«El loco de Dios en el fin del mundo», de Javier Cercas
«Soy ateo. Soy anticlerical. Soy un laicista militante, un racionalista contumaz, un impío riguroso. Pero aquí me tienen, volando en dirección a Mongolia con el anciano vicario de Cristo en la Tierra, dispuesto a interrogarle sobre la resurrección de la carne y la vida eterna. Para eso me he embarcado en este avión: para preguntarle al papa Francisco si mi madre verá a mi padre más allá de la muerte, y para llevarle a mi madre su respuesta. He aquí un loco sin Dios persiguiendo al loco de Dios hasta el fin del mundo». Este es el arranque fulgurante de un libro único, «El loco de Dios en el fin del mundo» (Random House, abril de 2025), de Javier Cercas, una obra que nadie había tenido la oportunidad de escribir, entre otras razones porque el Vaticano jamás le había abierto de par en par sus puertas a un escritor. Entre sus páginas, el autor logra tejer un relato propio y magistral: un «thriller» sobre el mayor misterio de la historia de la Humanidad. Con esta novela sin ficción, Javier Cercas vuelve a su línea más personal, en la que logra enlazar sus obsesiones íntimas con una de las preocupaciones fundamentales de la sociedad actual: el papel en la vida humana de lo espiritual y lo transcendente, el lugar en ella de la religión y el ansia de inmortalidad. A continuación, LENGUA publica las primeras páginas de «El loco de Dios en el fin del mundo», el nuevo libro de un escritor en plenitud, un autor que logra convertir una propuesta muy peculiar en un libro magistral.
Por Javier Cercas

Soy ateo. Soy anticlerical. Soy un laicista militante, un racionalista contumaz, un impío riguroso. Pero aquí me tienen, volando en dirección a Mongolia con el anciano vicario de Cristo en la Tierra, dispuesto a interrogarle sobre la resurrección de la carne y la vida eterna. Para eso me he embarcado en este avión: para preguntarle al papa Francisco si mi madre verá a mi padre más allá de la muerte, y para llevarle a mi madre su respuesta. He aquí un loco sin Dios persiguiendo al loco de Dios hasta el fin del mundo.
1
Todo empezó el 21 de mayo de 2023, en Turín. Aquella tarde estaba firmando ejemplares de mis libros en el Salone del Libro que cada año se celebra en esa ciudad, tras haberme pasado una hora hablando en público sobre la maldita figura del intelectual, cuando mi editora italiana me advirtió que un representante del Vaticano estaba aguardando para hablar conmigo. «¿Del Vaticano?», pregunté, extrañado. Mi editora se encogió de hombros y señaló a un hombre que aguardaba a su espalda. De golpe recordé.
Dos semanas atrás había recibido una llamada desde un número de teléfono oculto y, llevado por mi afición a la ruleta rusa, la había contestado. Una voz cavernosa sonó en mi móvil. Dijo que llamaba desde el Vaticano, se presentó como oficial del Dicasterio para la Cultura y la Educación de la Santa Sede, explicó que el 23 de junio iban a cumplirse cincuenta años desde la apertura de la colección de Arte Moderno y Contemporáneo en los Museos Vaticanos y que, para conmemorar la efeméride, el papa Francisco deseaba reunir a un puñado de creadores en la Capilla Sixtina.
Crecí en un país católico, una familia católica y un colegio católico, de modo que, por muy descreído que sea, una invitación semejante es casi irresistible; pero, mientras la voz de ultratumba del oficial del Vaticano seguía sonando en mi móvil y yo hojeaba mi agenda, pensé que me iba a resistir a ella: me pareció excesivo viajar hasta Roma solo para escuchar unas palabras del papa Francisco. Ya tenía en la punta de la lengua la negativa cuando –¡oh, milagro!– descubrí en mi agenda que el mismísimo 23 de junio debía volar a Roma de camino a Pescara. Derrotado por la coincidencia, le aseguré al emisario del Vaticano que haría lo posible por asistir a la reunión con el papa y acto seguido escribí a mi editorial italiana para adelantar mi vuelo a Roma al día 22, de tal manera que el 23 por la mañana pudiera participar en la recepción papal y luego desplazarme hasta Pescara. Así que aquella tarde, en el Salone del Libro de Turín, pensé que el hombre del Vaticano quería hablar sobre el encuentro con el papa en la Capilla Sixtina.
