Tersias

Taylor, G. P.

Fragmento

SentirCs5-1.xhtml

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Mapa

1. Tetragrammaton

2. El pozo de Mary la Negra

3. La taberna El Toro y la Boca

4. El profeta

5. El callejón de los Ladrones

6. El lógico señor Skullet

7. Skalandon

8. Poculum Caritatis

9. Mens sana in corpore sano

10. Lex talionis

11. Trismegistus

12. Mentecato

13. El Giaour

14. Rábulas

15. Tabula rasa

16. Foscari

17. Stabat Mater

18. El tribunal de la luna nueva

19. Agapémone, la morada del amor

20. El signo tironiano

21. La gran protesta

22. El oprobio

23. La vida cotidiana del callejón Drury

24. Gandul

25. El elefante y el olmo

26. Soldados extranjeros ataviados con greguescos

27. Veritas

Créditos

tersia.xhtml

 

Para Kathy, Hannah, Abigail y Lydia que me dan la alegría de vivir, y para Maddy de la librería Whitby, que fue la primera persona que compró mi libro.

tersia-1.xhtml
tersia-2.xhtml

1

Tetragrammaton

 

Disgustado, Magnus Malachi recorrió de un extremo a otro el suelo de tierra del viejo establo, después se acercó despacio a la puerta abierta y echó una ojeada cauta al exterior, sumido en la oscuridad de la noche. Se apoyó en un largo bastón, acariciando la empuñadura de hueso con sus dedos descarnados y mugrientos.

—Sigue su curso, Tersias, la estrella está sobre nosotros —rezongó mirando al cometa que seguía acercándose. No dejaba de mesarse preocupado su barba negra y rala—. Sorpréndeme con tus predicciones. Hay que repeler ese cometa antes de que destruya el mundo y con él mi pequeña porción del reino —soltó un gruñido y se dio la vuelta para mirar al niño sentado en silencio tras los barrotes de su jaula, en un rincón de la oscura cuadra—. Hice bien en comprarte, la guinea mejor empleada de mi vida —dijo entre dientes, recorriendo el establo de un lado a otro apoyado en su bastón—. ¿Y quién pagaría eso por un mendigo ciego?, dijeron. Sólo un necio, dijeron. ¡Ah, sí, ¿eh?, ¿y quién es el necio ahora?! —gritó—. Tengo en mi posesión un niño profeta, un oráculo más poderoso que todos los oráculos. Hazle una pregunta y no te contará mentiras... Los secretos del universo están a buen recaudo en esa cabecita suya, y todo por una guinea.

Tersias estaba sentado en un pequeño escabel de tres patas junto a un camastro. Agarrado a los gruesos barrotes metálicos pintados de dorado de su jaula, dirigía sus ojos ciegos a la negrura del mundo. Sabía que Malachi estaba cerca pues le llegaba el intenso olor de la mirra con la que el hombre se untaba su larga barba para que brillara. Oía también el sonido de sus botas al chocar contra el duro suelo y percibía cómo arrastraba uno de los pies en su torpe caminar.

Tersias había soportado ya doce inviernos y llevaba el último mes encerrado en una jaula con apenas espacio para dar cinco pasos, sumido en la oscuridad de su ceguera. Había ido debilitándose con el paso de los días, y su chaqueta, que antes le quedaba justa, colgaba ahora de sus hombros encorvados como un saco hecho jirones.

—¿Y qué me dices, pues, chico? ¿Funcionará mi conjuro, impedirá que los cielos se desplomen sobre la tierra? —preguntó Malachi resoplando, mientras hilillos de baba resbalaban por las comisuras de sus labios—. Tengo que saberlo... —soltó con una voz quebrada que sonó como el graznido de un cuervo posado en las ramas secas de un árbol fantasmagórico.

—No destruirá la ciudad —dijo el niño despacio, acariciando con su suave pulgar pálido los barrotes de su prisión—. No puedo mentirte. Tu conjuro es inútil, nadie hay que pueda escuchar tus balbuceos.

—¡¿Balbuceos?! —replicó Malachi con voz de trueno, agitando los faldones de su harapienta levita. Entonces blandió su bastón y golpeó con él una de las paredes de la jaula—. No son balbuceos... Esto es un arte, una profesión de la más alta categoría. No son balbuceos, los balbuceos son cosas de brujas viejas y rechonchas que cobran un penique por curarte una verruga. Yo pagué siete guineas por esos tratados de magia, contienen hechizos que antaño utilizaron los antiguos... Dices que el cometa no se estrellará contra la Tierra pero que mi conjuro es inútil. ¿Cómo puede ser eso?

