Palabra de honor

Fragmento

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Engañado por la muerte, el viejo Almada se pasaría año tras año contemplando en la pared de la habitación la memoria de las aguas de aquel riachuelo desperezándose por entre las piedras. Encantado por la vida, el niño José se quedaba unos minutos todos los días siguiendo el recorrido de las hojas y de la rama que acababa de lanzar a la corriente, y que desaparecerían en un meandro más adelante.

Más que la carretera por donde transitaban rebaños de ovejas y carros cargados de heno, incluso más que las nubes que el viento arrastraba hasta perderse de vista, eran aquellas aguas las que le daban la certidumbre de que había un mundo fuera, mucho más allá del paisaje que había visto durante toda su existencia. Hacia algún lugar se deslizaban. Un día él las seguiría. Un día en que no tuviese tanto trabajo aún sin hacer, en que todos, a su alrededor, no contasen con sus brazos delgados para ayudar a labrar el campo, a podar las vides, a llevarles forraje a los animales, a sembrar, abonar, limpiar, segar, cargar. Un día que, solamente por eso, sería de fiesta.

—Ay, José, que ya estás otra vez meditando y te olvidas del trabajo… ¡Ven, echa una mano y deja de hacer el gandul!

Y él iba. Cada semana un poco mayor, un poco más fuerte, capaz de hacer un poco más. Cada mes con la sensación de que el resultado era más flojo, entre los rigores del clima y la aridez de la tierra cuajada de pedruscos. Cada año para compartir con más gente en la familia, con nuevas bocas que surgían con la rapidez de los hongos, mientras los nuevos brazos crecían con la lentitud del roble.

 

***

 

Mucho antes de ser tan robusto como Gilberto y de tener la complexión de su hermano, el niño Bruno ya soñaba con el día en que se echaría con él a la mar. De verdad. Muy en lo hondo, después de la rompiente. Tardaba en llegar la hora, pero sabía que en algún momento se irían juntos. Dejarse arrastrar por las olas que estallaban ruidosas. Salir en un barco con sus amigos para pescar allá lejos.

Mientras llegaba ese día, el pequeño Bruno jugaba en la orilla y hacía castillos en la arena de la playa. A medida que fue creciendo, aprendió a medir la fuerza de las olas y a calcular la posible distancia a la que podían ser peligrosas al golpear, allí abajo, en las piedras. Le empezó a gustar también quedarse sentado en lo alto del pontón contemplando el mar. Pronto descubrió un lugar seguro que acabó adoptando. Era una concavidad lisa junto a una especie de respaldo rocoso, donde incluso podía recostarse. Parecía amoldarse a su cuerpo, como si lo hubiera esperado siempre. Su querencia, a la que volvería toda su vida. Solo, con novias, con amigos. Un día hasta con sus hijos.

En ese nido de piedra, Bruno fue almirante de los siete mares, piloto en la proa o grumete en la gavia, en lo alto del mástil de un velero encantado. Veía más que todos, distinguía el primero las nubes que asomaban en el horizonte o los cardúmenes que se acercaban. Era el mejor lugar para quedarse viendo barcos, seguir el vuelo de las gaviotas, sorprenderse con el súbito salto de un pez diablo o los juegos de los delfines compitiendo en la zambullida.

Desde allí arriba, observó la salida de Gilberto a sus primeras aventuras de pesca submarina, con gafas, aletas, arpón y tridente. Veía a su hermano zambullirse y desaparecer. Sentía un poco de miedo, hasta que en unos instantes lo distinguía asomándose a la superficie. Una, dos, muchas veces. De repente, el trofeo: un pez debatiéndose en la punta del arpón. O una langosta sostenida por una mano enguantada. El mar compartía sus tesoros con los amigos fieles.

También desde allí, desde lo alto del pontón, Bruno vio la primera plancha enorme mojándose en aquellas playas. Fundadora de un linaje sólido e innumerable, era de madera. La trajo un bañista más osado y creativo que los demás y causó sensación en el grupo de adolescentes que, tumbados y abrazados a sus pequeñas tablas pintadas y con el extremo redondeado, esperaban la ola mejor para dejarse arrastrar hasta la playa. Permitía que se intentase un precario equilibrio para deslizarse en pie hasta la orilla. Al día siguiente, ya tenía seguidores. Vino para quedarse, siempre transformándose. Hizo que la tabla pintada se convirtiese en surf.

Bruno no vio venir los otros cambios. Ayudó a provocarlos. Ya dentro del agua, y en medio de todos los demás surfistas. Ojo avizor en las olas y en el viento. Quillas que variaban en número y en ubicación. Tamaños diferentes. Extremos redondeados diversos. Madera más leve, fibra de vidrio, resinas insospechadas, velas, cordaje.

