Hola Guerrera

Towanda Rebels

Fragmento

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HOLA, GUERRERA

Introducción #TowandaGritodeGuerra

Idgie era diferente. Diferente a como se esperaba que debía ser una mujer y exactamente igual a sí misma. Esta desobediencia suponía, tanto en 1920 como en 2018, un grave problema. Idgie había nacido mujer, pero no era «femenina». Le gustaban las «cosas de chicos» o, como probablemente ella misma hubiera dicho, las cosas divertidas. No se podía correr y jugar con libertad llevando esos vestidos y esos lazos que se enganchaban en todas partes, que dificultaban el avance intrépido hacia las copas de los árboles. Así que Idgie, simplemente, se negaba a ponérselos. Se negaba a ser aquello que no era, a disfrazar su esencia, por mucho que todos se echaran las manos a la cabeza y por mucho que la señalaran.

Cuando descubrí a Idgie, yo era una niña, pero su rebeldía me cautivó enseguida. A mí los vestidos también me molestaban para jugar, supongo que como a casi todas. Pero nunca me había atrevido a pasar por encima de ellos ni de los lazos, ni mucho menos del comportamiento que me habían inculcado. No es fácil llevar la contraria cuando lo que quieres es que te quieran y te cuiden. No es fácil ver que las cosas pueden ser de otra manera si te enseñan una única forma posible de ser y de hacer. Había aprendido a amar esos vestidos porque con ellos me sentía guapa; todos los mayores me lo decían, y estar guapa parecía ser muy importante.

El precio de estar guapa era no trepar tan a menudo a los árboles ni correr con libertad por miedo a mancharme, y yo aprendí a pagarlo con el fin de parecerme a ese ideal y de gustar más a todos. Por eso conocer a Idgie fue tan revelador. El lavado de cerebro, que había sido eficaz conmigo y con la mayoría, no había funcionado con ella. Idgie era cien por cien libre. Estaba claro que su libertad desconcertaba a muchos y asustaba a casi todos. ¿Qué se podía esperar de aquella mujer que osaba salirse de la norma? En 1920, como ahora, nacer mujer u hombre definía cómo te vestirías, cómo te comportarías, cómo amarías y a quién, en qué trabajarías, qué sueños tendrías durante el resto de tu vida. Si naces mujer, estás también obligada a parecerlo, a representar a la perfección esa pantomima de la femineidad construida en función del miedo de los demás a nuestra propia naturaleza, a la opción de decidir ser alguien diferente, a nuestra libertad. A Idgie no consiguieron domesticarla. Idgie era, sin duda, una inadaptada. Y, sin embargo, yo me sentía fascinada. Ella significaba una ventana por donde escapar y poder ser libre. Su grito, ese grito de guerra que Idgie lanza al aire, que presta a todas las mujeres que se cruzan en su historia, era el grito de la guerrera que todas, yo también, llevamos dentro. Towanda.

La historia de Idgie me llegó a lo más profundo de mi ser y me enamoré de esa mujer intrépida, indomable; la encantadora de abejas. Me enamoré de ella, de Ruth, y de una historia con voz de mujer. Me enamoré de Ninny, la adorable anciana narradora y, por supuesto, me enamoré de Evelyn. Y de entre todas las escenas, adoré aquella mítica que sucede en el aparcamiento del supermercado, en la que, presa del hartazgo más absoluto, enloquecida y más cuerda que nunca y apenas en un susurro, Evelyn invoca a ese alter ego guerrero de nombre Towanda. En mi retina se quedó grabada para siempre la imagen de la genial Kathy Bates (Evelyn) estrellando su coche una y otra vez al grito de un «Towanda» con una a vibrante e infinita, ese grito de guerra heredado que la salva a ella y a todas las que lo descubrimos.

Me enamoré como solemos hacerlo, sin saber por qué y sin darnos cuenta. Amé Tomates verdes fritos sin ser consciente, al principio, de que se la consideraba una «película para mujeres». Quizás me enamoré precisamente porque yo era una mujer —una mujer pequeña— y porque las mujeres de mi vida eran como Idgie, aunque ni ellas ni yo lo supiéramos. Mujeres cansadas de permanecer encerradas en esa diminuta y asfixiante caja con etiqueta rosa, en ese corsé que no nos deja respirar, que no nos deja ser. Mujeres hartas de tener que comportarse como la sociedad ha dictado que debemos hacerlo: mujeres florero, mujeres sumisas, comedidas, obedientes y sonrientes; esposas, mujeres maternales, mujeres cuidadoras de todo menos de sí mismas.

Vi Tomates verdes fritos varias veces siendo pequeña. Sin embargo, muchos años después y tras ver cientos de películas con mejor crítica, referentes de la historia del cine, me sorprendía el hecho de que siempre volviera a aparecer en mi mente Idgie cuando me preguntaban cuál era mi favorita. No lo voy a negar: como actriz, yo intentaba dar una respuesta intelectual, refinada, de cine de autor. Vamos, que no quería que me tacharan de sensiblera, de ñoña o de cursi; al contrario, yo quería que me vieran como una tía original, transgresora. Quería citar algún título, a poder ser de un director con nombre impronunciable, que me hiciera parecer interesante. Como 2046, aunque no fuera para nada mi película favorita. Pero era imposible: llegado el momento y por mucho que me fastidiase, siempre surgía la dichosa vocecita que me susurraba el nombre de ese plato sureño con olor a barbacoa, una barbacoa que escondía un secreto inconfesable.