—Me preguntaste el futuro y yo sé lo que se me susurra al oído, pero cómo o por qué, eso ya no acierto a comprenderlo —dijo el niño sin alterarse.

Malachi echó a andar furioso por el establo, arrojando leños al fuego. Éstos caían con estrépito entre las llamas, desperdigando brasas por todo el suelo del hogar y lanzando chispas de un rojo vivo que se perdían en el conducto sucio de hollín de la chimenea.

—Entonces lo recitaré de nuevo para que el hechizo surta efecto —declaró. Llevó la mano a la gran bolsa de cuero viejo que colgaba de su hombro con una larga correa. Con gestos frenéticos rebuscó en lo más hondo, por los rincones, entre huesos, garras, cuerdas y pelos—. ¡Te encontré! —gritó con alegría, sacando un largo dedo, seco y huesudo, cortado por el nudillo—. Haré el conjuro con esto, Tersias —dijo, y se dirigió a la gran mesa que, como el altar de un alquimista, ocupaba el fondo del establo, junto a la pared.

Acercó la punta del dedo arrugado a la llama de la vela y la quemó con aplicación hasta que quedó calcinada del todo; luego tomó una gran fuente de peltre y en su centro dibujó un círculo.

—Dedo cortado, hombre ahogado... Atrapad a Hécate si podéis... Acudid, espíritus, los que estáis cerca y los que estáis lejos... Cumplid mi deseo, destruid la estrella... —dio un salto y blandió el dedo reblandecido, dirigiéndolo ora al cielo, ora al suelo, mientras daba vueltas por el establo, enfrascado en un baile torpe e inseguro.

Rebuscó de nuevo en su bolsa, extrajo un puñadito de pólvora negra y la esparció, junto con una pizca de sal, sobre el círculo dibujado. A continuación abrió siete surcos profundos desde el centro de la fuente en dirección a los bordes, rellenándolos con la pólvora y con unos goterones de un aceite espeso que vertió de una jarra de arcilla descascarillada. Después vertió también tres gotas de cera caliente en el mismo centro del montoncito de pólvora. La cera siseó y chisporroteó al entrar en contacto con la mezcla. Malachi colocó la fuente en el centro de la larga mesa y, volviendo a coger el dedo seccionado, cavó con él un agujero en el centro del montículo de pólvora, encendió la punta del dedo con la vela y prendió fuego a la fuente entera.

Se produjo un súbito fogonazo azul cuando la esencia explotó, y se elevó por el aire hasta el techo una densa nube de humo de azufre. La fuente resplandecía incandescente, mientras las brasas serpenteaban por la superficie de la mesa, despidiendo chispas en todas direcciones. La pólvora negra bullía sobre el metal, provocando un calor intenso y sofocante que derretía el peltre, y éste se esparcía sobre la mesa de roble en arroyos que semejaban garras.

—Que así sea... —dijo Malachi entre dientes, sacudiéndose las ascuas de la barba. Se frotó los ojos para limpiarlos de humo y se rascó la cabeza con lo que quedaba del dedo calcinado. Después se acercó despacio a la puerta y escudriñó el cielo nocturno.

Durante largos minutos, Malachi miró nervioso al cometa, cada vez más brillante. Su larga cola blanca zigzagueaba en el cielo arrastrada por el astro que proseguía su carrera en espiral hacia la Tierra.

Tersias permanecía sentado en silencio, ocupado en tirar de un hilo suelto de su chaqueta mientras canturreaba bajito. Trató de recordar su vida antes de que lo raptaran, cuando aún podía ver la realidad y no sólo los rostros de los visitantes secretos que llegaban al mundo, invisibles y sin previo aviso, para susurrarle el futuro. Casi siempre venían cuando estaba a punto de quedarse dormido y murmuraban su nombre. Él los veía en su mente: sus rostros eran borrosos, de facciones cansadas, y casi nunca sonreían. Sus voces amargas y mordaces le arañaban los oídos con sus palabras. Ahora se le aparecían cuando él los llamaba: en cuanto alguien le hacía alguna pregunta, éstos le susurraban la respuesta, y Tersias la decía, como si proviniera de sus propios labios.

