Montoneros. Soldados de Massera

Carlos Manfroni

Fragmento

Prólogo y aviso al lector

La narración que sigue constituye la descripción más aséptica y desapasionada que he podido realizar sobre los hechos de los que trata esta investigación.

Los pocos juicios de valor introducidos en la obra —con excepción del último capítulo, donde expreso mi opinión personal— responden sólo a la necesidad de describir una situación con la precisión adecuada o bien a las exigencias de la estética del relato, sin dejar nunca a un lado la verdad, ni aun en sus detalles.

Procuré, de ese modo, no incomodar al lector forzándolo al ejercicio permanente de despejar la historia documentada de los calificativos impuestos por el autor, que constituyen siempre una molestia en el camino hacia las conclusiones a las que cada uno puede llegar por sí mismo.

Por cierto, no he dejado de expresar mis propias conclusiones, pero acompañadas de las pruebas e indicios sobre los que pretendo fundarlas. Pero si alguien cree que en este libro encontrará expresiones tales como: “banda de delincuentes terroristas”, respecto de unos, o “represores genocidas”, respecto de otros, espero que haya leído este aviso antes de sentir que ha malgastado su dinero.

Mi profesión es la de abogado e investigador de fraude, acostumbrado a diseñar sistemas orientados a prevenir la corrupción y, por tanto, obligado por deber propio del oficio a desconfiar de las apariencias.

En una oportunidad, mientras examinaba un viejo expediente judicial acerca del secuestro del empresario de Mercedes Benz Franz Heinrich Metz por Montoneros, pude observar algunos detalles de ciertos hechos que ya había conocido por los libros; por ejemplo, la liberación de prisioneros de la ESMA que tenían altas responsabilidades en la organización clandestina, sobre todo en el manejo de las finanzas, y compararlas con lo que todos conocemos sobre el asesinato de cientos de otros militantes, de mucho menor rango, en aquel lugar de detención.

Cuando uno observa que existe un beneficio para quien maneja grandes sumas de dinero, no tiene que pensar demasiado antes de esbozar su primera hipótesis. Había habido, sin duda, un acuerdo; al menos en cuanto al dinero y la libertad se refería. ¿Eso era todo? La intuición forjada a lo largo de años de desconfiar por obligación me indicaba que en esa etapa no terminaba el pacto.

Generalmente no es necesario, para formar una primera hipótesis, que el investigador fortalezca su intuición mediante un estudio ordenado y cronológico de los hechos, uno por uno, hasta llegar al final. Un aficionado a la música no necesita escuchar una melodía desde el comienzo y en orden para saber de qué obra se trata; le basta con oír un acorde del principio, dos o tres notas del medio o un compás de los últimos tramos para advertirlo. Del mismo modo, al investigador se le presentan ciertas pruebas, como notas sueltas de una obra que puede estructurar en su cabeza, de una música que ya conoce pero respecto de la cual advierte que, por debajo de la melodía principal, suenan ciertos acordes que nunca había escuchado y que lo llevan a una interpretación diferente de la voluntad del autor. Entonces sí; cuando ya ha juntado bastantes notas que le indican que vale la pena reconstruir la trama, comienza su trabajo sistemático examinando libros y documentos.

Contrariamente a lo que muchos suponen, la trama secreta de la historia frecuentemente no está oculta, aunque una parte sí, en este caso. Pero lo esencial, y el mayor volumen de información, consiste en revelaciones de fuentes públicas: libros, periódicos, documentos desclasificados; sólo que esa información suele estar incluida en relatos parciales, aislados, no siempre con la intención de engañar, sino porque el autor de cada uno de ellos enfocó su trabajo sobre un tema específico. Sin embargo, cuando uno sitúa todos esos datos en una línea cronológica, se presentan infinidad de sorpresas que no se veían al considerar los hechos por separado. Sucede lo mismo que con los dibujos que conforman ilusiones ópticas: cuando uno los observa, percibe cierto objeto o animal, pero si alguien nos dice que miremos hacia la parte negra o la parte blanca, aparece una figura completamente diferente. Esto es lo que ha ocurrido en esta historia de la contraofensiva; la mayoría de las cosas estaban a la vista, pero tenemos que mirar la otra parte, prestando mucha atención a lo que se ha buscado disimular.

Entre 1978 y 1980 se desarrolló en la Argentina lo que sus propios protagonistas denominaron “la contraofensiva montonera” que, por expresarlo aquí en apretada síntesis, consistió en el retorno de decenas de militantes de la organización Montoneros —la mayoría de los cuales estaban exiliados en Europa o en México—, con el fin primordial de asesinar al equipo económico del gobierno de Jorge Rafael Videla, equipo que estaba encabezado por José Alfredo Martínez de Hoz.

Entre aquellos exiliados, un elevado número había sido recientemente liberado de su cautiverio en la Escuela de Mecánica de la Armada, en contraste con lo que sucedió con otro grupo significativamente mayor de militantes montoneros que fueron asesinados allí o arrojados al mar o a los ríos por los equipos que respondían al almirante Emilio Eduardo Massera.

En la ejecución de la contraofensiva fueron cometidos numerosos atentados, algunos de los cuales terminaron con la vida de aquellos a los que estaban destinados, de sus acompañantes, de los testigos o de los propios ejecutores; otros provocaron

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