Este hecho me cabreaba; ¿cómo podía ser que mi película favorita perteneciera a la categoría de «cine de sobremesa»? No conseguía encontrar el sentido a mi obstinada predilección. Hasta que un día, a mis veintitantos, volví a verla. La niña que amaba la rebeldía de Idgie seguía dentro de mí, pero ahora también estaba la mujer adulta que empezaba a entender por qué necesitaba tanto a Towanda. En mayor o menor medida, todos esos personajes estaban en mi vida o me eran conocidos. Idgie era la representación calcada de mi madrina, quien, como la protagonista, había decidido vivir fuera de la heterosexualidad y del rol femenino clásico. Mi madrina era mi persona favorita en el mundo después de mi madre, quien también tenía un poco de diferente y mucho de luchadora. Yo misma tenía tanto miedo de quedarme sola, tanta necesidad de ser amada, que me había embarcado en relaciones en las que pasaba por encima de mí con tal de que me quisieran, de que me aceptaran. Seguía buscando ese príncipe que me salvara, ese hombre perfecto que cumpliera con todo lo que yo tenía en mi cabeza, sin pararme a pensar quién era yo y qué era lo que de verdad me hacía feliz de estar con alguien. Me di cuenta también de que, solo en mi país, cada semana una Ruth era asesinada a manos de un Frank Benett, y recordé las palabras de mi madre, que apuntaban que, si se hubiese visto en una situación así, ella también habría preparado ese caldo sin contemplaciones. Yo conocía no a una, sino a muchas Evelyn; mujeres que entregaban su vida a cuidar de su marido y de su casa. Mujeres que, a pesar de engordar de pura insatisfacción, cada día se volvían más pequeñas, más invisibles. Hasta que un día, si por suerte conocían a Towanda, volvían a pintarse rayas horizontales en las mejillas, se quitaban la faja y salían a pelear contra todo lo que aún las oprimía.

Ver de nuevo esa vieja película me permitió entender muchos matices. Para otros necesitaría algunos años más, pero, desde entonces, cada vez que la he visto, he descubierto cosas de las que antes no era capaz de darme cuenta. En un nuevo visionado, uno de esos domingos felices en los que la pusieron a la hora de la siesta, comprendí algo que me hizo sonreír: ¡todo ese tiempo la había catalogado erróneamente! No se trataba de una «película para mujeres», sino de una película tremendamente feminista. Ahora podía verlo con claridad, ahora que el llamado feminismo había dejado de ser para mí una palabra hueca, algo teórico, del pasado, algo ajeno que no tenía nada que ver con las mujeres del siglo XXI, como me habían enseñado a verlo.

A través de otras mujeres que compartían sus descubrimientos y sus pensamientos conmigo y con el mundo por medio de las redes, encontré en el feminismo la herramienta más útil de todas y la que acabaría por salvarme. Para mí, el feminismo no puede ser solo un par de gafas moradas que ponerse para corregir la miopía machista del mundo en el que vivimos, porque las gafas son algo que puedes quitarte y ponerte a tu conveniencia. Empezar a ver las desigualdades y discriminaciones que sufrimos por el simple hecho de ser mujeres en un mundo de hombres es, más bien, una operación para corregir las cataratas. El mundo brilla mucho más desde los ojos del feminismo, porque no solo puedes ver las cosas que no funcionan, sino también la posibilidad de hacer que cambien. Ser rebelde no es solo decir «no», sino atreverse a ser diferente a como nos han enseñado. Idgie, Ruth, Evelyn... se daban cuenta de las cadenas, pero además luchaban por librarse de ellas.

Por fin, mi película favorita no era un título del que avergonzarse, sino todo lo contrario: era la mejor respuesta y la más transgresora que yo podía dar. De paso comprendí también que no había «historias para mujeres», de igual manera que no había «historias para hombres», y fui consciente de cómo esa afirmación no era más que otro gol que nos metían por la escuadra, ya que las historias para hombres eran consideradas historias para todo el mundo, incluidas las mujeres, mientras que las nuestras eran exclusivas del «sexo débil». ¿Cómo podía ser que una película que trataba temas tan importantes, tan universales como el machismo, la violencia contra la mujer, el racismo, la homosexualidad, el alcoholismo, las minorías, la tercera edad, el clasismo, la pobreza... fuera relegada al cine lacrimógeno, al «cine para mujeres»? Tiempo después descubriría la razón: sus protagonistas eran mujeres, y nosotras no éramos heroínas en las historias para hombres. Esos personajes tan solo eran eso, mujeres. Mujeres que deciden vivir su vida como les da la gana, sin dar explicaciones, saliéndose del rol impuesto; mujeres que combaten al enemigo, que se atreven a desafiar lo establecido; mujeres que conducen, trepan, beben whisky, regentan negocios y son dueñas de su sexualidad y protagonistas de su vida; mujeres que se enfrentan a un maltratador y a la propia ley apelando a la justicia humana; mujeres rebeldes con causa, una causa que casi cien años después sigue pendiente. Porque su rebeldía era necesaria entonces, hace casi un siglo, y sigue siéndolo hoy en día. Towanda continúa latiendo como metáfora de lucha, palpitando y rugiendo como símbolo de la inadaptación a la injusticia, del empoderamiento y la rebeldía como salvación individual y colectiva.

Idgie era una rebelde, no cabe duda. ¿Y no son rebeldes todas las mujeres que se han negado a vivir como otros han planeado? De niña, yo no sabía nada de roles de género, de feminismo o de las injusticias a las que las mujeres hemos sido y somos sometidas. Ya lo he dicho: era demasiado pequeña para poder comprenderlo. Nadie nos explicaba nada de esto. Idgie me enamoró porque su historia resonaba en mi alma. Aun siendo muy joven, ya había experimentado lo que era pertenecer al clan perdedor, al clan de la etiqueta rosa.

Entonces, yo, la niña de los vestidos, ¿podía ser una rebelde?, ¿tendría sentido serlo en el mundo que me tocaba vivir? No podía saberlo entonces, pero esa película me dio muchas pistas que utilizaría más adelante en mi vida para detectar las injusticias que sufríamos, tanto yo como las mujeres de mi alrededor. Aunque en ese momento lo ignoraba, los problemas a los que se enfrentan las heroínas de la película eran muy parecidos a los que me encontraría yo como mujer en la sociedad moderna, privilegiada y supuestamente igualitaria que en teoría me había tocado vivir. Tendría que enfrentarme a ellos con grandes dosis de resiliencia y sororidad, palabras que aún no sabía nombrar, pero que ya aparecían retratadas con maestría en esta historia escrita por una mujer.