«Más vale que sea ciego...». Estas palabras resonaban una y otra vez en su memoria, las había pronunciado su madre antes de que se lo llevaran. «Un mendigo ciego es mejor que uno cojo o manco. Un niño ciego gana más dinero, un hombre ciego inspira más compasión al mendigar».

Eran las únicas palabras de su madre que Tersias alcanzaba a recordar. Su memoria le permitió ver su rostro antes de que el resplandor de luz blanca y ardiente le arrebatara la vista y lo sumiera en la tierra de las tinieblas y las sombras en la que llevaba atrapado desde aquel día. Una y otra vez reconstruía esa funesta imagen en su memoria, reflexionando sobre lo que había ocurrido al despertar de su sueño agitado: Tersias había sentido su cabeza envuelta en unas gruesas vendas que lo protegían de la luz y se adherían a las profundas cicatrices llenas de costras que cubrían sus ojos.

Cuando unas manos desconocidas le arrancaron bruscamente las vendas, comprendió que estaba ciego y solo, que lo habían arrebatado de su hogar. Nunca olvidaría el pánico pueril que recorrió todo su cuerpo haciendo temblar sus labios antes de transformarse en lágrimas y sollozos entrecortados. Con su lengua de trapo había invocado a su madre, llamándola a gritos, sin obtener respuesta. En su delirio le parecía sentir su presencia, escondida de su vista pero muy cerca. Como si jugara con él al escondite, Tersias no podía dejar de pensar que por fin ella le quitaría esa máscara oscura y él vería su rostro, y no su traición.

En lugar de eso, no vio más que rincones oscuros de cuartuchos malolientes donde se pasaba los días quitándose los piojos y comiendo las sobras que le tiraban desde una mesa. Manos ásperas y palabras duras de un desconocido que no le daba ni amor ni nombre y que lo ataba al poste de los mendigos en Covent Garden fue todo lo que conoció en su infancia. Largas horas soportando aguaceros y un frío atroz habían descarnado su cuerpecito, mientras tendía las manos implorando la compasión de los viandantes.

Las cicatrices de unos ojos ciegos reblandecían hasta el corazón más duro. Mendigaba, con los labios morados de frío, el óbolo de una viuda o la limosna de un joven elegante. Era el protegido de las noctámbulas, que pasaban delante de él, envueltas en el frufrú de sus gruesas faldas, y le obsequiaban con alguna broma o algún resto de sopa. Más tarde, cuando ya se apagaban los últimos faroles, Manos-Ásperas regresaba y se lo llevaba de vuelta a la buhardilla, a rastras por las calles húmedas. Subían dos tramos estrechos de escaleras hasta llegar a lo alto de un desván, y luego el hombre le arrebataba la bolsa de las limosnas y contaba el dinero en silencio, penique a penique.

Entonces, durante la noche de Santa Walpurga, la víspera del primero de mayo, mientras Manos-Ásperas dormía, la criatura llegó por primera vez. Entre los fuertes ronquidos de su amo borracho, Tersias oía crujir los maderos del suelo mientras una oscura sensación de opresión se iba apoderando de la buhardilla. Aunque se arrebujó en su mísera manta y escondió los pies entre los pliegues para escapar de los mordiscos de las ratas, la criatura lo rodeó despacio con su presencia letal. Tersias sentía en cada poro de su piel, en cada nervio, que había algo sobre él, llenando la habitación con su fétido aliento. El niño se acurrucó, con la esperanza de pasar así inadvertido. Hecho un ovillo, se cubrió los ojos, por miedo a que pese a su ceguera alcanzaran a ver lo que tenían ante sí.

Junto a él se oyó una voz cavernosa que dijo:

Soy el Espíritu Malicioso. Cuando danzas conmigo, yo siempre marco el compás. Tersias sintió en el rostro una suerte de caricia aterciopelada. Las criaturas poderosas siempre necesitan duendecillos y dríadas para hacer su voluntad; tú puedes ser mi duende. A cambio te daré un don portentoso que asombrará al mundo y a ti te hará grande... Nada que yo te dé será nimio.