Error. El hombre se llamaba Lorenzo Fazzini, se presentó como responsable de la Libreria Editrice Vaticana (LEV), la editorial de la Santa Sede, y me soltó a bocajarro que el papa Francisco viajaba a finales de agosto a Mongolia y que en el Vaticano habían pensado en mí para que escribiera un libro sobre el viaje, sobre el papa, sobre la Iglesia, sobre el Vaticano, sobre lo que yo quisiera. Por un segundo pensé que era una broma. Miré al tipo: no era una broma. Más tarde Fazzini me contaría que mi primera reacción a su propuesta fue soltarle: «Pero, oiga, ¿se han vuelto ustedes locos o qué?». La verdad: no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que, apenas conseguí reponerme de la sorpresa, le hice una pregunta parecida:
–Pero, oiga, ¿no saben ustedes que yo soy un tipo peligroso?
Fazzini sonrió. Era un hombre de mediana edad, corpulento y con gafas; no parecía sacerdote –no lo era–, pero vestía de negro total y tenía un aire atribulado de ejecutivo y un aspecto montaraz. En su sonrisa había una sombra de burla –«Menos lobos, Caperucita», decía, o: «A mí tú no me engañas, chaval»–, y al instante supe que aquel hombrón y yo podíamos entendernos.
–Esto no se lo ofreceríamos a cualquiera –me advirtió Fazzini, a modo de respuesta–. De hecho, que yo sepa sería la primera vez que alguien escribe un libro así, sobre un viajedel papa. La primera vez que el Vaticano le abre sus puertas a un escritor, para que hable con quien quiera y pregunte lo que quiera. Créame: nos hemos informado sobre usted.
Hablamos durante veinte minutos. Fazzini me explicó que en el Vaticano sabían que yo no era creyente y que precisamente por eso me proponían escribir el libro: no querían que lo escribiera uno de los suyos; se apresuró a añadir que, por supuesto, yo dispondría de libertad total, que en realidad el Vaticano no me encargaba el libro, solo me lo facilitaba, que ni siquiera pretendían publicarlo en su editorial, que podría publicarlo donde quisiese, como quisiese y cuando quisiese, que ellos se limitarían a darme todas las facilidades, que su objetivo no era ni propagandístico ni económico… Yo le escuchaba atónito, y en determinado momento le pregunté si, en el caso de que aceptase escribir el libro, podría hablar a solas con el papa. Fazzini me contestó que en aquel momento no podía asegurármelo, reconoció que el libro todavía era solo un proyecto del Dicasterio para la Comunicación, el ministerio de comunicación del Vaticano, que la idea había sido de su jefe y director de ese organismo, Paolo Ruffini, y que el papa ni siquiera había dado aún su autorización para llevarlo a cabo.
–No te preocupes –dijo Fazzini–. Si el papa acepta la idea, haremos lo posible para que puedas hablar con él.
Luego insistió en la excepcionalidad del viaje. «Francisco no ha visitado los grandes países católicos, pero viaja a Mongolia, un país budista con algo más de tres millones de habitantes y apenas mil quinientos católicos», explicó. «Este papa quiere ir a donde nadie quiere ir, al lugar más remoto y difícil». Fazzini añadió que no me sintiera presionado, pero me rogó que valorara la propuesta. Al final me emplazó a que al cabo de unos días («Sé que estarás en la alocución del papa a los artistas, en la Capilla Sixtina; yo también estaré allí») volviéramos a hablar del asunto.