Idgie era, en muchos sentidos, la mujer que todas hubiéramos sido si hubiésemos tenido libertad. Era una guerrera con su propio grito de guerra. Tardé mucho tiempo en descubrir la mía, la guerrera que yo también llevaba dentro desde que nací. Me atreví a escucharla mucho después de descubrir a Idgie. Pero ahí estaba, esperando, llena de energía y preparada para luchar. Este libro ha sido escrito para que tú encuentres la tuya lo antes posible y te redescubras más libre, más fuerte, más tú misma. Seguramente, tu guerrera esté adormecida. La nuestra también lo estaba. Así que búscala y, cuando la hayas encontrado, mírala de frente y dile: «Hola, guerrera».

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#MeHicieronMujer

«No se nace mujer, se llega a serlo. Ningún destino biológico, físico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; la civilización en conjunto es quien elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica como femenino».

SIMONE DE BEAUVOIR

Escribo con rabia cuando recuerdo cosas que aún hoy me hacen daño. Quiero llegar a entender, pero no sé si es posible; no sé si hay respuestas para todo. Lo que sé es que algunas frases que un día parecieron vacías, hoy resuenan tan dentro que me asombra pensar que ayer no significaban nada. Ayer. Entonces. Algunas veces, todavía. Porque ahora sé que estamos hechas de historias escritas por otros; que andamos por la vida con ropas que alguien diseñó para encarcelarnos en ellas, y en las frases hechas y en los colores a los que nos condenaron. En el espacio infinitamente perverso de una sola baldosa. Quietas, dóciles, esperando a que nos dieran la palabra. Sin molestar, presas de ser invisibles a las miradas, ahogados nuestros deseos. No importa cuánto grites si nadie va a creerte. Uno a uno, todos los relatos nos dibujan culpables, pecadoras y débiles. Detrás de los grandes hombres, sacando brillo a sus zapatos; alimentando con nuestro pecho a los líderes que seguirán acortando nuestras libertades; cuidando a los ancianos que ya no pueden tenerse en pie pero que siguen estando al mando; ocultas en los libros anónimos; soñando con escapar de la locura mientras nos hundimos en el río, con los bolsillos llenos de piedras. Dibujándonos en el espejo, peleando sin esperar recompensas ni premios ni elogios. Y cansadas. Muy cansadas. De cuidar, consolar, criar, crear, ser compradas, ser vendidas, perdonar, olvidar, quedarnos solas, tener dueño, quedarnos vacías, ser invisibles.

Yo nací en la España de la transición, la liberalización sexual de la mujer, las reivindicaciones, la de la Libertad sin ira y anuncios como «Póntelo, pónselo». Desde que era un bebé, mis padres me llevaban a las manifestaciones para la legalización del aborto, a las del 8 de marzo y a las del 1 de mayo. Veía en la televisión La bola de cristal, con Alaska vestida de negro; Barrio Sésamo y, sobre todo, Pippi Calzaslargas, aquella niña que vivía a su aire con sus animales, viajaba por el mundo, bailaba y siempre estaba feliz. Por las noches me dormía escuchando en casetes canciones de Víctor Jara y Silvio Rodríguez que no entendía pero que me parecían hermosas. Los fines de semana, la casa solía estar llena de amigos de mis padres; para mí, todos eran mis tíos y tías. Recuerdo perfectamente la primera vez que vi llorar a mi padre, cuando uno de ellos murió de sida. Aquella noche me abracé a la perrita de peluche rosa que me había regalado y pensé en lo triste que estaría mi otro tío, su pareja, porque no lo iba a ver más. En mi casa los hombres podían amar a otros hombres, y las mujeres a otras mujeres. Hubo siempre conversaciones sobre la orientación sexual y discusiones sobre política, ecologismo e historia. Recuerdo todas esas veces en las que salía la palabra «dictadura» y me hablaban de oscuridad y prohibiciones. Yo no entendía por qué las mujeres no habíamos podido trabajar sin permiso del marido o del padre; por qué no habíamos podido votar hasta antes de ayer, por qué no éramos las dueñas del dinero que ganábamos (no podíamos tener cuentas a nuestro nombre); por qué no íbamos a la universidad... Teníamos asignaturas en los colegios para aprender a ser una buena esposa y hacer corte y confección, y el amor a Dios era el único amor que no tenía restricciones. No era capaz de entenderlo, aunque todo ello era lo normal para las mujeres de España hasta hacía nada.

Yo hacía muchas preguntas a mi madre y a mi abuela. Quería ver y entender las diferencias entre sus vidas y la mía. Todo eso había cambiado, me decían. Sin embargo, en otros lugares del mundo las mujeres seguían sufriendo aquellas discriminaciones, y eso era lo menos malo. Estaban sometidas al matrimonio infantil, a abusos, pruebas de virginidad, ablación, exclusión social, lapidaciones. Cuando descubrí estas atrocidades que seguían sufriendo las mujeres en el mismo mundo en el que yo vivía, sentí mucho dolor y desconcierto, pero también alivio: era una afortunada por haber nacido en esta España. Yo tenía las mismas oportunidades que cualquiera de mis amigos varones: podría ir a la universidad, estudiar lo que deseara y perseguir mis sueños. Sería dueña de mi cuerpo y capaz de decidir cuándo ser madre. No viviría la esclavitud de la apariencia física, porque las mujeres nos habíamos arrancado los sujetadores hacía tiempo y habíamos dejado de torturarnos con la depilación. Nadie me llamaría «puta» por tener sexo con quien quisiera y cuando quisiera, y podría amar libremente a una mujer si eso era lo que deseaba. Podría ser jefa, y hasta presidenta del Gobierno si me lo proponía. Lo importante era esforzarse mucho: los méritos, las carreras, ser brillante y decidida. Tenía mucha suerte porque había nacido en plena Transición. Pasado mañana seríamos —ya lo éramos para muchos— un país maduro, democrático, progresista e igualitario.

