«Arderá el viento», de Guillermo Saccomanno
Los Esterházy, una pareja excéntrica sin un pasado claro, llegan a un pueblo de la costa argentina y comienzan a regentar un antiguo hotel. Estos dos seres (y sus dos hijos, una niña y un niño más inquietantes y enigmáticos que ellos) producen el efecto de una partícula enfermiza que se introduce en las grietas de una sociedad pequeña y arrasa con su dinámica cotidiana, aparentemente calma. La pareja resulta ser un amplificador de los prejuicios, los deseos ocultos, las supersticiones, los temores y la violencia larvada en muchos de los habitantes del pueblo. «Arderá el viento» es la historia de una degradación, de un descascaramiento agónico que poco a poco deja a la vista las miserias del cuerpo social. Expuesta al influjo de los Esterházy, la extraña villa costera deja aflorar la oscuridad que circula por sus zonas subterráneas, como si los visitantes fueran una piedra de toque maligna que lograra sacar a la luz la verdadera naturaleza de los personajes. A continuación, LENGUA publica las primeras páginas de la novela ganadora del Premio Alfaguara 2025: «Arderá el viento», del escritor argentino Guillermo Saccomanno.

Nosotros
El cadáver amanecerá en un barrial del sur, cinco impactos de 9 mm. No nos vamos a poner a detallar dónde le acertaron los balazos, si en el pulmón izquierdo, en el hígado, donde sea. Detallar los impactos no aclara demasiado el asunto. Nadie vio nada. Pero la sangre está. No nos hagamos los que no vimos. Siempre alguien vio. Y pudo ser visto viendo. Somos pocos en esta Villa y nos conocemos, las malas noticias circulan antes que en la radio, la tele y el periódico. Y si se raspa un poco, se encontrarán conexiones entre el asesinato y los integrantes de las fuerzas vivas. Nosotros nos repetimos, es cierto, hay historias que adquieren protagonismo un tiempo y después las reemplazan otras y el olvido. Y cada una, toda una novela. Por ejemplo, el Hotel Habsburgo. Si unas cuantas vidas se encuentran ligadas con él tal como se las recuerda, es a través de Moni, la dueña que surfeó con una elegancia sensual algo anticuada, pero que en ella era estilo. Sexo, dinero, traición, asesinatos, corrupción tuvieron que ver tácitamente con ella, Moni, quien asumió todo el tiempo una inocencia digna de una esposa fiel, madre abnegada y, aureolándola, la fama de poeta del pueblo. También habría que tener en cuenta a su cónyuge, el conde Esterházy, el noble húngaro obsedido por la tela en blanco, que la iba de artista maldito, alcohólico y timbero perdido, capaz de venderle el alma al diablo si ya no lo había hecho en la época de estos sucesos. Y los vástagos de ambos, el casalito, yunta freak que no puede pasarse por alto; el pibe estrábico, víctima en la escuela, que habría de convertir la humillación en una alquimia de estrambóticas ideas terroristas y desprecio a los seres humanos que intentaría llevar a la práctica. A su lado, inseparable, Aniko, su hermana escuálida y lánguida, aficionada a un espiritualismo orientado por el I Ching, que emplearía como oráculo para explicar su destino a quien la consultara. Jardinero, albañil, carpintero, mayordomo, custodio, amante, al grupo debe sumársele Tobi, el ladero enamorado de su patrona, dotado como un burro. Además están los funcionarios municipales, dicen, Greco, el intendente, Damonte, el secretario de Planeamiento, siempre cuestionados por conflictos vinculados con las coimas y las influencias, los enjuagues del Concejo Deliberante, y sus respectivas familias. Y no dejaremos afuera a Nancy, la doméstica de confianza de los Greco, dueña de su intimidad, sus secretos. A quienes no se puede apartar es a los policías, entre los que se destacan el comisario Barroso, con sus métodos herederos de la represión de la dictadura. Si se busca comprobar la relación entre la escritora libertina y los mandamases de la Villa, no será necesario hurgar mucho entre sábanas arrugadas para comprobar que los chismes de pueblo, como toda mitología, disponen de una resaca de verdad. Contemos, entre otros, al polaco Tomasewski, el ferretero tan atribulado como su hija pianista, condenada a la frustración de sus aspiraciones artísticas. Incluyamos a Dulce, la jipona viuda cosechadora de cannabis, la flor más pegadora de la Villa y su empleo aceitero. No puede faltar en esta trama Dante, el veterano redactor de El Vocero, pasquín semanal, redundante decirlo, que da cuenta de todas las voces de nuestra comunidad. Y no olvidemos a Virgilio, su remisero amigo que lo traslada por nuestro infierno de una conferencia de prensa a una escena del crimen o, clandestino, a los encuentros con su amante a la hora de la siesta. Subimos la mirada al cielo nublado, no clamando por su ayuda, sino por la intriga que nos despierta esa avioneta que otra vez sobrevuela la Villa y aterrizará en el aeródromo que está cerrado en invierno pero, no obstante, hay unas camionetas cuatro por cuatro negras esperando. Y volviendo, del mismo modo que podríamos seguir ampliando este casting, podríamos seguir conjugando hipótesis sobre las razones del cadáver fusilado, la sangre que termina chupada por la arena. Bienvenidos, como prometía el fundador de nuestra Villa, al balneario que se recomienda de amigo a amigo.
