Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
A manera de prólogo
Sones y olores del paraíso
Nacimiento
La mano del padre
La abuela
El abuelo Pau
Tíos y cruceros
La tía
Casas
Sachers y ensaimadas
Los cipreses cantan
La guerra
El hombrecillo del sueño
Sabañones
Tormentas
Chuetona
No atábamos los perros con longanizas
Invisibles, hambrientos y clandestinos
Muñecas
Hermanos
Un fantasma en el colegio
Camino de las Trinitarias
Formas
Campanas, relojes, plumas y secantes
Lectura
El virus de la lectura
La flor azul romanial
Los poetas de la abuela
Mestre Pedro
Olivos milagrosos
Juegos de verano con olivos
Can Rasca y el olor del paraíso
Doña Aina
El mes de septiembre y el miedo
La Guardia Civil
En Tedy
Jaume
George Sand y el demonio
El Domund
Las alas
Colchones
Sancho Panza
Mala, malísima
Los Reyes
La troupe del Trocadero
Los vecinos que toman el fresco. Madò Marieta
Petrina, mestre Tomeu, madò Vicenta y la colcha
Jutipiris, escarnios y muecas
El Ram, ¡qué maravilla!
Vendedores de palabras
Llorenç Villalonga en mi habitación. Cosas de la isla
Villalonga y Cela, o sobre pelucas e hipopótamos
«Papá, no cantes»
El tenor Nadal
Las naranjas del Papa
El general
Ropa tendida
Iglesias
Los latines de la infancia
El basurero
Repartidores
Visitas
Visitas de confianza
Púrpura cardenalicia
Culpa
Culpas y cargas
La joroba y la difteria
Criatura
Tortícolis
Educar señoritas
Epílogo
Notas
Notas de la conversión
Sobre la autora
Créditos
Grupo Santillana
Para Marina
Ara que ja de tanta cosa torno...
El cor encara vol tornar a gronxar-se
desbocat a les barques de la fira;
i dic que sí, que en mi tot clama d’esma
cap aquella petita esborrajada.[1]
CLEMENTINA ARDERIU
A manera de prólogo
Jaime Gil de Biedma aseguraba que a partir de los doce años no nos sucede nada importante o por lo menos nada tan importante como lo que nos ha ocurrido hasta entonces. Por lo que a mí respecta, acorto un poco más esa etapa, hasta los diez años. A los once pasé de la infancia a la pubertad de manera repentina y dramática, pero eso ahora no viene al caso. No negaré que de adulta no me hayan pasado cosas fundamentales, pero la intensidad con que las he vivido no puede compararse con el grado de intensidad con el que viví todo cuanto antes me sucedió. Durante la niñez las puertas de la percepción permanecen abiertas de par en par y el mundo se nos antoja nuevo, recién estrenado; su creación, consustancial a nuestro nacimiento. Además, la vida en tiempos de inocencia parece dominada por poderes mágicos. Los reyes que traen juguetes son primos hermanos de las hadas y éstas, en aquella época, del ángel de la guarda. Todos juntos pertenecen al reino de la ilusión en el que los niños habitan.
«Ara que ja de tanta cosa torno...» Ahora que ya de tantas cosas vuelvo, como escribe Clementina Arderiu en un verso sencillo y espléndido, he pensado que era un buen momento para echar la vista atrás y hacia dentro e ir trenzando recuerdos. Mientras movía el calidoscopio del pasado han ido componiéndose imágenes que he ido depositando en un cesto, convertidas —la literatura lo puede todo— en cerezas, y ya se sabe lo que ocurre con las cerezas, una se enlaza con otra.
Recordar significa etimológicamente (del latín recordari) volver a pasar por el corazón. Los antiguos creían que la memoria habitaba en el corazón y a la vez el corazón, en un sentido más amplio, era el centro de las facultades intelectuales, no sólo de los afectos y las pasiones. Así, por ejemplo, saber de coro en castellano equivale a saber de memoria, igual que en francés par coeur o en inglés by heart. Pero también recordar tiene la acepción de recobrar el sentido o, lo que es lo mismo, de despertar, como en las Coplas de Manrique o en la canción tradicional: «Recordar, niñas, recordar, / que viene el alba / del señor San Juan», de ahí que esa connotación se avenga tan bien con estas páginas.