Recuerdo esa sensación de omnipotencia: todo era posible. Me pasaba las tardes imaginando que era arqueóloga o bióloga, a veces inventora, exploradora o bibliotecaria de la librería más enorme del mundo; y la mayoría del tiempo, una guerrera luchando contra el mal y las sombras. Sin embargo, cuando estaba con las otras niñas, los juegos eran diferentes. La comba, las muñecas, las casitas.

Me acuerdo también de todos los cuentos que llenaron mi infancia. Eran los mismos que habían leído o escuchado mi abuela y mi madre, y probablemente también sus madres y abuelas antes que ellas. Había cuentos tan antiguos que los llamaban mitos. En ellos aparecían dioses y diosas, héroes y princesas de vidas desdichadas. Pero esos eran cuentos para adultos porque hablaban de guerras, sexo, violaciones y de hijos que mataban a sus padres. A mí me encantaba fisgonear en esos libros de mitología, aunque la mayoría de las veces me asustara lo que leía. Las mujeres que aparecían ahí eran poderosas diosas, mujeres hermosas, hechiceras, reinas; pero ninguna se libraba de una vida desdichada o un final trágico.

Los cuentos para niños que leí, que todas leímos, eran cuentos para niñas. También tenían princesas solas y esclavizadas, y mujeres perversas que las envidiaban. Recuerdo que todas las princesas tenían un deseo, y ese deseo no era estudiar una carrera ni trabajar ni vivir independientes ni tener una casa propia ni viajar por el mundo ni domar dragones ni escribir libros y tampoco escalar montañas. Las princesas deseaban encontrar a un príncipe, uno que las salvara, y para eso debían ser las más hermosas del reino. Y esperar. Aguantar hasta que los príncipes terminaran sus aventuras y las rescataran de un sueño eterno, de la muerte o de la esclavitud infligida por una malvada madrastra. El príncipe se enamoraba de sus pieles de porcelana, de su delicadeza, de su voz exquisita, de su imponente belleza adornada con vestidos y zapatos de cristal imposibles que perdían mientras huían. No había manera de salvarse de la tragedia o la muerte sin un príncipe que las escogiera. Las niñas, princesas necesitadas. Los niños, campeones, valientes y salvadores.

Qué bonita, qué guapa eres, qué princesa, los vas a traer locos. Mira qué coqueta es, cómo se toca el pelito... No corras, a ver si te vas a caer; no subas ahí, que te puedes hacer daño; no te manches el vestido... Las niñas sois más responsables y más listas, los niños es que son unos brutos; tú no seas bruta, las niñas no deben jugar así... Qué bebé más bonito te han regalado, cuídalo mucho, ¿eh?, y sé muy responsable; con este juego ya puedes jugar a cocinar como mamá... No seas glotona, ¡qué feo resulta una mujer comiendo así!; siéntate bien, cruza las piernas como una señorita, sonríe un poco, hija, qué seria estás, dale un besito, venga, dale un besito, no seas arisca, sé cariñosa. Qué graciosa con el morrito torcido, qué carácter, va a ser de armas tomar; cariño, sé buena y compórtate, sé buena y déjale tus cosas, sé buena y cuida a tu hermano, sé buena y ayuda a mamá, sé buena y deja descansar a papá un ratito. No seas mandona, cariño, jugad a lo que él quiere, no seas marimacho, eso son cosas de niños, los niños te persiguen porque les gustas, los niños te levantan la falda porque son niños, los niños te pegan porque te quieren: los que se pelean se desean. Juega a peinar a tus muñequitas y a cambiarles los vestiditos, pon a Barbie bonita para su Ken, ¿estás segura de que no prefieres la faldita rosa?, tiene unos brillitos preciosos, de princesa.

Películas de princesas, series de princesas, muñecas princesa, camisetas de princesa, coronas de princesas, frases para las princesas; todas esas frases de las que ninguna niña nos libramos. Mientras nosotras empezamos a asumir que somos delicadas y que debemos hacer cosas que no manchen nuestra ropita, tan bonita, los niños viven aventuras en las que cabalgan, siguen pistas en mapas del tesoro, pelean con espadas, viajan a confines lejanos y, al final, vienen a salvarnos a nosotras. Ahora recuerdo los uniformes: ellos con pantalón y nosotras con falda, bien sentaditas, sin abrir las piernas ni un poco, sin trepar a ningún lado, sin sentarnos en el suelo en plan indio y con miedo a que el niño de turno viniera y nos levantase la falda. Recuerdo las horas en el recreo: los niños ocupando prácticamente todo el patio con el fútbol y el baloncesto; nosotras, en grupitos en las esquinas, en los márgenes, donde no pudieran pegarnos un balonazo ni gritarnos por molestar en medio de una jugada. En ese espacio pequeño que nos dejaban hacíamos «cosas de chicas». Es decir, hablar y hablar, cantar canciones de amor, organizar un baile para fin de curso que causaba peleas entre nosotras, y soñar con el niño que nos gustaba.