Sólo él seguía siendo el mismo. No dejaba de confiar en que, tarde o temprano, el mar le traería todas las respuestas que necesitase. Más de treinta años después, seguía intentando despertarse bien temprano siempre que podía, o volver corriendo a la playa al final de una jornada de trabajo. A la espera de la ola ideal, empuñando la tabla. Y desde el mar, de vez en cuando, miraba hacia arriba, hacia el pontón, y allí distinguía la silueta de sus hijos al lado del perro. Sabía que Buck velaba por ellos. Y se preparaba para una alegría que no tardaría mucho en llegar: el día en que Gabriel y Miguel pudiesen también hacer surf con su padre.

Por el momento, los mellizos se distraían con la hermana mayor explorando el inmenso peñasco. Letícia les mostraba minucias encantadas: las conchas y algas que se aferraban a la piedra, las pinzas de cangrejitos oscuros, la sal que se acumulaba en los huecos cuando el agua se evaporaba al sol. Oían el fuerte ruido de las olas rompiéndose en las grutas que estaban más abajo, veían la espuma que subía por entre las grietas más adelante. O sólo se quedaban mirando a su padre en el mar. Fascinados por toda aquella agua salada en la que se regocijaban bañándose y jugando, pero que también los asustaba un poco por su inmensidad sin fin, su rumor constante, y todos aquellos movimientos misteriosos en sus colores siempre nuevos.

 

***

 

Desde muy arriba, el niño José veía mejor la aldea en la que había nacido. Cualquier altura le ayudaba a entender dónde vivía. Cuando subía a los árboles del huerto, observaba el tejado de la casa. Si en vez de guiar una yunta de bueyes venía con algún adulto que lo hiciese, podía instalarse en lo alto del heno o de las barricas de vino que transportaba el carro y admirar el paisaje revelado: la otra margen del riachuelo o la ropa secándose en el patio de las casas a lo largo del camino. Las raras veces en que le permitieron subir a la torre de la iglesita, logró distinguir a primera vista todas las casas que componían su mundo, las callejuelas que las unían, los campos que las rodeaban. Y cuando, finalmente, comenzó a pastorear rebaños por los montes circundantes, se dio cuenta de que su aldea no era la única: se juntaba con otras, tan contenidas en sí mismas como la suya. Todas ellas manchas claras pintorreadas de tejados oscuros, como huevos de pájaros anidados en el fondo del valle, acogidas en laderas surcadas por líneas de vides, y protegidas por murallas de montañas más altas y agrestes salpicadas de ovejas. El mundo era cóncavo, ahora lo sabía, aunque no conociese la palabra. Ofrecido a la bóveda celeste que lo resguardaba.

—Perdiéndose de vista, le estoy diciendo… Una inmensidad de agua agitándose sin parar…

La frase no le salió de la cabeza. Porque además se desdoblaría en otras poblando sus sueños. Y, de inmediato, transformó el regreso del tío Adelino en uno de los acontecimientos señalados de su vida.

En realidad, el hermano de su madre ya era un personaje legendario antes de aparecer en carne y hueso. Se había ido a Oporto muy joven, de ahí había llegado a Lisboa y los muelles, se había hecho marinero y no había vuelto nunca más. Muy de vez en cuando había dado alguna noticia. Y ahora estaba allí, visitando a todos en la aldea, de una casa a la otra con su andar bamboleante, su piel tostada por el sol, sus ojos hundidos en arrugas pero capaces de avizorar transparencias en las montañas y evocar cierto horizonte del que hablaba, línea imaginaria e inimaginable.

Cómo hablaba el tío Adelino, además…

En las pocas semanas que pasó en la aldea, entre dos viajes, cambió los hábitos de todos. Venían a escucharlo parientes y vecinos que se reunían por la noche al amor de la lumbre, o los domingos en torno a la mesa tosca, con su botella de vino y su pan de maíz redondo, con su eterno cuchillo clavado en el medio, esperando la caldera de caldo humeante. Bebían sus historias de otras tierras, sorbían las emociones de tantos personajes desconocidos, los arrastraban los vientos que daban la vuelta al mundo.