Por otra parte, Bernat Metge, en Lo somni, recoge la opinión de su época de que la silla o el asiento del alma reside en el corazón. En consecuencia, alma y corazón han funcionado a veces como sinónimos. Para mí, el alma de las personas consiste en su memoria. Pero la memoria casi nunca es objetiva ni fiable sino selectiva, parcial e incluso voluble. A medida que recordamos nos alejamos cada vez más de los hechos, de manera que recordamos no hechos sino recuerdos de hechos. Además, ¿hasta qué punto la imaginación no se inmiscuye en la memoria? Lo señalo porque no querría ser tachada de mentirosa. Sé que mi verdad puede no coincidir con la verdad ajena. No obstante, he consultado la hemeroteca para situar acontecimientos que el hollín de la memoria pudo enmascarar o teñir. Sin embargo, no tengo intención de convertir estas estampas de infancia en un reportaje objetivo y realista sobre la década del cincuenta del siglo pasado. Tampoco quiero enmendarle la plana a la niña que fui y por eso he tratado de que mi visión de adulta no se superpusiera a la visión infantil aunque me pareciera demasiado ingenua e incluso ilusa.
La Mallorca que muestran estas páginas se parece poco a la actual. Los cambios acaecidos a partir de los años sesenta, con la llegada masiva de turistas, modificaron la fisonomía de la isla. Donde había algarrobos, olivos, almendros o pinos se sembraron hoteles, bloques de apartamentos, tiendas de souvenirs. Crecieron desvaríos de cemento armado. Los campos dejaron en buena parte de cultivarse y la industria turística se convirtió en nuestra primera fuente de ingresos, aliada, por desgracia, con un desarrollo urbanístico feroz, grato a los asesinos de paisajes. Para bien o para mal, más para mal que para bien, en mi opinión, la Mallorca de mi niñez era otra. Dejar constancia escrita de aquella época me ha permitido, en gran manera, recuperarla.
No cabe duda de que en la infancia prima la sensualidad. Empezamos por ser animales sensitivos más que seres racionales. Las primeras sensaciones son olfativas, auditivas y táctiles. La Mallorca de hace medio siglo olía distinto y los sonidos, tanto los de la ciudad como los del campo, eran diferentes a los de ahora. Los días se sucedían pautados por un orden ligado a las estaciones y a las fiestas de guardar. La religión y unas costumbres conservadas desde hacía siglos, dos características reforzadas por el triunfo del franquismo, señalaban el único camino a seguir. Fuera de sus límites no cabía más destino que el infierno. Por eso, a los demás miedos infantiles, a la oscuridad, a los extraños, a ser abandonados, etcétera, los niños y niñas venidos al mundo a mediados del siglo XX teníamos que añadir el terror al infierno, siempre ligado al sentimiento de culpa. Nuestra niñez no fue, creo, demasiado feliz, por lo menos la mía. Pero me gustaría volver a ser niña, quizá sólo para ver salvados del desastre y la miseria los jardines de las dos casas que habité, en Palma y en Deià, hoy marchitos, mustios, llenos de ortigas. Resisten unos pocos cactus hostiles de púas famélicas y algunos geranios con apenas tres o cuatro hojas en las largas e impúdicas ramas requemadas. Los rosales, flores de cera, peonías, margaritas, dalias, gladiolos, claveles de moro, hortensias que mi padre sembró murieron hace ya mucho tiempo. Pero no quiero caer en tentaciones melancólicas. No deseo que la nostalgia —palabra que significa dolor por regresar al pasado— me tome entre sus brazos y me haga bailar a su ritmo, valses o rock and roll, qué más da, de derrota. Preferiría que no me abrazara, no fuera que acabara por estrangularme.