Las chicas sois más complejas. ¡Qué dramática eres, qué exagerada! Te comes la cabeza por todo, vaya pavo tienes. Esta niña está insoportable, cómo se te parece tu hija con ese carácter, a ver quién te aguanta cuando te baje la regla (no te quejes, hija, que todas las mujeres tienen la regla y no se quejan tanto como tú; estás en esos días, ¿verdad?). Tienes que ser menos intransigente, cállate, que no dejas hablar a nadie, cállate, me pones la cabeza como un bombo; las chicas sois más enrevesadas, los chicos son más simples y más nobles. Tú no te fíes de tus amigas, que las chicas entre vosotras sois lo peor, lo que os gusta un cotilleo, aprende de una vez que tu peor enemigo será una mujer, porque sois todas unas envidiosas. No sales hasta que tengas todo recogido, una señorita no tiene la habitación así, qué van a pensar de ti con todo ese desorden, no seas tan vulgar; vaya boca, niña, qué feo una mujer que dice tantas palabrotas, con ese carácter te vas a quedar sola, quién te va a querer; cuidado con dar a entender lo que no quieres, no vayas así vestida, vas provocando, que te acompañe una amiga, no vayas sola, no vengas tarde, cuidado con los extraños, cuidado con los chicos, cuidado con las calles oscuras.

Y así se instala el miedo, o sería mejor decir que nos lo inoculan. El miedo a decir lo que sientes, a ser una intensa, a ir sola por la calle, a que te hagan daño. El miedo a los hombres, a los desconocidos. El miedo a las otras mujeres que te envidian, el miedo a que te critiquen, a no ser suficientemente guapa o lista o limpia. El miedo al día en el que te baje la regla y tu cuerpo cambie, el miedo a decir lo que piensas, el miedo al rechazo, el miedo a que no te quieran, el miedo a quedarte sola, el miedo a convertirte en la bruja del cuento. Todos tienen una opinión sobre ti y son libres de decirla; pero tú debes escuchar, contentar, gustar, sonreír, no enfadarte y no molestar demasiado. ¿Cómo te vas a ofender porque te miren, porque hablen de ti, porque te otorguen un valor? Porque sí, lo que hacen es establecer cuánto vales.

¡Qué guapa eres, qué buena estás! ¡Fea!, has engordado, ¿verdad? Estás tan flaca que das pena, lo bueno es que eres simpática y graciosa. Tápate un poco, ¿por qué te pintas tanto?, ¿por qué no te arreglas un poco? Deberías sacarte más partido, vas hecha un desastre, vas demasiado arreglada siempre, qué vulgar, qué sosa, estás demasiado plana, vaya tetas que tienes. Cuidado, ten mucho cuidado, no te fíes de nadie, que te acompañe tu hermano a casa, que te acompañe tu novio, sola no vas que te puede pasar algo.

La adolescencia ha llegado cuando te sientes un pedazo de carne que camina por en medio de la sabana, aunque la sabana sea el asfalto de Madrid, y el león, cualquier espécimen del sexo masculino que se cruce en tu camino. De día intentas pisar el suelo con valentía, desafiante. Que miren si quieren; tú les ignoras, aunque a veces no puedes evitar sonrojarte y otras meterías la cabeza bajo tierra. Pero de noche odias las calles desiertas, miras asustada hacia todos lados y vives aterrorizada si se cruza algún hombre en tu camino. Caminas girando la cabeza y acelerando el paso, maldiciendo haberte hecho la valiente, respirando aliviada cuando cierras la puerta de casa y te sientes segura. Entonces piensas que a lo mejor eres una exagerada, piensas que no se puede vivir así y te regañas a ti misma por sentir tanto miedo. Sin embargo, ahí están las noticias de las desapariciones, de las violaciones; ahí están los coches que frenan y se sitúan a tu lado mientras caminas; ahí, las veces que un tío te ha hablado con esa voz, ese tono amenazante que te eriza la piel de miedo.

¿Dónde vas tan solita?, ¿quieres compañía? Te acompaño a tu casa; ¡pero qué ojazos tienes!, vaya boca. Mírame, venga, una sonrisita, qué guapa te has puesto..., ¿es para tu novio?, ¿quieres un novio? No deberías ir sola, hay gente muy mala por ahí; yo no te voy a hacer daño, si quisiera hacerte algo, ya te lo habría hecho, no tengas miedo, ¿por qué tienes miedo?

Caperucita y el lobo feroz. Suena como un susurro, pero tiene más violencia que el grito que querrías lanzar ahora mismo y que no lo sueltas nunca porque, ante todo, debes comportarte. Siempre te preguntas por qué te pusiste esos tacones con los que no puedes correr o si es que deberías haber ido más tapada. La culpa, siempre la culpa. Las mujeres somos las responsables, claro. Es una trampa: lo de la responsabilidad implica en realidad que todo el peso de las consecuencias recae sobre nosotras, y esto se hace evidente cuando comienza nuestra vida sexual.

Ponte en tu sitio, tienes que hacerte respetar, si les das lo que quieren a la primera pasarán de ti, no seas una guarra. ¿Eres virgen? El sexo es una cosa muy seria, no querrás que todos piensen que eres una calientapollas. ¿Aún eres virgen?, qué mojigata, tienes que aprender a disfrutar, tú relájate, mujer, la primera vez siempre es una mierda pero luego la cosa mejora; lo que tienes que hacer es aprender a que tu chico disfrute, y así nunca se irá con otra. Eres una guarrilla, una estrecha, menuda puta estás hecha; cuidado con quedarte embarazada que te jodes la vida, las que se embarazan son unas irresponsables; esperaba más de ti, estarás tomando precauciones, ¿no? Quiero sentirte, venga, va, solo la puntita, vamos a hacerlo sin condón, que yo controlo, que yo tengo experiencia, que yo te voy a enseñar; seguro que no has estado con un tío como yo; lo que necesitas son unos buenos azotes, seguro que te gusta, cómo sabes que no te gusta si no lo has probado, fíate de mí, anda. Eres una frígida, hay cosas que no se cuentan, ¿con cuántos has estado? Lo que necesitas es una buena polla, ¡amargada! Qué fácil eres; no te hagas la difícil, ¿a quién quieres engañar?