—Una vez, cuando estábamos a punto de levar anclas y partir de Macao, vimos desde la toldilla a un hombre que llegaba presuroso al muelle. Venía vestido con ropas ricamente bordadas y turbante de colores, y apuntaba al barco con un sable…

Bastaban pocas palabras para fundar un escenario que nadie había pensado jamás que pudiese existir. O para desencadenar en él situaciones promisorias y arrebatadoras. En boca del tío Adelino, el mundo no era cóncavo y cerrado, sino que se extendía ajeno a los horizontes, se ahondaba en abismos, se elevaba hacia los vértices. No era protegido y sereno, sino preñado de drama. Abierto a todos los espacios y a tiempos habitados por la historia. Y lleno de opiniones diferentes.

—Con todos los respetos, ¿cómo nos sigue usted hablando aún de miguelismo[1], señor cura? Un poco más y aquí todos acabarán creyendo que don Sebastián[2] está dispuesto a volver de las arenas ardientes montado en su caballo. El país discute hoy otras cosas. ¿Qué opina usted de las ideas del duque de Saldaña[3]? Hay quien quiere seguir el ejemplo de Italia y de Prusia y hacer un solo país, con la unificación ibérica. Y otros que, como yo, no quieren ni oír hablar de eso. ¿Esas ideas no llegan aquí?

Contaba cosas increíbles:

—¡El mundo se transforma, amigos! Francia fue derrotada en la guerra contra Prusia. Al ganar, con un ejército fuerte, los prusianos se unieron a sus vecinos, y ahora los alemanes tienen un solo emperador. Del otro lado Francia, derrotada, ya no tenía cómo asegurar la defensa del Papa con sus tropas. Entonces los italianos, unidos, entraron en Roma y ahora también Italia es un solo país: el rey Víctor Manuel ocupa el trono. Los franceses, descontentos y perdiendo territorio, se rebelaron. Las noticias hablan ahora de una revolución republicana en Francia, una guerra civil. Cuentan que París se convirtió en una comuna independiente, pero la sitiaron y sus habitantes tuvieron que enfrentar un cerco terrible. Nada, nunca más, será igual que antes.

Frente al asombro de los campesinos reunidos con su familia, oyendo todas aquellas historias llenas de reyes, emperadores y papas, plagada de guerras, tropas y cercos, ocurridas en lugares que sólo conocían de nombre pero no sabían bien dónde quedaban, el tío Adelino se entusiasmaba. Lo invadía cierta voluptuosidad hablando, colmando la atención de aquel auditorio ávido de sus palabras. No describía demasiado los cambios que había visto personalmente, con la modernización de los puertos donde atracaban los barcos. Prefería contar las cosas más fantásticas que había oído en las tabernas cercanas a los muelles. Novedades que no siempre debía de conocer por sí mismo, ya que sólo accedía a los continentes por el litoral. Pero seguramente avivaban su imaginación y hacían de él un ruidoso heraldo del progreso, llevando a la pequeña aldea las reverberaciones de la revolución industrial y tecnológica que comenzaba a transformar por completo la vida cotidiana europea.

—Las calles de las grandes ciudades están ahora iluminadas a gas; hasta Lisboa está sustituyendo sus humeantes farolas de aceite de ballena. Unos hombres se elevan a los cielos en globo, hubo un francés que escapó del sitio de París volando de esa manera por encima de las líneas enemigas. ¡Y las vías férreas! Hay que ver para creer. La fuerza del vapor mueve trenes larguísimos, con muchísimos vagones, arrastrados por una sola locomotora. Se viaja a través de carriles por casi toda Europa. En tres días se va de Lisboa a París… En nuestro propio país ya es posible ir de un sitio a otro en tren, con toda comodidad. Y se siguen construyendo más vías férreas sin cesar. En cualquier momento llegan hasta aquí; un ingeniero francés está construyendo un gran puente sobre el Duero. Y los hilos telegráficos y cables submarinos ya nos conectan con todas partes. Hasta en los mares empiezan a aparecer barcos a vapor que ya no dependen de vientos favorables para cruzar los océanos. Les basta con calderas poderosas y mucho carbón.

Tal vez por miedo a que se fuese de repente tan fantástico narrador, privándolos de las dosis diarias de aventura de las que se volvían cada vez más dependientes, o quizá por envidia de esas dotes peculiares que aseguraban la atención general, una noche uno de los vecinos preguntó:

—Pero si todo es así, tan lleno de maravillas este mundo de Dios, ¿qué lo ha traído de vuelta a nuestra tierra? ¿Por qué decidió abandonar, amigo, un mundo tan vasto para volver a la aldea?

La primera respuesta fue una carcajada muy sonora, tal vez demasiado para no ocultar un asomo de fingimiento. Y luego, palabras extrañas:

—Dios me ha dado una corazonada[4]… como decía el cocinero español de un barco con el que crucé el Atlántico.

