Soldados de Perón

Richard Gillespie

Fragmento

INTRODUCCIÓN

Lo que va a leerse en las páginas que siguen, es la historia de una locura. Una locura que al principio se apoderó del espíritu de un puñado de muchachos pertenecientes a clases medias altas, y luego inficionó todo el cuerpo social argentino. Fue, en un comienzo, una aventura casi quijotesco, atravesada de nobles ideales: terminar con la injusticia social, oponerse al autoritarismo de un régimen ilegítimo, romper la hipocresía y el convencionalismo de las fuerzas dominantes. Pero estos objetivos, que podían ser compartibles aun en su difusa exposición, se fueron degradando cuando se intentó su consecución mediante el uso permanente y sistemático de la violencia terrorista. En pocos años, la Argentina terminó convirtiéndose en un campo salvaje donde la lucha armada se exaltaba como un fin en sí mismo, cualquier crimen se justificaba y la competencia política era, simplemente, una apuesta a la calidad de las metralletas y a la eficacia para volar un enemigo: el ceremonial del “caño”, el trágico erotismo de la muerte.

Buena parte de la culpa de esta locura colectiva corresponde al movimiento que el profesor Richard Gillespie describe en este libro.

Las luctuosas consecuencias que decimos, venían de una insinceridad inicial. Montoneros se constituyó primitivamente con elementos que nada tenían que ver con el peronismo. En cierto momento advirtieron que sus esfuerzos girarían en el vacío si no lograban conectarse con el movimiento masivo que, aun en la inorganicidad a que obligaba un poder de facto que había congelado la política, mantenía vivo y fresco el poderoso mito de Perón, la nostalgia de una época durante la cual el pueblo habría sido feliz, y la esperanza de su retorno. Entonces, los conductores de Montoneros se disfrazaron de peronistas. Adoptaron las consignas que instintivamente levantaba el pueblo peronista y las radicalizaron: ya no más “Perón vuelve” sino “Perón o muerte”. Se erigieron en jueces del movimiento en el que se infiltraron: “Rucci, traidor, a vos te va a pasar lo que le pasó a Vandor”. Confiscaron el recuerdo de Evita y lo hicieron una bandera exclusiva: “Si Evita viviera, sería montonera”. Se jactaron de sus procedimientos: “Éstos son los Montoneros que mataron a Aramburu”. Reclamaron para ellos la condición de la auténtica pureza peronista y de esta mentira originaria pasaron a recoger la adhesión de buena parte del pueblo peronista.

De este modo, Montoneros se fue convirtiendo en dueño de algo que parecía la verdad justicialista. Acostumbraron a las masas al sabor de la violencia: cada acto sangriento era aplaudido por gente a la que ni el propio Perón en su época presidencial, había arrastrado a esos territorios. Y la mentira inicial de Montoneros se completó con otra, que el mismo Perón se complació en dejar elaborar: la idea de que el líder justicialista era un revolucionario, una suerte de Mao o de Fidel que habría de motorizar una transformación tan vasta como la de estos conductores en cuanto se pusiera al frente de los destinos del país.

Lo que empezó con una mentira y se continuó con otra, lo que se llevó adelante con métodos violentos, fascistas, no podía tener otro fin que el que tuvo.