Sí, a quién quieres engañar. Cuando llega el tema del sexo siempre queremos demostrar lo libres que somos. Pero ¿libres para hacer lo que queramos, cuando queramos, con quien queramos, como queramos? ¿Libres, o dispuestas a lo que sea por tener sexo? Porque no solo podemos, sino que debemos tener una vida sexual activa y desear probarlo todo. Accesibles, no vayan a tacharnos de puritanas, pero no demasiado, a ver si entonces vamos a parecer unas putas. Hablamos de nuestras hazañas, nos reímos de las situaciones que hemos vivido, pero se nos olvida contar que a veces hacemos cosas que no nos apetecen, o que no nos apetecían todavía o que no nos apetecían con esa persona. Creemos que si no hacemos lo que nos pide nuestra pareja, nos va a abandonar o a juzgar. ¿Nuestro deseo es ser deseadas? ¿No deberíamos desear más el cuerpo del otro, el placer propio, el sexo en sí? Nos quedamos calladas y no decimos lo que queremos ni cómo lo queremos. Insatisfechas, pero completamente libres y liberadas, por supuesto...

Te gusta, sé que te gusta, dime cuánto te gusta, mira qué dura me la has puesto...

No cabe duda: ellos saben mucho mejor que nosotras dónde está nuestro placer. Y nosotras calladas, porque tampoco es que nos lo estén preguntando, sino que lo afirman. Tenemos miedo a decir lo que nos gusta por si parecemos demasiado guarras o demasiado poco guarras o por si ellos se sienten juzgados. Porque la mayoría de las veces todo gira en torno a su pene y, si por lo que sea aquello se viene abajo o no le apetece ponerse a trabajar, encima nos sentimos culpables. Nosotras tenemos la culpa porque no les gustamos lo suficiente, o no lo sabemos hacer, o hemos hecho o dicho algo que ha arruinado el morbo. La culpa universal. La tarea imposible de ser puta y santa a la vez. Vivimos en una dicotomía entre hacernos respetar para que no nos vean como chicas fáciles, trofeos que sumar a la lista, y ser fieras en la cama, con todo el repertorio de posturas, prácticas, gemidos y caras de placer que les recuerden al porno. Porque, claro, la clave es lo que ellos quieran, lo que ellos pidan. Porque la cuestión es que el príncipe nos elija.

¿Ya tienes novio? ¿No tienes novio? ¿Cuántos novios has tenido? Igual son demasiados para lo joven que eres; deberías estar sola, parece que no sabes estar sin un hombre. Si te quiere de verdad, cambiará por ti. Los chicos como él son así, tienes que aprender a no pedirle peras al olmo, madura, eres una niñata, las relaciones de adultos no son cuentos de hadas, pelear es lo normal, si peleáis es porque os queréis, si se pone así es porque le importas, hay que ceder. ¿Cuánto me quieres?, demuéstramelo; ¿con quién hablas?; ese tipo de fotos es de zorras, vas provocando, me dejas en ridículo, así no sales. ¿Quién te escribe? Ese tío no quiere ser tu amigo, lo que quiere es follarte, no seas ingenua. ¿Por qué no me contestabas los mensajes? No quiero que hables con ese, no quiero que sigas viendo a tu amiga, ella te tiene envidia, nos quiere separar; no quiero que vayas a esa fiesta, ¿vas a ir sin mí?, ¿y a qué vas? ¿Cuánto me quieres? Me vas a volver loco: tengo celos porque te quiero demasiado, quién te va a querer a ti como yo te quiero; no montes un pollo, que eres una peliculera histérica. Mentirosa, me quieres volver loco, te vas a quedar sola.

Entonces es cuando descubres que estás atrapada donde jamás pensaste que te atraparían. Tú, tan libre, en un país tan libre; no puede ser, debes de haber hecho algo mal. Debe ser que no sabes querer, va a ser verdad que eres insoportable. Debe de ser tu culpa, claro. De esta te salvarás si has sido lista y te has dado cuenta de que el cuento de La bella y la bestia no termina nunca bien en la vida real.

Las mujeres no sabéis lo que queréis. ¿Es «no» de verdad o dices que no pero en verdad es que sí? Algo harías para que te pasara lo que te pasó, los hombres son así, eres tú la que tiene que cuidarse. Pero ¿le dijiste claramente que no?, ¿tú estás segura de que no querías? Habrías bebido demasiado...; estuviste bailando con él, qué esperabas que pasaría, qué ingenua eres, nadie se cree que seas tan ingenua, habértelo pensado antes. ¿Por qué no dijiste nada? ¿Por qué sigues con él? ¿Por qué lo has dejado si te quería? Aguanta. Si le quieres lo suficiente, él cambiará.

Hemos gritado en conciertos las letras de canciones que afirman que sin ellos no somos nada; «toda, de arriba abajo, toda, entera y tuya, aunque mi vida corra peligro». Aunque nuestra vida corra peligro, y lo cantamos entregadas. Nos vamos de fiesta y bailamos canciones que nos llaman perras. Hemos visto miles de películas y series en las que la protagonista se enamora del malote, del chulo. Hay que entenderlos, hay que quererlos como son, hay que salvarlos de sí mismos. Hay que llamarlos genios y disculparles el hecho de que les gusten las niñas de dieciocho, aunque ellos tengan ochenta. Porque nos dicen que les necesitamos; nos han metido en la cabeza que lo peor que nos puede pasar es quedarnos solas.

Sigues buscando el amor y sigues intentando cumplir con todos los objetivos. Estás terminando la universidad, una carrera que escogiste porque ya no piensas en llegar a ser presidenta del Gobierno. Eso no era realista, aunque no sabes muy bien por qué, si se suponía que podíamos ser lo que quisiéramos. Los límites están ahí, invisibles pero reales, de cristal, como los zapatos de Cenicienta. Piensas que de alguna manera eres tú la que no haces bien las cosas, la que no cumple las expectativas. Una y otra vez, tropiezas con la misma piedra.