Después de una pausa que apenas llegó a notarse, prosiguió:

—En realidad, no estoy de vuelta. Sólo he venido a pasar un tiempo, volver a ver esas casas, mi gente, recordar mi infancia, llevar unas flores al cementerio donde están enterrados mis padres. Teníamos que quedarnos en tierra durante algunas semanas, yo estaba en Portugal y al oír mi lengua, se me despertó la añoranza de mi casa, sólo eso. El barco exigía reparaciones, me sobraba tiempo… No sé si la vida volverá a darme otra oportunidad como ésta…

El leve tono melancólico en la voz desapareció enseguida ante la pregunta del pequeño José:

—Y esa corazón-nada que Dios le ha dado, tío, ¿qué es?

Todos se rieron. Tío Adelino explicó, habló de decisiones repentinas que se imponen de súbito y con las cuales no se puede discutir. Tal vez venidas de la nada, seguramente brotadas del corazón.

—Cuando eso ocurre, José, sólo nos resta obedecer, seguir las órdenes del corazón. Un día lo sabrás, cuando crezcas.

Y volvió a sus historias, que se repitieron durante algunas noches, antes de internarse en la carretera y partir de nuevo.

No se fue, sin embargo, por completo.

Algunos de los que dejó atrás también empezarían a viajar más allá de las fronteras de la aldea y a navegar en las historias en que el viejo marinero les había iniciado. Un vecino, muchacho soltero y ambicioso, comenzó a soñar con la idea de cruzar el océano e intentar fortuna en Brasil. Y el niño José se dio cuenta de que las palabras son capaces de transportar a otras tierras y otras vidas. Tienen el extraño poder de borrar los límites. Nada las contiene.

 

***

 

No sé si el destino de todo lector es así. Pasar un día al otro lado. Empezar también a alinear palabras para que los demás lean. ¿Será eso? Hay momentos en que tengo ganas de escribir. No sé qué. Unas ganas locas. Sobre cualquier cosa. Contar lo que he soñado. Lo que me ocurrió ayer. La reanudación de un resto de diálogo entreoído en un ascensor. Recuerdos de viajes. Ideas sobre el mundo. Comentarios sobre lo que leo en los periódicos. Reflexiones sobre temas profesionales. Un análisis político. Reseña de una película o de un libro. Perfiles de personas. Escribir. No importa sobre qué. Sólo sentarme frente al ordenador, dejar que los pensamientos se escurran entre los dedos y seguir adelante. Escribir, verbo intransitivo.

Un día tal vez escriba. Pero siempre hace falta tener un tema. O, por lo menos, un asunto definido debe de ayudar. Los antepasados, tal vez. Historias de nuestra familia, de las que la abuela Gloriña contaba. De la manera como ella las contaba. Sueltas, episódicas. A veces algunas incluso se encadenaban. Pero casi siempre dispersas. Cada día un recuerdo. Fragmentos. Recortes. Añicos. Que el lector después los reúna. Haga su centón. Su mosaico. Su caleidoscopio.

A quien le interese, le dejo el Kit Letícia de lectura. Le doy las piezas. Algunas, claro, funcionan incluso como instrucciones de uso. Lee con Letícia. Con alegría. Es divertido, te lo aseguro. Haz tú mismo tu libro. O no. Como prefieras. Aunque los diccionarios no lo registren, lectura sólo puede ser sinónimo de libertad. En este tiempo de eslóganes y de consignas, contribuyo con uno más. Sé libre, lee. Siempre será un libro diferente de aquel que el autor escribió.

 

***

 

Filtrada por los vidrios coloridos de lo alto de la ventana, la luz del sol transformaba en fiesta la pared matutina de la habitación. Años antes, al elegir azules, verdes y rojos para componer los marcos de puertas y ventanas en la casa que estaba construyendo, el viejo Almada no imaginaba que un día quedarían tan encantados con Maria da Glória, aún a punto de nacer. La nieta que más compañía les hacía en aquella larga espera.

Cuando iba a llevarla al colegio, Nina siempre hacía una visita a la casa paterna. Intercambiaba algunas palabras con su abuelo en cama, pedía la bendición e iba a conversar con la madre en la sala, en la cocina, o a hablar con los hermanos menores fuera, en el patio, según el tiempo que hiciera. Maria da Glória se quedaba y se dejaba estar un rato más en la habitación con su abuelo.