La nostalgia, intrínseca a la condición humana, puede convertirse en un arma letal, una bomba debajo del brazo a punto de explotar, o en una herramienta extraordinariamente creadora. Inventamos la literatura para escribir sobre cuánto hemos perdido.
Sones y olores del paraíso
Consustancial a cualquier paraíso es su pérdida, porque, de lo contrario, no sería un paraíso. También en la pérdida se fundamentan nuestras vidas. Con los años, vamos adquiriendo conciencia de que pesa mucho más el pasado que el porvenir, que nuestro principal bagaje consiste en lo que hemos sido. Aunque nos obstinemos en afirmar que cualquier presente se abre al futuro, el futuro no es nuestro. Nuestros son únicamente los años y los días que hemos dejado atrás. Tal vez esa certeza tenga que ver con la muerte del alma que, según Aristóteles, sobreviene hacia los cincuenta años. Al doblar la esquina de la vida, nos guste más o menos, queramos o no queramos aceptarlo, nos topamos de golpe con la certeza de la muerte. Pero eso no es malo, ni siquiera perjudicial, si lo gestionamos bien. Su presencia constante nos induce a aprovechar mejor el tiempo, ganando horas, ya que la sabia naturaleza nos permite dormir menos y nos incita a sacar réditos del pasado, incluso de lo definitivamente perdido.
Lo primero que perdemos es la infancia. La mía era sobre todo un vasto paisaje de olores y de sonidos desaparecidos para siempre jamás. Olores y sonidos entremezclados, en un maridaje agridulce, como si se tratara de un plato mallorquín de la cocina heredada de los árabes. Olores que sólo he recuperado en parte, combinados con otros que desconocía, en algunos lugares del interior de Marruecos o en los mercados de los pueblos del lejano Rajastán. Olores que el viento del presunto progreso se ha ido encargando de alejar de Mallorca al tiempo que nos iba acercando las nubes que venían de Chernóbil. La radiactividad viaja de balde, silenciosa, inodora, insípida, a menudo de incógnito. Los más refinados olfatos, las pituitarias más sutiles acostumbradas a los perfumes de marca o a los caldos más deliciosos, soportarían con dificultad aquellos olores que, en especial durante los meses de verano, invadían mi infancia: fetidez de estiércol, pestilencia de orines de vacas y caballos, tufo acre de los cuerpos sudorosos que no conocen los desodorantes, un invento que llegará más tarde, con la televisión, cuando los Seat 600 arrinconen para siempre las tartanas y asnos y mulas se conviertan en especies en extinción.
«Jo llaurava amb en Vermei / i amb en Banya-revoltada / i feia millor llaurada / que l’amo amb so seu “parei”... Arri, arri...» («Yo araba con Vermei / y con Banyarevoltada / y araba mucho mejor / que el amo con su yunta... Arre, arre»).
A los oídos me llega la melodía de la canción de los jornaleros. Una melodía que tiene la misma música que las suras coránicas. Pero entonces yo no lo sabía, como tampoco lo sabían Rafel y Jaume, que araban mientras la cantaban.
En la Mallorca rural de los años cincuenta y sesenta, antes de que el turismo nos invadiera, la tierra se cultivaba y cada metro, cada palmo se aprovechaba para sembrar. En Jaume también se entretenía en limpiar el borde de los olivos. Sin guantes —eso no se estilaba en aquel tiempo—, con sus manos acostumbradas a los cardos y a las ortigas, manos ásperas de campesino, surcadas por venas gruesas y repletas de callos, arrancaba las malas hierbas, de un tirón y con un «Au ja està». Después continuaba labrando y proseguía con la canción: «Jo llaurava amb en Vermei / i amb en Banya-revoltada / i feia millor llaurada / que l’amo...».
