en el oído al Chicho y este se acercó a abrazarnos por última vez. Esa fue la última vez que vi a mi padre.
Todavía me duele cuando pienso que fue el último abrazo y que no lo volvería a ver. Creo que ingenuamente seguía apegada a la idea de que se podía revertir el golpe. No sabía que ese sería nuestro último adiós, que no lo volvería a ver, a tenerlo cerca, que no sentiría más su cariño, sus abrazos, sus bromas, su calidez.