Aquella noche no pegué ojo. Dando vueltas en la cama de mi hotel turinés, pensaba: «Primero el oficial del Vaticano, su voz escatológica al teléfono y la coincidencia providencial entre mi viaje a Pescara y el encuentro con el papa en la Capilla Sixtina. Y ahora el enviado del Vaticano y la propuesta del libro sobre el papa». Pensaba en Bob Dylan, que se convirtió al cristianismo y, con gran escándalo de los dilanófilos, cantó para Juan Pablo II. «Si yo fuera Dylan», pensaba, «aceptaría la propuesta de inmediato». Pensaba en Juan Sebastián Bach, que solo componía para Dios y cuya música apenas puede escucharse sin sentir un deseo irreprimible de creer en Dios. «Si yo fuera Bach», pensaba, «aceptaría de inmediato». Y pensaba: «Si por mis venas corriera una sola gota de la sangre de Bach, si mi carne contuviera un solo átomo de la carne genial de Bach, sentiría que Dios me está llamando». Aquel pensamiento me devolvió una experiencia mística. Ocurrió una mañana en una estación de metro de Barcelona. Era la hora punta, en el vagón hacía un calor atroz, para evadirme de aquella tortura puse música en mi móvil y el azar eligió la celebérrima Cantata BWV 147: X, titulada «Jesús, alegría de los hombres». Entonces, apenas empezó a sonar esa música inhumana en mis auriculares, tuve la certeza de que iba a abrirse el firmamento, iba a aparecer Dios Nuestro Señor e iba a alzar por los aires aquel armatoste abarrotado de infelices mientras su divino vozarrón tronaba (bastante cabreado, por cierto): «¿Con que no existo, eh, mamones? Pues aquí me tenéis, con barba y todo. ¡A tomar por culo, se acabó la farsa: todos al Paraíso! ¡Tú también, Javierito, no te escondas, repugnante sabandija comecuras! Iba a mandarte de cabeza al Infierno de los réprobos, con Walt Disney y Jack el Destripador, pero aquí mi amigo Juan Sebastián ha intercedido por ti [en este punto, Bach aparecía al lado del Redentor, obeso y con su peluca empolvada, junto a sus dos esposas y sus veinte hijos, saludándome con una manita regordeta]. ¡Has tenido una potra que te cagas!». Fue justo entonces, tras recordar esa visión salvífica, cuando me acordé de mi madre viva y de mi padre muerto, ambos católicos a machamartillo, me acordé de que, desde la muerte de mi padre, mi madre no paraba de repetir que iba a encontrarse con él después de muerta, y me dije que, si podía estar unos minutos a solas con el papa y hablarle de la resurrección de la carne y la vida eterna y preguntarle si era verdad que mi madre volvería a ver a mi padre, entonces tenía todo el sentido del mundo escribir aquel libro. Desvelado por este pensamiento, me levanté para contemplar el amanecer en Turín.
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2
¿Es tan excepcional que el papa viaje al fin del mundo? ¿Tan raro es que visite un país de la periferia o de eso que solemos llamar periferia? ¿Un país de nuestra periferia religiosa, porque Mongolia es una sociedad de aplastante mayoría budista y minúscula minoría católica, pero también de nuestra periferia política y geográfica, porque Mongolia es un país alejado de los grandes centros de poder y huérfano de relevancia política, económica o geoestratégica, salvo por el hecho de hallarse encajado entre dos imperios, el ruso y el chino, que durante siglos se lo disputaron?
La primera vez que el papa Francisco salió de Roma fue para visitar la isla de Lampedusa. Poco después de que resultara elegido 266.º Sumo Pontífice de la Iglesia Católica a las siete y cinco de la tarde del 13 de marzo de 2013, tras un cónclave que se prolongó por espacio de algo más de veinticuatro horas y exigió cinco votaciones de los miembros del Colegio Cardenalicio, el papa leyó en un periódico que las playas de aquel pedazo de tierra italiana habían recibido muchos de los más de veinticinco mil cadáveres de emigrantes muertos durante la última década en su intento de cruzar el Mediterráneo desde las costas africanas, huyendo del hambre, la miseria y las guerras. El 8 de julio, cuatro meses después, Francisco celebró una eucaristía multitudinaria en el estadio deportivo de la isla y, dirigiéndose a los presentes tras un altar levantado con madera de una de las balsas naufragadas y sujetándose con una mano el solideo para que no se lo llevara el viento, preguntó: «¿Quién es el responsable de esta sangre?». Luego denunció lo que llamó «la cultura del bienestar, que nos lleva a pensar solo en nosotros mismos y nos hace insensibles al grito de los demás», alertó contra la «globalización de la indiferencia» y solicitó «la gracia de llorar por la crueldad del mundo, por nuestra propia crueldad y también por la crueldad de quienes, de manera anónima, toman decisiones que provocan dramas como éste».