Unos segundos después, Tersias sintió como si una afilada pica le desgarrara el rostro, inclinando su cabeza hacia atrás y retorciéndole el cuello, a la vez que una fuerza invisible lo aplastaba contra la húmeda pared del cuartucho; una fuerza que se le metía por la boca y serpenteaba dentro de su cabeza. Después, de repente, la presencia se esfumó y en la habitación ya sólo se oyeron los ronquidos de Manos-Ásperas, arrellanado en una silla junto a los rescoldos del fuego.

Acto seguido llegaron las voces del Espíritu Malicioso, como los susurros de una confesión. Tersias se sintió rodeado de una curiosa y desdeñosa muchedumbre, la habitación se le antojó llena de gente que se reía, tratando de engatusarlo. Respondió a las burlas, pero al instante la voz ronca de su carcelero sin rostro, Manos-Ásperas, lo mandó callar en sueños, mientras se mecía en un movimiento rítmico, con un hilillo de baba resbalando por la comisura de sus labios.

Las voces seguían susurrando noticias del mañana, grandes acontecimientos, festividades y ajusticiamientos. Tersias estaba rodeado por un galimatías sonoro. Las voces llenaban su cabeza, y sus ecos reverberaban en cada vericueto de su mente. En algunas ocasiones todas las voces del Espíritu Malicioso hablaban a la vez y traían hasta sus oídos rumores de lugares lejanos. Era como si las voces estuvieran en su cabeza y sólo él pudiera oírlas, como si fueran mensajeros que sólo a él le hablaran. La noche siguiente contestó al Espíritu Malicioso. Al principio le pareció que las voces no alcanzaban a oírle, pero al hacerse más nítidas las imágenes de sus rostros en su mente, habló ya sin reservas. Desde ese momento en adelante, quedó claro que acudirían a él como ángeles que proclaman el futuro.

No les digas quién te habla, Tersias, decían todas al unísono cuando lo dejaban solo al despuntar el alba. Pensarán que estás loco, que tienes plomo en los labios y mercurio en la mente. Reían y bromeaban todas a coro.

Unos días después, Manos-Ásperas vendió a Tersias a un fabricante de lazos de Limehouse, que a su vez lo perdió en una partida de cartas. Su nuevo amo, un borracho, lo abandonó junto al Puente de Londres, y al final, a cambio de una guinea, fue a parar a las manos de Magnus Malachi, intermediario, mercader de las tinieblas y experto en conjuros. El Espíritu Malicioso siguió al niño hasta el establo, donde Malachi lo encerró en un pesebre con barrotes. Las voces estaban siempre dispuestas a hablar, siempre cerca y siempre anónimas.

Una fuerza irresistible obligó a Tersias a pronunciar, contra su voluntad, su primer oráculo. Malachi se hallaba inclinado sobre una vasija, escudriñando las aguas negras en busca de un atisbo del futuro. Había musitado su juramento, y el Espíritu Malicioso había alcanzado a oír sus preguntas. Las voces susurraron la respuesta a Tersias, que no pudo reprimirse y expresó a gritos el deseo de Malachi y lo que le deparaba el destino. Entonces Malachi puso otro candado en la jaula de Tersias e instaló su propio camastro en el establo. Encendió fuego y ya no dejó que Tersias fuera a mendigar por las calles.

Siguieron innumerables preguntas y exhortaciones que pusieron a prueba la devoción del Espíritu Malicioso por Tersias. Cada vez que Malachi preguntaba, las voces respondían, pronunciando a través de los labios del niño la respuesta exacta que Malachi quería escuchar. En las cuatro largas semanas que llevaba en su jaula, Tersias había pronunciado las palabras de aquellas criaturas muchas veces.

Malachi no cabía en sí de alegría, pues su nuevo profeta superaba sus expectativas más fantasiosas. Tersias había advertido una y otra vez sobre la venida de un cometa, mientras el astro se iba acercando más y más a través del espacio. Malachi había golpeado el suelo con su bastón en un gesto de incredulidad y lo había tildado de entrometido, restregando un pie contra el suelo del establo, como un toro furioso. Pero todo cambió de pronto cuando encontró fragmentos de unas páginas de un diario londinense donde pudo leer él mismo la información sobre el gran descubrimiento. Tersias percibía las oleadas cada vez más fuertes de pánico y asombro que sacudían a Malachi y le impedían expresarse con tranquilidad, pues ya sólo acertaba a repetir, con voz siempre más alta, «el cometa, el cometa».