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Ellos
1
Altanero, caminando lento, casi marcial, sacando pecho, el pelado cincuentón, próximo a los sesenta, si no los pasó ya, vestido con una camisa a cuadros y unos jeans desteñidos que se abrocha por encima de la barriga, con unos borcegos deformes, lo vemos, avanza orgulloso por la alameda con un paquete de pañales.
2
Pero lo que a nosotros nos interesa ahora está en el pasado, un Buick blanco descapotable modelo 46, tan extravagante, tan snob, como la pareja que viene perdiéndose en el laberinto de las alamedas hasta encallar en la arena blanda frente a la casona que había sido de Don Karl, el patriarca fundador, y ahora era de Arno, su nieto. El primero en bajar es el tipo, flaco, anguloso, traje negro, camisa blanca, desabrochado el cuello y la corbata suelta, los zapatos de charol polvorientos. Se pasa la puntera por detrás de la pantorrilla buscando recobrar el brillo perdido, maniobra que, además del brillo del calzado, pretende borrarle niebla, cuando no oscuridad, a su pasado. Tiene aspecto tanguero. Pálido, demacrado, y una mirada cínica y penetrante que parece indagar el fondo de cada ser que se cruza, radiografía útil para el conocimiento del otro en función de una ventaja o una humillación. Y ella, pelirroja, refinada, pero con una cierta informalidad lánguida, sensual. La camisa de seda blanca abierta, demasiado abierta, el cuello sobre las solapas del saco entreabierto. Puede verse el cinturón de cuero con una hebilla plateada ajustando el pantalón largo. Las mujeres de por acá, aun las chetas más insinuantes, no vestían así, se dirá. Las mujeres, no ella, esa tipa de pelo rojo recogido, anteojos de sol y un rouge que le inflama los labios. Y los tacos altos. Se descalza apenas pisa la arena. Respira profundo el aire del mar. Y mira alrededor con curiosidad. Mientras él levanta el capó, echa agua en el motor humeante, ella se aleja, descalza da una vuelta alrededor y tarda un rato en volver. El tipo bebe de una petaca. Ella estira una mano de uñas largas carmín. El tipo pone la petaca boca abajo. Ni una gota. Entonces ella extrae una cigarrera de plata, un cigarrillo al que le adosa una boquilla y lo prende. De dónde habían salido esos dos, se preguntaron, seguro, los paisanos que pudieron cruzarse. Y le fueron con el cuento, seguro, a Arno, el nieto de Don Karl, el patriarca fundador de la Villa. A tener en cuenta, Arno significa águila. Arno debe haber permanecido en su silla ante el escritorio, revisando unas escrituras. Porque, seguro, tarde o temprano esos dos iban a acudir a su oficina: lo sabía. Como tantos, los que acá vienen, vienen huyendo. Y esos dos, si vienen así, engalanados, más que seguro se rajaron justo a tiempo de rodada cuesta abajo a toda velocidad hasta fundir el motor del Buick, que quedaría ahí enterrado en la arena un buen rato.
3
Arno tardó en levantar la vista cuando esos dos entraron a su oficina guiados por Gertrud. Sin duda, a su hija, la vigilante esmirriada de la propiedad, ya fuera por guardiana de su padre o por el interés en lo que algún día iba a heredar, no se le escapó el modo en que su padre lentamente levantaba los ojos claros y los detenía en lo que dejaba entrever la camisa de seda blanca abierta de la mujer. Arno les tendió una mano curtida, callosa, como lo hacía su abuelo con los recién venidos. Los invitó a sentarse. Y con un acento germano les dio la bienvenida a su Villa. El hombre le preguntó, en alemán, si no prefería conversar en su lengua. No hubo afectación en el pronunciar. Como un volver a vivir, dijo el hombre. Como a todos los que se presentaban en ese entonces en su escritorio de dueño y administrador, esos dos también le comentaron su deseo de afincarse en la naturaleza, un abandono de la urbe, un proyecto hotelero. No era la primera vez que Arno escuchaba un comentario por el estilo. Y, a propósito del estilo, se preguntó con astucia hasta dónde había una verdad de aristocracia en estos dos comediantes. De dónde procedían, les preguntó. Ella lo miró a él. Y él respondió de la casa Esterházy. Y agregó: Habsburgo. Y puso un lingote sobre el escritorio. Budapest, dijo. La suerte de una herencia. Arno lo tanteó: Es usted judío, Esterházy. El tipo que respondía a ese apellido fue veloz: Quiere que pele, lo desafió con sorna, una mano en la entrepierna. Su sentido del humor es auténticamente ario, festejó Arno. Desde la puerta, Gertrud observaba la escena: Lo somos, dijo. Entre la ironía y el cálculo, estudiándose, sucedió el primer encuentro entre Arno con Hugo Esterházy y Moni, tal como ella se dio a conocer en esa reunión: Monique Dubois.
4
Si escarbamos en la historia, esos dos deben haber llegado a la Villa transcurridas las seis décadas en que el lugar había dejado de ser un caserío de la costa, balneario marino exclusivo que se recomendaba de amigo a amigo en la comunidad alemana, y pasó a convertirse en un reducto hippie y más tarde una comarca de chalets, propiedades de profesionales progres, los exhippies, y, ahora, cuando esos dos arribaron, en la Villa ya estaba La Virgencita, el asentamiento en la periferia. De los orígenes hablaremos quizás después, el mito de la Villa costera como destino final del camino de las ratas, refugio de nazis. Aunque de esto nadie quiere hablar siquiera hoy.
Arderá el viento, de Guillermo Saccomanno, sigue aquí.