Quiero decirlo sin atenuar mi juicio con ningún matiz exculpatorio: los Montoneros me repugnaron siempre. Por sus métodos en primer lugar, pero además por sus pueriles y contusos objetivos y hasta por la calidad humana de sus dirigentes. No siento la menor admiración por ellos. Sin duda, algunos militantes fueron valientes, pero otros muchos demostraron flojedad cuando llegó el momento de hacer frente a fuerzas oficiales o paraestatales. Una cosa era pegarle un tiro a Aramburu en el sótano de una estancia abandonada, o copar un pueblito de la sierra cordobesa, y otra cosa muy distinta enfrentar el poder de un Estado que, tal como hacían sus enemigos, no quiso limitarse con ninguna norma ética. En esta coyuntura, donde no se trataba de asesinar a gente inerme o ensayar operaciones sorpresivas sino de matar o hacerse matar, los Montoneros demostraron la debilidad de sus convicciones, las fallas de su formación teórica, las equivocaciones de su estrategia y la insinceridad de su adhesión a una postura política adoptada por oportunismo. Ahora se sabe lo que vagamente se intuía en la época de Videla: la increíble colaboración de muchos ex montoneros en la delación de sus antiguos compañeros. Pocas veces se habrá dado en nuestra historia el ejemplo de traiciones tan miserables como éstas. La huida final de sus principales jefes, dejando en la estacada a su segunda línea, las órdenes que enviaron a la muerte en 1978 a dirigentes castigados por sus disidencias, la tilinguería de su conducción en el exilio, ocupándose del ceremonial militar de la organización, completan la caracterización de la catadura moral del grupo. Un grupo que, no lo olvidemos, alcanzó a manejar la Juventud Peronista, se apoderó de la universidad y estuvo, aunque brevemente, en la intimidad del poder argentino en 1973.

Por lo mismo, encuentro incomprensible que intelectuales que habían hecho un ejercicio cotidiano del pensamiento racional, hayan asesorado y aun compartido responsabilidades operativas con un grupo cuyo proselitismo se fundaba en la muerte. No puedo asumir que, enfrentados a un régimen militar, se mimetizaran con lo castrense en el lenguaje, la gradación jerárquica, el protocolo y la vocación por los uniformes. Hallo injustificable la actitud de políticos, artistas, sacerdotes, gremialistas, periodistas y otros que, por esnobismo o cálculo, contribuyeron a crear un clima de simpatía hacia Montoneros o pretendieron dar jerarquía política a cónclaves donde se procesaba secretamente a determinados personajes, se los condenaba a muerte y se ejecutaban tales sentencias. ¡Muy enfermo debió estar nuestro país para que ocurrieran estas aberraciones!

Mis antecedentes me eximen, creo, de aclarar que la misma repugnancia me provoca la brutal represión con que fue arrasado Montoneros y otros grupos similares. Quien, como yo, repudia la violencia en todas sus formas, no puede justificar los métodos usados por el Estado o sus delegados paraestatales, en esa represión indiscriminada que salteó todas las categorías legales y éticas que lo limitan. Al fin, Montoneros y sus similares usaban de esa violencia que a veces estalla en el seno de cualquier sociedad; pero cuando es el Estado, a través de sus instituciones armadas, el que se encanalla con el ejercicio de la brutalidad, la coacción, la tortura, el asesinato, entonces toda la arquitectura jurídica de la comunidad se desploma. Al fin y al cabo, Montoneros no era otra cosa que un grupo de “soberbios armados” —para usar la expresión de Pablo Giussani—. El Estado represor, en cambio, significaba la degradación de la más alta institución comunitaria.

Pueden parecer fuera de lugar estas declaraciones personales. Pero sucede que al leer este libro he revivido en mi espíritu esos espantosos años en que toda norma civilizada pareció haber desaparecido en mi país, arrasada su tradición política por un viento de demencia aparentemente indetenible. Además, mis juicios vienen como compensación a la deliberada asepsia con que el profesor Gillespie hace la crónica de Montoneros, desde su nacimiento hasta su final disgregación. El autor hace bien en historiar así. No es argentino, y la trayectoria de los “soldados de Perón” constituye para él un sujeto de investigación, y nada más. Para nosotros, la gente de esta tierra, Montoneros es una de las pesadillas que vivimos desde los finales de los sesenta hasta hace poco tiempo.

Porque ese grupo está estrechamente asociado a esos tremendos años, porque su propia frustración evidenció que hasta los ideales más nobles se enroñan cuando se pretende obtenerlos a través de medios despreciables, porque muchos de los jóvenes que cayeron en nombre de esa negra bandera podrían haber sido magníficos dirigentes; por todo esto, el libro del profesor Gillespie es importante y oportuno. Ha navegado con seguridad en las engañosas aguas de aquella organización cuyo hermetismo cubría su realidad. Ha recogido toda la información posible. Ha seguido el hilo de acontecimientos confusos y ambiguos con todo el rigor necesario.