Ahora ya estaba aquí el cometa, ocupaba el cielo nocturno de un extremo a otro. El espectáculo había llegado, y Londres se había quedado desierto. Las ratas habían salido huyendo de las casas tras el primer bombardeo de hielo caído del cielo, que había desgarrado la atmósfera y se había incrustado en la tierra, como si la quemara. Tersias y Malachi eran los únicos que aún vivían en la cuadra adyacente a la pared trasera de la taberna La Cruz y las Llaves, en el norte de Cheapside. Todos los bribones, granujas y demás vagabundos habían abandonado la ciudad; ya no se oía más que los ladridos de los perros y el crujir de las hojas de otoño.

Malachi se adentró más y más en la noche, con los ojos fijos sobre la estrella que cruzaba el cielo en dirección a ellos. Por doquier invadía la atmósfera el estruendo del granizo impactando contra el suelo, alrededor de la ciudad y más allá de sus murallas. Meteoros plateados caían en el río, haciendo bullir el agua y lanzando despedida hacia el cielo una explosión de gases silbantes. El cometa aparecía cada vez más brillante en el cielo nocturno conforme se iba acercando a la Tierra, por detrás de la Luna. Del Este se levantó un viento huracanado que agitó la superficie del río mientras el cometa seguía describiendo su trayectoria curva hacia el satélite, que atraía la órbita del astro. La Tierra entera se estremeció cuando el cometa se estrelló contra la faz oscura de la Luna, lanzando hacia el espacio penachos de polvo lunar. Se hizo añicos en la superficie lunar y explotó hacia la Tierra convertido en un millón de fragmentos de hielo que cruzaban el cielo nocturno describiendo torbellinos.

—¡Lo he conseguido! —gritó Malachi, y atravesó el establo bailando, se detuvo ante la jaula y observó a su pequeño prisionero—. Querido mío, tenías razón, el cometa se ha estrellado contra la Luna y ya no golpeará la Tierra, así que mi alquimia ha prevalecido sobre él —metió la mano entre los barrotes, cogió a Tersias por la barbilla y le pellizcó la carne hasta arrancarle al niño un grito de dolor.

Tersias percibía el olor a azufre ardiente mezclado con cebolla frita que se elevaba de la gruesa capa de grasa con la que Malachi se había embadurnado los dedos. Se le llenaron los ojos de lágrimas que resbalaron después por sus mejillas al llenar sus sentidos el olor acre. Su barbilla, allí donde la había pellizcado su carcelero, vibraba de dolor.

—El niñito llora por su tío Malachi —se burló su amo, haciendo como que lloraba—. Qué espléndidas lágrimas nacen de sus ojos ciegos, ¡qué testimonio de afecto! —su voz sonaba chillona, como la de una sirena—. Te compraré una jaula de oro, para protegerte, por supuesto. Cuando reconstruyan la ciudad, iremos a Tyburn y podrás profetizar en el cadalso, a un chelín por cada ahorcamiento que adivines. Seré rico, y tú... tú tendrás una manta nueva, y te la lavaré todas las semanas —exclamó excitado, levantando la voz con cada palabra que pronunciaba.

—No hablaré —declaró Tersias, retrocediendo para alejarse de Malachi—. No soy un monstruo de feria.

Malachi se dirigió sin hacer ruido al otro lado de la jaula, mientras Tersias aguardaba, atento a percibir algún sonido revelador.

—¿Por qué, Tersias? ¿Es que no quieres complacerme? Te he dado cobijo, abrigo y alimento, ¿o no, Tersias? ¿Así es como muestras tu agradecimiento a tu amigo Malachi?

—¿Acaso no te he devuelto ya con creces la guinea que pagaste por mí? —preguntó Tersias, moviéndose nervioso en el interior de la jaula—. He pedido limosna para ti y te he contado el futuro, ¿qué más quieres? ¿He de ser acaso un espectáculo público para que se me ridiculice?

