Gringos en las pampas

Julio Djenderedjian

Fragmento

Empezar una nueva vida cruzando el Atlántico

La gente con experiencia suele decir que los extremos terminan coincidiendo. En principio, no parece haber sido ese el caso de dos inmigrantes llegados a nuestro país en la segunda mitad del siglo XIX. El primero de ellos, un suizo llamado Guillermo Lehmann, desembarcó en Buenos Aires en 1866, con veintiséis años, buena salud, excelente educación, ganas de trabajar y muy poco dinero. Al morir, en 1886, poseía una fortuna de varios millones de pesos oro, invertida en un amplio abanico de empresas productivas y activos financieros e inmobiliarios, que iban desde tierras, colonias agrícolas, industrias y propiedad urbana hasta depósitos bancarios. El segundo, a quien llamaremos José porque la historia no nos ha conservado su nombre, llegó a Buenos Aires en 1890, en medio de la crisis más grave que hasta entonces había soportado el país. Sabía leer y escribir, pero no mucho más; había ya rebasado los treinta abriles, y su salud no andaba muy bien. Luego de deambular dos años por el campo realizando diversos trabajos agrícolas, cansado, enfermo y nostálgico de su patria española, debió gestionar la ayuda de una sociedad de socorros mutuos para ser repatriado, dado que no poseía ni los míseros cincuenta pesos oro necesarios para pagar el pasaje en tercera clase.

Dos historias bien extremas; y en lo único que parecen coincidir es en que los dos llegaron a Buenos Aires con bastante poca plata. Las intenciones y el empuje de cada uno de ellos eran también diferentes: mientras que en Guillermo Lehmann primaba seguramente la ambición de hacer fortuna, José quizá sólo quería paliar sus necesidades inmediatas y conseguir un trabajo modesto aunque seguro, en el que fuera posible, de a poco, ahorrar y mejorar de posición. Pero hay otra cosa más importante en que sí se encontraban los dos: en el momento de embarcar, ambos habían decidido darse a sí mismos la posibilidad de un comienzo radicalmente nuevo en una tierra lejana y desconocida, con todas las esperanzas y los riesgos que ello implicaba, y que incluían desde el sueño dorado de transformarse en millonarios hasta la temida pesadilla de tener que retornar a expensas de la caridad pública. Todo ello era posible, y aceptar esas peripecias formaba parte del juego que los dos optaron por jugar.

Es ese impulso el que nos interesa aquí. Pero no tanto por su capacidad para modificar vidas personales, sino sobre todo por la fuerte impronta con que marcó todo un país y toda una época. Ese país que apenas balbuceaba fue transformado totalmente por inmigrantes como ellos. Entre 1850 y 1914 más de cuatro millones y medio de personas abandonaron Europa y llegaron a la Argentina buscando un futuro mejor, no sólo gracias a las oportunidades de progreso que entonces ofrecía nuestro país, sino también a la mejora en las comunicaciones transatlánticas y a otros diversos factores. Para darnos una idea del impacto que eso significó, digamos solamente que en 1850 apenas había alrededor de un millón de habitantes en lo que por entonces era la Argentina.

Una parte de esos inmigrantes retornó a sus países de origen, pero muchos otros se integraron a nuestra sociedad y sus descendientes forman todavía hoy una proporción mayoritaria de la población del país. La economía, la vida social y cultural, e incluso la política acusaron el impacto de la presencia de inmigrantes, cuya impronta habría de ser duradera.

Pero sobre todo, algunos de los cambios más importantes que este movimiento causó se registraron en el campo. Muchos de esos inmigrantes formaron cientos de colonias agrícolas, mediante las cuales se comenzaron a cultivar grandes espacios antes deshabitados, conquistados recientemente a los indígenas o destinados a la ganadería. De esa forma, el país, que hasta 1877 debía importar parte de los trigos y harinas que consumía ante la insuficiencia de la producción local, pudo autoabastecerse de cereales, e incluso comenzar a exportarlos, transformándose hacia inicios del siglo XX en uno de los grandes productores mundiales. La colonización agrícola constituyó así un gran factor de cambio social y económico, que modificó sustancialmente provincias enteras. Las consecuencias de ello se hicieron visibles en multitud de aspectos concretos, pero sobre todo en el paisaje rural, que fue transformado por completo. Por ejemplo, en Santa Fe existía menos de una decena de pueblos y ciudades en 1850; pero en 1895 había más de cuatrocientos, la mayor parte de los cuales eran colonias.

Las colonias fueron fundadas principalmente por empresarios particulares, aunque también por el Estado nacional o los provinciales, e incluso por grupos comunitarios determinados, como ocurrió con los alemanes del Volga o con las colonias judías. En esencia, colonizar significaba subdividir una determinada superficie de tierra para venderla a plazos a agricultores, por lo general extranjeros aunque también argentinos, quienes se comprometían a cultivarla bajo ciertas condiciones durante algunos años. Estas condiciones podían variar mucho, dependiendo no sólo del contrato que se firmaba sino también de factores tan dispares como, por ejemplo, la lejanía de los centros poblados, la capacidad financiera de los colonos, las deudas que éstos tuvieran en concepto de pasaje o manutención, la presencia de vías de comunicación o el interés que hubiera por fomentar una rápida ocupación del espacio. Es decir, se trataba de una forma planeada de reorganizar el territorio y, por tanto, era necesario contar para ello con un cúmulo de elementos cuyas definición y disposición formaban parte de operaciones muy complejas. En un medio en el que todo faltaba, ya que se trataba de áreas prácticamente desocupadas, crear una colonia significaba introducir de improviso una comunidad de varios cientos o miles de personas, con los elementos físicos necesarios para una módica satisfacción de sus necesidades, y encarar diversas actividades intensivas cuyo producto tenía que exportarse, ya que, una vez afianzado el emprendimiento, se excedía plenamente la capacidad de consumo del mismo. Todo ello implicaba, entre otras cosas, que el organizador debiera contar con un cuerpo de administradores eficientes, y dispusiera de un importante capital para sostener el emprendimiento hasta que lograra consolidarse, además de dinero para hacer frente a las dificultades que pudieran presentarse. Un factor fundamental fue la disponibilidad de buenas vías de comunicación, a fin de poder enviar la producción a los mercados externos: por ello, el período de más rápida expansión de las colonias coincidió con un ritmo febril de construcción de vías férreas.

Esa forma planeada de transformar el espacio y la producción fue la llave del cambio productivo más espectacular que haya tenido lugar en la Argentina. El predominio de la ganadería, impulsado desde inicios del siglo XIX por la expansión de las estancias y la demanda de cueros para la exportación, había dejado un poco en las sombras a la agricultura. Heredera de una sólida tradición que venía de la época del dominio hispánico, la vieja agricultura tradicional debió atravesar diversos problemas a partir de la Independencia, de modo que hacia mediados de la centuria no había logrado aumentar al mismo ritmo que el incremento poblacional. La colonización permitió modificar esa situación, favoreciendo el arraigo de una actividad mucho más intensiva que la ganadería, y cuyo producto por hectáre

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