¿Crees que estás preparada para este trabajo? La próxima vez sonríe más o ponte falda, o una falda más corta o un escote más pronunciado; saca partido a lo que tienes, las tías con una miradita lo tenéis todo hecho, de qué os quejáis. Cuidado a ver si vas a dar a entender lo que no quieres, cuidado a ver si vas a calentarlo y luego no hay vuelta atrás, cuidado a ver si te van a tachar de exagerada, de histérica, de conflictiva. Tienes que ser más dócil, eres demasiado impositiva, no te creas que lo sabes todo, has de ser más humilde. Las mujeres tenéis que usar otras armas, ser más sutiles. La competitividad es para los hombres. Eres demasiado simpática con todo el mundo, eres demasiado borde con la gente, eres demasiado estricta, eres demasiado flexible, déjame que te explica un par de cosas. ¿Tienes novio?

A estas alturas, ya en el mundo laboral, no eres capaz de seguir explicando tu frustración con lo de que «algo estaré haciendo mal». Cargada de trabajo, intentando demostrar constantemente que sabes lo que haces, poniendo buena cara, intentando que no se perciba que quieres que se escuchen tus ideas (eso sería tu fin, mandona), sonriendo incluso cada vez que te cortan en mitad de un razonamiento y ocultando tu cara de cabreo cuando alguno de tus compañeros sale con la misma idea que tú habías aportado semanas antes y que había sido ignorada. Por supuesto, no faltan los piropos de vez en cuando, las manitas en la espalda, la condescendencia. Ya te has dado cuenta de que el resto de mujeres, si es que las hay en tu empresa, escuchan lo mismo y tropiezan con los mismos obstáculos invisibles, y aun así, entre vosotras os miráis con desconfianza. Nos lo han repetido hasta la saciedad: las mujeres tenemos al enemigo en casa. ¡Qué malas, qué envidiosas somos entre nosotras!; o quizás es que hemos crecido sabiendo que, si alguna conseguía llegar más alto, sería solo una. Somos la mitad de la población, pero en las pelis, en el Parlamento, en la tele, la chica es un estereotipo más de los que complementan al grupo: el guapo, el listo, el gordo, el simpático y la chica. ¿Cómo va a no ser brutal la competencia si solo puede destacar una? Si ya teníamos la dicotomía de santa o puta, conforme vas cumpliendo años llega otra más: la de la madre sacrificada o la bruja egoísta.

¿Quieres tener hijos? ¿Cuándo planeas quedarte embarazada? ¿Pero no quieres tener hijos? Vaya..., bueno, ya te llegará el momento, ya sentirás la llamada. ¿Te has pensado bien lo de ser madre? Se te va a pasar el arroz, y ser madre es la mayor realización a la que puede aspirar una mujer, ¿de verdad no quieres tener hijos? Ya se te pasará, vaya hiena, qué egoísta, solo piensas en ti misma, eso es porque no quieres destrozarte el cuerpo, qué vanidad, qué poca generosidad. No se puede estar en misa y repicando. Tienes que dar prioridad a tu vida personal. No tienes tiempo para mí. Qué poco compromiso con tu trabajo, qué mala esposa, a ver qué tío aguanta a esta, tienes a tu novio domesticado, ¿no? Qué mala madre.

Empiezas como loca a buscar respuestas, porque no puede ser que todas estemos equivocadas, que todas nos topemos, qué casualidad, con las mismas barreras invisibles y que no haya un factor común que nos condicione, que nos esté condenando. Y entonces, de repente, ves claro que te habían mentido, que te engañaron. Que lo que compartís todas las mujeres no es el ser culpables, ignorantes, exageradas, intensas o débiles; lo que os une es ser mujeres viviendo en un mundo que sigue siendo de ellos, de los hombres.

Nos dijeron que por fin podíamos jugar a su juego, pero nos ocultaron que había unas reglas para ellos y otras distintas para nosotras. Hemos competido en una carrera sin saber que nuestra línea de salida estaba situada kilómetros más atrás, a años luz, del punto del que ellos parten, mucho más cercano a la meta. Nos hicieron individualistas para que no detectáramos que la diferencia era la misma para todas. Hemos vivido en una sociedad enferma que repite sin cesar que está sana y que aquí no pasa nada mientras sus miembros (sus miembras, en realidad) están sufriendo. Nos educaron en la esquizofrenia de creernos libres pero enseñándonos, a la vez, cómo tenemos que comportarnos para ser aceptadas, toleradas y amadas. Borraron de nuestra educación cualquier referencia al feminismo e invisibilizaron a todas las mujeres que lucharon por nuestro derecho a ir a la escuela.

Y ahora, hoy, nos tratan de locas y radicales cuando queremos romper sus cajitas de azul y rosa. Nos dicen que somos unas exageradas cuando hablamos de lo que nos ocurre por ser mujeres. Nos miran escandalizados porque hemos dicho que ya basta y queremos liberarnos de las cadenas del miedo y la culpa que nos pusieron. Nos llaman puritanas cuando nos revelamos y queremos ser dueñas de nuestra sexualidad y de nuestro deseo, cuando les decimos que no son el centro. Llenan la televisión y los medios de manifiestos firmados por mujeres en contra de que queramos liberarnos, como si no supiéramos que el machismo no está exclusivamente en los hombres; como si no hubiéramos tenido nosotras mismas que aprender a deconstruir el machismo que se había instalado en nuestras propias cabezas. Nos acusan de querer romper los cimientos de la sociedad, y en eso tienen razón. Es precisamente lo que queremos, destruir las sociedades que establecen dos bandos: el de los privilegiados y el de las oprimidas; bandos que se establecen en el momento exacto en el que nacemos. Porque lo que es una simple diferenciación de nuestros órganos sexuales establece, desde el primer minuto, un trato diferente de nuestros cuerpos, una educación distinta y unas expectativas concretas y limitadas de lo que se espera de nosotras.