—¿Quién se ocuparía de ti, Tersias? ¿Quién te daría de beber, quién te vestiría, quién te alimentaría y quién cambiaría la paja de tu camastro? Yo soy tus ojos en un mundo de tinieblas, tus oídos en un mundo tan sordo que no puede oír la verdad. Tu deuda conmigo supera con creces una guinea; compré una vida, pero no la de un esclavo, en eso la ley no deja lugar a ambigüedades. Eres mi aprendiz hasta que cumplas veintiún años, sólo entonces serás libre —Malachi calló un momento y luego pasó despacio su bastón por los barrotes de la jaula, golpeando el metal en un gesto amenazador—. Si quieres ser libre ahora, el precio de tu rescate asciende a doscientas libras, lo que me costaría mantenerte hasta tu mayoría de edad. Entonces tendrás la llave de la puerta y podrás irte libremente —su voz se hizo más firme, como también la expresión de su rostro—. Hasta ese momento eres mío, y hablarás por mí a quien yo quiera. Estímate contento de que nunca veas las circunstancias de tus predicciones ni los rostros de tus clientes...

—Y si me niego, ¿qué harás entonces? —preguntó Tersias, arrebujándose en su manta.

Sentado en el centro de su jaula, aguardaba el ataque del bastón, que sabía se abatiría sobre él a través de los barrotes. Oyó a Malachi alejarse de la jaula y dirigirse al fuego, arrastrando tras él su pierna rígida, en un movimiento torpe. Y entonces le llegó el sonido de un objeto metálico arrojado a las llamas que se deslizó por la piedra de la chimenea y se hundió entre las cenizas.

El silencio era algo pavoroso para Tersias. Aguzó el oído para captar lo que estaba haciendo Malachi, pero no acertó a oír más que el quejido trabajoso de su propia respiración. Le volvió a llegar el sonido de las cenizas removidas, mientras Malachi seguía hundiendo el atizador en ellas y en las ascuas aún ardientes. Entonces, con un rápido movimiento, sacó el instrumento del fuego y, arrastrando la pierna, se acercó de nuevo a la jaula.

¿Que qué hará? Tersias ahogó un grito de terror dirigido al Espíritu Malicioso, pues intuía en lo más profundo de su ser que algo muy malo podía ocurrir.

Traerá un atizador al rojo vivo, un hierro candente que centellea como el odio que baila en sus ojos, dijo la voz que resonaba dentro de su cabeza. Conforme hablaba la criatura, Tersias sufría unos retortijones que lo dejaban sin resuello. El hedor del Espíritu Malicioso le llegó hasta la nariz y se le atascó en la garganta.

Luego el niño empezó a distinguir la imagen oscura de Magnus Malachi, que el Espíritu Malicioso enviaba a su mente. Soltó un gritito de sorpresa pues por primera vez podía verlo con claridad, a él y su larga levita arrastrándose por el suelo de tierra del establo. Era como un sueño lúcido que se le desvelara al despertar, un sueño que empañaba su mente como una bruma juguetona que poco a poco se iba disipando. Malachi era mucho más alto y delgado de lo que había pensado, y su rostro, más descarnado. Tenía una barba de chivo larga y negra, con grumos pegajosos de mirra que brillaban a la luz de la lámpara y del fuego. Tersias alcanzaba a ver que el Espíritu Malicioso estaba detrás de él, fuera de la jaula, observando a Malachi por encima del hombro. Era como si el pensamiento los uniera y Tersias pudiera ver lo que la criatura veía; ésta se lo transmitía al niño para que él también pudiera verlo en su mente.

El Espíritu Malicioso tenía la mirada fija en el hierro candente que Malachi sostenía en la mano. La punta brillaba con un fulgor incandescente que soltaba chispas y del que emanaba una tenue y constante voluta de humo azul. Tersias veía la mano que sostenía el atizador, cada dedo sucio y largo coronado por una gruesa uña negra en forma de garra.

—Tengo una sorpresa para ti, Tersias. ¿Estás seguro de que no hablarás para mí? —dijo Malachi, acercándose a la jaula—. Si no hablas, entonces te quedarás mudo además de ciego...

—¿Un atizador para acallar mi lengua? —preguntó Tersias, levantándose y retrocediendo para escapar.

—Lo has adivinado... No sirves como mendigo, pero como profeta y vidente eres único. Haz eso por mí y tu vida cambiará. Tendrás una jaula de oro y sábanas de seda. Le diré al mundo que eres mi hijo, mi hijo adoptivo. Te enseñaré los misterios de la alquimia, y los secretos del mundo serán tuyos.

—¿Y también tendré que hacer algún número de feria, como el oso que baila al son de la música? —preguntó Tersias, mientras, en su mente, veía acercarse a su amo.