Sobre los hechos y los nombres registrados por el profesor Gillespie, los lectores argentinos ratificarán la lección que los sucesos mismos les brindaron. Pues, en último análisis, la historia —ya lo decía Goethe— se hace también para deshacerse de ella.

FÉLIX LUNA

1986

PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN

La publicación de una tercera edición de Soldados de Perón —veinte años después de la primera edición en castellano y algo más de un cuarto de siglo después de la edición original en inglés— me brinda el placer de saber que esta obra sigue teniendo relevancia en la Argentina, a pesar del cambio generacional. Me agrada comprobar que un libro que fue una pieza de análisis contemporáneo, escrito durante la última fase de la insurgencia montonera, hoy reaparece más como un libro de historia; pero al mismo tiempo me pregunto: ¿por qué? ¿Es posible que en la Argentina, un país con fama de vivir más en el presente que pensando en el pasado, haya aumentado el interés del público por los libros sobre historia nacional? En el mundo universitario argentino, sí tengo la impresión de que ha habido más interés entre los investigadores en la época de los sesenta y los setenta, aprovechando la libertad para incursionar en este terreno a partir del fin de la época militar. Mientras que, para un público más amplio, el interés potencial del libro ahora parece residir más bien en la influencia política que ha tenido el período de la guerrilla con relación a la Argentina de hoy y al pasado reciente.

Evidentemente, hubo cambios políticos importantes en la Argentina a partir de la década del ochenta, y hoy la violencia política carece de la legitimidad que antaño tenía para importantes sectores de la sociedad. Sin embargo, el modelo económico y la falta de compromiso social de algunos gobiernos elegidos bajo la democracia traen como consecuencia la vigencia de una tradición vibrante de protesta social que todavía entusiasma a muchos militantes nacionalistas y de izquierda. Entre ellos, se destaca el fenómeno de los “piqueteros”, grupo de desocupados y a la vez movimiento social que despertó el apoyo de núcleos radicales y llegó a tener fuerte impacto, sobre todo en diciembre de 2001, convirtiéndose en un factor de importancia en la elección de Néstor Kirchner como presidente de la República.

Lo interesante no es tanto la continuidad individual de supervivientes montoneros en otras organizaciones políticas o en movimientos sociales, sino la influencia política de los Montoneros como modelo de cierto tipo de insurgencia, modelo que finalmente fracasó, pero que sin embargo sigue ofreciendo a los activistas políticos de perfil parecido, en la Argentina y en otros países, ciertas lecciones de cómo actuar y cómo no actuar en situaciones comparables (y también hasta cierto punto en situaciones diferentes, dada la posibilidad de extraer elementos de la estrategia para el uso táctico o para adaptarse a otras condiciones). En concreto, los que intentaron promover a los piqueteros como movimiento social buscaban una forma de acción sociopolítica extraparlamentaria que evitaría el rechazo social que encontraron los Montoneros en su fase final y que a la vez fuera más difícil de reprimir por parte del Estado. Los lazos que vincularon a los piqueteros con los Montoneros existían a nivel estratégico en el sentido de que, mientras la guerrilla urbana dirigida hacia formas de guerra popular fue rechazada, los piqueteros mantenían el énfasis en la acción directa, no excluyeron la violencia —siempre que fuera “de masas”— y se apropiaron de algunos métodos guerrilleros a nivel táctico.