Aquello fue una declaración de principios en toda regla: el primer papa latinoamericano, el primer papa llamado Francisco, el primer papa jesuita empezaba su mandato denunciando urbi et orbi los desmanes cometidos por los ricos y los poderosos contra los pobres y los indefensos. «No crean que he venido a traer paz a la Tierra», dijo Jesucristo, y el papa hubiera podido repetirlo en aquel viaje inaugural: además de una declaración de principios, el discurso de Lampedusa era una declaración de intenciones.
Ése fue su primer viaje; de nuevo: ¿tan raro es el último?
En mayo de 2023, tras sus diez primeros años de pontificado, Francisco había concluido cuarenta y una visitas apostólicas a cincuenta y nueve países; no es un número excepcional. Pablo VI, en la segunda mitad del siglo xx, fue el primer pontífice que salió de Italia desde 1809, pero solo visitó nueve países. Los papas ulteriores han sido papas trotamundos: durante sus veinticinco años de papado, Juan Pablo II visitó ciento veintinueve países; durante sus ocho años de papado, Benedicto XVI visitó veintitrés. En el caso de Francisco lo llamativo no es el número de países sino su nombre. Por orden cronológico: Brasil, Turquía, Francia, Albania, Corea del Sur, Jordania, Palestina e Israel, Uganda y República Centroafricana, Kenia, Cuba y Estados Unidos, Ecuador, Boliviay Paraguay, Bosnia y Herzegovina, Sri Lanka y Filipinas, Suecia, Georgia y Azerbaiyán, Polonia, Armenia, Grecia (Lesbos), México, Myanmar y Bangladesh, Colombia, Portugal,Egipto, países bálticos, Irlanda, Suiza, Chile y Perú, Tailandia y Japón, Mozambique, Madagascar y Mauricio, Rumanía, Bulgaria y Macedonia del Norte, Marruecos, Emiratos Árabes Unidos, Panamá, Chipre y Grecia, Hungría y Eslovaquia, Irak, Bahrein, Kazajistán, Canadá, Malta, Congo y Sudán del Sur, Hungría. Un hecho llama de inmediato la atención en este listado heteróclito: la escasez de países centrales en la cosmovisión occidental; la abundancia de países que, por razones diversas, solemos considerar periféricos.
El hecho es elocuente: el concepto de «periferia» es capital en el pensamiento de Francisco. Durante un discurso pronunciado ante los cardenales reunidos en precónclave el 9 de marzo de 2013, cuatro días antes de que lo eligieran papa, Francisco afirmó que «la Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas sino también las existenciales: las del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria». A esas dos periferias, la geográfica –los centros alejados de la metrópoli– y la religiosa –los lugares donde Dios es un Dios ausente, un Deus absconditus–, Francisco aún añadiría una tercera: la periferia social, el lugar de los desheredados de la tierra. Esa triple periferia es el núcleo de la Iglesia de Francisco. «Si la Iglesia se desentiende de los pobres», declaró en 2020, «deja de ser la Iglesia de Jesús y revive las viejas tentaciones de convertirse en una élite intelectual o moral». Así que, para Francisco, la Iglesia debe alejarse del centro, de Roma y el Vaticano y la pompa y circunstancia de la burocracia eclesiástica. Hay dos imágenes opuestas de la Iglesia, proclama este papa de intemperie y extrarradio, «la Iglesia evangelizadora que sale de sí, o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí». La segunda imagen es catastrófica, piensa Francisco; la primera, redentora: por eso Francisco, que alguna vez quiso ser misionero, reivindica el ímpetu misionero de la Iglesia, su vocación de «ir al encuentro del otro en las periferias, que son lugares, pero sobre todo personas necesitadas».