Sin embargo, sabemos que estas diferencias no son genéticas, sino que las adquirimos en el proceso de socialización, nos las inculca la cultura a la que pertenecemos. Cuando repetimos la frase de Beauvoir «la mujer no nace sino que se hace», nos referimos a que lo que entendemos por ser mujer no tiene que ver con quiénes somos, con a qué queremos dedicar nuestra vida o con cómo expresamos nuestra personalidad de cara a los demás. Ser mujer es cumplir con los mandatos que nuestra cultura establece como normativos, como normales, realizar lo que se espera de nosotras. Nacer con vagina determina que tengamos que vivir dentro de lo que se consideran que son las cualidades, los roles y la estética de lo que nos dice que debe ser la mujer. Nos hace inmediatamente ciudadanas de segunda; centro de constantes cuestionamientos, cosificaciones y sexualizaciones, y foco de violencias durante toda nuestra vida. Todo lo que se salga de lo establecido será estigmatizado o castigado.

No obstante, si todos esos mandatos, estereotipos de género y roles impuestos parten de nuestra cultura, significa que no son inmutables. Debemos cambiarlos. Irremediablemente teníamos que despertar. Estábamos anestesiadas; no éramos conscientes de que teníamos que reconquistar los espacios, las políticas, los relatos. Seguíamos escuchando esos cuentos que nos construían desvalidas, esos mitos en los que teníamos la culpa de todos los males; historias que siempre estuvieron escritas por hombres. Es hora de que las mujeres alcemos la voz, de que contemos nuestra visión de la historia, porque también es nuestra historia. Ha llegado el momento de dejar de esperar que nos salven, de que las cosas mejoren con el tiempo y de mejorarlas nosotras mismas. Porque después de la rabia y de la indignación ha de venir la acción. Porque somos protagonistas, somos heroínas, somos guerreras.

Soy Pandora y abro cada caja en la que ocultaste tu basura, tus miedos, tus desechos.

Soy Eva, nacida de mi madre, no de una costilla; y devoro todas las manzanas del conocimiento, desafío a todas las serpientes, ignoro las culpas que no me pertenecen.

Soy Lilith, sin dueño, y decido siempre qué hacer con mi cuerpo, y nunca más podrás condenarme al exilio de este mundo, al olvido de mi propio deseo.

Soy Helena y yo decido a quién amar, y no voy a consentir que me castigues por ser bella o que hagas de mí tu trofeo.

Soy Medea, a veces furiosa pero siempre con las riendas de mi vida en las manos. Llámame bruja, di que soy mala, cuenta de mí lo peor porque desafío el poder de los hombres que intentan doblegarme.

Soy Clitemnestra, también, porque no olvido a las mujeres que murieron bajo tu violencia, porque un hombre que mata y maltrata nunca puede ser un buen padre, porque no se puede tener lealtad a quien no la ha tenido contigo.

Soy Casandra cuando no te dejo que uses mi cuerpo, cuando no me canso de gritar al mundo la verdad, ni de situarme al lado de las mujeres que cuentan su historia, que dicen «a mí también». Aquí estoy, y lo estaré siempre para contestarlas «yo te creo, hermana», aunque el resto no quiera escucharnos.

Soy Antígona y desafío las leyes injustas, tu sistema de privilegiados y oprimidas. Porque la justicia sin igualdad no es justicia sino dictadura.

Soy Penélope y me espero a mí misma, conociéndome, deshaciendo el telar que me impusieron para construir el dibujo que esta vez yo imagino.

Soy Dido, dejando que te vayas sin necesidad de ningún hombre que no me ame, nunca más saltando al abismo en el acantilado porque me quiero más de lo que pude quererte.

Soy Ofelia y no callo más vuestros abusos aunque digáis que estoy loca, aunque queráis hundir mi voz en el río; ahora sí sé flotar y escapar de tu amor tóxico y de los juicios de todos.

Soy Galatea, pero ya nunca más a imagen de tus deseos, nunca más para satisfacerte; ahora yo decido quién soy, qué deseo y cómo conseguirlo.

Soy Julieta esta mañana y estoy decidida a vivir, a conocer a los romeos que me toque conocer y también a otras julietas, si me apetece.

Soy Lady Macbeth al final de la historia, cuando se cansa de hacerte el trabajo sucio; ahora yo soy la que quiere ser reina, y voy a buscar mi propia profecía y a hacer que se cumpla.

Soy Yerma, liberada de la imposición de ser madre, de ser definida solo por lo que no puedo hacer, libre del castigo y la culpa de estar seca. Me baño en el río y recorro el mundo para encontrar quién soy y elegir otro nombre: seré Primavera.

Soy Desdémona y escapo de tus celos y de tus abusos; te sobrevivo, Otelo.

Soy Beatriz, la de carne y hueso, la que no es perfecta, la que siente a través de cada poro, la que desea que la quieran por la mañana con legañas, y con ojeras en la noche, perfectamente imperfecta, real.

Soy Hipólita, reina de las amazonas, y no necesito a un hombre que me defienda ni pelee por mí; cabalgo libre, decido por mí, vivo con mis hermanas.

Soy María y María Magdalena también, pero no soy virgen ni puta, ni penitente ni culpable de los pecados que me impusiste. No voy a ocultar nunca más que disfruto del sexo.

Soy mujer y escribo mi historia, y leo entre líneas, y descubro el engaño y construyo un relato distinto al que me impusiste.

Y sé que aún no soy libre, pero también que nunca más seré el personaje escrito por otros, por hombres.

A todas las mujeres que, incluso antes de que existiera la palabra feminismo, lucharon por romper los barrotes que nos encarcelan.

A todas las escritoras, cineastas y dramaturgas que crearon y que crean personajes e historias de mujeres reales.

A mis profesoras, que se atrevieron a dejar de lado los programas oficiales de enseñanza y nos regalaron autoras y perspectivas feministas de la historia y la filosofía.

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