No voy a intentar evaluar globalmente el fenómeno piquetero. Mi argumento es que éstos fueron conscientes de la experiencia montonera cuando planteaban su propia estrategia. Esencialmente, buscaron una forma de acción directa que fuese más difícil de combatir policial o militarmente, y que complicaría la justificación de la represión. Los militantes piqueteros habitualmente no llevaban armas, e incluso cuando emplearon armas improvisadas o caseras, dificultaron más (en comparación con los “operativos” guerrilleros del pasado) la aplicación de medidas represivas por parte de las autoridades y las fuerzas del orden. Mientras recurrieron a los métodos violentos, aprendieron de la experiencia de la guerrilla urbana la importancia de evitar víctimas mortales, seleccionando como blancos diversas propiedades, sobre todo las sedes de las grandes empresas multinacionales y las instituciones del Estado. Además, en contraste con las iniciativas elitistas de la guerrilla urbana, los piqueteros optaron por la acción colectiva, buscando mantener su propia seguridad en la masificación de la lucha, para evitar así aislarse como los insurgentes del pasado. Finalmente, rechazaron el “aparatismo” de los Montoneros, organización siempre dirigida por una comandancia suprema formada por líderes guerrilleros, que controlaba toda una serie de aparatos de apoyo e infraestructura. En vez de constituirse burocráticamente, los piqueteros utilizaron las asambleas de vecinos para debatir las iniciativas tendientes a la acción, una forma de tomar decisiones que a la vez hizo difícil a las autoridades distinguir entre los dirigentes y la base. Seguramente, fue una forma de actuar más vulnerable a la infiltración, pero con menos consecuencias para la supervivencia del movimiento que en el caso de las estructuras burocrático-militares de los Montoneros.

Fue así como los piqueteros adoptaron elementos de la estrategia inicial montonera y, más importante aún, aprendieron de los “errores” cometidos por los aspirantes a “soldados de Perón”. Quizás encontraron algunos obstáculos parecidos: a pesar de practicar cierta discriminación en el enfoque de su actividad violenta, los dos movimientos vieron difícil limitarse a los blancos elegidos en un principio. Los piqueteros perdieron la simpatía de muchos ciudadanos por destrozar coches particulares durante las batallas callejeras. El drama de la acción directa tenía su atractivo, pero sólo durante un tiempo, y luego empezó a ser percibido más bien como una molestia que complicaba la vida diaria.

A fin de cuentas, los dos movimientos tenían más impacto como fuerzas de resistencia o de protesta que en el cumplimiento de sus objetivos políticos y sociales. Sin embargo, su experiencia como fuente de lecciones para cualquier persona interesada en el cambio político y social sigue siendo relevante en la Argentina, dado el número de personas desencantadas con el statu quo contemporáneo. Los Montoneros y otras organizaciones comparables, a pesar de su derrota histórica, quedan como un punto de referencia, y eso se debe fundamentalmente a que representaban un enfoque estratégico determinado.

El pragmatismo político de los Montoneros —al decidir definirse como peronista, al actuar dentro del movimiento peronista y al intentar hacer política en combinación con la actividad armada— no debería ocultar el hecho de que por lo general la actividad de la organización era informada a través de una estrategia muy pensada y difundida por medio de comunicados y entrevistas concedidos por los comandantes guerrilleros. Como intento argumentar en el libro, a largo plazo la estrategia montonera exhibió evidentes defectos y contradicciones, sobre todo cuando sus miembros se inspiraron demasiado en la experiencia de las revoluciones en otras partes del mundo (sobre todo China, con su interpretación maoísta), y se acentuó excesivamente el militarismo. Pero, a pesar de su fracaso y los grandes costos en sufrimiento humano que traía, el caso de los Montoneros mantiene un lugar destacado en la historia de la insurgencia, por ser el ejemplo de guerrilla urbana que más éxito relativo ha tenido a nivel mundial.

Por eso, el tema de los Montoneros no es relevante solamente para los argentinos que quieren aprender de su propia historia, sino para un público internacional. Se quiera o no, los Montoneros y otras formaciones guerrilleras volvieron a la Argentina “relevante” como laboratorio para el estudio de la insurgencia. No es un logro para ostentar ni un modelo para adoptar como ideal. Pero sí, la historia de los Montoneros significa un episodio de conflicto que, más allá de la tragedia y el dolor, es muy rico en lecciones políticas. Son lecciones discutibles, sin duda, y la única forma de clarificar las cuestiones controvertidas es entablando el debate de una manera seria y racional, con la ayuda de una literatura creciente sobre ciencia social e historia. Las condenas morales de la violencia mantienen su vigencia, pero no pueden sustituir al análisis histórico que busca entender lo ocurrido.