No puede decirse que, al menos en este punto, Francisco no practique con el ejemplo. Justo antes de acceder al papado, cuando ejercía como arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio era mucho menos conocido en el norte de la ciudad, donde prospera la clase alta y media porteña –en La Recoleta, Palermo, Belgrano u Olivos–, que en las llamadas villas miseria, los barrios menesterosos de los arrabales donde pasaba los fines de semana callejeando, dando charlas, confesando, entrando en las casas, comiendo y bebiendo y conversando aquí y allá con sus moradores; fruto de esa frecuentación, en agosto de 2009 Bergoglio creó un organismo dedicado a ayudar en los barrios pobres: la Vicaría Episcopal para la Pastoral de las Villas de Emergencia. Esto explica que, por entonces, el primer coordinador de ese organismo asistencial, el padre Di’ Paola, asegurara que para el futuro papa «el centro de Buenos Aires no es la plaza de Mayo, donde reside el poder, sino las periferias, las afueras de la ciudad»; también explica que, pocos meses antes de ser elegido papa, Francisco declarara que el problema de la Iglesia era que se había encerrado en sí misma, que se había vuelto comodona, autocomplaciente y mundana, y que esas facilidades la habían abocado al desencanto. «Tenemos a Jesús atado en la sacristía», proclamó Bergoglio. Hay que desatarlo, decía, hay sacarlo de ahí y llevarlo a las afueras, el único lugar que no solo permite «ver el mundo tal cual es», sino también «encontrar un futuro nuevo» (ver nota al pie).
Este es el discurso de renovación que en 2013 Bergoglio encarnaba en la Iglesia, el mismo que los cardenales promovieron al sentarlo a él en la silla de san Pedro: en 2013, Bergoglio era el líder de la Iglesia en América Latina, un continente periférico donde el catolicismo estaba encontrando su nuevo futuro; la prueba es que por entonces contaba con un cuarenta y uno por ciento del total de los católicos: 483 millones de mil doscientos. Tal vez nadie era más consciente de las razones de su elección como papa que el propio Bergoglio, y por eso las primeras palabras que pronunció desde el balcón de la basílica de San Pedro fueron estas: «Hermanos y hermanas, buenas tardes. Como sabéis, el deber de un cónclave es dar un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo». También habría podido decir: han ido a buscarlo a la periferia.
Así que para el papa Francisco el viaje a Mongolia no es una excepción: es la norma. Francisco viaja a Mongolia para encontrar un futuro nuevo y para ver el mundo tal cual es desde el único lugar desde donde a su juicio puede verse: la periferia, el fin del mundo. Francisco viaja a Mongolia para seguir siendo Francisco.
3
Durante la semana siguiente discutí la posibilidad de escribir el libro sobre el papa con algunas personas de confianza. No lo hice porque no estuviera ya decidido o casi decidido a aprovechar aquella oportunidad inédita (siempre y cuando el papa accediese finalmente a concedérmela, claro está, y siempre y cuando yo pudiese conversar unos minutos a solas con él para hablarle de la resurrección de la carne y la vida eterna: para preguntarle si mi madre iba a ver a mi padre después de muerta); lo hice porque quería escuchar todas las objeciones posibles y someter mi decisión a un test de resistencia. Por su parte, Lorenzo Fazzini me dijo que, si quería aclarar cualquier extremo de la propuesta con él y con su jefe, Paolo Ruffini, podíamos organizar un encuentro por Zoom.
No fue necesario. Las personas con quienes hablé eran ateas, o agnósticas, pero todas se mostraron entusiastas con la idea; salvo un amigo. Heredero como yo de la densa tradición anticlerical española, mi amigo me preguntó: «¿Estás seguro de que no vas a blanquear al papa?»; o tal vez: «¿Estás seguro de que no vas a blanquear a la Iglesia católica?». Se refería, claro está, a los casos numerosos de pederastia y abusos sexuales, a las opiniones del catolicismo sobre los anticonceptivos, sobre el aborto, sobre el divorcio, sobre la eutanasia, sobre la homosexualidad en general y sobre el matrimonio entre homosexuales en particular, a su visión retrógrada del mundo. ¿Iba a blanquearla?
Es una pregunta (o una acusación) que, casi con todas las variantes posibles, me han formulado muchas veces desde que escribí mi primera novela. Me han acusado de blanquear escritores fanáticos, intelectuales autodestructivos, falangistas cínicos o creyentes, asesinos en masa, traidores heroicos, impostores desmesurados, comunistas ejemplares, policías vengativos y un etcétera no corto de personajes de catadura semejante. Así pues, ¿soy un blanqueador inveterado? ¿Es solo una tara personal o los novelistas nos dedicamos básicamente a blanquear? ¿Para eso sirven después de todo las novelas?