Le contaba las pequeñas cosas de su vida diaria, le hacía preguntas, escuchaba con atención las respuestas. Giraba y danzaba bajo los colores de los cristales de la ventana: ora observaba su sombra en la pared, ora contemplaba su propia piel y las ropas, convertidas en caleidoscopio vivo y animado. Subía al banquito y se miraba en el espejo del tocador: hacía muecas, volvía el rostro de un lado al otro, se cepillaba el pelo si estaba revuelto, se ajustaba los lazos si iban prendidos a las trenzas. A veces, cogía también el cepillo, el espejo de mano y el peine de su abuela, colocados sobre el mueble, y se sentaba con ellos al borde de la cama, junto a su abuelo. Peinaba y cepillaba con cariño las bastas hebras blancas de la cabellera opulenta y de la barba, le atusaba el bigote con los dedos. Entre sonrisas, el patriarca dejaba de lado su autoridad imponente y lo permitía todo. Si alguien lo contase, nadie llegaría a creerlo, como la niña comprobó la primera y única vez que hizo referencia a ese entretenimiento en un almuerzo de familia.

A veces, al final de la sesión de peinado, ella le mostraba el espejo para que se mirase y decía:

—¿Ha visto qué guapo ha quedado, abuelo?

Casi siempre él se miraba con calma, observándose sin decir nada. De vez en cuando, no obstante, seguía jugando y replicaba con una frase que a la pequeña le encantaba:

—No consigo ver bien. Ese espejo está empañado. Quiero verme en mis espejitos.

—Aquí están.

Ella se ponía muy seria y se plantaba firme y compenetrada frente a él, con los ojos bien abiertos. El viejo fingía examinar su reflejo, daba un toque en cada parte de su pelo, se atusaba el bigote, se alisaba la barba y, finalmente, la liberaba:

—Listo, ya puedes parpadear. Ahora sé que estoy guapo.

Los dos se abrazaban. Final de escena bien ensayada.

Casi todos los días, salvo que Nina los interrumpiese antes debido al horario de clase, solía haber además un ritual final. Sin necesidad de pedir permiso, Maria da Glória cogía del cajón de la cómoda una caja profunda, de madera taraceada, con una división interna donde la abuela Alaíde guardaba un camafeo, una cadena y algunas de las joyas de menos valor. El viejo Almada hacía girar una llavecita en el fondo de la caja, dándole cuerda al mecanismo que la haría funcionar. Después, muy despacio, abría la tapa de tres hojas que revelaba allí dentro una muñeca delicada, de puntillas, con un tutú rosado, multiplicada en todo un cuerpo de baile por el juego de espejos del interior de la caja. La melodía pronto iba llenando la habitación, las notas se sucedían, aceleradas. La bailarina empezaba a girar al son de la música. Los ojos de Maria da Glória brillaban deslumbrados.

—Otra vez… —pedía ella cuando terminaba.

El abuelo consentía. Todas las veces que la nieta se lo pidiese. Con una mirada de fascinación que ella no olvidaría jamás. Un día Maria da Glória comprendería, siendo adulta, volviendo atrás en el tiempo, que esa mirada se dirigía en realidad a ella y no a la cajita de música ni a la bailarina.

Así permanecían, embelesados y entretenidos, hasta que la llamada de Nina los interrumpiese. La niña besaba a su abuelo y salía, muchas veces tarareando aún la melodía camino del colegio. El viejo se quedaba solo. Dejaba que se agotasen las notas obstinadas con que la cajita de música señalaba el final de la cuerda. Volvía a contemplar la pared frente a la cama. Y la memoria.

 

***

 

Un rectángulo de tela rojiza, inflada por el viento. Justo abajo, varias barricas de madera colocadas una al lado de la otra y sujetas unas sobre otras en pocas pilas. Al frente, la punta aguda de la proa indicaba el camino por donde se deslizaba la barca. En su extremo, una larga vara inclinada, con listas de colores fuertes, que venía a ser de una altura mucho mayor que la de dos hombres, en medio de la embarcación, y que se sumergía en las aguas del Duero.

—Esos barcos se llaman rabelos. Cargan los barriles que llevan vino a Oporto —le explicó alguien al niño—. Esas varas largas son los timones, sirven para orientar la navegación.

Era la primera vez que iba tan lejos. Con su padre y un vecino, estaban buscando unos fardos de arroz, sal y azúcar, transportados desde la ciudad por el río y descargados en un pueblo próximo. Habían seguido por la carretera comarcal hasta la desembocadura del riacho y José no sabía qué admirar más, si el movimiento de los carros en la calle, si los barcos que surcaban las aguas, si la grandeza de aquel imponente río Duero que en aquel punto ayudaba a formar su humilde riachuelo cotidiano.

A su lado, el vecino hablaba con entusiasmo del deseo

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