Severina

Fragmento

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Me fijé en ella la primera vez que entró, y desde entonces sospeché que era una ladrona, aunque esa vez no se llevó nada.

Los lunes por la tarde solía haber lecturas de poesía en La Entretenida, el negocio que habíamos abierto recientemente un grupo de amigos aficionados a los libros. No teníamos nada mejor que hacer y estábamos cansados de pagar precios demasiado altos por libros escogidos por y para otros, como le ocurre a la llamada gente rara en las ciudades provincianas. (Cosas mucho peores pasan aquí, pero no es de eso de lo que quiero hablar ahora.) En fin, para acabar con este malestar, abrimos nuestra propia tienda.

Acababa de terminar con una de las mujeres que yo creía que sería la mujer de mi vida. Una colombiana. Una historia fácil e imposible a la vez, una pérdida de tiempo o una hermosa aventura, según quien lo vea.

La librería no era muy grande, pero había sitio, en el fondo del local, para acomodar mesas y sillas para estos actos, que oscilaban entre la mera lectura, la performance y el burlesque.

La vi llegar una tarde después de un chaparrón que inundó los pasillos del sótano del pequeño centro comercial en donde estábamos, y había que andar de negocio en negocio por unos tablones elevados sobre bloques de cemento y ladrillos reciclados. Vestía tights, botas altas sin tacones, una blusa blanca de algodón, y el pelo lo tenía muy negro. Parecía bastante madura. No se quedó hasta el final de la lectura de unos poemas en prosa que, para mí, sonaban muy bien, pero yo supe que volvería.

Varias tardes estuve esperándola. ¿Por qué estaba seguro de que volvería?, me preguntaba. No lo sabía.

Al fin, otro lunes por la tarde, apareció. La lectura ya había comenzado. Se quedó de pie junto a las cortinas que separaban la librería en sí de la salita de lectura. Ahora traía un vestido de una sola pieza de algodón azul celeste un poco holgado que le llegaba hasta las rodillas —unas rodillas perfectamente redondas, torneadas con evidente esmero—, un cinturón ancho de metal plateado, sandalias de cuero negro y un pequeño bolso de lentejuelas. Se quedó hasta el final. Fue a tomar algo junto al bar, intercambió miradas y saludos y, antes de marcharse, con una velocidad admirable, se guardó en el bolso dos libritos de la sección de traducciones del japonés. Salió por la puerta sin ninguna prisa. La alarma no sonó; me pregunté cómo lo había logrado. La dejé ir: de nuevo, estaba seguro de que volvería.

Un momento más tarde fui hasta el anaquel japonés. Anoté los títulos de los libros sustraídos en una libreta de cuentas, puse la fecha y la hora. Luego fui al cubículo de la caja registradora y me quedé allí, tratando de imaginar adónde iría con los libros.

La ocasión siguiente, dos o tres semanas después, al verla llegar le di las buenas tardes y le pregunté si buscaba algo en particular.

—Quiero hacer un regalo, sí —fueron las primeras palabras que le oí decir.

—¿Se puede saber para quién es?

—Para mi novio —me dijo; tenía un acento imposible de identificar.

—Usted sabrá, entonces. Hay algunos títulos nuevos en la sección de traducciones del japonés.

Se le iluminó la cara.

—Ah —dijo—. Los japoneses me fascinan.

—Por allá —indiqué un extremo de la librería—. Usted ya sabe.

No se inmutó.

—Pero no le gustan tanto a él. Están demasiado de moda, es la explicación que da. ¿Tiene algo de... Chesterton?

Me reí —una risa vacía.

—Ah, esa clase. Algo debe de haber por ahí. Estaría —señalé el extremo opuesto del negocio— en el estante más alto. Che, sí, de Chesterton.

Volví a colocarme detrás de la caja registradora, me puse a ojear catálogos, para que ella se sintiera a sus anchas. Iba de un lado para otro entre los libros. Me pareció oír cuando dejaba deslizar uno (un volumen de Las mil y una noches en la versión de Galland, como comprobé después) hacia el fondo de su morral. Fingió una tos —dos libros más—. Unos minutos después se acercó a la caja y me dijo:

—No he tenido suerte. Le compraré un perfume.

—Vuelva cuando quiera. —Me quedé mirándola. Pasó por el arco de la alarma, que, de nuevo, no sonó.

Fui hasta el anaquel expoliado. Anoté en la libreta: Las mil y una noches, volúmenes uno, dos y tres. Agregué la hora y la fecha. Decidí que algún día iba a seguirla cuando saliera.