La literatura es un instrumento de conocimiento: sirve para comprender. «Comprenderlo todo es perdonarlo todo», dice un dicho francés. Falso. Comprender no es justificar: es darse los instrumentos para no cometer los mismos errores. A eso nos dedicamos los novelistas; por eso, contra lo que predica la superstición literaria más extendida de nuestro tiempo, la literatura es útil. Eso sí: siempre y cuando no se proponga serlo; en cuanto se propone serlo, se convierte en propaganda o pedagogía, y deja de ser literatura –al menos, buena literatura– y deja de ser útil. Por lo demás, la Iglesia católica no es solo pederastia y abusos sexuales y opiniones ultramontanas, fruto de una visión del mundo ultramontana, sino cosas muchísimo peores: su historia abarca dos mil años de guerras santas, intolerancias asesinas y cinismos colosales. Esto no es una opinión: es un hecho; pero también es un hecho que la Iglesia católica es Jesucristo, Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Teresa de Ávila y miles de misioneros que ahora mismo están peleando en todo el mundo para abrigar a los muertos de frío y dar de comer a los muertos de hambre y de beber a los muertos de sed.
Eso le dije a mi amigo escéptico o reticente: que la Iglesia católica consiste en esa amalgama inextricable de maldades y bondades, de crímenes y santidad, que la cultura occidental es inseparable de ella y que ignorarla no es un lujo sino un error, porque estamos amasados con ella. También le dije que, si acababa escribiendo el libro, lo escribiría para intentar entenderla; es decir, por lo mismo que se escriben todos los libros: para intentar entendernos.
No sé si lo convencí. Pero al terminar la semana le comuniqué por teléfono a Fazzini que aceptaba su propuesta.
–Fantástico –me contestó–. Ahora ya solo falta el visto bueno del papa.
–Y que me conceda cinco minutos –le recordé–. A solas, él y yo. Si no hay entrevista, no hay libro. Con cinco minutos me basta.
Fazzini volvió a decirme que harían lo posible por que me los concediese.
Nota al pie:
Francisco ha insistido sin descanso en este punto. En una entrevista concedida a La News, una popular revista digital producida en una villa miseria de Buenos Aires llamada La Cárcova, Bergoglio abundó: «Cuando hablo de periferia hablo de confines. En la medida en que salimos del centro y nos alejamos de él, descubrimos más cosas y, cuando miramos al centro desde estas cosas nuevas que hemos descubierto, desde estos nuevos lugares, desde estas periferias, vemos que la realidad es diversa. Una cosa es observar la realidad desde el centro y otra mirarla desde el último lugar al que has llegado. Un ejemplo: Europa, vista desde Madrid en el siglo xvi, era una cosa, pero cuando Magallanes llega al fin del continente americano, mira a Europa desde el nuevo punto alcanzado y comprende otra cosa». En L'atlante di Francesco. Vaticano e política internazionale (Feltrinelli, Venecia, 2023, pp. 64-67), Antonio Spadaro afirma que, a juzgar por los itinerarios de sus viajes, la mirada de Bergoglio es precisamente la de Magallanes, y que su práctica de elegir cardenales periféricos «persigue reanimar la circulación en el cuerpo mismo de la Iglesia». Spadaro añade que los viajes del papa a lugares conflictivo Lampedusa, Auschwitz, Belén, Corea del Sur, Sarajevo, Cuba, Sri Lanka o la frontera entre México y Estados Unidos– pretenden tener una dimensión terapéutica. «El papa viaja para tocar heridas y para poner su mano sobre esas heridas, como Cristo puso su mano sobre las heridas de entonces», escribe Spadaro. «Este es el sentido profundo de la diplomacia de la misericordia». Por lo demás, la intuición de que desde la periferia se puede entender mejor el mundo que desde el centro la tomó Bergoglio de Amelia Lezcano Podetti, una filósofa argentina a quien conoció en 1970, y del teólogo uruguayo Alberto Methol Ferré, uno de los principales impulsores de la llamada Teología del Pueblo, corriente antimarxista o no marxista de la Teología de la Liberación de la que bebe Bergoglio, o con la que en gran parte se identifica.