La brisa traía del bosque un ligero perfume a pinaza, a veces, según de dónde soplara, mezclado con el olor a carbonilla. Allí arriba, en la carbonera, solo, vivía en Tià, el carbonero. Bajaba al pueblo los sábados para comprar algunos víveres, cargado con la romana y un gran saco de carbón que trataba de vender. Sabíamos que se acercaba porque los brazos de la balanza al golpearse sonaban alegres como campanillas y por el olor del carbón que impregnaba las calles, superponiéndose a los de ensaimadas, crespells y cocarrois recién horneados. Ni el perfume dulce de los membrillos ni el de las rosas del mes de María hubieran sido suficientes para disipar el tufo a carbón.
A mí en Tià me da un poco de miedo. Me gusta más el cossier —el lañador de vasijas— que todos los jueves visita el pueblo de buena mañana y carretera adelante llega a Sa Marineta. Avisa con un silbido prolongado y de vez en cuando proclama: «Cossis qui té cossis?... Cossisssss!» («Barreños, ¿quién tiene barreños?»). Suenan las esquilas de los rebaños, son los metales que acompañan los pregones agudos del cossier.
Los viernes los gatos callejeros maúllan más que nunca siguiendo a la pescadera, alta y fornida, que, como una diva excelsa, entona su aria particular: «Ala, al.lotes, comprau, duc peix que bota, alatxeta fina» («Ala, muchachas, comprad. Traigo pescado que salta, alacha fina»).
El anuncio de la ángela de las escòrpores (escorpinas) y de los molls (salmonetes) de los veranos de Deià se repite en Palma durante los meses de invierno. Las calles se llenan de olor a mar por lo fresco que está el pescado que trajina en el cesto de mimbre que lleva sobre la cabeza. A veces nos deja escuchar la caracola con la que convoca a la clientela. Y a nuestros oídos llega un milagro: el rumor de las olas de todos los mares del mundo.
Nacimiento
Vine al mundo en Barcelona el día 12 de enero de 1948, a las cinco de una madrugada muy fría. Una semana antes la abuela Mercedes había ido a Palma a buscar a mi madre, para que el tío Luis, que era tocólogo, la asistiera en el parto. Habría tenido que hacerlo mi abuelo, ginecólogo muy prestigioso, si no hubiera muerto seis meses antes de que yo naciera. Pese a ello, mi madre debía de sentirse más segura atendida por su hermano y rodeada por su familia y no por la familia de su marido, lejos de su casa y de los suyos. Probablemente a mi padre no debió de gustarle que se fuera y por eso, imagino, como castigo, se quedó en Palma. Me conoció cuando yo ya tenía un par de semanas, al ir a buscarnos para volver a Mallorca.
En Palma viví toda la niñez y adolescencia, hasta que me fui a estudiar a Barcelona. Me considero, en consecuencia, mallorquina, porque en la isla pasé los años fundamentales de mi formación como persona, aunque mis vínculos con Cataluña, y más concretamente con Barcelona, son fuertes y están muy arraigados. Además, por parte materna todos mis antepasados son catalanes; en Cataluña han nacido mis hijos y se han publicado casi todos mis libros.
Mis padres, Eusebio Riera y Estada —siempre añadía la conjunción copulativa en misión igualitaria entre sus dos apellidos— y Carmen Guilera Vallhonrat, se casaron en febrero de 1947 en la iglesia de San Justo de Barcelona. Se habían conocido en la universidad apenas acabada la guerra, durante el curso 1940-1941. Allí coincidieron con Carmen Laforet, Maria Aurèlia Capmany, Néstor Luján, Linka Babeska, Josep Palau i Fabre, Antoni Vilanova o Miquel Tarradell. Nombres que desde pequeña me habrían de resultar familiares, ya que mis padres los mencionaban a menudo al recordar su paso por las aulas.