Pocos días más tarde recibimos un envío de libros entre los que había una colección en miniatura de traducciones del ruso. Eran volúmenes en dieciseisavo, con grabados y letras de oro molido, elaborados con gran delicadeza y legibles y perfectos como joyas. Los puse en un estante bastante cerca de la caja, pero de modo que algunos estuvieran ocultos a la vista del cajero. Estos ejemplares eran para ella.

El día que resolví actuar, casi un mes más tarde, era jueves. Estábamos solos en la librería, sólo ella ojeando libros y yo vigilándola a ella. No mencioné la nueva colección rusa; apenas la saludé con alguna distancia cuando entró, y fingí estar mucho más concentrado en unos papeles contables de lo que en realidad estaba.

No me oyó acercarme. Ya estaba detrás de ella, tan cerca que sentía el perfume de su pelo.

—¿Dónde se los guardó esta vez? —le dije, y dio un saltito y se revolvió contra mí.

—¡Qué! —exclamó—. Me ha dado un susto. ¿Qué pretende, tonto? —se rió al verme sonreír.

—Disculpe.

Se puso la mano en el pecho, sobre el escote.

—De verdad me asustó.

—De verdad, ¿dónde se los guardó?

Ahora parecía enojada; un agujerito se dibujó entre sus dos cejas, pobladas, oscuras y bien delineadas. Me hizo a un lado y comenzó a caminar deprisa hacia la puerta. Alargué el brazo para oprimir un botón y las rejas de seguridad bajaron justo a tiempo para impedir que saliera, aunque los últimos pasos los dio corriendo. Se detuvo y empujó la reja de hierro.

—¡Esto es increíble! —dijo, y se volvió para mirarme. Sacó un teléfono celular de un bolsillo de su pantalón y marcó un número—. Me deja salir o pido ayuda.

—Tranquilícese. —Sin quitarle los ojos de encima, apagué un reflector que la deslumbraba. Era hermosísima, y así, acorralada, me pareció irresistible. Sonreí—. Tranquila, tranquila.

—¡Usted es un enfermo! —me gritó. Miró su celular—. Voy a pedir ayuda ahora mismo si no me deja salir.

Miré con intención sus pechos, sus caderas; no traía bolso esta vez. Terminó de marcar y me dio la espalda. Era perfecta.

«¡Aló! ¡Necesito ayuda!», dijo al aparato.

—Señorita. Aquí estamos en un sótano. No hay señal. Pero conmigo está a salvo. Devuélvame los libros que tomó y se puede ir. Tengo la lista de los otros que se ha ido llevando con el tiempo, y que yo mismo he dejado que se lleve, no sé por qué.

—¿Sí? ¿Por qué? ¡Déjeme salir! —gritó, pero no muy fuerte.

—Aunque usted no lo crea, aquí y allí y allá —señalé puntos imaginarios en el techo— hay cámaras de video. Tengo pruebas.

—¿En serio? —Ahora percibí un débil acento argentino o uruguayo que hasta ese momento había disimulado muy bien—. No lo parecía —se sonrió—. Lo siento. ¿Me perdonás?

—Cómo, perdonarte. Devolveme los libros, por ahora.

Se sacó de las axilas dos libritos rusos, y otro de los pantalones. Con gran desenvoltura, contoneándose ligeramente con un orgullo garboso, fue a dejarlos en el anaquel de donde los había tomado.

—Ya está —me dijo con descaro.

—¿Y los demás?

—¿Los olvidamos? —tanteó.

—No. Pero digamos que de ahora en adelante serán una deuda personal entre nosotros. Tengo socios, ¿sabés? —Oprimí el botón para levantar las rejas y dejarla salir.

Salió casi corriendo. Alcancé a preguntarle cómo se llamaba antes de que desapareciera al subir las escaleras.

—¡Llamame Ana! —gritó.

Me dije a mí mismo que volvería. De pronto me sentí muy solo entre todos aquellos libros. Deseé que las cámaras hubieran sido reales.

Las librerías son como gusaneras de ideas. Los libros son bichos que vibran y murmuran, solía decir uno de mis socios, que también era poeta, un tipo inteligente (aunque no tanto como él creía) y bastante simpático. Algo de cierto hay en eso y allí, en el anaquel junto a la caja registradora, estuvieron durante varios días los tres libritos rusos que conservaban, vibrando y murmurando, un recuerdo de ella, que no volvía. Muchas cosas pasaron, o, para ser m

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