—Dejarás al mundo atónito, estupefacto; seré tu guardián y tú, mi aprendiz —dijo Malachi. Blandió el atizador y lo dirigió hacia Tersias por entre los barrotes de la jaula. El niño retrocedió unos pasos más, clavando la espalda contra la pared metálica de su prisión.

Malachi empujó despacio el hierro candente hacia él, centímetro a centímetro. Tersias apartó la cara de la trayectoria del atizador.

—¿Sientes el calor, Tersias? Sólo tienes que decirme que sí, y ya no habrá razón de que sientas miedo. Podemos sellar ahora nuestra amistad, que así sea... Mejor ser un amigo locuaz que un enemigo callado. ¡Ciego y mudo! —gritó.

—No hablaré —replicó Tersias, gritando a su vez, mientras el hierro candente seguía acercándose.

—Entonces eres un valiente o quizá un estúpido. Sé mi oráculo y vive con capacidad para hablar; niégate y te quemaré la lengua —Malachi acercó aún más el atizador.

Habla por él, muchacho, se apresuró a susurrar el Espíritu Malicioso con voz suave. Si no, te matará.

—Haré de profeta para ti —declaró Tersias con renuencia. Apretó la espalda contra los barrotes de la jaula mientras sentía que el calor levantaba ampollas en su piel.

—Un chico prudente siempre sabe hacer buen uso de su lengua —dijo Malachi, retirando el atizador—. Mañana recorreremos las calles y hablarás a la gente. Han sido tiempos de mucho temor, y todos querrán saber lo que les depara el destino. Te prepararé un carruaje digno de un rey con los mejores caballos de todo Londres.

tersia-3.xhtml

2

El pozo de Mary la Negra

 

A la densa luz de la luna, el ancho callejón que salía de la calle Rag y atravesaba el prado del Canal aparecía ribeteado con un brillante hilo de plata que unía entre sí las ramas retorcidas de los pequeños árboles, recortando sus siluetas sobre el fondo del cielo nocturno.

Jonás Ketch estaba tumbado, acurrucado sobre lo que quedaba de un montón de paja que el viento juguetón había esparcido por la hierba, junto a una valla de piedras erosionadas que conformaban el pretil de un pozo. Aferraba entre las manos una botella de cuarto de galón de ginebra que había envuelto en los faldones sucios de su camisa blanca y había mantenido al calor de su cuerpo delgado durante toda la noche. Soltó un gruñido y se retorció los rizos de cabello negro y espeso, afligido por que el frío creciente atravesara su ropa. De su cinturón colgaba una vieja pistola oxidada que le abultaba y le molestaba pues se clavaba en el suelo y golpeaba contra un largo cuchillo que había resbalado de su vaina de cuero. Cada bocanada de aire frío que inspiraba le arrancaba un quejido, y trató de abrir los ojos para mirar el cielo nocturno y el cometa del que había querido escapar. Pero el sueño lo agarraba sin querer soltarlo y lo conducía de nuevo a un estado de semivigilia en el que revivía los momentos que había pasado despierto: se le antojaban un amargo tormento.

Jonás había huido de su casa en el callejón del Ganso cuando los primeros meteoros del cometa chocaron contra el suelo. Había contemplado asustado el impacto de una bola de fuego contra la cúpula de la catedral de San Pablo y luego había echado a correr como alma que lleva el diablo por las callejuelas embarradas del mercado de Fleet. Las calles se encontraban atestadas de gente que escapaba del Apocalipsis a la vez que caían piedras del cielo, una lluvia de granizo rojo sangre. Mientras corría por Saffron Hill había visto cómo un ardiente fragmento de meteoro caía del cielo con un rugido y partía en dos a un hombre al tiempo que, como un ángel vengador, lanzaba chorros de azufre negro al hendirse en la carne de su víctima, antes de terminar estrellándose contra el muro de Bullhead Yard. Entonces Jonás había corrido aún más rápido, agarrando con fuerza su botella de ginebra, sin alejarse de los estrechos callejones de Clerkenwell Green hasta llegar a campo abierto, donde lo habían recibido los alaridos de congoja y angustia de los pacientes internados en el manicomio de Lord Cobham, cuya enfermera jefe, muerta de miedo, había abandonado a su suerte, encerrados en sus celdas.

A lo lejos divisaba el montón de piedras que conformaba el pretil del pozo de Mary la Negra. Jonás había recorrido la última milla de distancia en compañía de centenares de personas que huían hacia el norte, hacia las aldeas de Islington y Hampstead. Esta última ardía con brillantes llamaradas que se recortaban sobre el trasfondo oscuro del horizonte.