RICHARD GILLESPIE

Chester, enero de 2008

PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Desde que se escribió el prólogo de la edición inglesa han ocurrido varios acontecimientos políticos importantes: la recuperación de los movimientos populares en la Argentina, una guerra criminal en las Malvinas, la humillación de los militares y un nuevo esfuerzo por consolidar una democracia estable. Afortunadamente, esos hechos no han vuelto necesaria la actualización de este libro a la hora de publicar la edición española, porque los Montoneros dejaron de tener impacto en la política argentina a fines de los años setenta. No obstante, parece útil ofrecer esta obra al lector latinoamericano y español, tanto por la luz que puede arrojar sobre los hechos del pasado reciente como por las observaciones que ofrece acerca de la violencia insurreccional en general.

En esta edición no he hecho ningún cambio sustantivo, pero he modificado algunas secciones de la edición original inglesa en que había pequeños errores. He tomado todas las precauciones necesarias para que la traducción de las citas que aparecen sean totalmente fieles al original. Hay unos pocos casos en que esto no ha sido posible, por ejemplo cuando mi fuente de información ya estaba en inglés, o cuando se trataba de una publicación guerrillera clausurada por las autoridades argentinas y que no se ha podido obtener desde entonces. Aunque algunas citas no aparecen textualmente, puedo asegurar a los lectores que el significado es correcto. En cuanto a la totalidad de los libros mencionados, las publicaciones clandestinas o los documentos internos de los Montoneros y la gran mayoría de periódicos y revistas (incluso los que fueron clausurados), fue posible localizar la versión original.

Durante la preparación de esta edición, varias personas han colaborado en el intento de ofrecer una traducción correcta. Estoy muy agradecido a Martha y Enrique Torn por su valioso trabajo, sobre todo por su interés en asegurar que una versión hecha en Barcelona sea tan aceptable en América Latina como en España. Jorge Barón aportó su utilísima opinión sobre la traducción original, mientras que María Elena Fernández me ayudó enormemente en mejorar varias secciones. Además, quiero aprovechar la oportunidad para agradecer las observaciones y comentarios de todos los argentinos que me escribieron después de la publicación del libro en inglés. Personalmente, sus reacciones fueron de mucho mayor provecho que las críticas más elogiosas. Quiero mencionar particularmente a Amanda Peralta y Andrés Alsina por indicarme algunos errores de detalle que se deslizaron en la edición inglesa. Finalmente, por su tolerancia y apoyo mientras trabajaba en esta traducción, quiero manifestar mi agradecimiento a María Elena, Ana y Nelson.

RICHARD GILLESPIE

Universidad de Warwick, 1986

PRÓLOGO A LA EDICIÓN INGLESA

La guerra de guerrillas urbana, sobre todo cuando se da en una sociedad tan agudamente polarizada y tan manchada de sangre como la de la Argentina contemporánea, ha suscitado los comentarios de un excesivo número de apologistas y detractores. Ni la hagiografía ni la demonología se han beneficiado mucho de tus esfuerzos, que no siempre han culminado en observaciones válidas respecto de los efectos instrumentales de este tipo de guerra. Al ofrecer esta historia crítica de la principal fuerza guerrillera urbana que ha existido hasta la fecha en la América Latina, he intentado examinar las ambiciones y el impacto de la violencia insurreccional sin presentar a los combatientes ni como santos ni como pecadores. Las imágenes predominantes de los guerrilleros como heroicos defensores de la libertad o como terroristas sanguinarios las rechazo por inapropiadas.

En ningún momento de los años sesenta los Montoneros parecieron capaces de acaudillar una revolución popular o de tomar el poder del Estado por medios militares. En efecto, ellos mismos consideran una buena parte de aquel decenio como fases de una lucha defensiva. Su importancia no radicó en el triunfo político, sino más bien en el hecho de servir de expresión tanto del potencial como de las limitaciones de una estrategia que numerosos movimientos izquierdistas y de liberación nacional han probado durante estos últimos años. Sin embargo, ningún examen del fenómeno montonero sería completo si se limitara a las desgracias y avatares de una organización de guerrillas urbanas. Los Montoneros empezaron como tal, pero se convirtieron rápidamente en un movimiento radical nacionalista que, cuando se le permitió movilizar abierta y legalmente el apoyo político, lo hizo de manera impresionante. Decenas y hasta centenares de miles de argentinos se agruparon tras sus estandartes en los violentos meses de 1973-1974. Por lo tanto, además de iluminar la oscura realidad del mundo clandestino de la guerrilla, este estudio examina a los Montoneros como unos actores políticos cuya influencia en la vida política argentina en general, y particularmente sobre el peronismo en evolución, ha sido sustancial.

