«Moscú X», de David McCloskey
Sia Fox, agente, y Max Castillo, colaborador de la CIA, se unen para emprender una peligrosa operación de espionaje que involucra a oligarcas, políticos y mafiosos rusos. Ella está infiltrada en un bufete de abogados londinense que se dedica a ocultar grandes fortunas; él es un próspero terrateniente mexicano, dueño de un criadero de purasangres y heredero de una familia vinculada con la Agencia desde los sesenta. Fingiendo ser pareja, ponen en su punto de mira a Vadim, banquero de Putin, y a su esposa Anna, que trabaja para la inteligencia rusa en el banco de su padre. Pero Anna es también un espíritu rebelde, una mujer que lucha, odia y ama. A medida que Sia y Max se adentran en un círculo rebosante de lujo, intrigas y delitos, su única esperanza puede ser ella, quien está jugando su propia partida... LENGUA publica a continuación las primeras páginas de «Moscú X» (Salamandra, marzo de 2025), la nueva novela de David McCloskey, antiguo analista de la CIA y autor de la elogiada «Estación Damasco».
Por David McCloskey

PRIMERA PARTE
Zágovor («Complot»)
1
Dusambé, Tayikistán
En el presente
Ese día, Artemis Aphrodite Procter acabó en el banquillo.
Se despertó en la oscuridad respirando un aire con un extraño olor a almizcle y los dientes castañeteándole como a un juguete de cuerda. Sentía los párpados pesados, como si no quisieran abrirse.
Percibió en la piel un frío de madera dura y, al parpadear, vio entre la trama de sus rizos negros el suelo de una habitación desconocida.
Luego oyó pasos, y una mano de nudillos vellosos le apartó suavemente el pelo de la cara. Un hombre de rodillas la saludó agitando la mano delante de sus ojos.
—Buenos días, Artemis —dijo el desconocido alegremente en ruso.
La mente de Procter era como un cenagal donde se hundían las ideas.
Contempló la sala. Una mesa, dos sillas junto a una ventana. Sus bragas, con dibujos de piñas, arrugadas por el suelo. Una botella de vodka volcada con restos de un pintalabios violeta que no era precisamente el suyo.
Apoyó la espalda en un sofá. Estaba desnuda y tenía frío. El ruso se sentó en un sillón al lado de la ventana y encendió un cigarrillo. Ella apretó las rodillas contra el pecho y cerró los ojos para que la habitación dejara de dar vueltas.
—Qué nochecita —dijo el ruso—. Me he quedado sorprendido. —Chasqueó la lengua—. Menudo monstruo estás hecha.
—¿Quién eres? —respondió ella también en ruso.
No quería abrir los ojos. Con luz, todo se desequilibraba.
—Antón —contestó él.
Al cabo de un rato, ella se levantó y miró por todas partes buscando su ropa. Aparte de las bragas, lo único que vio fueron su chupa de cuero y sus Reebok, sucias de barro. Se dio cuenta de que tenía un hueco en la memoria, un vacío absoluto desde la noche anterior, justo después de haber pedido unas copas. Había estado hablando con un posible activo ruso, un fiestero moscovita con contactos de primera en el Kremlin y los servicios de seguridad. O estaba muerto o formaba parte del montaje. Probablemente las dos cosas.
Cuando su vista se estabilizó, pudo distinguir por la ventana el ajetreo matinal de Rudaki. En el cristal caían gotitas de lluvia. En la mesa de delante de Antón había bandejas de comida, tazas y vasos para los cien gramos matinales (los sto gramm) de vodka.
Le costó ponerse las Reebok y las bragas. Estuvo a punto de perder el equilibrio un par de veces. Hizo una pausa para respirar antes de pasar a la chaqueta. Al palparla, descubrió los bolsillos vacíos, sin su móvil, sus llaves ni su navaja. Se dejó caer en la silla de delante del ruso.
Antón se rió entre dientes.
—Artemis Aphrodite Procter, jefa de estación de la CIA, funcionaria mal pagada y, según mis fuentes, descartada por enésima vez para su promoción al Cuerpo Superior de Inteligencia, el órgano directivo de la Agencia. Pasar de Amán a un villorrio como Dusambé, Tayikistán, es lo que yo llamo ir a menos, y todo por atribuirse facultades que nadie le había dado, ni negado, explícitamente.
—Nadie ha cuestionado jamás mis facultades— repuso ella.
Antón hizo chocar sus dos manos peludas y soltó una carcajada sin dejar de apretar el cigarrillo entre los labios.
—La buena de Procter, sí, con su ansia sexual de cosas nuevas; una pervertida con gustos... —la miró con gravedad— raros.
—Y las manos manchadas de sangre rusa —dijo ella.
A Antón se le ensombreció la mirada. Después de apagar el cigarrillo en un cenicero de latón, atacó su plato de seliodka: arenque en escabeche con patatas y cebolla.
Había una botella de un litro de leche de yegua fermentada con el cristal empañado por el frío. Los rusos se habían informado bien. Era una exquisitez kazaja o kirguiza, más que tayika, pero, aun así, ella nunca desaprovechaba las escasas ocasiones en que tenía el privilegio de tomarla... lo cual no le impidió vaciar en el suelo el vaso que le había pasado Antón.
Entre risas, y esquivando el sinuoso reguero blanco, el ruso se acercó para coger una carpeta beis que estaba en el sofá y la puso en manos de Procter antes de seguir comiendo.
—No hace falta que te diga que tenemos más fotos. Ése es sólo un pequeño adelanto. Había unas cuantas donde salías boca abajo, por ejemplo, aunque no creo que estén allí. La verdad, lo que me ha llamado más la atención son los tatuajes. ¿Por qué tienes nueve? Seguro que es una historia apasionante, pero, en fin... vamos, echa un vistazo.
Se llevó a la boca un trozo de arenque.
Eran fotos de ella desnuda y drogada. Las había bastante imaginativas, artísticas incluso. Dos o tres eran casi perfectas, con una luz, una perspectiva y una fuerza que captaban lo que ella misma consideraba la dimensión animal de su sexualidad inconsciente. Otras, en cambio, eran tan banales y cutres que no habrían tenido salida ni en los círculos más sórdidos del mercado del porno. Eso sí: ninguna le daba vergüenza, una emoción que desconocía. Sus tetas quedaban siempre bien, pensó.
Tiró la carpeta al charco de leche de yegua.
—Que te den.
Antón encendió otro cigarrillo.
—Artemis, por Dios... En fin, si no colaboras, estas fotos circularán por internet y haremos que te echen de la CIA.
— Eso, Antón, lo haréis de todas formas, ¿no? Bueno, a ver, ¿dónde carajo están mis pantalones?
Ya no le daba todo vueltas. Se levantó despacio y empezó a pasearse por la habitación.
—Te mandarán de regreso a tu país: otra mancha negra en tu expediente.
—Joder, ¡pero qué mal lo vendes! ¿De eso va todo, de mandarme a mi país? ¿Vais a por mí y queréis que me vaya porque me gusta camelarme a los rusos? Para empezar, os convendría cambiar de fotógrafo, porque algunas de estas fotos son malísimas. — Clavó un dedo en la carpeta reblandecida por la leche— . Aquí tienes mi respuesta: a tomar por culo. Bueno, me voy, que tengo que informar de esto a Langley y al embajador. O mejor: ¿y si en vez de escribir un cable que te haga quedar como un imbécil espías para mí? ¿Qué te parece la idea?
Antón echó el humo sobre la comida.
—No me vengas con hostias, Artemis.
Procter sonreía.
—Supongo que nos entendemos. ¿Dónde están mis pantalones?
Tiró al suelo algunos cojines del sofá, pero los vaqueros seguían sin aparecer. La ponía muy nerviosa no saber dónde estaban. Le parecía poco reglamentario y poco profesional. Pésimo. Siguió buscando varios minutos por todos los rincones mientras Antón fumaba. ¿Se los habían tirado, en serio?
—Venga, Antón, que hace frío y soy una mujer decente. ¡No querrás que salga con bragas de piñas y chaqueta de cuero!
Se le plantó delante en jarras mientras él se acababa el cigarrillo. Su risita al oírla decir la palabra «decente» había activado en ella un carrusel de oscuras fantasías...
—Piensa en tu estación, Artemis — dijo Antón—. Si te vas del país se quedarán sin jefa, y me he enterado de que hace poco un colega tuyo tuvo que irse por problemas de salud. Qué mala suerte...
Dos meses antes, el subjefe de la Estación y su familia se habían despertado en su casa con vértigo y dolor de cabeza. Su mujer incluso había perdido la vista de un ojo. Probablemente se había tratado de un ataque ruso con energía dirigida: esas microondas que te dejan frito el cerebro.
Antón le estaba mirando las piernas desnudas con una sonrisa.
Procter, en cambio, le miraba los pantalones con mala cara. Se le había disparado una sirena en la cabeza.
Cogió la botella de vodka vacía y la rompió contra la mesa para quedarse con un trozo bien afilado. Luego, antes de que Antón pudiera agacharse, le hizo un tajo en la mejilla y finalmente se la clavó en el hombro izquierdo. La boca quedó apuntando hacia el techo, aún manchada de pintalabios. Antón soltó un alarido mientras intentaba levantarse y sacarse el cristal, pero ella lo devolvió a la silla con una patada en el pecho. Un reguero de sangre le bajaba por la mejilla. Le dio tres puñetazos seguidos en la nariz hasta que oyó un bonito crujido húmedo y un gemido entrecortado. Entonces, cogió de la mesa la botella de leche fermentada y se la partió en el cráneo. La sangre mezclada con leche empezó a caer desde la cabeza del ruso como si de repente le hubiesen crecido unas trenzas de color rosa.
Tumbó la mesa y la golpeó contra la pared hasta conseguir arrancarle una pata con la que redujo a puré la rótula izquierda del ruso. En ese momento, empezó a filtrarse algo de luz en su cólera ciega. Tiró la pata al suelo y le dio una bofetada en la mejilla a Antón, que estaba inconsciente.
—Antón, despiértate. Se me ha ido un pelín la olla. ¿Me oyes, Antón? —Chasqueó varias veces los dedos delante de su cara—. ¿Antón?
Le puso dos dedos en el cuello. Tenía pulso.
Nunca se le había pasado por la cabeza que se alegraría de que un agente ruso hubiese sobrevivido, pero... ¡menos mal!
Echó un vistazo a los destrozos. Luego miró por la ventana, preguntándose si Antón trabajaría en equipo o si habría alguien mirando por las cámaras.
Le quitó los pantalones y se los puso.
—Merecido te lo tienes por tirar mis vaqueros —le dijo, aunque el otro seguía inconsciente.
Como Antón era mucho más alto y robusto que ella, tuvo que arremangarse las perneras unos treinta centímetros y apretarse el cinturón hasta que no dio más de sí. Se guardó la carpeta con los desnudos en la chaqueta, pero enseguida volvió a sacarla y buscó entre las fotos hasta que encontró la que buscaba, una que resaltaba su flexibilidad y su mezcla de feminidad y rudeza. Su fuerza secreta, qué coño. La hizo una bola y la metió en los calzoncillos de Antón. Después salió.
El día fue siguiendo su curso, cada vez peor. Primero, tuvo que vérselas en la embajada con el imbécil del embajador. Luego mandó un cable explicándoles el mal trago al director y a los mandamases de Langley, y éstos le contestaron en términos nada agradables. Finalmente Bradley, el subdirector, habló con ella, y tanto por su tono como por el contenido de su mensaje la hizo sentir más o menos como un perro querido al que fueran a hacerle la eutanasia.
A la hora de cenar, las fotos ya estaban en varias webs efímeras y los bots rusos habían difundido los enlaces en las redes sociales sin olvidarse de revelar la identidad de Procter en tanto jefa de la Estación de la CIA en Dusambé.
Esa misma noche llegó el cable en que se la llamaba oficialmente a Langley. Final de la misión. A coger el primer avión de la mañana. El personal de apoyo cerraría su piso y se encargaría de enviar sus pertenencias a Virginia. La agresión había infringido muchas leyes tayikas, pero lo peor era que había despertado el fantasma de posibles —y nada virtuales— represalias rusas por la hospitalización de quien, según las averiguaciones posteriores de la CIA, era nada menos que un agente de alto rango llegado de Moscú. Según un informe de un enlace tayiko que hacía confidencias a la CIA a cambio de dinero, la previsión de los médicos era que el ruso se restablecería, pero no sin secuelas; concretamente, todo un mosaico de cicatrices, una cojera permanente por lo que le había hecho Procter en la rodilla y el omnipresente fantasma de la disminución mental por culpa de una botella de leche de yegua fermentada. Algunos trabajadores intrépidos de la Estación le organizaron una despedida apresurada en la que no faltó el pastel con el correspondiente error ortográfico: «La hecharemos de menos, jefa.»
De noche, cuando ya no quedaba nadie, apagó su ordenador y metió el disco duro en la caja fuerte. No tenía gran cosa que llevarse. En su aséptico despacho no había fotos de familia, ni «pared personal» llena de fotos y souvenirs, ni obras de arte. La decoración brillaba por su rigurosa ausencia. El único capricho era un bate de béisbol firmado en 1997 por toda la plantilla de los Cleveland Indians: su receta secreta para aumentar la productividad de la Estación. En su despacho de Damasco había tenido siempre una escopeta, pero luego, en Amán, las quejas la habían llevado a cambiarla por el bate, que llevaba consigo a todas partes. En las reuniones matinales lo miraba de reojo, como con anhelo, y en las videoconferencias con la central lo dejaba apoyado en un rincón, a la vista de todos.
Hizo como si batease, dibujando lentamente un arco por el aire reciclado del despacho. Era consciente de que en Dusambé no se podía quedar, pero la colmena de la central, llena de sabandijas con más hambre de dónuts que de réditos del espionaje, sólo le merecía desprecio. Qué asco de día.
Descargó el bate en la mesa de conglomerado, que se agrietó. Consiguió partirla al siguiente golpe, pero insistió hasta dejarla reducida a astillas. Entonces, sudorosa y satisfecha, apagó las luces de su despacho y, con el bate al hombro, empezó a cerrar la Estación puerta a puerta.
La central... ¡por amor de Dios! Pero claro, ¿qué otra cosa se podía hacer con alguien como ella, mezcla de réproba impulsiva y de jefa y agente respetada con años de experiencia en diversos países?
La habían mandado al banquillo. Dos años en la central, sometida a un estricto control, y, en caso de superarlos adecuadamente, la posibilidad futura de volver a dirigir una estación. Como era competente, y no una inútil incapaz de gestionar operaciones, Bradley, el subdirector, le había insinuado que le buscaría algo importante. Tras comprobar que no quedara ni un solo papel encima de las mesas y que todas las cajas fuertes estuvieran bien cerradas, giró por última vez la cerradura de la gruesa puerta de metal de la Estación de Dusambé.
Moscú X, de David McCloskey, sigue aquí.