Mi padre había empezado Medicina en Madrid en 1934, pero, al terminar la guerra, decidió cursar Filosofía y Letras y trasladar el expediente a Barcelona. Mi madre había sido alumna de las monjas de la Presentación y después del Instituto Balmes, donde tuvo como profesor de Literatura a don Guillermo Díaz-Plaja. De sus clases contaba maravillas: «Leíamos los textos, en lugar de aprender de memoria listas de obras y nombres de autores». Como era inteligente, le gustaba estudiar y sacaba buenas notas, sus padres la animaron a matricularse en la facultad de Letras.
Mi madre contaba que en las aulas de la universidad de los años cuarenta, siempre atestadas —los jóvenes querían recuperar a toda costa el tiempo perdido durante la guerra con la máxima celeridad—, se dejaba una silla vacía para «el estudiante caído por Dios y por España». Para los otros «caídos», los que murieron defendiendo el gobierno legalmente constituido, para aquéllos no había ni silla vacía ni recuerdo. Los franquistas expulsaron de universidades y escuelas a los profesores que consideraban sospechosos de republicanismo. De la de Barcelona fueron depurados o tuvieron que exiliarse algunos de los más prestigiosos y sus vacantes, cubiertas por personas adictas al régimen. Que sus conocimientos fueran nulos o muy nimios no importaba, lo verdaderamente importante era pertenecer al bando ganador.
Mi padre, después de aprobar los cursos comunes, se decidió por la especialidad de Filosofía y fue discípulo de Zubiri, de cuyas lecciones solía hablar con gran entusiasmo. Mi madre, por Semíticas. Su maestro fue Millàs Vallicrosa. El día que, por primera vez, me enseñó un libro escrito en árabe, me dejó boquiabierta. Me parecía extraordinario que alguien pudiera entender una caligrafía tan extraña. En los reglones, en lugar de letras había garabatos, rayitas y puntitos, diarrea de moscas. Un día, volviendo del catecismo —eso era la preparación que los niños y niñas llevábamos a cabo para poder hacer la primera comunión—, me contó que para convertirte en musulmán sólo tenías que decir, ante el imán de la mezquita y en presencia de dos testigos, unas palabras que ella pronunciaba en árabe, «la ilaha ill-Allah»(1) («no hay más Dios que Alá»). Yo me las aprendí en un segundo y las cantaba cuando me apetecía: la y la y la, alá... Ahora pienso que algunas tonadas mallorquinas como las que incluyen la onomatopeya «lai lai» quizás tengan que ver con la religión musulmana. Quién sabe si, como las suras aparecidas en las iglesias mudéjares de Aragón, no sería la manera que usaban los moros mallorquines para mantener vivas sus creencias, después de haber tenido que abjurar de su fe tras la conquista del rey Jaime I.
Mi madre era muy guapa —todavía, ahora a sus noventa y pico, lo es—. Yo, por el contrario, fea y muy parecida a mi padre. «Tiene sus ojos y la forma de la boca —decían—, son iguales. De su madre no ha sacado nada, qué lástima», y lo repetían a menudo con variaciones: «Esta niña es clavadita a su papá», «No puede negar que es hija suya», y tanto llegaron a insistir todos que yo tenía miedo de despertarme cualquier día con el bigote que lucía mi padre y por si acaso huía de los espejos. Desde entonces, debía de tener cuatro o cinco años, los detesto.
Sobre el escritorio del despacho de mi padre hay una fotografía que contemplo embobada. Es, como todas en aquella época, en blanco y negro, pero el cielo que se esparce sobre la figura enmarcada parece de un azul intenso. Un cielo sin nada, sin encaje de nubes, nítido, perfectamente átono. Ni una arruga sobre la sábana, ni una miga de pan sobre el mantel planchado. Contra ese fondo una muchacha alta y delgada, con unas piernas espléndidas, unas piernas de Cyd Charisse, posa, sentada en la arena, a ras de las olas. Sonríe con tímida delicadeza a un objetivo enamorado. Es realmente muy bella. Sonríe desde 1947. Al mirarla me siento triste —tengo cuatro, cinco, seis, o siete años—, porque no me parezco a ella. A menudo pienso angustiada que no me dicen la verdad: sólo soy hija de mi padre.