Al llegar al pozo había decidido detenerse para descansar y tomar un trago de ginebra, hasta que el amodorrante calor del alcohol lo había sumido en un sueño profundo. Conocía bien ese lugar: allí se cruzaban dos caminos bordeados por un tupido seto de tojo. Era el emplazamiento ideal para tumbarse a esperar, al amparo de las sombras de la noche. Allí podría aguardar con paciencia hasta que llegara la ocasión de sorprender a algún viajero solitario o algún coche de caballos que, al llegar a las afueras de la ciudad, bajara la guardia, movido por un falso sentimiento de seguridad.

En los quince años que llevaba en este mundo ya había matado a un hombre, aunque más por accidente que por propia voluntad, pues la vieja pistola que llevaba al cinto había descargado motu proprio su carga de plomo sobre la gran barriga de un hombre con dentadura postiza. Al acercarse a él el gordinflón, Jonás había blandido su arma, y justo en el momento de darle el alto, había estallado un resplandor deslumbrante. El muchacho había asistido impotente a la trayectoria de la munición y a su impacto, y el hombre se había desplomado en el suelo con la tripa reventada. En la penumbra, Jonás había buscado a su alrededor con la mirada, pero no había visto a nadie. Supo entonces que tenía el tiempo necesario para vaciarle los bolsillos a su víctima y, sin sentir pánico, ni miedo siquiera, había cubierto la escasa distancia que le separaba del hombre y había mirado su rostro, donde descubrió unos ojos abiertos de par en par, antes de quitarle el reloj de bolsillo y una cartera de cuero.

El camino le había dado cuanto necesitaba. Era un bandido solitario. Un vulgar ladronzuelo que se dedicaba a lo único para lo que valía y sin nadie que le llevara la contraria. En su fuero interno soñaba con ser un salteador de caminos, un auténtico bandolero, y tener la libertad de llegar hasta ciudades como Lincoln o York, en lugar de limitarse a los caminos de las inmediaciones de Londres. El manantial de Mary la Negra era su santuario. Sus aguas curaban la viruela, la fiebre y la gota. Ahora en sueños rezaba a Mary la Negra para que le borrara de la garganta el hedor a ginebra y le ayudara a mover las piernas. Pero al abrir los ojos, supo que ésta no había escuchado sus plegarias. La resaca provocada por la ginebra le hacía estallar la cabeza de dolor y le inflamaba los párpados hasta que casi sentía que iban a reventar; el consuelo del sueño que siguió a la borrachera había dejado ahora paso a un fuego que le quemaba las órbitas de los ojos.

Inspiró hondo bocanada tras bocanada del aire frío de la noche, tumbado sobre el montón de paja, con la vista fija en el cielo límpido. El cometa había desaparecido. En su lugar flotaban sobre la tierra sus ascuas, como una miríada de diminutas estrellas que explotaban en llamaradas rojas, verdes y violetas cuando la atmósfera se las tragaba. A Jonás se le antojaron mil millones de velitas que ardieran chisporroteantes en la cima del cielo. Se sonrió... Estaba vivo.

Como toda la ciudad de Londres, Jonás había pensado que la llegada del cometa anunciaba el inicio del Apocalipsis, el fin del mundo y el día del Juicio Final. No ignoraba que tenía muchos pecados sobre su conciencia. Su deuda era enorme, y sus faltas ocupaban cada rincón de su pensamiento. Hasta entonces había salido impune de todos los delitos que había cometido, pero era consciente de que al final de los tiempos habría de responder ante una fuerza de la que ni siquiera él podría escapar.

Se incorporó, desenvolvió la botella de ginebra de los faldones de su camisa y la agitó: estaba vacía. Se le pegaba la lengua al paladar, las amargas bayas de enebro le habían dejado la boca seca. Miró a su alrededor antes de acercarse a gatas hasta el pozo, y metió la cara en el agua helada, que le quemó la piel y le incendió cada nervio de su cuerpo, provocándole un escalofrío que le recorrió la columna de arriba abajo. Se secó el agua del rostro y aguzó el oído. Desde algún lugar en la distancia le pareció percibir un sonido que le resultaba familiar: en el frío aire de la noche oyó el repiqueteo de las ruedas d

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos