Ángeles entre nosotros

Perry Stone

Fragmento

CAPÍTULO UNO
ÁNGELES DE REVELACIONES CELESTIALES

En el Antiguo Testamento, los ángeles eran necesarios para dar instrucciones y guiar al pueblo de Dios. La palabra ángel (en singular) aparece repetida doscientas una veces en ciento noventa y dos versículos de la Biblia y ciento cuatro de esas referencias están en el Antiguo Testamento. Los ángeles viajaban desde el reino celestial con información urgente y transformadora; daban instrucciones y, a veces, advertencias a patriarcas, profetas y santos sacerdotes. Cabe mencionar que, desde los tiempos de Adán hasta que Moisés recibió la Torá (cinco libros) en el Monte Sinaí, aproximadamente dos mil quinientos años, no existían leyes ni palabra escrita de Dios. Cuando era necesaria una palabra de Dios, el mensaje venía como un sueño o una visión, una palabra de inspiración o una visitación angelical.

El reino espiritual siente curiosidad por el Evangelio: como vemos en el versículo, estas “son cosas que aun los ángeles quisieran contemplar” (1 Pedro 1:12, RVC). Cuando Dios descendió para darle la ley y los mandamientos a Moisés en el Monte Sinaí, David escribió: “Los carros de Dios son veinte mil, y más millares de ángeles. El Señor entre ellos, como en Sinaí, así en el santuario” (Salmos 68:17, RV1909). Los ángeles rodeaban el Monte Sinaí mientras la Palabra de Dios ardía en las tablas de piedra.

LOS ÁNGELES MIGUEL Y GABRIEL

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, hay un ángel renombrado que, en un período de seiscientos años, visitó cara a cara al profeta hebreo Daniel en Babilonia, a un sacerdote judío en el Templo de Jerusalén y a una joven virgen llamada María que vivía en Nazaret. Este ángel se llama Gabriel, que significa “varón de Dios”. Es uno de los dos ángeles que se mencionan por nombre en las Escrituras; el otro es el arcángel Miguel (Daniel 12:1; Judas 1:9). Vemos que Miguel es el ángel que tiene más autoridad y que, además, comanda un ejército de ángeles (Apocalipsis 12:7).

Cuando Moisés murió, Satanás ideó una estrategia para tomar posesión de su cuerpo. Dios envió a Miguel para que luchara contra Satanás y lo reprendiera; después de que Satanás se fuera, recogió los restos de Moisés y sepultó a uno de los profetas más importantes de Israel en un lugar privado que hasta el día de hoy nadie conoce (Deuteronomio 34:6; Judas 9).

En un conflicto cara a cara más dramático, el profeta Daniel le pidió a Dios la interpretación de una visión extraña que había recibido. No obstante, la respuesta del cielo no llegaba. Por lo general, Daniel y sus amigos experimentaban “avivamientos de un día”: ya fuera en el horno ardiente o en el foso de los leones, cada vez que se veían atrapados en una situación peligrosa o cercana a la muerte, eran liberados de manera instantánea. En la historia de Daniel 10, tres semanas de ayuno y oración no habían logrado penetrar la barrera que le impedía a Daniel obtener la interpretación que estaba buscando.

Eso no significaba que Dios estuviese demasiado ocupado como para escuchar la oración de Daniel ni que lo estuviera poniendo a prueba, sino que iba a enviar la respuesta a su debido tiempo. El problema no estaba en el tercer cielo, donde Dios y los ángeles tienen concilios celestiales; tampoco había maldad alguna en el corazón de Daniel que pudiera frenar su oración (Salmos 66:18) porque era un hombre santo. La respuesta estaba estancada en el segundo cielo, sobre Babilonia, donde dos fuertes espíritus —un príncipe demoníaco de Persia y un mensajero especial de Dios (se cree que era Gabriel)— estaban en medio de una confrontación, pues el poderoso príncipe de las tinieblas intentaba detener la bendición. Por un momento, su interferencia demoníaca fue, aparentemente, más fuerte, ya que detuvo al mensajero de Dios en el cielo y no le permitía atravesar la atmósfera terrestre. Dios notó este duelo entre los ángeles y usó el arma secreta que estaba reservada, esperando para volar como un cohete hacia la pelea: el arcángel Miguel.

Miguel se presentó en la lucha cósmica y, con su autoridad superior, tomó el control del demoníaco príncipe de Persia, liberando de esta manera a Gabriel, el mensajero de Dios que tenía la revelación, para que pudiera completar la tarea que se le había asignado.

Cuando el mensajero angelical de Dios ingresó de repente al cuarto de oración de Daniel, el profeta se puso de rodillas y el ángel habló: “... a causa de tus palabras yo he venido”. Esas palabras eran la oración por medio de la cual Daniel había pedido comprender completa y perfectamente una misteriosa visión (Daniel 10:1–2).

El plan original de Dios era darle esta información a Daniel el primer día en que oró. El ángel le dijo a Daniel:

No tengas miedo, Daniel, porque tus palabras fueron oídas desde el primer día en que dispusiste tu corazón a entender y a humillarte en la presencia de tu Dios. Precisamente por causa de tus palabras he venido. El príncipe del reino de Persia se me enfrentó durante veintiún días, pero Miguel, que es uno de los príncipes más importantes, vino en mi ayuda, y me quedé allí, con los reyes de Persia. Ahora he venido para hacerte saber lo que va a sucederle a tu pueblo en los últimos días. La visión es para esos días (Daniel 10:12-14, RVC).

En dos ocasiones, se dice que el ángel Gabriel le proporcionó a Daniel conocimiento profético acerca del futuro. La primera mención está en Daniel 8, donde Gabriel le revela la simbología animal de su visión y le explica que cada animal representa un imperio del futuro. Desde las márgenes del río Ulai, una voz le dice: “Gabriel, enseña a este la visión” (Daniel 8:16).

Daniel vio a Gabriel por segunda vez después de que los medos y los persas conquistaran Babilonia en una invasión secreta. Estaba leyendo el rollo de Jeremías, en el cual decía que los judíos regresarían de Babilonia después de setenta años (Jeremías 25:11, 29:10). Daniel, con audacia, se arrepentía de los pecados de Israel y preguntaba si Dios cumpliría la promesa de que los judíos estarían setenta años cautivos y luego regresarían de Babilonia a Jerusalén. Para su sorpresa, Gabriel le reveló un ciclo profético antes desconocido que no duraba setenta años, sino setenta semanas. Tras esta revelación temporal, era necesario que Gabriel le explicara en detalle la división de las setenta semanas. Leemos lo siguiente:

Todavía estaba yo hablando y orando, y confesando mi pecado y el de mi pueblo Israel; todavía estaba yo derramando mi ruego ante el Señor mi Dios en favor de su santo monte, y orando sin cesar, cuando hacia la hora del sacrificio de la tarde vi que Gabriel, el hombre que antes había visto en la visión, volaba hacia mí apresuradamente. Habló conmigo, y me explicó:

“Daniel, si he salido ahora ha sido para infundirte sabiduría y entendimiento. La orden fue dada en cuanto tú comenzaste a orar, y

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