Los dos primeros capítulos de este libro, que analizan las circunstancias ideológicas en que surgieron los Montoneros, dan algunas pistas de la razón por la que ellos y no otras fuerzas guerrilleras de la época consiguieron la supremacía. Los capítulos que van del tercero al sexto consideran las iniciativas políticas y militares tomadas por los Montoneros en cuatro períodos distintos: los últimos tres años del período militar de 1966-1973; las presidencias, en 1973-1974, de Héctor Cámpora y Juan Domingo Perón; la administración, considerablemente menos popular, de María Estela Martínez de Perón, la primera mujer presidenta de la Argentina (1974 a 1976); y, finalmente, los cinco primeros años del régimen militar implantado en marzo de 1976 y acaudillado al principio por el general Jorge Rafael Videla.

Buena parte del material en que se basa este libro fue reunido durante los dieciséis meses de mi visita de investigación efectuada a Buenos Aires en 1975-1976, y el primer resultado de esa experiencia fue mi tesis doctoral The Peronist Left (Universidad de Liverpool, 1979); sin embargo, las entrevistas llevadas a cabo desde 1976, junto con la adquisición de recientes publicaciones y documentos sobre la guerrilla, permiten que el presente libro comprenda la totalidad de los años setenta. Las fuentes utilizadas son, básicamente, diarios argentinos y semanarios de información; las revistas políticas de los Montoneros y las publicadas por otras tendencias políticas; documentos públicos e internos de la guerrilla; entrevistas con los Montoneros hechas públicas; entrevistas personales con miembros y simpatizantes de los Montoneros, así como también con periodistas especializados, académicos y escritores; y libros pertenecientes a la izquierda peronista y a la historia política de la Argentina.

Se usan pocas abreviaciones para indicar las fuentes materiales, para que no se confundan con las iniciales y acrónimos representativos de la gran cantidad de organizaciones políticas, guerrilleras y sindicales que intervinieron en el desenlace del embrollo argentino. Se hallará una lista de ellas al comienzo del libro, y un glosario de términos al final.

Varias personas e instituciones me prestaron una ayuda indispensable durante la preparación de esta obra. En particular el doctor Walter Little, de la Universidad de Liverpool, merece mi reconocimiento por su excelente labor como supervisor de investigaciones doctorales. Además de ser una constante fuente de estimulantes ideas, me ayudó en gran manera con sus críticas y aprobaciones. Entre los que tuvieron la amabilidad de examinar mis borradores, Alan Angell, del St. Anthony’s College de Oxford, debe recibir mi agradecimiento por sus agudos comentarios y sus positivas sugerencias. En 1974-1977, el Social Science Research Council me concedió generosamente una beca de investigación, sin la cual no habría podido llevarse a cabo la investigación original. Además, debo dar las gracias al Departamento de Teoría Política e Instituciones de la Universidad de Liverpool, al Departamento de Política de la Universidad de Newcastle upon Tyne y, sobre todo, al St. John’s College de Oxford por proporcionarme los medios indispensables durante la fase de redacción del proyecto.

Por desgracia, no puedo mencionar por su nombre a muchos argentinos que me prestaron su apoyo de innumerables maneras, aun cuando algunos se hallan actualmente en el exilio. Figuran entre ellos académicos, abogados, militantes y amigos personales que facilitaron mi contacto con personas que podían ayudarme en mi trabajo. Dado el presente clima político interior de la Argentina y la evidente facilidad con que los disidentes argentinos que viven en el extranjero pueden ser secuestrados para no reaparecer jamás, el hecho de identificarlos podría ser igual que una sentencia de muerte. Su contribución fue verdaderamente esencial, tanto en la forma

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